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Las crisálidas
de "El nieto de Dios"

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

 
 

Hubo una vez y no creo que haya sido un sueño ni que haga demasiado tiempo, una audaz, desvergonzada y seductora mujer que hizo fortuna con un salón de baile. Ya fuera porque ponía filtros en la bebidas o porque conocía extraños trucos o por alguna razón oculta, en su salón nadie podía estar triste. En una época de depresión, desencanto y desocupación la gente llegaba al salón de baile porque no tenía mucho más que hacer. Pero, a poco de empezar a moverse, hombres y mujeres advertían que los tomaba una alegría desbordante, y pasaban la noche bailando en un estado de absoluta felicidad. Los abandonados se sentían amados y los desestimados fuertes y confiados en su destino. Sólo que, al salir, apenas se alejaban de la rutilante puerta, se daban de cara con la dolorosa realidad. Y las cosas llegaron al punto en que únicamente en la sala de baile se sentían bien y creían vivir de verdad.

En el centro del salón había un círculo, un mandala que nadie podía pisar sin exponerse a un gran peligro. Qué clase de peligro nadie lo sabía pero todos eran seriamente advertidos en el momento mismo de adquirir la entrada. El círculo era hermoso y despedía luces cambiantes que volvían más bello cuanto iluminaban. Y todos parecían más jóvenes bajo sus reflejos.

A cierta distancia, el mandala estaba rodeado por otro círculo formado por varias sillas, muy simples, sin tallas. Sólo una tenía una cabeza de león, con escasa melena, en el respaldo y un almohadón rojo fuego. Los bailarines podían descansar en esas sillas salvo en la del león, a la que comenzaron a llamar “la silla peligrosa”.

La anfitriona tenía una hija que nadie conocía: una mujercita que no salía del sótano. Su piel, ignorante del sol, tenía una blancura ominosa en tiempos de bronceados y camas solares. El sótano se abría en laberínticas y rumorosas cloacas que comunicaban a la muchacha con ríos secretos que arrastraban cuanta tristeza se destilaba en el salón materno. Esmirriada, escurridiza como gata miserable, ¿quién, en caso de verla, la creería hija de la Afrodita de arriba? Su nacimiento, signado por un pecado mayor, expuso a la luz un doble destino: o la muerte prematura, casi inmediata, que borrara la ignominia, o la privación total de vida comunitaria. La madre, apenada aunque no avergonzada, eligió la exclusión total para la niña y la hizo hundir en las sombrías entrañas de la ciudad.

 

Una noche, fue tanto el dolor que descendió de la sala de baile que la pobre joven, agobiada, perdió el sentido. Su compasivo corazón estuvo a punto de partirse. Yaciendo sobre las brutales piedras parecía muerta.

Arriba, también ocurrió algo inesperado.

Un hombre joven, extraordinariamente atractivo, llegó al salón de baile por primera vez y despertó tanta pasión entre las mujeres que todas querían bailar con él al mismo tiempo. Así fue que, agotado, o, inadvertidamente, se dejó caer en la silla peligrosa. En el acto desapareció y, también en el acto, las mujeres lo olvidaron y volvieron con sus parejas.

El baile siguió como si nada hubiera sucedido. La anfitriona movió la cabeza, apenada, y siguió cobrando entradas.

 

El fantasma del joven hermoso se encontró vagando por el subterráneo, añorando su desintegrado cuerpo. Aturdido, no comprendía del todo su nueva situación... hasta que se tropezó con el cuerpo inanimado de la mujercita. Si hubiera estado vivo la habría deshechado por su fealdad. Pero, en su nuevo estado, sólo podía percibir las formas, colores y luces de las almas. Por ello, quedó admirado por la extremada belleza de la yaciente y, no pudiendo contenerse, se dejó caer a su lado para besarla. Aquel beso, necesariamente sutil, como el cruce efímero de dos brisas opuestas, devolvió la vida al joven que, al instante, se encontró en plena calle, caminando hacia su casa mientras salía el sol. Aunque no menos aturdido. En su cabeza giraban confusas imágenes de mujeres de cabellos desordenados y labios escarlata.

 

Cuando se fueron los últimos bailarines, la anfitriona se quedó mirando cómo subía el sol. Luego, antes de irse a dormir, apagó las luces del salón y, en la penumbra, contempló pensativa la “silla peligrosa”. Muy quedo, pronunció el nombre del único que podía sentarse allí.

- Se ha ganado el poder de atravesar tiempos y mundos. Pero no lo hará –se dijo- No por mí.

Y su herido corazón gimió.

- Sólo yo sigo atada, vida tras vida, a esta tierra desolada.

Entonces le pareció escuchar el llamado de su hija.

 

Siguiendo el lamento, llegó hasta la muchacha que intentaba incorporarse, transfigurada y como despertando.

-¿Qué ha pasado aquí? –dijo, conteniendo una mezcla de asombro y espanto.

- Vino alguien, mamá.

-¿Quién.. ?

- Alguien me besó. En los labios... Un beso muy distinto a los tuyos.                                                      

- ¿Un hombre, entonces...?

-  Si.

- Aquí sólo pueden caer fantasmas, hija.

 - Entonces me besó un fantasma. El fantasma de un hombre que no pude ver... Qué pena... Nadie viene hasta aquí salvo esos ríos de dolor y de ira. Todo lo que se les cae a tus bailarines.

- Es tu destino, hija.

- No creo que resista mucho más.

- Estás viva porque te entregué a las sombras.

-¿Y esto es vida? Dame permiso para subir.

- No tengo ese poder.

- Moriré pronto, de todos modos...

- No subirás. No puedes.

-¡Puedo!

- Pero no debes!

-  Arriba, bajo la luz... quizá podría ver a ese hombre.

- Los fantasmas no son más que niebla, hija. Niebla errante. ¿Cómo sabrías dónde está?

- Algo ha cambiado aquí... ¡hasta puedo verte mejor, mamá!

- Es esa luz que sale de ti... Te bajaré un espejo para que te veas. ¡Estás bellísima!

- No traigas nada. Voy a subir.

- Arriba... la muerte acecha.

-¿Y qué?

Subieron.

Arriba, la madre se volvió más densa por la espera. La hija más transparente por el propósito. En la noche, bajo las lámparas, la madre se encarnaba más y más, nítida, compacta, maciza, bien plantada. De día, en la oscuridad artificial de su cuarto, perdía sus lastres y parecía flotar sobre el lecho, la piel como espuma. La hija, en cambio, era una presencia traslúcida, inasible en el salón de baile, pero completamente transparente al sol. Pero, si pasaba frente a un espejo, su imagen aparecía plena, clara, milagrosamente bella.

Pasaba el tiempo y, aunque la joven mantenía su propósito, no se atrevía a dejar la casa. “¿Cómo podré guiar este cuerpo inconsistente, fluctuante como un asfódelo? ¿Hacia dónde y hacia quién? ¿Qué hacer sin más indicio que un roce en los labios?” se decía una y otra vez.

Tras su mostrador de ébano, en tanto recibía a los primeros bailarines, en una sin duda señalada noche, sin darse cuenta, la anfitriona cayó en la línea del tiempo. Navegaba mientras sus manos cobraban las entradas. Entregaba boletos, parecía sonreír pero en realidad volaba hacia el lecho de su madre moribunda.

Y en tanto volaba conversaba con su alma. “¿Quién soy, dime? ¿Cuánto hace que me acompañas? Alma mía, tu recuerdas lo que no puedo recordar. Escarbo mi mente, atormento mi memoria sin respuesta. Juro que, me esforzaré en escuchar, me dejaré caer en lo más profundo de mí para escucharte, alma. ¡Respóndeme!

No hubo respuesta. Y, sin resistencia, miró a la madre que moría de nuevo.

- Veo un jardín –murmuraba la madre- Hay una rama cubierta de flores... está muy cerca... y esas flores son muy blancas y huelen muy bien... ¡Mira los pétalos...! Son tan delicados y transparentes... Quiero elegir algunas para mis amigos... y para...

-¿Para mí, madre?

- No. Para ti, no. No eres buena.

La voz de la madre volvió a atravesarle el corazón. Pero, entonces, el ensueño dio un gran salto aproximándose en el tiempo hasta el momento en que la anfitriona soñó que su madre le regalaba una flor sino un jardín entero.

-¿Es que estoy perdonada?

- Hubo gran misericordia, hija. El supremo Alquimista transmutó tu enorme pecado en una presencia muy santa. Alguien, salida de ti, portará la máxima riqueza, el mayor poder: un corazón compasivo.

-¿Y la visión? ¿Alcanzaré la visión?

- No lo sé. Ya hubo entre los nuestros uno que fue rechazado por una obsesión amorosa... Aunque su hijo...

Aquí, sueño y ensueño se desvanecieron.

Pero, antes de recobrar totalmente la conciencia, la anfitriona escuchó un susurro dentro de sí:

“Estoy muy dejada de mí. Sin embargo yo misma soy mi equipaje. No hay nada más.”

- Si –se dijo al abrir los ojos en medio del bullicio del salón de baile -. Y voy mermando... mi peso se aligera a cada paso y, quizá, todavía pueda llegar al final... como una nube de humo, consumida y...¿feliz?

Y ocurrió, entonces, que el hermoso resucitado reapareció en el salón de baile. Apenas fue divisado por las mujeres se desató la tormenta. Aquellas mismas mujeres que se alzaron por él la noche en que tropezó con la silla peligrosa, se abalanzaron sobre él y lo habrían descoyuntado sin la firme intervención de la anfitriona.

-¿Cómo hizo éste para regresar? –dijo una de las hembras.

-¿No te habías desintegrado, belleza? – dijo otra.

Entonces la dueña se plantó frente a él.

- Estás muerto. Vete. No quiero fantasmas por aquí.

-¿Muerto yo? – respondió el muchacho soltando la risa -. En todo caso soy un fantasma muy bien plantado y bien comido.

- Aquí no te quiero ni vivo ni muerto. ¡Lárgate y no vuelvas!

-¿Qué locura le ha entrado....?

-¡Fuera! Y también quiero que estas estúpidas desenfrenadas vuelvan con sus hombres. ¡A bailar!

Resignado y sonriente, encogiéndose de hombros, el muchacho se dirigió a la puerta. Sin embargo, al pasar frente a uno de los espejos se detuvo sobresaltado. Desde el espejo una mujer bellísima tenía los ojos clavados en él. Se dio vuelta para buscarla pero no vio a ninguna semejante en todo el salón. Tan sólo un ligero resplandor lo envolvió por un momento.

-¿Dónde se escondió esa hermosura? – pensó al salir, vacilante.

Pero, ya en la calle, perdió el desconcierto porque se olvidó de todo.

En tanto, la anfitriona cerraba el paso a la hija que me iba atrás él.

-¡Déjame salir, madre!

- Si sales, mueres. Además, él no podría verte en la luz. Y, en las sombras, huiría de ti. ¡Y no quiero que sufras, hija mía!

- Pero... es inútil... porque ya estoy sufriendo. – murmuró la joven, desvaneciéndose bajo las lámparas. Y saliendo.

A partir de ese momento, el joven hermoso no estuvo ni un momento solo. Su enamorada lo envolvía como la brisa todo el tiempo. El, que nada recordaba, brillaba, atravesaba su mundo cada vez más radiante. Su paso se volvió sereno, su mirada de oro cada vez más amable. Ningún recuerdo lo turbaba; tan sólo los espejos lo inquietaban. Cuando se miraba no veía otra cosa que una mujer bellísima que parecía sumergirse en sus ojos.

Mas, apenas se apartaba del espejo, olvidaba y desaparecía el deseo. Así, una y otra vez. Hasta que se olvidó de olvidarse y empezó a buscar espejos, obsesionado por ellos y por la misteriosa mujer que lo miraba con aquella dulzura desgarradora.

A su alrededor, familia y amigos murmuraban intrigados por lo que aparentaba un feroz narcisismo.

Pasaba el tiempo y el joven se alejaba más y más de la gente y de los lugares conocidos hasta que, para encontrar paz, se construyó una cabaña en un terreno apartado, rodeado de árboles espesos. Una ermita revestida de espejos donde, al ya no ver otra cosa que a la mujer deseada, se consumía en la ilusión de vivir con ella. Hasta que la frustración de no poder poseerla, ni tan siquiera tocarla, le fue causando una herida tan profunda que por ella se le escapaba la vida.

Así fue que la transparente enamorada, al verlo languidecer, comenzó a entristecerse. Cada día más. También era terrible para ella el vano intento de tocarlo o el de esmerarse en luminosas caricias que, de tan tenues, él no podía percibir. Le dolía la soledad, el confinamiento, el imperioso silencio de su amado más que su propia pasión irrealizable.

Cuando él dejó de comer... ella tomó una decisión. Lo miró dormir por última vez y abandonó la cabaña. Se volvió a la casa de su madre y, como penitente, se confinó en el sótano.

Allí, en medio de las sombras, volvió a encarnarse. Otra vez mujercita esmirriada como gata mísera. Encogida y oscura, volvió a su antigua tarea. Así la encontró la madre, destilando las tristezas que soltaban sus bailarines, transmutando dolor en risas, bailes y esperanzas.

- Lo dejé libre.

- Ya veo.

- Estoy reparando. Por ti, madre. Y ahora por mí. Casi... lo llevé a la muerte.

-¿Qué pasa con él

- Te lo dije. Está libre. Olvidó todo. Tal vez pueda ser feliz como cualquier mortal... común.

- Eso querría ser. Una mortal, una mujer como todas.

- También tú quedarás libre. Soltaste la ilusión, el deseo, la obsesión. Es lo más lejos que puede llegar tu reparación. Ahora, finalmente también puedo desanudar tu dolor. Te sentarás en la silla peligrosa conmigo en tu regazo y ambas nos iremos.

-¿Cuándo?

- Pronto. Cuando la tarea de esta vida concluya.

Al tiempo, cuando ya no hubo ni sala de baile ni anfitriona ni su recuerdo... en alguna parte del infinito el orden quedó restablecido y las almas extraviadas volvieron a su bandada.

Y sus mariposas, una grande y otra pequeña, se sumaron.

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

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