Dos hermanas-primas y una aparición milagrosa.
Celia Calcagno

de "Por mar y por tierras"

Pasan unos pocos años del afincamiento de los picardos (los oriundos de la Picardía francesa, según vimos) y su transformación en Picardo (apellido), cuando tiene lugar la historia más antigua de las que van a figurar aquí. La protagonizan dos primas Picardo casi idénticas, y ese parecido dará lugar a situaciones algo picarescas y divertidas (en nuestra familia se conserva la fotocopia de las partidas de bautismo de las dos primas, documentos que se encuentran en la parroquia de Voltri y que se remontan al año 1583).

Las primas hermanas (o mejor, de tan parecidas, las hermanas-primas) se llamaban Pereta y Madaleneta. Pereta era hija de Lodixio Picardo di Vill'Abbia (o Vill'Acchia, pues no se entiende muy bien en las partidas); mientras que Madaleneta lo era de Nicolao Picardo de Vill'Abbia o Vill'Acchia, hermano del anterior.

Pereta había nacido el 14 de junio del año indicado, y Madaleneta el 19 del mismo mes y año. Ambas fueron bautizadas en Voltri, como queda dicho, pero vivieron mucho tiempo en la casa de piedra de Fiorino, a la que recién me referí.

Cuando las llevaron a bautizar, las vistieron con faldones iguales, fajas idénticas y gorritos de pana con volados de seda cruda (en aquellos tiempos, a las bebitas las vestían casi como señoronas desde el día de su nacimiento). Envueltas, pues, en refajos de terciopelo y pañoletas de encaje, llevaron en un carro a las dos primitas, que iban muy orondas y solemnes, como si se sintieran ya personajes de señalada importancia. Y así llegaron a la iglesia de Voltri, donde las aguardaba el cura y un ejército de picardas y picardos.

Aquí conviene consignar que no sólo a Bernadette se le apareció la Virgen de Lourdes, ni tampoco únicamente a los pastorcitos en Fátima. También la veremos presentarse en esta historia, exactamente un 25 de agosto de ese 1583, al atardecer.

Vivían en Fiorino dos aldeanos muy pobres que, desde 1560 y tantos, habitaban en una especie de cuchitril, a los fondos de la casa de piedra de los Picardo. Eran dos primos lejanos uno del otro, sencillo y humilde matrimonio que moraba en su casi cuevita por caridad de sus allegados. Se llamaban Benedetto, il picardo, y su mujer Nicolina. No tenían hijos y eso los ponía muy tristes. Nicolina hilaba como podía en una rueca muy vieja y destartalada, y también lavaba la ropa de las señoras más conspicuas del lugar.

Cuando había bodas o bautizos en la familia, ellos tenían reservado el lugar más alejado en la mesa picardesca. Y así ocurrió con el Bautizo Solemne de Pereta y Madaleneta. Los dos humildes aldeanos se pusieron sus mejores galas, que estaban prolijamente remendadas y limpias; se calzaron los zuecos con cintas de colores para los días festivos; y la mujer se arregló con esmero una cofia vieja que le había regalado Bernardina, la mujer de Lodixio, en un arranque de generosidad.

Como es natural, ocuparon el último banco de la Iglesia, dejaron pasar adelante a todos los familiares del cortejo, saludaron los últimos al Párroco que los despedía en la puerta, y cuando el sacristán cerró la verja de la Parroquia, se fueron caminando humildemente detrás de él.

 

A pie por supuesto, no en carruaje, subieron de Voltri a Fiorino; y llegados a la casa de piedra, esperaron con la mayor modestia a que alguien los invitara a sentarse en el asiento más alejado de la larga mesa del banquete bautismal. Mientras todos comían y bebían, los dos viejos apenas si probaban bocado; y cuando llegaban hasta ellos las jarras de vino, ya estaban casi vacías. Pero ellos eran sobrios y medidos en sus costumbres, y tan humildes que ni se les pasaba por la cabeza levantarse para pedir más.

Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y ya todos bastante achispados, trajeron en un gran canasto doble, adornado con ricas telas y puntillas, a las dos primitas para presentarlas en público como recientes cristianadas.

La gente aplaudió y los chicos hicieron sonar flautas y matracas para agasajar a las pequeñas heroínas, muy pimpantes en su trono-canasto. Pero uno de los comensales, ya alegrón por el mucho vino que había tomado, quiso hacer una broma y sacó a las bebitas, una en cada mano, de su improvisada cuna de mimbre. Haciéndose el gracioso, las levantó sostenidas por los bracitos, y las dos criaturas chillaban y pataleaban tanto, a pesar de sus estrechas fajas, que cayeron al suelo, se pegaron un buen golpe y quedaron inmóviles en las piedras del patio. Parecía talmente que estaban muertas o desmayadas por la caída.

Se hizo un silencio aterrador. El espanto se reflejó en todas las caras. Bernardina, la madre de Pereta, y Gerónima, la de Madaleneta, se desvanecieron en sus respectivos sillones de alto respaldo; y los padres, Lodixio y Nicolao, desenvainaron los cuchillos para atacar al causante de tamaña desgracia.

Empezaron a sollozar las madaminas (señoras) de la familia, se agitaron los hombres haciendo corro alrededor de las dos criaturas inmóviles, y un pastor de cabras cayó de rodillas y comenzó a rezar en alta voz. Pero las bautizantas permanecían en el suelo, cianóticas y rígidas.

De pronto, desde el fondo del patio, desde el último lugar de la larga mesa, avanzó una hermosa desconocida que, al parecer, no había sido invitada al festejo. Mecánicamente, todos se apartaron con profundo respeto, dejándole paso.- Ella siguió su marcha y, al llegar donde se hallaban rígidas Pereta y Madaleneta; les extendió su manto por encima y las recogió en él. Y así, con las dos niñitas en brazos, desapareció.

Al instante, como volviendo de un sueño, empezaron a movilizarse los espectadores; las mamás se recuperaron de sus desmayos, los papás enfundaron sus cuchillos, y todo fue confusión y angustia.

- ¿Donde están las pequeñas?

Pero nadie sabía responder. Todos estaban anonadados. Y entonces, como movidos por un llamado inaudible, los presentes se volvieron como muñecos y llevaron sus ojos hasta el fondo del patio, al último lugar de la mesa del banquete.

Allá, serenos y pacientes, estaban los dos viejos con sus caras arrugadas llenas de alegría, sosteniendo en sus brazos, con inmensa ternura, a las dos primitas que habían recuperado su vivacidad y pataleaban alegremente.

Cuando les preguntaron cómo habían llegado las bautizadas hasta ellos, los dos parientes pobres contaron que se las había entregado una señora "bella! bellisima! e meravigliosa", cuyos pies descalzos -aseguraron- no tocaban el suelo, y que fue desapareciendo hacia arriba muy suavemente, toda rodeada de nubes que parecían azucenas...

Por mar y por tierras

Celia Calcagno

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