Bautizando con nombres diferentes... pero iguales.
Celia Calcagno

de "Por mar y por tierras"

Para seguir con ceremonias eclesiales, pero no de casamientos sino de bautizos, recordamos ahora el caso de un antepasado Calcagno, que por 1790 escapó de Italia y sentó sus reales cerca de la ciudad española de Cádiz.

Lo primero que hizo fue suprimir la "g" italiana de su apellido y cambiarla por una españolísima "ñ", de modo que pasó a llamarse Santiago Calcaño.

Lo segundo fue casarse con una dama de alcurnia, como que se llamaba doña Jimena No Sé Cuánto y Castillo. El no podía emparejarla en apellidos, porque Calcagno en Génova y alrededores era como Rodríguez o Fernández en España. Pero en compensación trató de apoyarse en los nombres propios de sus antepasados, y no cesaba de hablar de las presuntas proezas de un tal Nicolao o de un cual Giácomo.

Pero para deslumbrar a los españoles no los nombraba así, a la italiana, sino que los traducía al idioma de su mujer y a todos los llamaba Santiago que, aparte de ser el nombre suyo propio, era la traducción real de Nicolao y de Giácomo.

Y a fuerza de vanagloriarse de llevar este apelativo, se le subieron los humos a la cabeza, y a medida que iban naciendo sus hijos varones, se presentaba en la Iglesia del pueblo y los anotaba así: "Santiago, hijo de Santiago".

Cuando el Párroco bautizó al primogénito, no hizo cuestión. Pero cuando nació el segundo hi o, nuestro buen Calcaño volvió a presentarse en la parroquia y pidió que lo anotaran igual: Santiago, hijo de Santiago. El buen Párroco, rechoncho y bonachón, se mostró un tanto extrañado de semejante capricho, pero accedió refunfuñando un poco.

No así cuando llegó el tercero, porque pensó que tres Santiagos, hijo de Santiago, rebasaban toda medida de sensatez, así que se rebeló abiertamente:

- i Nada de Santiago, hijo de santiago!, vociferó. -Está prohibido por la Curia-, mintió a sabiendas, porque lo que pasaba en realidad era que lo irritaba la extravagancia de su feligrés.

Pero aquel Santiago Calcagno era muy tozudo y de ningún modo accedió a que le torcieran su voluntad. Así que se volvió a su casa con el hijo sin bautizar.

Pasaron los días y al Párroco le remordía la conciencia por tener al niñito sin cristianar. Entonces resolvió ir a consultar a alguna autoridad que pudiera sacarlo de su tribulación. Se caló el sombrero de teja y, envolviéndose en su capa, marchó al Obispado para pedir consejo.

El Obispo, hombre listo y sagaz, tuvo una respuesta acomodaticia:

- Vea, Padre. Siempre hay modos de resolver los entuertos, saliendo del paso con dignidad. Dígale usted a ese tal Calcaño que deseo hablar con él.

Al día siguiente, se presentó el empecinado Santiago Calcaño, y expuso su caso ante tan ilustre autoridad. Luego de escucharlo atentamente, el Obispo le dio un sano consejo, casi en secreto de confesión... y los dos se despidieron más que satisfechos.

A los pocos días, volvió a ser llevado el tercer hijo ante la pila bautismal, pero esta vez el rapaz recibió por nombre Diego... con gran contento de su padre, y asombro del Párroco, que no podía entender por qué el padre lo aceptaba ahora. Al cuarto niño lo llamaron Jaime. Al quinto, que llegó un año más tarde, le pusieron Jacobo y al sexto y último, Tiago. Y todos los bautismos contaron con el perfecto beneplácito de su padre.

La explicación llegó bastante después: es que todos esos nombres con que Santiago Calcagno bautizó a sus hijos -Diego, Jaime, Jacobo y Tiago- quieren decir lo mismo, aunque ni él ni el párroco lo supieran: Santiago, justamente, nombre que tiene todas esas equivalencias.

De ese modo, sin dejar de llevar el nombre de su "excelso antepasado", los seis Calcaños españoles se llamaron diferente... pero igual.

Y así quedó demostrada la sapiencia y habilidad del Obispo de Cádiz, inventor de la ingeniosa fórmula, que supo acomodar el entuerto con sagacidad y diplomacia admirables.

 

No siempre los prelados fueron ejemplo de sensatez, sin embargo. Por aquellos mismos años tuvimos un pariente que vivía en Voltri, en un castillo, y que no estaba bien de la cabeza. Tenía la extravagante manía de vestirse de obispo una vez por año; y ataviado con espléndida capa, mitra y báculo, se paraba en la puerta de su castillo e impartía la bendición a todos sus paisanos que quisiesen recibirla.

Estos se le acercaban con miedo, conociendo su locura, y entonces el "obispo", calzado con guantes de cabritilla blanca, bendecía a sus buenos vecinos con una ceremonia estrafalaria, luego de lo cual les propinaba un formidable bastonazo en la espalda, como forma -según aducía- de armarIos caballeros del Señor. . .

Por mar y por tierras

Celia Calcagno

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