La bordadora incomparable y sus tres hijas.
Celia Calcagno

de "Por mar y por tierras"

Esta afición de las mujeres lígures por los paños finamente bordados, fueran o no méseri, nos lleva hasta otra antepasada mía, ésta de la rama Picardo.

Se había puesto de moda, por aquellos días, bordar a mano y en colores sobre telas de terciopelo o de raso. Madamín Valentina Picardo había aprendido este arte exquisito y muy pronto no hubo rincón de su casa que no estuviera colmado de carpetas, acolchados, cubreteclados y hasta cuadros de colgar en la pared, finamente ornamentados con ricos colores diferentes que ella bordaba en cuanto trozo de tela caía en sus prodigiosas manos.

La buena señora tenía tres hijas como tres luceros. La mayor, que se llamaba Servanda, era hacendosa y fina como su madre. La ayudaba en las faenas de la casa, plantaba sus rosales, cantaba de maravilla, pero tenía un pequeño defecto: era incapaz de bordar. Se le entreveraban los hilos de colores, los trozos de seda se desvanecían en cuanto los tocaba y, cuando pretendía usar un pincel o una aguja, éstos se les escurrían de los dedos e iban a parar a lugares recónditos e inencontrables.

La pobre Servanda se pasaba, pues, día y noche buscando los pinceles perdidos y las agujas desaparecidas, de modo que, por más bonita que fuera, se hizo una fama ilevantable de inepta para las artes menores, como se les llamaba a los dones de manejar pinturas y tornear hilos de color.

A todo esto, Madamín Valentina sufría, porque quería que sus hijas fueran perfectas. Sufría y callaba, corno conviene a toda madre que se respete.

La hija segunda se llamaba Marianella y era regordeta y feliz, con manos de hada para revolver dulces y batir yemas con azúcar' mezcladas con vino y cardamomo, hasta obtener unas deliciosas confituras que después presentaba primorosamente envueltas en cucuruchos de encaje de papel, y que la muchacha apilaba con esmero en unas cajitas forradas de seda con exquisitos dibujos en colores... pero pintados por, su madre.

Porque esta Marianella, a pesar de su arte para moler turrones y garrapiñadas y confeccionar obras de repostería, tenía el mismo defecto que su hermana mayor: era incapaz de bordar, y menos en colores, el más insignificante motivo en un trozo de tela, porque ésta se le arrugaba al instante, se volvía gris si era blanca, y desteñida si era roja o azul. De poco le valía ser sencilla y discreta, alegre y dicharachera: en cuanto a bordado o pintura era una nulidad perfecta.

Madamín Valentina sufría por la ineptitud de su hija segunda, pero no decía palabra como debe hacer toda madre que se precie.

La menor de las hijas se llamaba Pelegra y era de muy pocas luces; habría que decir mejor que era una verdadera bobona. Sólo sabía baldear patios, fregar baldosas, pulir escaleras, espantar moscas con habilidad maravillosa y barrer cuartos y pasillos hasta dejarlos limpios como una patena.

Tenía la costumbre de sentarse al anochecer en el muro del frente de su casa y, dejando colgar las piernas, calzadas con medias blancas, canturreaba aquel juego antiguo que más conocido no podía ser:

Aserrín, aserrán

los maderos de San Juan

Pero cuando pasaba algún vecino, la bobona Pelegra alzaba la voz para que todos la oyeran:

piden pan, no les dan

Piden queso, les dan hueso

Piden mazacote,

Les dan chicote.

Y mientras los que pasaban se codeaban disimuladamente, riéndose de ella, la muchacha seguía con su tonta tonada, convencida de que deslumbraba a quienes la oían cantar.

Madamín Valentina se moría de vergüenza por la simpleza de su pobre hija, y para disimular bajaba la cabeza sobre su bordado de turno, o hundía sus pinceles en los tarritos de pintura, y embadurnaba de prisa el primer retazo de seda que se le ponía a mano.

Distraída estaba una tarde la atribulada mamá cuando, por un descuido, unas "manchas multicolores se esparcieron por el inmaculado terciopelo que tenía entre sus manos. Pero el efecto casual resultó muy bonito, y la Madamín se apresuró a bordar en relieve el inesperado dibujo. Buscó hilos de seda de varios colores, se afanó en su tarea con el buen gusto que todos le reconocían y cuando acabó su labor maravillosa se percató con asombro que el paño se había convertido en una obrita de arte en puro terciopelo de Génova.

Pero la bobona Pelegra, mientras tanto, había estado presenciando la transformación lograda por su madre, y le suplicó entonces que le prestara algún retazo de terciopelo para pintarlo y bordar lo ella también.

La pobre madre titubeó. Terciopelo o raso no quiso darle para que no los estropeara con sus primeros monigotes, así que, para no desairar a su criatura, le alcanzó en cambio una blanca hoja de papel fuerte, que la niña se llevó a su cuarto con no disimulada emoción.

A la mañana siguiente, la madre encontró a Pelegra aplicada a embadurnar con pinturas de colores la hoja que le había dado. Advirtió que la niña no había dormido en toda la noche, pues la cama estaba sin deshacer. Madamín no se atrevió a mirar el trabajo de su hija menor, por miedo a encontrarse con algún adefesio.

A la tarde, Pelegra se le presentó colorada como un tomate, pero gozosa y feliz, y le entregó la hoja en la que había estado trabajando tan afanosamente. Madamín Valentina le dedicó una mirada temerosa y se encontró con un cuadro pintado y bordado sobre papel, que representaba a un Santo con hábito morado, capa morada y alba blanca de encaje. Llevaba en su mano izquierda un báculo como de obispo; levantaba su mano derecha en señal de bendición y su cabeza estaba nimbada de un halo color oro.

A su alrededor, formando un marco; la figura del santo se veía rodeada de flores bordadas en relieve, y hojas verdes y doradas se entremezclaban como gracioso entorno. Debajo de la corona de flores, la bobona Pelegra había dibujado sobre el papel cuatro letras primorosas: S.F.D.P.

-¿Qué querían decir esas cuatro letras? No se sabe. Puede que San Vicente de Paul, pero la F no. coincidía. A lo mejor San Francisco de Borja, pero no coincidía la P. ¿Qué quiso significar la principiante Pelegra? Todavía es un misterio. Pero lo cierto es que la madre y hermanas quedaron maravilladas ante la obra de arte, y lo atribuyeron a milagro: los ángeles familiares, pensaron todas, habían metido su paleta para lucimiento de la menos dotada de las hijas de Valentina Picardo.

Lo cierto es que el cuadro de la bobona, entre .barroco e ingenuo, con la imagen del Santo levemente estrambótico y sus flores en relieve, vagó no se sabe cómo por los mares hasta llegar un día a este Río de la Plata y fue rescatado en Montevideo hace muchísimos años, en la popular feria de Tristán Narvaja, entonces Yaro.

Sea esto verdadero o no, lo cierto es que el cuadrito continúa en nuestra familia, y ha estado desde entonces campeando muy orondo por las paredes de nuestras casas, y hoy se encuentra en mi apartamento de la Plaza de Cagancha, entre mis muchas reliquias familiares.

Por mar y por tierras

Celia Calcagno

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