La muerte de Willy Loman

Muerte anunciada 
Ángela Cáceres

La muerte de Willy Loman queda anunciada ya en el título de la obra. Como las antiguas audiencias helénicas sabemos desde el comienzo que el protagonista morirá. Así el espectador escudriña en las oscilaciones anímicas de Willy con cuanta conciencia se encamina hacia su destino. Willy...¿elabora el desenlace o es víctima de las grandes ilusiones que cruelmente se van desvaneciendo? El director apuesta a la imaginación de la audiencia iluminando sobre un proscenio vacío el puente que une dos mundos: Brooklyn con Manhatan. Tal vez una sugerencia acerca del puente invisible que une la limitación con una suerte de fantasía grandiosa acerca de la gran vida, de la deseable vida que aguarda en alguna parte. Aunque el puente en algún caso no sea más que el que une razón con locura, discordia interna con paz o sencillamente vida con muerte. 

Peretti y Alcón llevarán adelante la relación de amor-odio que hay entre este hijo y este padre
Foto: Julián Bongiovanni - 

La Nación - Bs.As

El viajante, el hombre condenado a cargar sus ventas por los caminos, posiblemente considera la anhelada casa como puerto y refugio. La sueña rodeada de árboles, con un horizonte despejado antes de que la devoren los edificios vecinos que la van encerrando y asfixiando de manera que quede reducida a una mediocre madriguera. Allí está su mujer, más fiel que sumisa, en permanente espera de cada regreso, haciendo cuentas, zurciendo medias. Intentando preservar a su Willy de las objeciones filiales. De los confundidos hijos que observan críticamente al padre en tanto se enredan con sus propios y posibles sueños, con sus proyectos inacabados. Los mismos que, en un lejano día , vieron a su padre como un hombre grandioso, divertido, optimista, señalando el camino de la vida como accesible y grato, pleno de esperanza. Así nos lo hace saber el autor haciéndonos retroceder al tiempo en que los chicos Loman eran una gran promesa bajo un padre querido, recibido con entusiasmo en todas partes, un puntal en la empresa. Pero así como el tiempo se ha encaramado en los hombros del viajante, doblándolo de a poco, volviéndolo una caricatura de sí y enfrentándolo al hecho de que las ventas disminuyen, los objetos de la casa se rompen antes de que termine de pagarlos, la gente ya no celebra sus chistes y, aunque no haya podido terminar de pagar la casa, y la empresa decide prescindir de él, obviando todo sentimentalismo... de igual manera se hunde en la incomunicación definitiva y es su alma la que oscila, se levanta o se dobla ante los hijos, la esposa, y la misma muerte que prepara. Es  muy oportuno encararnos de nuevo, años después de su estreno, con semejante obra.  La mirada penetrante de Miller sobre el destino de los entusiasmos consumistas, sobre los hombres desprovistos bajo la dictadura de la empresa, ciegos por el resplandor de tantos oropeles y perdiendo la conciencia de sí...si no llega  a una definitiva compasión en cambio alerta sobre la erosión, el trabajo inevitable de la entropía en un sistema que renunció al alma. Aquello que tal vez para algunos fue el destino anecdótico de un determinado personaje de Nueva York se nos viene encima como una poderosa catarsis, puesto que vivimos empantanados, rodeados de seres descartables o ya descartados por un sistema que bajó al sur, y más salvaje todavía. Los silencios intensos del público expresan hasta qué punto se realiza con esta obra y con esta puesta  el fenómeno teatral.

La puesta de Ruben Schuzmacher, tan intensa como dinámica, se ciñe  al mundo interno y oscilante del protagonista, porque son los sentimientos así como los recuerdos de Willy Loman los que van marcando hasta su ritmo corporal. Un ritmo que destaca el soberbio el trabajo de Alfredo Alcón, con una sorprendente mesura en el manejo de la media voz  que, por contraste, exalta las alturas dramáticas de sus momentos más vigorosos y extravertidos. Lo secunda un elenco parejo, de gran flexibilidad, donde se destaca la actuación excelente de Diego Peretti, como Biff, componiendo con extrema sensibilidad al hijo desesperado, menos conformista, destilando tanto odio como amor por el padre y dándonos también una instancia de gran valor dramático. Por su parte, Carlos Bermejo, hasta con el físico apropiado, compone un impresionante Tío Ben. El hermano que ha tomado la mente de Willy hasta arrastrarlo a una obsesión por un éxito de fantasía, el hermano que “pudo”, que venció, el que entró en la selva a los diecisiete años y salió a los veintiuno dueño de diamantes, y que será el fantasma que le mostrará cuánto más valioso será muerto que vivo.

Acertadísimo el entorno visual con una predominancia opresiva del gris que  arrastra al espectador a ver el mundo como Willy, incluyendo su perdido sueño de horizontes abiertos y de espacio propio y legítimo. Un gris que, de alguna manera se manifiesta en el entorno sonoro, porque por cierto no hay nada uniforme en el gris, así como en el vestuario que, al predominar, le da mayor contundencia a los contrastes, ya sea el blanco restallante del traje y el sombrero del tío Ben, como el negro cerrado de la escena de luto final, donde por fin, y como la única posible liberación del protagonista se despliega el horizonte.

En suma, un espectáculo mayor, de gran envergadura, donde se manifiesta la preciosa multiplicidad de las disciplinas que hacen al teatro sagrado.

Ángela  Cáceres

Ex integrantes de la

Asociación de Críticos Teatrales de Uruguay