Punto de partida
Ángela Cáceres

A veces la distancia, las Noches Buenas y Viejas del invierno parecen más deseables. Hay mucha magia en la nieve que nunca ha caído sobre nosotros, o en los cantos nocturnos y en las voces de medianoche que imaginamos.

Pero no se está mal en el Sur. Aquí, con gran alivio, recibimos la caricia fresca de la noche, y las flores huelen poderosamente, en tanto la gente se desborda de alcohol, con el Divino Niño yaciendo entre ovejas de yeso.

Este es nuestro lugar, alma mía. Pienso en todo lo bello que hemos inventado. Aunque se pierda en la oscuridad de lo ignorado... observa, amiga:... hemos sumado luciérnagas, chispas de encanto a esta vida, en estos perdidos lugares. Hay noches en que lloro por todo ese sufrimiento que sostiene nuestras existencias, Pero hay otras en que creo saber que, por alguna razón que no comprendo, aún el sufrimiento es dichoso.

 

Amparado en su carne, el corazón latía fuerte y tranquilo, la mujer hechicera lo escuchaba maravillada. No terminaba de asombrarla aquel trabajo sin pausa del bello músculo. Tantas décadas de tarea puntual.                    

Saludó  al  incansable, exhalando  sobre la  suave depresión de su pecho que lo guarnecía y renovó su alianza con él. "Unidos, juntos del principio al fin de mi conciencia", le susurró con la dulzura de un amante.

Le gustaba la oscuridad que la vestía cada noche. Se agrandaba dentro de ella y se movía en ella con la elegancia y fortaleza de un felino.

Hechicera, sí; con poder, sí. Un poder que no se usaba. Recordó los hechizos no olvidados sino renunciados. Las advertencias, las profecías que nadie acataba ni escuchaba, siquiera. "Otra voz clamando en los desiertos", se dijo. Y, sin su corazón fiel y su madre oscuridad, la tristeza de tantos dones inútiles la habría desanimado. Pero, también era guerrera. La pelea que él le presentaba... era distinta esta vez. Nada más. De día su piel aparecía blanca, más ella no reconocía ese color. Claras sí eran sus nostalgias de todo aquello que nadie le había contado. Su piedad por los animales, su intimidad con las plantas, su pasión por lo álamos, por las palabras que brotaban de las hojas impulsadas por el viento... que sólo ella conocía. Su desmesurado, asombroso olfato. La resistencia de las plantas de sus pies. La intuición sorprendente de sus manos. Y aquel deseo inexpli­cable de ser velada bajo las estrellas, la cara, toda su carne expuesta a los elementos que veneraba y a las aves de rapiña que otros repudiaban y ella respetaba.

Y todo era un gran secreto.

Su secreto.

Así como el don, el portentoso don de recobrar todas sus voces, y escuchar las de algunos.

Huyendo de infinitas, inútiles preguntas, se metió en el silencio.

Un silencio de ésos en que la carne aprende. Allí, derrotada, la mente callaría. Pero aún resonaban sus emociones, los lamentos de su piel, inquieta y hambrienta como su alma. Las conversaciones secretas sostenidas entre sus huesos y sus incontables tejidos, la red de sus arterias, sus líquidos sinuosos. Y en cada célula la misma carga, la misma eléctrica información centelleando en una escala sólo descifrable en otra dimensión. Así era. Aún en el silencio todo su ser continuaba hablando.

"Hay una parte de mí, al menos, que lo sabe todo. Confiaré", pensó.

 Durmió, luego, así arrebujada en el tibio, compasivo silencio que fue asordinando las voces mientras su alma la velaba junto con su ángel.

En sueños llamó a su padre. A su último padre. Y una vez más no hubo respuesta. Entonces llamó a su madre, la desconocida que reposaba en una urna de plomo y oro. La madre cuyas cenizas susurraban cuentos a los ángeles.

-¿Por qué no me cuentas algo a mí, mamá? - suplicó

Pero tampoco hubo respuesta.

Padre y madre eran tan sólo productos de una lógica absurda. Carecía de imágenes. Entonces en el sueño se paró frente a un espejo para buscadas. "Yo soy toda la información posible acerca de ellos", se dijo. Sus rasgos, su estructura, sus gestos, sus colores... todos eran acordes, ecos de una memoria voluptuosa de una parcial reencarnación de uno y otra entremezclados con su propia, fragmentada singularidad.

Así, sin identificados, sintió sin embargo que los iba conociendo. Como empieza a conocer a la humanidad quien intenta conocerse.

Despertó muy triste y con otra pregunta.

¿Dónde buscar a sus otros padres? ¿En cuál mundo? ¿En qué tiempo?

Cambio de corazón (Metanoia)
Ángela Cáceres

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