Métodos para apoyar a Letras-Uruguay

 

Si desea apoyar a Letras- Uruguay, puede hacerlo por PayPal, gracias!!

 

Muerte por detención
Rodolfo Cacias 

Un viejo de ropa cansada iba acompañado por una bicicleta de una flaqueza transparente, y por una jauría de sombras de perros (no menos de veinte) con collares de hilo de nylon. Detrás de ellos, iba rezagada, otra pequeña jauría (cinco como máximo) de cadáveres de perros que andaban por las calles presentando siempre la misma imagen: eternas mutilaciones, heridas infectadas de la época en que nació el mundo, pesadez fantasmal en sus andares y cuencos oculares vacíos y oscuros. Uno de esos cadáveres, al bajar a la calle, se deshizo en cenizas dejando una mancha gris en el suelo, pero al instante, una leve brisa levantó ese polvo antiguo y el cadáver del perro volvió a tomar su forma, continuando así con la marcha.

Esa era la caravana que circulaba por la calle de la panadería de Henry Varoni, durante aquella tarde desértica de un verano fantasmal, en el poblado de Joaquín Suárez, mientras se realizaba el velatorio de Alberto Grogones. El difunto era, en vida, una persona muy carismática, sin embargo esa tarde estuvo solo: Nunca más se volvió a ver en el pueblo un velatorio sin seres queridos que velaran por su muerto.

“Don Tito”, como lo llamaban sus amigos, tenía unos sesenta y tres años, era de cara redonda, nariz aplastada y grande, y tenía unos ojos muy pequeños que se perdían en frondosas esponjas de carne. Su estatura causaba tanto asombro, que los niños del vecindario, al verlo ingresar al camión, creían que el señor Grogones tenía algún tipo de poder mágico que le permitía encojerse y estirarse a voluntad, pues de otra manera era imposible que cupiera dentro de su amable móvil. Igualmente esto no intimidaba a los audaces gurises y más de una vez terminaban paseando con “Don Tito” y escuchando su historia sobre un encuentro con un ángel que le había contado sobre su propia muerte.

Debido a su tamaño, el señor Grogones, el día de la preparación de su velatorio, no daba con la talla del cajón, por lo que la empresa fúnebre tuvo que recurrir a un carpintero para que, por medio de extensiones, clavos remachados y trozos de madera incoherente, lograra darle un tamaño adecuado.

Como murió un sábado de noche, el velatorio tuvo que durar cuarenta y ocho horas, pues los domingos de verano todas las familias de Joaquín Suárez se trasladaban al balneario de “Los artilleros”, y tal fenómeno hacía que sólo los fantasmas desfilaran por las secas y polvorientas calles. Era tal la concurrencia al balneario, que ni siquiera los pobres, a pesar de sus carencias económicas, de sus malos estados de salud y de la distancia de treinta kilómetros, se quedaban en el reseco pueblo. Las escenas veraniegas de los fines de semana se reiteraban con el circular de los años: Los pobres se posaban a un lado de la ruta, a la salida del pueblo, con sus vestimentas ridículas y fuera de moda, con sus miradas tristes y rencorosas posadas en los autos que terminaban de cargar combustible, y hacían gala de su capacidad para humillarse ante los adinerados, con el propósito de conseguir un viaje de ida hasta ese paraje que los transformaba en ricos por un día; mientras que los ricos, en sus autos pagos a costa de comer arroz durante un mes, se peleaban por hacer gala de una solidaridad de protocolo (solidaridad que mostraba, a los otros pueblos de la región, la unión decoradora de un pueblo desunido) y se esforzaban por recordarle al mundo, que ellos una vez fueron pobres también.

Ese Domingo, los empleados de la funeraria lo amortajaron debidamente y luego partieron para el balneario. Desde entonces hasta las ocho de la mañana del lunes, “Don Tito” fue el único habitante del pueblo. Las casas quedaron vacías y el silencio que inundaba los rincones era aturdidor; nunca Troya quedó tan desolada y polvorienta después de su caída, como Joaquín Suárez en un domingo primero de enero, a las once de la mañana. Alrededor de las tres de la tarde, se estableció en la región un récord de temperatura elevada, que no sería igualado sino hasta veinte años más tarde. Con ese sopor que hacía sufrir al inmutable pavimento, transcurrió todo ese día sin dar señales de aire fresco.

El lunes a primera hora de la mañana, los empleados de la funeraria fueron a acondicionar la sala para recibir a los dolientes y se encontraron con un olor rancio. Ya habían calculado la posibilidad de la descomposición acelerada, pero este olor era diferente, es decir, no era podredumbre. En todo el local comenzó a expandirse un olor similar al que se podía encontrar en los vestuarios de fútbol luego de un partido; era un inconfundible aroma a sudor masculino. Al entrar en la sala, los dos jóvenes no podían abrir más grande sus ojos para creer lo que estaba frente a ellos: El cajón remendado desbordaba agua por todas sus grietas y de ahí provenía el más penetrante aire sudado.

Ningún doctor quiso avisar de la verdadera condición de Alberto Grogones, pues ellos mismos todavía no podían creer lo que había sucedido con aquel hombre. El doctor Jorge Rico, que fue el primer doctor que vio el cadáver, al charlar con sus colegas de pueblo, se resistía desde cualquier punto de vista a aceptar que la ciencia no pudiera explicar este caso, y más aún la ciencia de los años ochenta: El cadáver había conservado la capacidad de transpirar.

El sábado de su muerte, Don Tito se encontraba en el boliche de Gerardo Hernández: “El vale cuatro”. A pesar de la importancia de la reunión familiar en estas fechas, la barra de amigos de este boliche se juntaba siempre como si se tratara de otra familia y hacían un pequeño brindis entre ellos, antes de que cada uno se fuera a cenar con los suyos. La hora de llegada al bar era a eso de las diez y media de la noche y entonces, cuando se podía contar con cuatro jugadores, se iniciaba la eterna historia de las cartas y el trago. Sentado a la mesa y escanciando un vaso de caña, Grogones recibía las cartas de la última mano de “truco” (juego de cartas muy popular en Joaquín Suárez) sin dar muestras de ningún tipo de malestar. Al iniciar la ronda sus contrincantes se hacían señas y preparaban la jugada.

_ ¿Cómo está eso, Negro?

_ Tengo treinta y tres a la sombra.

_ Mmmm!! No me gustan, che. Yo les grito de mano y los mando al mazo.

_ Usted manda compadre.

_ ¡Trucooo, entonceee!

Don Tito, oyó el grito desafiante y comprimió toda su humanidad para lanzar una respuesta severa que contrarrestara el juego de la pareja contraria. Compuso en su rostro una expresión de fiereza gauchesca y elevó su mano como para estampar la carta contra la mesa, alcanzó a gruñir algo entre dientes, sus movimientos se hicieron solemnemente lentos y, a pesar de las expectativas de todos los allí presentes, se detuvo en ese gesto mientras los relojes marcaban las doce en punto y un año se tornaba en otro. Resonaban por todo el pueblo los gritos de alegría, los fuegos artificiales, el ruido de los vasos y copas chocando unos contra otros, pero en el boliche flotaba un aire de asombro y desconcierto.

Después de la revisión que le hizo el doctor Rico, aun no podían determinar si estaba muerto o si seguía con vida, pues surgieron muchos datos que se manejaban en la jerga de la medicina, que indicaban una y otra cosa indistintamente. Por un lado los doctores decían, en discusión muy íntima, que Don Tito todavía se encontraba vivo pues, después de casi dos horas de transcurrido el suceso, el cuerpo conservaba la temperatura corporal, no tenía las pupilas dilatadas y su cuerpo no había cobrado una rigidez cadavérica. Por otro lado, sencillamente no tenía pulso y sus esfínteres estaban fuera de control.

Al no poder definir esta situación, los doctores optaron por guardar un secreto pues pensaron que ninguna persona de pueblo notaría la diferencia entre un muerto y el señor Grogones. Así fue que en el acta de defunción, redactada por los propios doctores, reza hasta nuestros tiempos la siguiente leyenda: “Los doctores que aquí suscriben dejan constancia de que, en el día sábado 31 de diciembre de 1985, en la ciudad de Joaquín Suárez,  se ha producido el deceso del señor Alberto Grogones. La causante principal fue la detención de la mayoría de sus signos vitales.” 

Rodolfo Cacias 
Estudiante de Profesorado de Literatura en el Departamento de Colonia (Uruguay).

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Cacias, Rodolfo

Ir a página inicio

Ir a índice de autores