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El nieto de Dios
de "El nieto de Dios"

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

 
 

Hace mucho tiempo o quizá no tanto ahora que corre más que antes, en un lugar que podrías conocer, un hombre de poder y su mujer concibieron una hija. La niña nació  ciega y hermosa y la madre murió apenas parirla.

Creció fuerte y cuidada como una joya.

Todos creían que, nacida tan ciega, no sabía de luces. Pero, lo que para otros era brillo, resplandor, claridad, para ella eran delicadezas sonoras, táctiles y olfativas indescriptibles pero conmovedoras. Y aún el sentido del gusto la sorprendía ya con sutilezas que su despierta lengua podía discernir, ya con sabores violentos, inesperados como golpes de timbal, quemándole la boca. Sus sabores favoritos eran sedosos y ardorosos al mismo tiempo.

Vivía envuelta en vibraciones, en espirales de suspiros musicales. En su mundo, peso y levedad alternaban todo el tiempo, y la amplitud de su piel se desbordaba en cascadas de sensaciones al punto que, muchas veces, se sentía inmensa, grandísima, con un cuerpo creciendo en todas direcciones, haciendo estallar los espacios habituales para verterla en el infinito. De manera que, a menudo, se decía:

-¿Luz? No se. Pero... ¿y todo esto que me pasa? Algunos intentan narrarme la luz... pero me parece observar que tragan sin saborear y que temen oler. Y escuchan mal. Poco. Hasta hay quien dice asustarse del silencio, “El vacío del silencio”. ¿Qué vacío? ¿Cuál? Si el silencio está llenísimo. Susurros, soplidos, goteos, repiqueteos... y toda clase de voces muy quedas, disfrazadas, guareciéndose en la profundidad de los oídos, o rozando los lóbulos como joyas de humo. No los comprendo.

- Tú no verás... hija, pero seguro que oyes crecer el pasto y te das cuenta cuando las flores abren –decía con orgullo el padre.

La ciega conocía muy bien el fuego, no por la luz sino por el calor.

Como su cuerpo solía arder, se preguntaba si “brillaría” para los otros. “Si fuera así... algo sé de la luz: que puede tener volumen y ser amplia como yo”. Entonces, para ella la luz podía tener o ser cuerpo, se la viera o no. Y la cualidad de calentar era buena.

Ignoraba su hermosura, confundiendo con honras los ligeros abusos que algunos cometían tentados por tanta belleza. Como sus instintos despertaban despacio, mucha era su juventud y su inocencia, tardaba en comprender que, a veces, cuando se desnudaba, no estaba completamente sola. Pero, apenas se percataba, se cubría con un estremecimiento y el atisbador se esfumaba como demonio exorcizado. En otras ocasiones, cuando las caricias se convertían en arrebatos, luchaba como animal salvaje y se cubría de espinas.

Pasando el tiempo descubrió que perdía calor. A través de un sueño, supo de uno que, al no poder llevarse su cuerpo, le robó el calor. Un calor que levantaba la sangre y arrastraba perfumes.

Entonces la ciega conoció, juntos, frío y soledad. Se hizo encerrar y así su belleza quedó aislada, oculta como las gemas que guarda la madre-tierra.

Apagada, así como estaba, su padre la obligó a estudiar Braille y un instructor la enseñó a moverse con libertad y a bastarse, con lo que dejó su aislamiento y se interesó por los espacios.

Cuando la consideró madura, el padre le retiró el bastón blanco y le obsequió otro de oro macizo, bañado de plata. La entrega del bastón nuevo fue una trasmisión de poder. La vara, además de bella, era mágica y cargaba energías de justicia. Todo esto ocurrió cuando, misteriosamente, el calor le fue volviendo al cuerpo, sobre todo al corazón. Y la ciega se deleitaba en calentar sus manos dejándolas sobre el centro del pecho.

Un día, estando de vacaciones en una playa muy al oeste, tuvo una sorpresa. No había aceptado compañía alguna. Le apasionaba desafiar sus capacidades y traspasar sus propios límites. Más aún el exquisito silencio de la región, portador de las voces marinas.

“Dicen que los amantes se calientan uno al otro, ¿quién vendrá a calentarme a mí?” –solía preguntarse desde el corazón del silencio, moviéndose en aquel aire marino que mareaba con su olor a sal y a peces. Y el tiempo seguía de largo, sin respuesta.

La sorpresa llegó con la puesta de sol, el momento más deseado de cada día. Aunque no podía ver la declinación de la luz ni las oscilaciones cromáticas del cielo, percibía la transformación de la naturaleza, los cambios en el aire, el mar reteniendo su aliento, el silencio repentino de las aves, y el advenimiento de una soledad mayor. Un guardacosta se acercó a la casa y le anunció un peligro.

- No debió venir. Pedí que se respetara mi deseo de estar sola.

- Señorita, disculpe. Por su bien le advierto que no deje la casa. Pero me quedaría más tranquilo si me permite dejarle uno de mis hombres.

-¿Un guardián? No.

- Tal vez sea mejor que nos permita llevarla de vuelta a la ciudad.

- No. ¿Qué peligro es ése?

- Hemos divisado... un gigante merodeando la costa.

-¿Y qué? ¿Les moleste el tamaño?

- Ha mostrado hostilidad y ha escapado a la voz de “alto”.

-¿Y si fuera sordo? Dejen en paz a ese hombre grande. Y a mí también.

Mis puertas son muy macizas... y mi oído muy fino. Así que... adiós!

Como entonces aumentara el frío, la ciega se preparó una taza de té y se sentó entre los cristales de la galería a beber con parsimonia, meciéndose ligeramente, al compás de la música secreta que brotaba de su corazón. Para cualquiera que atisbara desde la playa, ligeramente iluminada tras los cristales, podía ser una exquisita aparecida. Si alguien se detuvo a mirar... no hubo señal alguna.

Se fue a dormir sin pensar en otra cosa que en la llegada del sueño mezclado con el silencio nocturno y los rumores del mar.

Luego, se desató una tormenta que duró tres días. Lluvia incesante, cascadas sobre techos y ventanas, viento huracando y teléfono bloqueado. La ciega se entronizó en su cuarto, alerta a todos los estremecimientos de la casa.

Quizá fue por el tercer día que la casa levantó vuelo, entre gemidos, llantos, inhumanos balbuceos. Puertas y persianas aleteaban en tanto la casa subía, bogando en la enloquecida marea de lluvia, densa como niebla, en tanto la ciega intentaba sostenerse sobre su vara de oro recubierta de plata, descalza sobre pedazos de loza y de vidrios, desmenuzados como arena. Entró en un estado de conciencia desconocido y, tal vez por primera vez en su vida, llamó a la madre que no conoció. Cuando las paredes se desmoronaron y los revestimientos de madera comenzaron a crujir, arrastrados por las vigas, se perdió en un desmayo.

Volvió en sí en su cama, bajo el cobertor mullido. Acarició la seda medio dormida aún. Aturdida y lentamente fue saliendo del lecho, tanteando el suelo, extendiendo las manos hasta tocar las paredes revestidas de madera suave y olorosa, hasta repasar los cristales intactos del ventanal y las cortinas de seda. El silencio era dulce y las olas susurraban apenas. La casa, regenerada, había retornado.

El teléfono comenzó a llamar.

-¿Está bien, señorita? Por fin recuperamos la línea. Se inundó la playa, casi desapareció con la tormenta –dijo el guardacosta.

- Gracias. Estoy bien –respondió la ciega y cortó.

Sin embargo sus pies y sus manos estaban lastimados. Sentía las heridas al caminar y al preparar el desayuno. Pero, al día siguiente, aún con cierta dificultad, caminó por la playa. Contó sus pasos como solía, oliendo el mar. La arena estaba dura y fría pero, cuando el agua le cubrió los empeines sintió que sus pequeñas heridas sanaban.

Fue entonces que tropezó con algo que le pareció un animal enorme, quizá muerto, por el terrible hedor. Pero de esa masa inerte de pronto surgieron sollozos y como bramidos que daban espanto. Cuando intentó alejarse unas tremendas manos le asieron los tobillos haciéndola tambalear.

- No me dejes... No me dejes aquí... Tengo hambre y sed... y estoy herido...

-¡Suélteme!

- Tengo hambre y sed... apenas puedo moverme...

- Estoy ciega. ¿Quién es?

- Un náufrago. Alguien con hambre... y sed.

- Si no me suelta no podré hacer nada.

Sintió que la soltaban. El olor a pescado podrido se hizo más intenso.

-¿Podrá levantarse y caminar? – tendió su mano y otra enorme la tomó.

Despacio y gimiendo el náufrago se puso de pie y gracias a su poderosa vara ella pudo sostenerse sin caer con tanto peso.

- Vamos. Mi casa está cerca. Hace mucho que no pasan barcos por aquí.

Eso dicen los guardacostas. No tienen mucho que hacer, parece. ¿Nadó mucho?

La respiración del náufrago era entrecortada, como los latidos de un corazón agotado.

- No lo se. No hay medida... ni tiempo.

La ciega preparó comida mientras el hombre se desprendía de la ropa, endurecida por el salitre y maloliente, en el baño.

- Tiene agua caliente y lo que pueda necesitar para sus heridas. Espero que no sean profundas.

- No lo son.

- Hay toallas limpias.

Los pasos del hombre sonaban como truenos. “El gigante...”, recordó de pronto la ciega.

- No hay ropa de hombre aquí para que se cambie. Arréglese con una toalla grande hasta que lave y seque su ropa.

-¡Mi ropa! –La risa del náufrago pareció un rugido –cierto. Usted no puede ver nada.

Más tarde, ya en la mesa, devorando la cena sin urbanidad alguna, haciendo ruido como un animal, él dijo:

- Tú... usted es buena.

- No se. ¿Quién negaría asistencia a alguien hambriento y sediento como usted?

-¿Quién? ¿Quiénes? – volvió a reír- No sabe cuántos, señora. Aquí mismo, en esta playa, unos hombres trataron de matarme.

- Así que usted es el gigante que...

-¿Le hablaron de mí?

- Me advirtieron.

-¿Y no me tiene miedo?

- No.

-¿No?

- Usted es... como yo. Diferente. Según dicen usted es demasiado alto... y yo soy ciega.

- No parece.

- Huelo, oigo, toco y saboreo muy bien. Me arreglo. Y estoy muy bien entrenada... y mi vara tiene poder. Podría vivir sola todo el tiempo y podría luchar y hasta matar, si quisiera!

- En la playa la hice tambalear.

- Me tomó por sorpresa. Lo confundí con un pez muerto.

-¿Me mataría a mí?

-¿Usted me haría daño?

-A usted... nunca.

- Entonces...

Hubo un silencio largo.

-¿Qué más puedo hacer por usted?

- Ahora... quisiera dormir.

El hombre no habló más. Y ella, en el hueco de la escalera, con unas mantas y un edredón, le improvisó una cama. El se dejó caer y se durmió en el acto.

Arriba, en su cuarto, la ciega tardó en dormirse. Aquel hombre parecía llenar la casa.

Con el sonido rítmico de aquellas exhalaciones invasoras, finalmente la ciega se durmió también.

Cuando se levantó, escuchó el batir de la puerta que daba a la playa.

Se extrañó porque tenía una tranca pesada además de los cerrojos.

Inquieta como no había estado en la noche, dejó la cama y bajó.

Aún antes de tropezar con el rollo de mantas supo que el hombre grande no estaba. Examinó, palpó la puerta: estaba rota, fuera del marco. “El salvaje no se molestó en abrir la puerta, la rompió para salir. Pudo llamarme... aunque fuera para agradecer y despedirse”.

Se asomó y el aire de la mañana le trajo una clara percepción.

La playa estaba desierta. Sólo agua de voz queda y suaves remolinos de arena sobre sus pies desnudos. No más.

Inexplicablemente le cayó encima una gran tristeza.

Entonces, el padre la obligó a volver. Desde su pesado sillón divisaba a su hija en la playa inhóspita con una sombra muy grande cerca, muy cerca, alta, enorme y muy densa tratando de envolverla. Y... hasta lo que parecía un mastín furioso, gruñendo y gimiendo en su puerta.

- Será ciega pero yo veo por los dos.

Tres de sus hombres la llevaron de vuelta a la ciudad, casi a la fuerza. Llorando entró en la limusina, llorando también en la mansión como fortaleza.

-¿Por qué lloras, hija mía?

- No lo se.

Y no sabía. Aunque muy pronto, la que no quiso lazarillo, se aficionó a los perros grandes. Un danés comenzó a dormir a los pies de su cama, luego de seguirla todo el día. Y un fuerte olor, desagradable y salvaje, fue impregnando su cuarto, su cama, su ropa. Olor que repelía a todos y que la fue dejando aislada. Olor que la ciega aspiraba profundamente, como si saciara sus entrañas.

Poco a poco dejó de bañarse y no permitió que le cortaran el pelo que le crecía como maleza. Luchaba y gruñía para que no le arrancaran la ropa mugrienta y transpirada, de manera que la gente que rodeaba y servía a su padre no tardó en murmurar de su locura. Sin embargo, aquel cuerpo virginal, devorado por un ansia incomprensible, como poseído por un gusano de fuego... a pesar del desaseo y por debajo de las costras se mantenía bello. Y su cara, cuando reposaba, iluminaba suavemente su cuarto, como otra luna.

Así, como luna, la veía cada noche un hombre extraño trepado y agazapado en la ventana, la frente pegada al vidrio, escrutando las sombras del cuarto, navegando por ellas hasta alcanzar el bellísimo faro. Inhalaba y exhalaba tan despacio que podía burlar el finísimo oído de la ciega. Atisbador hábil, burlaba también la guardia del gran señor, más oscuro que la noche. Sólido como las piedras del muro, ágil como leopardo. Y pobre del que se la cruzara, absolutamente determinado a destruir a quién estorbara su contemplación. Sólo el gran danés lo miraba estremecido, hechizado, sin osar moverse.

Una noche de verano, la ventana quedó completamente abierta.

Entonces, el hombre entró y se acurrucó al costado de la cama de manera tal que su enorme cabeza quedó muy cerca del rostro radiante. La ciega dormía profundamente. Su cabello larguísimo parecía un bosque sobre la almohada. Y olía como un animal, como una perra salvaje. Olía como aquel hombre inmenso, como el gigante que respiraba junto a ella, arrobado.

Todo el verano, noche tras noche, el hombre espió el sueño de la ciega sin dejarse sorprender por el amanecer, desvaneciéndose con las últimas sombras. Hasta la noche en que se durmió y aplastó la almohada con su cabeza. Aquella frente hendida, perdiéndose en la maraña de cabellos de la ciega, arrastrando los mechones, así como su fuerte respiración, agitaron las aguas del profundo sueño de la mujer. Sus sentidos se alertaron y dieron la orden de despertar.

¿Cómo despierta una ciega? Sin visión alguna pero con una poderosa conciencia de sí. Trató de alzar la cabeza, de manera que su cara fue quedando muy cerca y, de pronto, casi adherida a la del gigante. Como reconoció el olor y aquella respiración parecida a los gemidos del mar creyó que soñaba. Pero siguió despertando y se dio cuenta que aquel olor era semejante a su propio olor, y que la fuga del gigante de su casa de la playa, la puerta rota, la casa violada habían dejado en ella un deseo confuso. Un deseo de completar y consumar algo... y una inquietante ignorancia de cómo.

Como si el tiempo corriera hacia atrás, preguntó:

-¿De nuevo tienes hambre y sed?

- No –respondió el gigante, despertando con el aliento de la ciega- Sigue durmiendo.

- Aquella vez... te fuiste sin despedirte. Sin decirme tu nombre.

-¿Es cierto que no me tienes miedo?

- No. Ya te lo dije, ¿recuerdas?

- Si.

-¿Quién eres?

- Nadie.

-¿Nadie?

- Un... animal... con cara de hombre. Un repudiado.

- Pero, ¿no tienes nombre? ¿Cómo he de llamarte?

Alguien golpeó la puerta.

-¿Está bien, señorita?

- Estoy bien. No me moleste. ¡Aléjese de mi puerta!

El gigante comenzó a enderezarse con intención de irse pero el pelo de la ciega lo tenía amarrado.

- No te vayas. Dime tu nombre.

- No tengo.

- Si no me lo quieres decir... inventa uno.

-¿De verdad quieres que me quede?

- Si. No eres servil. Sufres... pero eres muy libre. Me parece. ¿Cómo quieres que te llame?

-¿Cómo me llamarías tú?

- No se... “Hombre”. Te llamaría “hombre”.

El gigante se echó a reír.

- Cuidado. Pueden oírte.

-¿Los guardianes de tu padre? ¿Quién es él?

- Un hombre de poder. No sé mucho de él. Cuando aprendí a valerme sola, luego de mi entrenamiento, me dio el bastón de oro macizo bañado en plata que conociste. Habló de magia y justicia. Tal vez sea mago, o juez, o príncipe.

-¿Cómo es que no lo sabes?

- No me importa, “Hombre”. En esta casa, en mi vida, todo gira alrededor de mí. Todos me cuidan... o me vigilan. Todos atentos a mis deseos. Nunca nadie me pidió nada... salvo tú.

- No me llames “hombre”. No hay mujer que quiera yacer conmigo. Si tú me hablas... si me permites estar junto a ti... es porque no puedes verme. Jamás soñé volver a hablar contigo... y tan cerca... Nunca esperé otra cosa que mirarte de lejos, sin asustarse. O dormida.

- Déjame tocarte. ¿Por qué no quieres que te llame “Hombre”?

El gigante se tendió en el suelo y la ciega, dejando la cama, sobre él; sobándolo suavemente, reconociendo el enorme cuerpo con toda su piel.

- Eres....larguísimo. Como dos veces yo –se rió muy quedo- ¿Y te diste cuenta que ahora yo huelo tan mal como tú?

- Por favor... no toques mi cara.

El no se movía y ni parecía respirar.

- Por favor, no...

-¿Por qué no?... ¿Por qué está tan fría? Parece... como si tú me temieras a mí!

- Temo que te espantes, y me insultes, y me eches tu también. Y... entonces... podría querer matarte a ti también.

Pero se incorporó como un rayo y la abrazó. Por un momento ella quedó sin respiración y todos sus huesos crujieron. Pero él la soltó enseguida sobre el lecho, sobrecogida.

- Adiós.

-¿Ahora romperás mi ventana, también?

- Saldré con cuidado.

-¿Volverás? ¿Sabré quién eres?

- No creo que sea necesario. No. Por tu bien. Adiós.

Luego, sobrevino un cambio. En una semana la ciega se deshizo del perro, se cambió de dormitorio y recuperó rápidamente sus costumbres de aseo, su pulcritud.

Y una mañana, con su vara de ciega, empujó la puerta del escritorio de su padre. Atravesó con sorprendente seguridad el espacio que la separaba de la enorme mesa y se encaró con él. No fue consciente de los murmullos de admiración de los hombres que lo rodeaban.

La vieron como una aparecida, llena de eso que no podía ver. Pura luz.

-¿Qué pasa, hija?

- Padre... papá... pocas veces te he pedido algo porque siempre me diste cuanto pude soñar...

-¿Qué quieres pedir, hija mía?

- Un milagro. Quiero ver. Necesito ver.

- Ay, m’hijita, tan poderoso no soy.

- Dicen que mis manos, mis orejas son bellas, que mi voz... y que se yo cuanto más... pero, ¿quién se quedó con la luz de mis ojos?

- No le puedo responder, hija.

- Con el “usted” nos ponemos serios...

- Serios, si. Usted no ve la luz porque se la quedó toda adentro.

Usted, hijita, no se verá en un espejo pero brilla todo el tiempo sobre los que estamos fuera.

La ciega se echó a llorar y sus lágrimas parecían diamantes incandescentes.

- Si las lágrimas sanaran los ojos...

La hija se retiró y el padre quedó turbado. La ciencia, los médicos ya estaban descartados.

- Un hechicero, un chamán, un gurú o un santo necesito para darle vista a mi hija –se dijo.

Su propio poder, que no era poco, no daba para hacer ver a su hija pero sí para rastrear y traer a la casa algún sanador con fama de honesto.

La ciudad tenía al oeste la playa y hacia el este una montaña.

Se decía que, en alguna ladera se escondía la casa de un hombre muy poco sociable, del que la gente murmuraba que era más brujo que médico. De manera que el señor de la ciudad envió tres de sus guardias y la limusina para traerlo a la casa. Los guardias llevaban una invitación formal dentro de un sobre para disimular lo que sería casi una exigencia y una intromisión.

Al llegar frente a la extraña vivienda, vieron que el tal médico o brujo los estaba esperando en su puerta.

Pareció divertido al decirles:

-¿Semejante coche en la montaña? Sin ayuda no habrían llegado hasta aquí.

Pero leyó la invitación y, sin vacilar, se fue con los guardias.

Cuando estuvo frente al padre, el hombre reconoció:

- Hace mucho que dejé la ciencia. Pero tengo un don. Tal vez podría curar la ceguera de su hija.

- Entonces...

- Dije “tal vez”. No aseguro nada. Quisiera verla.

Cuando la ciega apareció, con su resplandor, el hombre no disimuló su admiración. Pero pronto esa admiración cedió. Una línea cruzó la frente del sanador.

- Esto no será fácil. Presiento en esto la voluntad del destino.

¿Conocen ustedes los riesgos de torcerlo?

- Si puede hacer algo... hágalo. Ella quiere ver.

- Esta joven... no es completamente libre. Alguien, desde las sombras, ha puesto sus ojos sobre ella.

-¿Qué quiere decir?

- Que la oscuridad que la aprisiona es más negra que su ceguera.

Y no es extraño con semejante luz.

- Se equivoca. Soy muy libre –dijo la ciega.

-¿Lo intentará? ¿Si o no? –dijo el padre.

- Haré lo que ella quiera.

- No la ilusione en vano...

- Ya dije que no aseguro nada.

- Entonces...

- Inténtelo. Haga lo que pueda –dijo la ciega con voz firme -. No me suicidaré si no lo logra.

El hombre se acercó a la joven y le dijo al oído:

-¿Quieres realmente ver... o sólo mirar al objeto de tu deseo?

- No le incumbe. Haga el intento o váyase.

- Muy bien.

El hombre se apartó un tanto y haciendo unas respiraciones muy profundas comenzó a restregar sus manos. Miraba fijamente a la joven entre las chispas.

- Un momento –exclamó la ciega -. Quiero quedar a solas con él, padre.

Y cuando el padre salió, agregó:

- No haga nada todavía. Acérquese.

Entonces palpó la frente ancha y curvada, los pómulos suaves, las mejillas ásperas por la barba incipiente, el bigote que le pareció tan sedoso como el cabello que llegaba a los hombros. Luego, deslizó la yema de su dedo índice por los labios, lentamente, separándolos para explorar la lengua y los dientes, planos, duros; los colmillos como cuchillos. Y, después, el cuello, la garganta temblorosa, por donde el aire pasaba entrecortado.

- Déjeme –dijo él- ¿Quién se cree que es?

- Nada. No me creo nada. Quiero saber como es. Deme sus manos.

- Tome. Hay una historia de trabajo arduo en mis manos.

- Si. Muy ásperas y calientes. Las manos que me darán la vista.

- En nombre de Dios.

- Si. Sólo en nombre de Dios.

El hombre volvió a entrar en sí mismo. Cuando sus manos volvieron a echar chispas, las mojó con su saliva. Y la saliva crepitó.

- Cierre los ojos –dijo, poniendo las palmas sobre los párpados nacarados, percibiendo por debajo los globos misteriosos y sagrados que le parecieron gemas preciosas preservando su brillo.

- Mujer, juro por Dios que en menos de una semana serás bendecida por la visión.

-¿Está seguro?

- Ahora si.

El hombre bajó las manos y se retiró al punto, sin despedirse.

La ciega no quiso hablar con su padre. Se encerró en su cuarto y quedó toda la noche sentada en su cama, sin dormir y pensativa.

No menos pensativo quedó el que le impuso las manos. Al regresar a la montaña, su casa solitaria, escondite y refugio, le pareció una prisión.

Sentado frente a su mesa de estudio, inclinó la cabeza sobre sus manos y quedó así toda la noche, ignorando la magia de la luna en su ventana. Supo que las pocas fuentes de escasa alegría que aún le quedaban se habían extinguido. ¿Cómo soportar un corazón tan repentinamente encendido?

- Creí que mi tiempo de expiación había terminado. Y me equivoqué.

Esta vez... él la descubrió primero. Y si, a pesar de todo, tratara de enamorarla... él le arrancaría el corazón.

A partir de esa noche, sus ojos interiores permanecieron absortos en el hermosísimo rostro de la que empezaría a ver.

En una semana, los ojos de la ciega sanaron. Su vida cambió tanto, fue tanta su embriaguez al sumergirse en el torrente de imágenes visuales y resplandores, que volvió a parecer loca. Y cuando se miró en el espejo se asombró de su propia belleza. Le pareció tan extraño tener un rostro sin tener que palparlo.

Entonces el tiempo pareció acelerarse y, alrededor de la hermosa vidente, todo y todos devenían. El padre encaneció y se encorvó.

Sus guardias maduraron, engrosaron, y fueron perdiendo agilidad y gallardía. Sólo ella parecía estancada, como una joya sellada para el tiempo. Cada vez más bella y luminosa.

Desencantado, el padre advertía el desinterés de su hija por el matrimonio y la maternidad. “Ahora que ya lo tiene todo, ahora que goza de todos sus sentidos... Qué derroche de hermosura”, pensaba un día y otro. “Ni siquiera un romance”.

Pero la bella vidente sólo se ocupaba de los perdidos y andrajosos de las calles, y de los animales sarnosos.

Era dichosa enjabonando niños, haciéndolos chapotear en baños espumosos, quitándoles los piojos, poniéndoles ropa limpia que ella misma lavaba y planchaba. También se alegraba curando llagas o sacando pulgas de quien fuere, humano o animal.

- Se ha vuelto loca otra vez –comentaban los guardias de su padre, cansados de seguirla por hospicios o barrios miserables -. Completamente loca.

- Parece que quisiera corregir la fealdad del mundo que antes no veía – y reían un tanto consternados.

Pero nadie sabía de sus llantos nocturnos por cuanto se agazapaba en las líneas del tiempo.

Cuando llegó el verano, quiso volver a su casa de la playa. El padre intentó disuadirla porque la casa estaba muy abandonada.

- No importa. Yo misma la ordenaré un poco. Me llevaré un niño y uno de mis perros. Estaremos bien.

El alma de la casa la aguardaba. Con su sola presencia puertas y cerrojos se arreglaron, se enderezaron los marcos de las ventanas y todo quedó ordenado y reluciente. Ella se sintió feliz. Arregló un cuarto pequeño con una linda ventana para el niño y dejó en libertad al perro con la sola condición de echarse en la puerta y cuidar la casa por las noches.

De día enseñaba a su niño a leer y paseaba por la playa. De noche ayudaba al niño a dormir entre cuentos maravillosos.

Una mañana, desayunando, el niño se la quedó mirando y luego preguntó:

-¿Tienes madre?

-¿Cómo? ¡Claro!

-A mí me parece que sólo tienes padre.

- Mi padre está vivo y mi madre no.

-¿La conociste?

- Sólo por dentro. Yo nací y ella murió.

-¿Por eso estuviste ciega tanto tiempo? ¿Ella te sacó la luz?

- Nunca lo pensé así.

- Yo tengo madre. Pero no me quiere.

- Pero yo sí te quiero. Abrázame.

Y... quizá porque fue nombrada, la madre volvió. Surgió del mar, parecida a la niebla y entraba en la casa por las rendijas y espiaba a su hija. Una hija que despertaba por las noches sintiéndose llamada. Luego vinieron los sueños.

Cada noche, el mismo sueño. Desolada, contemplaba una lucha feroz entre un hombre y una sombra. Aún con el rostro alterado y bañado en sangre el hombre del sueño se veía hermoso. Su antagonista era una masa oscura, informe, y aunque en cada sueño se esforzaba por vislumbrar algo parecido a una cara no podía ver nada. La ferocidad de la pelea aumentaba de sueño en sueño, al punto que la mujer empezó a tener miedo de dormir. En cambio, alargó su tiempo de oración.

Por fin, una noche, con el rosario todavía entre las manos, tuvo una visión. Una mujer –que podía ser su madre, pensó luego- se presentó en su cuarto y dijo:

- Busca al hombre del buen rostro. Búscalo para que pueda reposar.

Sin darle tiempo para preguntar dónde, la mujer se desvaneció.

Al otro día regresó a la ciudad. En una playa desierta no podía buscar a nadie. Pero, en la ciudad, había demasiada gente. Demasiados hombres. Salía todas las tardes y se pasaba las horas escrutando rostros dando lugar a malentendidos y sorpresas. Era raro que, al volver a la casa, no la siguieran varios varones alucinados.

-¿Qué te está pasando, hija? ¿Estás buscando marido?

- No. Estoy buscando una cara.

-¿Una cara? ¿Por qué?

-¿Cómo podría hacer para ver todas las caras de la ciudad juntas?

- Organicemos un baile –dijo el padre en broma.

- Sería una buena idea... Siempre que el que busco esté en la ciudad.

-¿Cómo lo reconocerías?

- Lo he visto en sueños muchísimas veces.

-¿Y si viviera solamente en tus sueños?

-.Recibí el mandato de buscarlo.

-¿De quién?

- Oh... de alguien...

-¿No será que, finalmente, te has enamorado de alguien que no existe?

- Padre ¿por qué no hay retratos de mi madre en esta casa?

- No podría soportar el dolor de mirarla y no tenerla.

- Háblame de ella.

-¿Por qué ahora? Hablábamos de una cara que tú...

- Por favor, papá.

- Tu madre era una auténtica loba. Hermosa y salvaje. Amaba más a las bestias que a la gente. Capturarla fue mi mayor proeza. Pero... ¡cómo me castigó! Te dejó en el mundo y escapó. Su muerte fue una fuga. Y... jamás pude amar a otra.

- De manera que prefería a las bestias... Pero, ¿te amó?

- Si, a su pesar. Muchísimo. Pero... ¿qué tiene que ver con...?

- Es que creo que la vi, padre. En la casa de la playa.

- En sueños.

- No. En sueños, no.

-¿Y ella te ordenó...?

- Me pidió que buscara al hombre de mi sueño. Es alguien que sufre mucho.

- No sé si te comprendo, hija. Esto es muy extraño.

- Tienes poder, ¿no es cierto?

- Si.

-¿De dónde viene tu poder, padre?

- No preguntes.

- Usalo para mí, entonces. Ingéniate para traer a todos los hombres de la ciudad a esta casa.

-¿A todos?

-A todos.

-¿Al de la montaña, también?

- También.

- Se negó a responder cada vez que quise expresarle mi gratitud por tu curación...

- Tráelo, también. Si no... yo misma iré a buscarlo.

Lo que comenzó como una broma se convirtió en la puntual organización de un gran baile. Una especie de celebración nacional. Se invitó a todo el mundo y la gente moría por asistir. Misteriosos ríos de exitación se desbordaron por toda la ciudad.

Y, llegada la noche de la fiesta, la ciega de ayer y vidente de hoy, conoció los brillos de una exquisita y novedosa frivolidad. Devorada por toda clase de miradas, fue y vino, se deslizó, paseó entre un bosque de rostros masculinos que nada le decían, buscando en vano al hombre de sus sueños. Por momentos la venció el aturdimiento de la música y el baile, de tantas manos y tan mezcladas intenciones sobre su cintura, de tantos alientos atrevidos sobre sus mejillas.

Pero, cuando todo terminó, y el salón de baile quedó desierto, más desierto sintió su corazón.

-¿Lo encontraste? ¿Lo viste? –Le preguntó el padre.

- No. ¿Vinieron todos? ¿Estás seguro?

- Lo estoy. Todos... menos... el de la montaña. No aceptó la invitación.

- Entonces... ése debe ser. Iré a buscarlo.

- Y... ¿si no fuera?

- Le daré las gracias por haberme dado la visión. Y seguiré buscando.

Por cierto, subió a la montaña. Burló a los guardianes dejando la casa al amanecer y era casi de noche cuando llegó a la cumbre con las manos ensangrentadas. Se echó entre las piedras para cobrar aliento y perdió el sentido. No se percató del hombre que la levantó entre sus brazos y la llevó a su vivienda. Cuando abrió los ojos se encontró recostada entre mantas, cerca del fuego.

Desde las sombras llegó una voz:

-¿Querría un poco de brandy?

- No. ¿Estoy en la casa de la montaña?

- Así es.

- Déjese ver.

Fue encendida una lámpara y el hombre se dejó ver.

-¿Soy el que busca?

- Supongo que si. ¿Hay alguien más en la casa?

- No.

-¿Y en la montaña?

- No en esta cumbre.

- Acérquese más.

El hombre acercó la lámpara y se arrodilló ante ella.

- Lo he visto ya. Muchas veces.

- Imposible. No me dejo ver. Y menos por usted.

- Lo he visto en sueños.

- Es una joven llena de fantasía.

- No. Conocería su cara entre cientos de hombres.

- Está bien. ‘Qué quiere de mí?

-... Tal vez deba darle las gracias por librarme de la ceguera.

- No soy más que un instrumento. En alguna parte estaría escrito que semejantes ojos se animaran. Pero... para dar las gracias... se demoró bastante...

- No vine por eso.

- Lo imagino.

- Vine porque no quedaban allá abajo más hombres entre los cuales buscar.

-¿Y bien? Ya me vio. La ayudaré a volver.

- Ha de tener algún sentido que lo conozca... luego de haberlo soñado tanto.

-¿Y qué pasaba en el sueño –dijo el hombre sonriendo por primera vez.

- No se envanezca. Yo... sólo sentía piedad por usted. Encarnizado, luchando con una sombra inmensa, informe, cubierto de sangre.

-¿Siempre el mismo sueño?

- Siempre.

- Debe irse de aquí cuanto antes. Por su bien.

- No fue mi decisión venir. Alguien... con una autoridad que no puedo discutir me lo ordenó.

- Hay un gran peligro.

- Para usted.

- Para los dos.

Ella empezó a brillar y los ojos de él refulgieron.

- Esto no ha debido ocurrir.

-¿Cuál es el peligro?

- El amor. El amor que siento por usted.

- No comprendo.

-¡Tú no puedes verte como yo te veo! Como te ví cuando tu padre me llamó para sanarte. El amor me tomó como un ladrón y allí mismo tomé la decisión de no verte más.

-Entonces.... ¿es que el amor debe maltratarse?

- No. Yo... había jurado no amar más. Por eso me refugié en la montaña. Hace años que vivo como un ermitaño.

-¿Y olvidó su amor por mí?

- No.

Ella no supo qué responder.

- He llevado la desgracia a cuantas personas amé.

-¿Es... la sombra?

- Esa sombra... salió de mí. Es mi maldita obra.

- No comprendo.

- Hace mucho tiempo hice algo muy malo. Terrible. Desafié al cielo con un pecado de soberbia.

- No siga hablando si le hace tanto daño –dijo la joven abriéndole los brazos.- Tal vez me han enviado para darle consuelo.

El hombre dejó caer la cabeza en el regazo que deseaba y temía.

- Mi castigo es que no puedo morir. Ni el hielo ni el fuego han podido liberarme.

- El peor castigo... ¿no es el infierno, acaso?

- No, mujer. El peor castigo es continuar con vida sin poder cambiar las consecuencias de la culpa. Estar condenado a ser el testigo del horror creciendo, afectando a los inocentes, como tú.

Entonces, ella sintió tanta compasión que su corazón se convirtió en una hoguera.

-¿Sería bueno para ti que yo te amara? –dijo en voz muy baja.

- No. Porque sabiendo de tu amor... no podría escapar de ti. Y, entonces, él te arrancaría el corazón.

-¿El?

- Además... te descubrió antes que yo. Sin saberlo, le has pertenecido.

- No te entiendo.

Un relámpago cruzó la ventana. Un trueno sonó, lejano.

- No hablaré más. Debes volver enseguida. Te llevaré.

Alguien pareció llorar cerca. Y ambos quedaron alertas, sin dejar de mirarse. Entonces comenzó a llover pesadamente. Las gotas sonaban como piedras y los sollozos y gemidos arreciaron.

El hombre se puso pálido.

- Cuando pare la lluvia nos iremos.

Sin embargo, ella parecía esperar algo. No parecía impresionada sino vacía, dejando caer lis brazos. Entonces, él la levantó como si quisiera mostrársela al cielo y luego la pegó a su pecho y a su boca.

- Nunca me besaron así –murmuró ella. Pero él no quiso escuchar más y la soltó. La envolvió en su capa y la arrastró fuera de la casa aunque la lluvia arreciaba. La misma tormenta parecía empujarlos y no había amanecido cuando la dejó en casa de su padre.

- Adiós. Olvídate de mí.

- No quiero. En realidad... fuiste el primero, el único en besarme.

Los guardianes los rodearon.

- La entrego sana y salva.

El hombre de la montaña besó las manos de la princesa y se fue sin volverse una sola vez.

Olvidó la playa pero no la montaña. Cambió de dormitorio y se quedó en un cuarto cuya ventana daba sobre la montaña. Pasaba muchas horas mirándola. Tantas que, otra vez, los guardianes comenzaron a murmurar sobre una nueva locura.

Y pasaron así algunos años. El padre se encorvaba más y más y los guardianes perdían fuerzas, las pocas que restaban. Pero ella seguía intacta, brillando en la ventana, como un faro que soñaba con ser visto desde la montaña.

Una tarde el padre entró en el cuarto de su hija.

- Déjame sola, padre.

- Hija mía, tu estás ciega. Más ciega que antes.

- Veo claramente la montaña.

- El no vendrá. La obstinación es ceguera.

- Vete.

- No olvides tu poder. ¿Recuerdas la vara que te dí?

- Si. ¿Y qué?

- Usala.

-¿Para qué? No me está permitido torcer voluntades.

- Claro que no. La vara es para que no tuerzas tu destino. Recoge tu vara, hija. Deja que ella te muestre tu destino.

Y el anciano la dejó sola.

Demoró mucho en levantar su vara. Su vara de oro bañada de plata.

Apenas la tocó se puso al rojo vivo y tuvo que soltarla con los dedos chamuscados.

Se volvió y cerró la ventana.

- Sea. Que se cumpla mi destino. En este instante abandono mis deseos.

Y, tal vez porque se rindió, a la mañana siguiente, mientras ella dormía, el hombre de la montaña se presentó en la casa y pidió hablar con el padre.

-¿Qué quiere? Ha perturbado a mi hija. No debió venir.

- Señor, no puedo resistir más. Démela como esposa. Pero en el mayor secreto. Por su bien.

-¿Dársela? Ella lo seguirá si quiere. Váyase, ahora. Cuando despierte le hablaré. Y... si acepta, haré que la acompañe un clérigo hasta la montaña.

Apenas se rompió el hechizo de la ventana y la espera... y en tanto le hacían un vestido blanco y le hilaban un velo, volvieron los sueños.

Pero algo había cambiado.

La sombra de los sueños anteriores cada noche se agrandaba y se definía más. Hasta llegó a divisar un remedo de rostro, una fealdad abrumadora... en tanto el antagonista hermoso, a medida que se reanudaban y repetían las luchas, se desvanecía más y más, hasta casi desaparecer.

Y llegó un anticipo de comprensión. Como si, por primera vez, la hermosa pudiera realmente ver. Capricho y obsesión se desanudaron de su mente y el resplandor de una luz verdadera comenzó a entrar en su corazón.

La víspera de la boda, noche cerrada ya, sola en su cuarto se probó el vestido. Cuando se echó el velo sobre la cabeza, envolviendo su rostro, se vió en el espejo como el fantasma de su madre.

Entonces la ventana se abrió de golpe. Un hombre saltó en el cuarto haciendo temblar y crujir todo. La atrapó, le arrancó el velo, y le cubrió la boca con una mano enorme y hedionda. En el espejo ella vio el reflejo de su monstruosidad y se puso a llorar. Sus lágrimas empaparon la mano del intruso.

-¿Te doy miedo? –dijo él, dejándola caer.

- No.

-¿Asco?

- No –respondió ella, cerrando los ojos.

- No te atreves a mirarme.

- Te estoy... reconociendo. Por el olor.

Y, pegándose a él, sin abrir los ojos, también reconoció el cuerpo inmenso, como dos veces ella.

- No es necesario que me arranques el corazón –murmuró.

- Quiero que me mires. ¿Puedes soportar la visión de esta cara que una vez respiró junto a la tuya, sin horror?

-¿Qué te han hecho? ¿Por qué todas esas cicatrices?

- El me hizo así. Me impuso la luz en su laboratorio, cosiendo mi cara, mi cuerpo, con inmudos remiendos de cadáveres. ¡Mírame bien! ¡No soy humano, no soy hijo de tu Dios! Soy el aborto de las manos de un hombre soberbio; de ese soberbio que tú crees amar! Así que no me hizo ningún amor... salvo que el azar y la curiosidad puedan amarse y procrear. No me acogió ningún vientre de mujer y... no tengo alma.

Pero tampoco soy un animal.

- El... te abandonó...

- Se horrorizó de mí apenas empecé a moverme y sólo ha vivido para repudiarme y maldecirme. Y ahora... ahora intentará robarme al único ser que me tuvo compasión. Tú.

Ella se dejó caer sobre su cama y él, como un perro, se echó a sus pies.

-¿Qué quieres de mí... “hombre” ?

- No me llames así.

-¿Qué quieres de mí?

- Querría matarte a ti también. Querría arrancarte el corazón para que él te encontrara muerta, mañana.

- No necesitas arrancar mi corazón. Ya lo tienes. Tú eres humano y... sientes como cualquier hombre desencantado y traicionado.

- No soy humano.

- Tú tienes alma. ¿Cómo podrías amar sin alma? Ese hombre habrá cosido tu cuerpo con pedazos de carne corrompida pero el aliento que te hace respirar, hablar, moverte, sentir, odiar y amar te lo dio otro.

- ¿ Otro?

- El mismo que contempló con misericordia el trabajo, la locura y la soberbia de tu padre. Dios nos tiene contados los cabellos y si no fulminó a tu padre, si respetó su libertad... es que también te quería para sí.

-¿Cómo lo sabes?

- Lo sé. No hay explicación.

-¿Te atreverías a besarme?

Entonces, ella se inclinó sobre él, abriendo los brazos. Ya conocía la compasión que quema el corazón. Besó los cabellos ásperos, lamió suavemente cada cicatriz hasta encontrar el remedo de boca, la inmensa herida por donde, como sangre, escapaba la desesperada voz.

- Nadie vendrá. No llamaré a nadie. No me voy a resistir.

Con cada beso... el tiempo se abría y le daba una historia, un larguísimo pasado, ancestros, humanidad y, así, el temido, el repudiado, el hacedor de caos... comenzó a transmutarse hasta tomar el tamaño adecuado como para devolver el abrazo sin aplastar ni triturar a la amada, hasta suavizarse como para entrar en su cuerpo sin dañarla, hasta deshacerse como espuma en sus entrañas, hasta encajar plenamente en el adorable regazo. Hasta morir de amor y soltar un alma de recién nacido, como un pájaro liberado, al fin.

Entonces, la montaña rugió. Y el otro amante pudo morir por fin.

La bella los enterró juntos, tan juntos que parecían uno solo.

Y quemó su velo de novia sobre la tumba.

¿Cómo podría comprender el anciano padre, y sus más desgastados guardias, la última locura de la hija?

Hija que, al debido tiempo, entregó a la luz un hermoso niño.-

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

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