Corazón herido
Ángela Cáceres

Casandra ha vuelto. Reconozco su voz, su acento, sus pasos todavía desconfiados. Aunque no lo nombra… algo me dice que aún busca el perdón o, más bien, cierta divina ecuanimidad en Apolo. Van demasiados siglos de castigo. ¡Amigo Aureo, levántale la pena en honor de su integridad. ¿Acaso siendo un dios desconoces el amor... incondicional? Tú le diste el don, es cierto, pero, ¿por que razón Casandra habría de corresponderte?

 

Me despierto... y levanto mi niñez. La recojo como a una amplia sábana de hilado tenue y claro, saturado de lejanos soles y vientos. Una tela añejada y radiante que ahora puedo mirar y doblar y guardar contra mi corazón.

 

¿Y  si Prometeo decidiera abrazar estrechamente su destino? Aceptar y no desear.

Alimento de buitres, festín interminable, herido inmortal. Sereno dentro del dolor. Alguien observando. El testigo agazapado en la curva más inaccesible de la espiral, en la voluta más disipable. Contemplándose en los ojos del buitre, saludando al heraldo de su destino sin súplicas, sin honrar a los dioses. Sin deshonor. Siendo cada día más roca, más cadena, más buitre, más hombre, más semidiós. Más océano. Más nada.

 

¿Qué pasaría si la roca latiera?

Bien consumido estás... Porque pudiste amarme te quedaste en cenizas. Y yo, que no pude arder, manifiesto esta herida silenciosa y enorme, donde vivió mi corazón. Ese alucinado, ese loco que se fue, que salió de mí por ti.

¿Querrías levantarte y, con tu ceniza, ocupar este hueco, rellenar, desbordar la herida y devolver los latidos? Podrías ser mi pulso, ahora. O convertirte en la sangre que entre y salga de un renacido corazón y circule y brille, transfigurando este cuerpo que, por tu vuelta, sanaría... Y aún te digo que bastaría el aliento. El estremecimiento de tu soplo atravesando los tejidos más tenues de mi cuerpo lo volverían jubiloso, consciente de ser tu habitación más íntima de nuevo. Y recordaríamos los tiempos del alocado descanso y la voluptuosa paz que compartimos. En esta eternidad que hemos encendido, ¿qué puede el infinito, qué el universo entre los dos?

Del otro lado de esta materia corruptible, y en una lejanía que la esencia conoce... eso llamado amor se manifiesta eterno. Atravesar la indefinida frontera y acercarse... es un inquietante consuelo, luego del largo camino de arena movediza. Después de tantas mudanzas, en las larguísimas separaciones, los amantes exiliados no tendrán más sosiego que su fe. Fe sin cordura en el eterno retorno. Único apoyo; y guía en el desierto que no muestra fin. E incontables ciclos de incertidumbre les saldrán otra vez al paso, todavía. Encarnada, ella no tendrá paz, escudriñado en vano cada amante. El contemplará esas búsquedas inútiles, padeciendo por la ceguera de esa amada disoluta y perdida, ignorante de su perenne presencia. Otras veces, será él el desesperado buscador y ella lo mirará desolada, tan inaccesible y leve… y tan cercana.

…Si tan sólo el tiempo dejara de contarse. Quizás, entonces, los amantes, victoriosos, se harían uno. Un cuerpo incorruptible con un alma infinita; o un alma indestructible en un cuerpo de perenne hermosura. Y uno portará al otro, amante-amada fundidos, bien soldados por siempre, triunfando sobre las apariencias, disolviendo todos los espejos.

Oh. amor, amado mío, yo sé que estás junto a mí, aunque lo niegue todo y que, como un ángel, me cuidas en mis desvaríos; y que esperas,  resignado y paciente, mis raros despertares…Si yo pudiera cuidar de ti, Y curar los dolores que te inflijo por no saber lo que sé... Si no necesitara las caricias y los falsos abrazos que reaniman las memorias del único amor que tú eres, por siempre... Amado: te pido perdón por estas ausencias; por extraviarme tanto, por retirarme de ti como una ninfa alucinada y caprichosa. No sólo te perdí en la Tierra, no; sino en los múltiples naufragios de cada vida... cuando quedábamos transparentes y sin voces... Y pido perdón, también, a tantos amantes defraudados. Pero… ¿quién sino tú podría conformarme? ¿Comprendes mis dudas, amor? Tú estás en claridad. Yo, cercada por vidrios muy oscuros. Cada reflejo es un sobresalto. Y ya va siendo demasiada experiencia de espejos y espejismos. Basta. Me cansa este poblado desierto. Aquí, tan rodeada y tan sola... ¿me estás viendo? ¿Es tu voz, la voz? ¿Son tus palabras, las palabras? ¿Es tu presencia, la presencia? Responde. De alguna loca manera, respóndeme. Deja caer una tornasolada pluma sobre mis pies, o una rosa marchita en mi regazo. Aunque una ráfaga solitaria, bastaría.

No sé si pasó el viento. No percibí señal alguna. Pero el fuego se extinguió. Desapareció la luz. Desapareció el calor. Tirito en este desierto de arena congelada. Y no hay estrella que consuele.

Amado, fuiste espejo y espejismo. Tan sólo me hechizaste... con mis propias ilusiones.

Amor virtual, tú no existes.

Pero yo sí.

Bebo entera, de un solo trago mi identidad y soy libertad consciente, otro gesto, otro azaroso dibujo de Ese que llamo Dios.

La voz que ya no engaña, dice:

- Tú estás sola, mujer. Confórmate con la existencia. Mira, observa, contempla, cuánto abuso soportó tu ilusión en la era del engaño, cuando mendigabas compañía, en aquellas lejanas vidas en que te deslizabas buscando, sin saberlo, tu respiración, sofocada por los pesados pies de los hombres y sus inquisidores.

- Tú serás guerrera, guardiana de ti misma, y lucharás con tus fantasmas, con las vanas fantasmagorías de tu mente.

Pero, aguarda. Más allá de tu campo de batalla, tu sombra languidece, sumergida.

Ella es tu tierra desolada, la herida que no sana, la sangre que, sin cesar, sobre el suelo yermo se derrama. Vanamente.

Cuando te canses de pelear... cuando te rindas, los fantasmas se irán solos, tragados por el aire, dispersos en palacios invisibles. Y, en el espacio de tregua, divisarás, más clara, a tu dormida sombra esperando (ignorante) tus salvadores besos.

Anda, pisa la tierra yerma, inclínate sobre la temida durmiente. Mira la inmensa herida, ese lago de sangre, ríndete también a la adorable compasiva. .

Abraza, por fin, a la monstruosa criatura... y observa lo que pasa.

Pero me asusta mi valor. Me espantan mis queridas armas y mis dorados atuendos de guerrera.

Me estremecen las prolongadas vigilias, los ciclos de acecho que me esperan. El medio sueño, el descanso alerta, la adrenalina, el corazón expectante que el destino me prepara. Y esta caída incesante en la soledad, para dormir de pie con las alas mutiladas... vigilando.

Miro a mi sombra y es mi imagen en un espejo negro. Soy yo en la oscuridad. Cualquier monstruosidad, que disimule... de mí proviene. Ella soy yo.

Esto ya lo sabía mi intelecto.

Pero me espanta sostenerla mirada, fijarla en la enorme herida, en ese hueco amurallado pero sin corazón. ¿Quién lo arrancó? ¿Fui yo? ¿Yo me hice esto?

Mis ojos entran en la herida, la escudriñan, vagan por ella. ¡Es tan amplia y tan profunda! Tanto como mí simulada compasión.

Mi sombra está llena de vacíos. Cuanto pretendí tener en ella se despoja. Y cuanto negué e ignoré en mí... ella lo carga. Y lo sostiene, y lo muestra.

¿Qué pasará, ahora?

-Por favor, apiádate. No me quites tus ojos. Y haz algo en esta herida. Lo que hagas por mí, lo harás por ti - murmura mi sombra.

Lejos, suena una campana.

Mi tarea comienza.

(Dindraine, te evoco y te invoco, dulce mujer, muchacha, virgen viajera y dócil, cordera. Víctima propiciatoria. 7al vez tu aceptación, tu derramada sangre propició la culminación de los propósitos de tu hermano Parcifal, del caballero Bors y, sobre todo, del celestial predestinado Galahad. Oh, mediadora. La desapercibida, la olvidada aunque recordada de Dios. Elegiste bien. Pero sin gloria.).

 

La tarea, la viejísima, recurrente tarea de la despedida. Contemplar, considerar tantas, tantas veces, mi fragilidad en la tuya. Ambas fragilidades. Nuestras anudadas vidas desanudándose tan fácilmente. Tantas rupturas, tantas ceses, tantas quebraduras... y todo ese dolor, y todas esas causas leves, como golpes de aire en mis delicados brazaletes de cristales. Tan inesperado y quedo, cada adiós. Conocido, anticipado... y sorpresivo, sin embargo. Como ahora mismo, como mañana y más tarde. Impotentes y sorprendidos, ambos. Sin ningún poder para agregar instantes a cada breve encuentro. Pero igualmente persistentes y empeñados en los oscilantes retornos.

En cada prolongada espera, mis brazaletes de oro me contemplan. Y me parece que, animados sobre mi piel, me sonríen, inalterables como tu esencia y como la mía, como el poderoso espíritu que, compasivo, de centuria en centuria, o entre milenios, nos reúne.

 

Y en esta solitaria vida que me corresponde ahora, aunque olvidé tu último rostro te echo de menos, amor. Pero aún con esa cara vacía, con blancura de hueso, con ese óvalo brillante como una perdida lámpara, me contento extrañándote. Y si volvieras sin forma, como un golpe de aire, dándome un frío pasajero, echando de menos tu perdida consistencia, tu volumen, la sustancia idéntica a la mía, igualmente, sin dejar de extrañarte, hasta me alegraría.

Me contento con el demorado aprendizaje, con la lección de esta vida, con estar así de sumergida en este cielo oscuro. Si Dios desaparece cada tanto, si hasta juega a ocultarse, tan sólo para que lo espere o para que lo busque, ¿que queda para ti? ¿que para mí?

 

Giremos, pues, en la rueda del anonimato, renunciando las súplicas, desapegadamente, sin perseguir fortuna alguna, sin desear nada. Arriba o abajo, llenos o vacíos. Príncipes o ascetas. Trabajando y sirviendo. Continuando.

Y tú no te saciabas.

Recuerdo los lejanos ciclos de pasiones. ¿Recuerdas, tú? Necesité nacer muchas veces para entregar a tus llamas voraces muchos cuerpos y con cuánta celeridad los consumías. Hasta mis huesos, cada vez, me devorabas, no contento con roer y roer con tu llameante boca. Y ¡Más aún! mis emociones y mi mente te comías con tu obsesionado, alucinado furgo.

No olvido la copa que nos dimos.

La deleitable bebida que exterminaba las corduras, y que engullía las distancias entre los amantes. Pudo haberse caído, vertido. Pudo no beberla nadie... y no habría noticia de pasiones eternas. Pero tú y yo bebimos, y con cada encarnación repetimos y repetiremos la historia que no se cuenta con palabras sino con tristísimos, desesperados besos, con desgarradores abrazos, con cuerpos calcinados y un rosario de corazones intactos, invencibles.

 

No hubo ni habrá tormenta, ni granizo ni furioso viento que pueda interponerse entre estos fantasmas nuestros, entrando y saliendo, de profundos infiernos, de impenetrables hoyos de ausencia, cavando en la tierra oscura entre vida y vida. ¡Aún nuestros espectros perduran como bronces!

Pero eso fue en otra eternidad.

 

Porque también atravesamos las pesadas, interminables dunas del hastío. Sin oasis, ni espejismos, siquiera. Con aquel horizonte sin promesas resecando los ojos.

Y un día nos desvanecimos en la arena, decrépitos la piel sibilante enroscada en la osamenta. Y la muerte nos dejó en el siguiente territorio, y nacimos en el país del odio, rabiosamente enemistados.

Con pesadas armaduras combatimos, y destrozamos escudos, y partimos lanzas y nos clavamos espadas hasta las empuñaduras. Y caíamos sobre nuestra sangre, para resucitar luego y continuar peleando.

Ningún golpe de espada fue más dañino que los lejanos besos olvidados.

Ninguna herida más que las mordeduras que la melancolía recordaba, entre batalla y batalla, siendo tan breves nuestras treguas.

Finalmente, rendidos, descansamos, para abrir los ojos en un lugar muy claro, lejos de los eriales y tan bello que lo confundimos con el paraíso.

Pero no era el divino país. No.

Era el lugar, sin nombre todavía, donde no asustan ni humillan los perdones.

Y ahí fue donde te di y me diste la corona del más fragante y victorioso laurel. Ahí nos coronamos uno al otro, entregándonos las últimas espadas; y deidades femeninas, transparentes, nos curaron las múltiples heridas, y... nos declaramos sanos. (Querido amor, querida alma. Tan empeñosamente fiel). (Y volvimos a brindar en una sola copa). Entonces, compartiendo un mismo corazón en la unidad nos sosegamos.

 

Ahora, quedó despejado el divino acceso a la contemplación perenne. Y somos hierro obediente, limaduras atraídas, adheridas por siempre al Divino Atractivo, al Divino Imán de las dispersas almas.

... Y el noble propósito se disuelve en el Divino Propósito.

 

Amor, si aún pudiera ser lo que no fue. Si aún fuera posible deshacer, nudo por nudo, la espinosa soga de lo que sí ocurrió.

Si todavía fuere el diáfano tiempo de la nada. Sin peso alguno, como en el principio, antes que la gravedad fuera necesaria.

Si pudiéramos volver a la primera casa, al primerísimo jardín, al primer lugar, a los momentos en que todo era nuevo y estático, y reposado y contenido, cuando la entropía no era ni propósito, siquiera, de la Creación.

Cuando la eternidad contenía su aliento, haciendo perenne el deleite que revelaban los instantes y nada era destruido.

Entonces, ni tú ni yo soñábamos dañarnos porque el mal no se había despertado. Porque la rebeldía no existía ni como palabra, ni como pensamiento. Ni como raro sueño, tan siquiera.

Todo era unidad, y la separación, menos que idea, no tenía quien la concibiera.

Y nuestro dolor no habría comenzado.

Y, quizá, este primitivo amor, tampoco. Tú y yo, indiferenciados, todavía.

 

Me despido de ti, amado. Ahora es el momento de no dejar de amarte, sino de amar al Amor. Donde me lleve el Amor tu vendrás y estarás conmigo, ya no como amante sino como sustancia de mi, y conmigo, entonces, inevitablemente, te fundirás en ese Misterio amante, irradiante, irresistible y absorbente y sin nombre, aunque los tenga todos. Ahora reconozco que, buscándolo a El, te encontré a ti. Por eso es justo que, cuanto haya de ti en mí, se disuelva conmigo en el abrazo supremo con El Desconocido. Yo sé que, si éste fuera tu momento, contigo me llevarías adherida y, en cualquier caso, los dos, como uno, lo amaríamos.

 

¿Cuánto estuve paralizada en la caverna del silencio? No de mi silencio, por cierto. Que mi mente se agitó, enroscó y silbó todo ese tiempo, dándome tormento. De Tú silencio hablo, o de mi sordera. ¿Cómo escuchar en medio de mi estruendo? Pero la caverna era oscura, solitaria, y parecía vacía e in­sensible. Y no había respuestas de la oscuridad a mi persistente pregunta. No me alcanzaba, no me rozaba, siquiera, Tu perenne respuesta. Yo, en tanto, tampoco respondía a los requerimientos de mi mente. Y mi mente se hartó y se silenció, rendida. Entonces, supe que Tú, siendo Todo cuanto me envolvía, me hablaste y llamaste todo el tiempo, Amor.

Solía clamar:

-¿Pero no te había encontrado? Aún tengo los brazos como incienso, ardiendo sobre mis huesos encendidos, de tanto retenerte... y ya te has desvanecido como un humo malvado. Pero yo cargo la memoria de tu abrazo con todas sus señales por fuera y este anegamiento por dentro. Y me voy vaciando y secando como un manantial debilitado por tanta incandescencia. Nada queda de tus humedades cuando hace un instante apenas me arrastrabas por tu deleitoso océano.

Y así... siglo tras siglo. Te encuentro, me encuentras... y, tras el salvaje destello del reconocimiento y las arremetidas... nada. Como el final de una guerra.

El amor como el viento. Y, luego del arrasamiento... la desolación.

 

Yo soy tu habitación, tu verdadera casa, y aunque sigas huyendo, no tendrás descanso fuera de mí, maldito. Pero ya no estaré clamando por un descenso en la carne y en el hueso, estaré cerrada, clausurada, para ti.

 

Pero, cada tanto, me extravío. Me deslizo en una trampa y me llevan prisionera.

Este prolongado encierro, este larguísimo aislamiento va entristeciendo mi carne, poco a poco. Y no hay forma ni consistencia, ni secreta estructura que resista al trabajo incesante de la melancolía. Heme aquí, toda erosionada por las heridas que me causa tu ausencia. Y voy necesitando todos estos ojos, ocultos en mi carne desgarrada, para asomarme y mirarte, amor. ¿No es extraño? ¡Es por las heridas que te veo! Como si mi carne fuera un velo oscuro y denso...

 

Pero esta noche te elevo una súplica y me canto a mí misma. Pido por mi restauración y entono una canción, un rezo a mi confianza. Y, una vez más, atestiguo el perenne milagro de nombrarte y sanarme,

Se pierden los contornos de mi cárcel, las piedras se vuelven transparentes, livianas como plumas, lábiles. Y mi carne se alegra y brilla, reanimando mis huesos; y, así, mi cuerpo se edifica, se levanta, para no hacer otra cosa que volverse a Ti, Amado, rejuvenecido. Porque con tan sólo mirarme, me dejas radiante.

Y así, cuento mis historias, enumerando mis resurrecciones.

 

Ahora rememoro aquellas veces, tantas que ya no podría enumeradas, en que fui arrastrada fuera de los refugios y tuve que saltar hogueras, caminar sobre brasas, atravesar ríos a nado o prendida de maderos, en estado de zozobra, los cabellos erizados el cuerpo lastimado, la ropa desgarrada, el pecho descubierto, el corazón sin ritmo, boqueando, sin respirar otra cosa que legiones de humo, la cara ennegrecida, y casi extraviada la identidad en el instinto, único sobreviviente.

Yo, aquel animal hembra, arrasado como la tierra con cada guerra. Con cada absurda, insensata guerra. Aquellas guerras que se declaraban en las sombras y a ti te revestían de soldado y te llevaban lejos, con una espada, o con un arcabuz, o un fusil, o una bayoneta, o una metralleta... y a mí me dejaban sola y desarmada, vulnerable como una liebre sin madriguera. Desprovista, vacía del mullido compañero, sin ya poder arrebujarme en el velludo y animado pecho, sin el olor guiando a los lugares secretos y profundos... y obligada a olvidar las caricias abruptas, o suaves, o deliberadamente mezquinas de los juegos.

Sin el ronquido de la madrugada, sin el lamento del amoroso clímax. Tan huérfana y sin fuego, como la casa sin hogar llameante, sin provisión de leña, sin comida...

¿Por qué me coronaron viuda tantas veces, dándome tus medallas, las dobladas banderas junto con tus cenizas?

¿No había otro destino (consuelo) que la negra burla? ¿Ni otra música que la voz de la trompeta solitaria decidiendo los atardeceres? ¿O las campanas llamando a los funerales?

Tantas madres te guardaron tejiéndote bellos cuerpos, tantas te dieron a la luz, esperanzadas en una larga vida... tantas caminaron contigo hacia los templos donde me esperarías, allí donde nos enredaríamos en misteriosas ceremonias, ausentes a todo cuanto no fuera nuestros cuerpos temblorosos y calientes; nuestras mentes vacías de pensamientos ajenos al deseo, poblándose de susurrantes visiones: la piel desplegando sus recovecos, dispuesta a soltar y unificar los reprimidos secretos… mi corazón y el tuyo marcando los pasos a la alcoba...

Y, entonces, sin tiempo de saciamos, la guerra. La guerra desatando lo unido para siempre.         

Y de nuevo el dolor.

 

¿Recuerdas, amor, esas breves, azarosas vidas que, también compartimos?

Y vinieron los tiempos en que aprendiste a agraviar la tierra. (Y yo a tu lado, doblegada, sumisa, silenciosa, horriblemente consciente del agravio, sintiéndome, sabiéndome yo misma pura tierra).

Y cada insulto tuyo... me insultaba a mí, aunque tú creyeras que saqueabas la tierra y la desmantelabas. Sólo a ella. Pero a mí también, me despojabas, empobreciendo el destino de los hijos, nuestros y de los otros, de los cachorros, los pichones, los brotes, de las crías todas. Dios mío.

Y horadabas la tierra cada vez más hondo, arrancándole frutos y secretos sin respeto, con el falso derecho de suponerte un dios, igual que en las malas vidas en que, sin reconocerme, me violabas.

Y con todo, continuaba amándote.

 

Otras vidas... cuánta resistencia a los trabajos del tiempo sobre nuestra carne y nuestros huesos... para terminar igual, polvo y cenizas renegando...

Pero, resurgíamos, para seguir insistiendo en continuar hermosos uno para el otro.

 

Casi sin damos cuenta, quizá a fuerza de llamamos, y evocamos, e invocamos, hemos empezado este extraño vuelo juntos. Las leyes del universo están propicias, las fuerzas adversas están mansas, retiradas. Los ciclos de lamentos, de abruptas despedidas    se han  cerrado. Ahora somos tan leves y vamos tan juntos como los pensamientos, como las bellas ideas, como los verbos de una sola mente... La dirección es única... donde yo voy, tú vienes... porque ya no me distingo de ti. Me deslizo como tú, te deslizas como yo, vapor y humo entremezclados... Pero, sin duda, estamos siendo atraídos hacia algo. Este no es un vuelo al acaso. No es un paseo, un vuelo improvisado sin más orientación que nuestro deleite.

Podría tener miedo, pero no tengo. Podría intentar razonamientos, pero no quiero. Renuncio a la razón.

Esta sumisión me agrada y elijo dejarme mientras soy atraída. Mi alma es este núcleo radiante, mi centro, mi verdadera identidad y advierto que ella sí conoce el destino y me impregna con su felicidad.

Así este vuelo se parece a los breves lapsos de paz que conocimos, cuando las leyes del destino nos hacían descansar y nuestras vidas eran pura gratitud, consoladas y suavemente ordenadas por la gracia... cuando cuidábamos aquellas ovejas de abundante lana, y nosotros mismos hacíamos la esquila, el hilado y el tejido. Amábamos las hebras que pasaban por los dedos, y aquellos primitivos instrumentos que nos asistían... Nos vestíamos uno al otro como príncipe y princesa luego de teñir nuestras poderosas telas y reinábamos en nuestras cabañas, guardando y transformando los maravillosos frutos de la pródiga tierra, nuestra madre. ¡Ah, cómo sabíamos amarla, entonces..! Tú la roturabas como acariciando, y ponías las semillas con un rezo, y más tarde cuidabas sus ricos brotes como a niños. Y cuando cosechábamos, cada tanto nos echábamos boca abajo para besada agradecidos... ¿Recuerdas los colores? ¿y el perfume de los dulces y jaleas que luego preparaba? Luego venía el disfrute del sabor, y era una comunión cada comida... Y nada ensuciaba el aire, y la respiración era una dichosa fiesta, como era un festejo beber aquellas aguas que bajaban de las montañas, buscando nuestros labios     Y nada impedía los rituales serenos de los amaneceres y de los crepúsculos, que, como los pájaros, saludábamos los advenimientos de la luces y las oscuridades. De aquella luz que despertaba nuestros ojos y transfiguraba las miradas... de aquella mullida oscuridad donde nos abrazábamos... Y los nobles perros, cerca, guardándonos. Y los gatos dormidos junto a nuestros fuegos... y las dulces vacas dando a luz sus terneros en nuestros brazos, así como las yeguas nos confiaban sus potrillos... Nadie nos temía, entonces. No éramos temibles. Y siendo naturaleza, la naturaleza nos cuidaba y, habíamos olvidado completamente las pasiones, sus caóticos movimientos. En íntima amistad con la luna y el sol, asociados con los elementos, así gozábamos la PAZ, haciéndola y preservándola como al fuego del altar más sagrado...

Y así, en cada hogar, cada hombre y cada mujer, ¿recuerdas?

Hoy, que sé de la necesidad y conveniencia de reír... descubro que ya no tengo risa. Y me espanta haberme vuelto seria. La seriedad es gris, pesada, rutinaria, previsible, asesina.

La risa que perdí era un arco iris y, además de radiante, liviana,  diversa, cambiante, imprevisible, sanadora, resucitadora.

Pero, dispuesta a recuperar la risa, dispongo liberarme de mis apegos y aventurarme. Salir sin mapa alguno y abrirme paso, internarme en el territorio siempre novedoso de la sorpresa y el contraste. Y volveré a reír de la obsesión por explicarlo todo, por tener y retener, por repetir lo bueno del pasado, por guardar y acumular y por temer. Sonriente, divertida, contemplaré esta breve vida, me burlaré amablemente de mí misma, causando en mi presente más risa para mi futuro, fuere como fuere. Y así, llevándome más leve que la espuma, con la carga etérea de mis nuevas risas, toda yo como único equipaje, regresaré a mi verdadera casa, tomada por mi esencia, al fin. Y a ti amado, te comunico mi risa, donde quiera que estés. Yo estoy subiendo, más liviana que un globo cautivo, y fue maravilloso soltar los lastres. Y no te transporto dolorido conmigo. Sólo conservo el mutuo acuerdo de la risa.

 

Si dos partículas que han estado unidas se separan, de misteriosa manera, se siguen afectando: lo que afecta a una afecta a la otra, aunque se interponga el universo. Pues bien, no quiero llorar más; ni lamentarme para que no llores ni te lamentes. Elijo reír para que tú y yo riamos, fluyendo divertidos, alegres como infantes por el infinito. ¿Por qué llorar por un amor eterno? Si lo que me afecta te afecta.... elijo que me afecte la celestial, liviana, amorosa risa. Así, por siempre, seguiremos celebrando nuestro amor, brindando en cada fortuito encuentro su victoria sobre toda forma, en tanto continuamos ascendiendo, ascendiendo... Subiendo y subiendo, navegando siempre por océanos de luz.

 

¿Y si no quisieras reír por siempre? ¿Si te volviste serio, como yo, y te gustaron más nuestras elegías? ¿O me pasaste tú la seriedad y las penas? Ahora me llega una gran duda, ¿elegirías la risa... o te la impongo?

No me queda otra cosa que proclamar mi libertad... y olvidarte para que me olvides. Elijo no afectarte con nada. Te libero de mí, adorada partícula y te desprenderás de mí, como una célula de mi piel. Se me ocurre que es lo mejor y lo último que puedo hacer por ti, ¿Qué más podrían darse dos amantes que lo que nos dimos?

 

Con la luz... es otra cosa. Haga lo que haga, elija lo que elija, diga lo que diga siempre habrá más. Y más.

Aunque nunca sabré si elegiste la risa antes que yo.

 

De los muchos rostros que tuviste... no me queda ninguno. El lugar de tu cara es un hueco en el vacío. Y ya no queda ni hueco, ni línea oval, ni señalamiento alguno. En el vacío se ha desvanecido todo.

Me he quedado sin ti. Ya no añoro el calor de tu carne ni el crujir de tus huesos, ni tus humedades. Ya ni la memoria queda, ni la memoria de los sueños en que te soñaba, exiliada. Ni la visión de las últimas cenizas que el viento dispersó en mi mano.

Ya no te tengo, ni te recuerdo, ni te sueño. Te hablo y no sé a quién le hablo. Ni siquiera estoy segura de haber sido correspondida, de verdad escuchada alguna vez. Y hasta esta cierta certeza de haberte conocido, este raro impulso de hablarte todavía, no me parece otra cosa que mi propio juego al solitario.

Tal vez todo lo que voy olvidando no ha sido otra cosa que mi propio rostro besándose con el espejo.

 

"Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo". (Cantar de los Cantares).

 

Por unos instantes, también él se deja oír:

-Pero, ahora que desciende la primera lluvia del otoño y que acaricia y consuela a la ciudad, tan quedamente. Ahora que tengo que aceptar la muerte de otro verano... en esta extraña paz... puedo recordar las vidas en que te coroné de rosas bajo un palio de seda, bajo la mirada de un rabino y un cantor que también te amaban, aunque no como yo. Y el canto fluía cuando cambiábamos los anillos, y admirábamos los círculos indestructibles, y los eslabones que libremente agregábamos a la poderosa cadena de la tradición. Y bebimos el sabroso vino, y rompí la copa, y la unión quedó tan inexorablemente hecha y sellada como cuando rasgué tu velo más secreto. Cuando, temblando, en aquel tiempo sagrado, asistí ritualmente al misterio de una virgen cambiándose en mujer. Fui yo, amada mía, aunque te pese, el único que se aposentó en ti y, desde entonces... en infinitas vidas, sólo he querido guarecerme en ti, casa mía, adorado refugio, mi fuente, mi agua, mi fuego, mi aire, mi tierra prometida.

 

¿Por qué vivo para recordarte, amada mía? En esta nueva aventura no estás. No te presentaste. Y me desconcierto en un bosque sin fin de hembras impenetrables, de mujeres que no puedo desear. En mi presencia, las prostitutas se vuelven vírgenes y cada hímen de roca viva. Aún queriendo... en ninguna podría entrar. Pero no quiero.

(No siempre ha sido así. Confieso que hubo vidas en que no hacía otra cosa que entrar y salir de hermosas mujeres, olvidando que tan sólo estaba tras de ti. Y otras, en que fui testigo de tus infidelidades, sin poder hacer otra cosa que observar, desprovisto de cuerpo y.... desolado).

 

Las mieles se nos amargaron tantas veces, y tantas veces te odié, y te declaré la guerra, y te clavé mis espadas, una tras otra, para cambiar de vida, inútilmente. Y tu resucitabas, y yo, y más nos ensañábamos en el mutuo castigo. Así, la agonía sin verdadera muerte, continuaba.

 

Pero tú siempre sabrás quién soy en cualquier forma. Como yo sabré quién eres tú. ¿Quiénes, salvo tú y yo, bebieron juntos la divina pócima, el elixir del amor indestructible… tan inmortal como imposible en la carne? Sin embargo, nuestro poder estaba en besar nuestras heridas, en cuidar el mutuo deterioro, uno espejo de otro, y en envolvemos en las amadas cenizas, resistiendo la disolución, la dispersión de las queridas formas, adivinándolas todavía en las torres de humo de las piras funerarias.

(Tan potente el elixir que consumimos que, hasta el cielo, enternecido, respeta y alimenta este empeñoso sentimiento que nos sigue uniendo.

Y ni tú ni yo podemos desobedecer al amor que nos condena. Pero... ¿querrías liberarte de mí? Yo... no puedo, ni quiero.).

Sin embargo... hay otra bebida. El Cáliz está pleno. Existe la extrañísima posibilidad y gracia de que El venga a nosotros. De que quiera vaciarse en nuestras bocas. Y, si huimos, seremos prófugos del amor mismo, del amor que tanto hemos amado.

Aunque no es el mismo amor.

¿O sí?

Quizá, ¿renegados de la unidad, hemos convertido en totalidad el amor que nos fue impuesto? Pero, ¿no estaba escrito? ¿Es posible que el azar se burlara del destino? Pero... si hubo burla en la confusión que nos hizo beber... bendigo la burla y la confusión. Y vuelvo a elegir amarte, con o sin bebida.

Más… ¿qué guarda la "otra" copa? ¿A quién verdaderamente sirve? ¿Qué quiere de nosotros? Y yo, y tú ¿qué queremos de El? Puntualmente. El atraviesa mi cabeza y me paralizo. Puede conmigo. Y yo nada con El.

¿Será mi sed, también? Tantas veces nos han hablado, aquí y allá del Nirvana o del Paraíso, así como de la iluminación o la nadidad... Yo he llamado "paraíso" a cada cuerpo tuyo, pero... intuyo que no hay la menor posibilidad de tormento en el Paraíso y, en cambio, hemos sufrido tanto en este delirante empeño de amarnos para siempre... volviendo trabajosamente, una y otra vez, a los mismos lugares. ¿Sabes algo del Infierno? ¿Nuestro empeño proviene del Infierno? Y… si fuera ¿por qué?

Y ahora... eres tú quién me expulsa. Me has cerrado tu cuerpo y tu alma está proclamando otra sed.

(Ella se hacer oír otra vez:)

- ¿Qué me esta tocando? Este toque, tan leve e insistente, es tan fuerte como aquellas doradas, penetrantes gotas que, hace siglos, bajaron por mi garganta, nutriéndome con un nuevo destino.

Intuyo una revelación inminente. Hasta, quizá, sea posible que, por primera vez entre tantas vidas, pueda comprender. Pero estoy sola en una región desconocida. A lo lejos, muy a lo lejos, escucho tu voz. Creo entender que te lamentas… ¿Por qué otra cosa podrías lamentarte sino por toda esta distancia que nos mantiene separados, quizá en dimensiones diferentes?

Me deslizo por un túnel oscuro, nada diviso, pero la aspereza de la roca que me hiere ambos brazos me da idea de lo angosto que es. Y apenas puedo respirar.

No. No estoy muriendo nuevamente. Conozco el morir. He muerto tantas veces! Aquí no hay resplandor alguno, ni te veo brillante, avanzando hacia mí, con los brazos abiertos.

Ya no hay aspereza… y una brisa muy suave me acaricia. La salida está cerca. El túnel mismo se mueve y me transporta y... otra vez el insistente toque. Alguien que no eres tú me está llamando. Alguien sin ti me espera y esto me da más miedo que mi primera muerte. Acaso... ¿no era que estarías en mí siempre?

Pero yo te llevo, amor, en mi propia sustancia porque de ti estoy hecha. De tu costillar salida, hueso de tu hueso, carne de tu carne. Y recuerdo que mi última cara era idéntica a la tuya, como si fuera, más que tu amante, tu gemela hermana.

Amor, hermano mío, no te lamentes y aguarda. Sabré acercarme a ti, como sea, y, quienquiera que me llame y espere, a ti llamará y esperará conmigo.

De pronto, todo cambia. Hay un espacio abierto, una planicie iluminada por cientos de centellas y un músico adorable sale a recibirme y me canta sin más compañía que su guitarra eléctrica.

¿Recuerdas que siempre, a través de las vidas, amamos a los músicos? Esos embrujadores embrujados que hacen la vida más hermosa, los artistas, los elegidos de Dios, olvidados por los hombres tantas veces...

Imagina que ya estás conmigo. Escuchemos a este mago. ¿Qué celebramos? Nada y todo. Todas las vidas. La vida.

Finalmente, ingreso en una vida paralela. Me parece que sigo siendo yo… pero mi piel se va cubriendo de un vellón de oro rojizo.

Hace mucho frío. Me avergüenza tanto mi velludo cuerpo que me cubro con varios mantos no menos espesos. Pero el vello brilla tanto que la luz escapa por el entramado y la gente se vuelve a mi paso.

En esta vida también clamé por ti Y no viniste. Porque me entretuve seduciendo a un santo se me castiga con este dorado vello que me turba, obligándome a recordar mi pecadora indiscreción.

-Tú, la deseada y temida, la bien fundada, la de cavidades y huecos constrictores, la peligrosa y bella, la sedienta de sacrificios, de víctimas masculinas. Pero, también, la amorosa y compasiva, la nutridora, la depredadora, la tan bondadosa como cruel… ¿porqué insisto en sumergirme y perderme en ti, por qué quiero aventurarme en tu sagrada caverna…cuando intuyo que, finalmente, no me tendrás piedad y me guardarás en ti, firmemente clausurado!

Es verdad que me alimentas bien pero, ¿Acaso no te alimento yo, también? ¿Qué brotaría de tus oscuridades sin el riego nutridor de mi simiente! ¿Por qué estás tan muda, por qué te mantienes tan aislada y soberbia?

- Es verdad, amado visitante, tú me nutres y fecundas… pero ¿cuántas veces lo has hecho con la reverencia que debes a mis más íntimos lugares? ¿Cuántas veces con mi permiso? Sólo considera esto, hombre.

- Establece tú el ritual y cumpliré contigo, mujer. Llegaré al corazón, al núcleo de tus entrañas... quedamente, reverente, con tu bendita autorización, si eso quieres. Pero no podemos interrumpir la vida. Mírate… y mírame. ¿No estamos hechos para encajar uno en el otro!

- Ah… si. Como el juego de la tuerca y el tornillo. Verdad. No podemos evitado. Pero hay infinitas maneras de unirse y una sola condición conveniente y sagrada. Servir a la creación y al Espíritu del Amor con el placer y la plenitud de ambos. De los dos, he dicho! ¿Acaso sabes qué es el amor y qué cosa aseguramos al unimos?

- No sé si sé. Pero entraré rendido en tus secretas suavidades. De lo contrario... moriré.

- Morirás, de todos modos.

- Pero conocedor de ti.

- Tanto no puedo darte, si ni sabes quién eres tú! ¿Acaso puedes descifrar el misterio de tus arremetidas? Huelo tu involuntario calor, los ríos de tu sudor cuado te acercas ¿tienes algún poder sobre el ímpetu de tu carne cuando te aproximas alzado como un macho cabrío hasta mí? ¿Qué reverencia me has traído? Haces muy bien en temerme porque te haré conocer tu lugar. Pero, yo misma no sé quién soy.

- ¿No lo sabes?

- Creo que no. Pero, imagina... si yo, mujer, fuera el alma del mundo... ¿qué le pasa al mundo cuando me humillas, ofendes, destratas y niegas, hombre? ¿y qué te pasará a ti?

-¿Te acuerdas de aquella lejanísima partida de ajedrez?

- ¿Cómo no recordar aquel amplio tablero y aquellas piezas rojas y blancas? Para siempre estarán anudadas a la fatal y bienaventurada sed que nos unió! Aún veo el gesto de espanto de la mujer que me cuidaba, la servidora de mi madre, cuando descubrió la ampolla abierta... y nosotros bebiendo de la misma copa, alegres, cada vez más embriagados y luminosos, haciendo brillar la cubierta del barco y hasta las aguas que surcábamos, a medida que el amor se desbordaba y pasaba de nuestros cuerpos a inundar nuestras almas...

- Al menos, luego de tantas vidas, la confianza en el interminable reconocimiento alivia tantas separaciones... Pero la más dolorosa fue la primera, cuando todavía no sabíamos cómo se moría y se resucitaba...

- Tu languidecías con tu incurable herida cada vez más abierta, junto a la mujer rubia de las manos blancas que celaba y celaba mi lugar en ti... en tanto yo envejecía, prisionera de mi real esposo... hasta que me alcanzó tu llamado.

- Pero tardabas tanto... Te demoraron, te demoraste, y no llegaste a tiempo.

- … Aún no sabía caminar sobre el mar, ni volar. Viajaba con los ojos clavados en las velas blancas de mi nave como suplicante de los buenos vientos.

- Y si hubiera podido alzarme de mi lecho y alcanzar la ventana, tan sólo divisar tu claro velamen me habría sostenido. Pero las heridas me paralizaban y, entonces, la traidora me anunció una nave de velas negras brotando del horizonte y desesperé.

Amado mío, ya no respirabas cuando me incliné sobre ti. Ni tu último aliento pude absorber. Y no hubo dolor mayor salvo el desborde de mi corazón y su rotura. Entonces advertí que por la herida podía salir de mí y que mi corazón etéreo no estaba partido. Y te percibí cerca, igual de leve, observando admirado nuestros cuerpos cruzados...

En tanto, las gentes creían derrotada nuestra unión, compadecían la imposible boda y la fatal tardanza. Hubo, con alguna autoridad, quien decidía acostarnos en la misma tumba, y la corte entera y la muchedumbre se estremeció ante los rosales en que nuestros deshabitados cuerpos se transformaron. Los mismos que aún siguen igual de frescos.

- ¿Cuál será el verdadero sentido de este invencible sentimiento, de esta comunión, de esta perenne disolución de opuestos en este beneficio y adorable sacramento nuestro?

- Quizá El quiera algo de nosotros y este inagotable sentimiento esté en su nuevo plan...

- ¿El? ¿Quién?    

- No lo nombre. Tampoco me atreveré a nombrado. Pero... intuyo que está llegando el tiempo del segundo encuentro, de la reunión en el lugar santo. Todos, esclarecidamente, volveremos a vemos.

- ¿Todos? ¿Los de idéntico rango y tarea? ¿Los mismos que tenían una silla asignada cerca del rey?

- Si... tal vez aquellos. Y también aquellas, de la misma alcurnia, que los desafiaron y amaron. Aunque jamás tanto ni por tan prolongado tiempo como yo a ti. Ni atravesando tantas vidas, tantísimos estados de conciencia.

 

(Pero yo también estoy aquí, la otra, por siempre adherida a ustedes, con ustedes viajando, saltando de vida en vida, amando a uno y odiando a la otra, toda incierta y oscura. ¿Quién querría darme una migaja de esperanza, aunque rescatara la copa del mar primero? Aquí voy; desde mí los voy siguiendo, tan fiel a las dudas como al despreciado amor, sin poder desoír el poderoso llamado de la Otra Copa, del recipiente de esmeralda que arrasa la menor resistencia. Y todo por haberme empeñado hacia el amor no correspondido, orgullosa de amar tanto y tan ignorada. Porque este capricho es invencible aunque no probé la prodigiosa bebida.

Una era completa escondida en la piedra. Hasta el cegador momento del relámpago. Y repentinamente tú mismo, ahí, privado de la vista, y sordo y, por tanto, mudo. Ignorante de tu esplendor. Y yo testigo. Impotente testigo de tu veloz caída, como nieve sucia o ceniza, dejando tan desolado al aire y a mi viuda de nuevo. Taciturna, algo más sabia, y sin hombre.

Siglos prisionera en los círculos concéntricos de la fuente, desplegada en diámetros y diagonales, fragmentada en los radios, dividida en sectores silenciosos, pero igualmente entera y prolongada en la circunferencia y... tan presente como ausente en el vacío del centro. Crucificada entre zenit y nadir.

Y tú, bebiendo. Bebiéndome todo el tiempo. Obligándome a cir­cular por ti, hasta anegarte. Y, aún así, desconociéndome.

 

Cuán oscuro te has vuelto. Y silencioso. Ya no me cubres con tu llovizna de palabras, con el vibrante rocío, con el bálsamo verbal que echo de menos. Has clausurado el manantial de miel que solía restaurarme. Y también el de los ácidos que reparan con más dolor y que me mantenían despierta y atenta, suplicando por aquellas dulzuras.

¿Para qué me cuidaste tan amorosamente? ¿Para qué me volviste tan aguda? ¿Qué intención tenías al remodelarme? ¿Para qué o para quién me hiciste de nuevo? ¿Para abandonarme en este negro desierto? ¿Para ponerme en esta oquedad sin voces, aquí arrojada, donde estoy dejando de desearte? Tan privada...

 

Qué extraño. Me siento impotente cuando miro la carita, los ojos de una niñita callejera. Hasta que me sonríe y la eternidad se ­manifiesta. Por una razón que es una sinrazón de este lado... me viene la certeza de que ambas estamos a salvo.

 

¿Dónde estudio? No en aulas ni en libros, ya. Camino entre simientes voladores. Me rozan al pasar, se dan contra mí, y algunas se meten en mi boca. Otras asaltan mis ojos o estremecen mis oídos. Entonces, tan nutrida, tan bien alimentada, entro en mis nuevas espirales y visiones.

 

Todas las semillas dibujan la senda hacia el nuevo jardín.

Doy gracias por mi jardín, esta diminuta selva que no deja de crecer; de nacer y marchitarse; de renacer y transformarse. Tan sorprendente, plena de clamores silenciosos que mi alma escucha. Tan sensible, exigente y vulnerable esta selva pequeña, a mi cuidado. Y... por encima de todo, tan amante. Si me alejo, desatenta, las plantas se quejan tan fuerte que golpean mi corazón y quiero volver. Las cuido y me cuidan. Las muestro a mis amigos como a sus hijos las orgullosas madres. Así, helechos y espárragos se esmeran por su hermosura, porque cada empuje, cada brote, cada hoja nueva, cada estiramiento, cada florecimiento es una palabra de amor. De manera que doy gracias por mi jardín, por esta familia sensitiva que no me permite creer, siquiera, en la soledad.

La tierra removida se acurruca en las grietas de mis manos cuando llego a las raíces y, luego, el agua viva arrastra todo. Entonces, es el momento del deleite por la frescura, cuando mis manos se parecen a mis hijas plantas y, quizá, sienten lo que sienten.

 

Hubo también el prolongado tiempo de los tropiezos y las caídas, cuando los agujeros negros bostezaban bajo nuestros pies inadvertidas. Y, así, de una manera abrupta, quedaban divididos los deleites, perdiéndose uno del otro en la indescriptible oscuridad. Exactamente cuando el tiempo, suspendido, cegaba el mínimo brote de confianza y no quedaban fuerzas ni para despedidas.

Porque la oscuridad no te devoraba de a poco ante mis atónitos ojos, dejándome atrapar algún destello. No. Era veloz, un relámpago negro borrándote, comiéndote de un solo bocado.

Y yo, con la misma velocidad, era desaparecida para ti.

Sin embargo… ¿pude transportar las imágenes dormidas, las que aún respiran con cautela detrás de mi frente? ¿O ellas mismas me arrastraron hacia abajo? Creo que querían rebelarse de ese único pensamiento que las mantenía concentradas y absortas. Como tu cara, o alguno de tus nombres entonados sin pausa, como mantras.

Así, como tú, dormí un milenio en el palacio profundo. Y pájaros errantes y muy negros nos cantaron en la noche más larga.

Ruiseñores, quizá.

 

También hubo eras enteras sin saber uno del otro. Sin conocer otra cosa que desventuras y torpezas en aquellos paisajes desolados, abandonados por el amor. Ciclos de corazones rasgados, ignorados por el perpetuo prodigio. Y no hubo beso alguno que apelara.

 

Ojala me hubiera mirado, entonces, como me miro. Observadora en calma del combate entre el descorazonamiento y la negrura… y no la mujer descorazonada o la disuelta en la oscuridad. No era ni una ni otra. Aquellas polaridades se desvanecieron después de todo... y yo... sigo aquí, con corazón, cada vez más iluminada.

(El amor, más grande que nosotros nos mata. O nosotros lo degradamos. La opción primaria, pues, consumirse y morir... o asesinarlo. Pero queda la renuncia consciente y el desvelo en el corazón, y el recuerdo. Como un vislumbre de absoluto).

 

Finalmente, te salvé. Porque me negué a aceptar que eras tú el que iba encerrado, el que era descendido en la caverna. Proclamé tu libertad y tu derecho a la respiración. Tu derecho a circular, muy leve, en amplias espirales de aire puro, entrando y saliendo de tu cuerpo. Defendí encarnizadamente tus raciones de oxígeno y de nitrógeno, así con tu cáliz de agua viva, amor. Y, firme como un árbol viejo, me enraicé a la vera de la vía de salida, llamándote, sacándote con mi voz, entonando tu nombre como un trueno, como la trompeta de un ángel.

Cuando apareciste, a medias reanimado, toqué tu corazón y le devolví el ritmo, su melodía de latidos perdidos. Y fuiste salvo.

Mi precio fue la renuncia. Verte salir de mí, resucitado, con cada exhalación más liberado y lejos de mí. Y, aunque también libre, bajo las estrellas, yo ocupé tu lugar, aceptando una centuria de descanso, sin ti.

 

¿Sin ti? ¿Nosotros alejados? Pero ¿no era y es que cuanto te afecte me afecta? ¿Acaso no somos uno, tú y yo, sino que también, ambos, una célula significativa de la unidad?

En cada episodio de nuestras historias... sólo nuestros egos han elaborado y extraído esa ponzoñosa conciencia de separación.

Pero ¿acaso no estamos eligiendo la verdad?

 

- Y ¿ cuándo te manifestase como mendiga, como una deidad disfrazada y vigilante? ¿Era una trampa o una prueba?

- Las dos. Ambas: trampa y prueba. Porque tenía que atraparte para probarte. De lo contrario... te escurrirías otra vez. Diez veces me miraste con asco y me diste la espalda. Diez veces, tibiamente, con una piedad imitada y mediocre, me rozaste con los labios la inmunda mejilla, retardando así el prodigio. Tan dormido estabas que no percibías el relámpago en mi lacerada mejilla. Sin embargo, llegó el día en que, habiendo despertado, te prendaste de la transparencia de mi pecho, te atrajo el resplandor que atravesaba mis harapos.

- Así fue.

- Entornando tus ojos, besaste mis labios... quizá con la esperanza de probar aquellas luces. Y, entonces, el prodigio fue completo. Se desprendió mi muda miserable y me transfiguré. Y Dios te contempló desde mi radiante rostro, mirándose desde ti.

Entonces, volvimos a quedar tan unidos y fundidos, tan perdidos uno en el otro... que ya no hubo rastros de un yo ni un tú. Sólo uno, nuevamente. Y todo.

 

Otras veces fui tu madre. Y, mientras mordisqueabas mis pezones, hasta saciarte con mi leche y dormirte, yo percibía cómo los latidos de tu pequeño corazón se acompasaban con los míos... sabiendo ya que serías mi hijo predilecto. Y como un príncipe te criaba.

(Así como cuando fuiste, tantas veces mi padre, corrías tras de mí para alzarme hasta el cielo, llevándome a volar contigo. Y yo quería siempre ir más arriba porque ya sabía que era la princesa que tu soñabas cada noche, tendido junto a tu oscura esposa. Porque yo debía mantener mi refugio en aquella fulgurante niña y, desde ella, mirarte, amor… aceptando aquellos limitados deleites infantiles.

Pero, todo el tiempo sabiendo quién eras tú, quién yo.

Así, hemos saboreado uno el regazo del otro, nos hemos guardado y cuidado en diversas profundidades, con el beneplácito de distintas entrañas.

Y siempre hubo algún relámpago de conocimiento.

Qué extraño y deleitoso ha sido tenerte relajado dentro de mi vientre, y nutrirte al nutrirme, y proveerte mi sangre y mis sustancias para luego parirte, conmocionando mi cuerpo, y luego mi alma, al contemplarte ya desprendido de mí.

Y, ¿cómo fue para ti procrearme, haciéndome lugar en el cuerpo de una desconocida? ¿Sabías lo que hacías? ¿Estaba tu conciencia presente... o simplemente obedecías las leyes secretas que rigen nuestros reencuentros?

 

(Así  en nuestro largísimo viaje íbamos experimentando los matices de Tus creaciones y conociéndote bajo distintos nombre, mientras Tú, en nosotros siendo, te regocijabas conociéndote en Tus criaturas…Oh, Tú, el Divino cómplice de los amantes, el secreto y verdadero objeto de su amor, y el Amor mismo).

 

También atravesé vidas en que no me conociste. Ciclos de desprecio y negación, en que yo sí te conocía. Entonces, la prueba consistía en resistir, persistir y amamantar la paciencia. Tú abrigabas en tus tiendas a las demás mujeres en tanto yo respiraba las arenas del desierto, sacudida por los más crueles vientos. Mi piel ardía, crepitaba y se abría. Mi cuerpo se secaba y mis sueños no tenían acogida en pecho alguno. Mi cabeza reposaba entre peñascos y todo mi alimento consistía en las hierbas más retorcidas y amargas. Pero mi corazón seguía fresco. Yo languidecía pero mi corazón tenía un refugio seguro y protegido. Y, cada noche, se ponía a brillar como una lámpara alimentada por los más ricos y perfumados aceites.

Portadora de ese precioso, indestructible templo… persistía en vigilar y cuidar nuestro destino. Algún tiempo llegaría en que, repentinamente despierto, me recordarías.

 

También conocimos las arremetidas de los intolerantes cuando nacimos en familias enemigas, en clanes beligerantes y fanáticos. O envueltos en culturas distantes y diversas. Alguna vez tú negro y yo blanca, otra tú moro o judío y yo cristiana, o al revés. Poderoso tú y yo esclava… o yo princesa y tú mendigo.

Pero de una manera u otra nos uníamos y nuestros mundos estallaban a nuestro alrededor: los tuyos y los míos nos repelían y nos expulsaban. Éramos los renegados y los malditos. O los perseguidos. Y… nuestro único y fidelísimo aliado era el Amor que nos contemplaba enamorado de nosotros, alabando, cantando y exaltando nuestra firmeza, nuestra integridad de amantes en nuestras mismas entrañas.

Si. Lo externo nos era hostil. Pero entonces nuestros cuerpos se prolongaban, expandían y ahondaban ofreciéndonos ilimitados espacios de refugio y de goce. Y, allí dentro, recorríamos como semidioses nuestros propios y protegidos jardines, y nos amábamos en recónditos lechos cubiertos de livianos doseles, como capullos donde ocurría nuestra metamorfosis. Cuando regresábamos al mundo íbamos tan transfigurados que nuestros enemigos se rendían o espantaban. De manera que el Amor nos redimía y liberaba.

 

Amado, deja de contemplarme. Estoy cerrando mis ojos sobre ti. Nos hemos penetrado y compenetrado tantas veces que no hay número para expresarlas. Ahora, olvido mi nombre y me pienso como tú. Me preguntas quién soy y respondo con tu nombre. Y tú, dondequiera, te presentas como yo. Así consustanciados, comparecemos ante el Amor. El que consagra. El único.

 

Aquí estamos con nuestro definitivo amante. En el núcleo indescriptible donde se anudan las historias de nuestras travesías, donde quedan cruzadas las historias de nuestras horizontales rutas y de nuestros ascensos. Aquí mismo donde, llegando de las llanuras, besamos el nacimiento de las verticales, como a empuñaduras de sagradas espadas. El lugar donde El nos ha esperado. El lugar donde nos acoge para levantamos una tienda de lumbreras y relámpagos acariciadores. El sitio del lecho añorado, leve como bruma y tan tibio como la más perenne, inofensiva brasa. Donde fluyen bálsamos, aceites perfumados, inciensos que dispersan olvido. Donde el espacio nos transporta como una fulgurante nave hacia otra todavía más esplendorosa, con un lecho oculto tras los rayos, todavía más fragante y mullido. En el palacio del espejo donde El, mirándonos, se mira.

(Ahora siento que, con mi efímera mano, Tú te has estado escribiendo a Ti mismo todo el tiempo. Y me asombra este polvo compacto y animado que un día se tendrá nostalgia como mano, orientada por Ti. Gracias).

 

¿Recuerdas los niños salvajes?

En una vida los confundimos con lobeznos y los perseguimos. En otra, los rescatamos y tratamos de comprender, respetar, reintegrar.

Los amamos.

Pero, en otra, fuimos niños salvajes, hijos del olvido y del miedo, abandonados en bosques fronterizos y espesos, mamando de una loba compasiva. Creciendo y corriendo estremecidos en cuatro patas, sumergidos, anegados de inconsciencia. O conscientes de cuanto ignoran los humanos entre humanos. ¿Qué aprendimos?

¿Y con los niños de las calles y con los leprosos? ¿Qué aprendimos de los chillidos nocturnos y de las agonías sobre los umbrales?

Cuando nos llegó el tiempo en que la Compasión fue compasiva... en las vidas futuras donde dejamos de encontramos, la lección fue continuar amándonos, sin saberlo, en toda criatura vulnerable, lastimada, o muy herida, necesitada de cuidado y reverencia. El amor nos siguió uniendo en los niños recogidos y adoptados, en las patitas quebradas de los cachorros que levantamos, en los pájaros que sanamos y liberamos, en las plantas segadas a destiempo por las súbitas tormentas...

Ya nada interrumpía nuestras perennes bodas, casados con el Todo. Aunque sin rostro ni ojos conocidos, en la fusión, recobrado y perdido, sólo el Amor se recordaba.

 

(La desequilibrada ambición, querer parecerme a ti, hombre, me ha llenado de pensamientos. Y éstos me intoxican, me dan vértigo. No se están quietos, ningún lugar les viene bien para reposar, y me arrastran en sus desordenados movimientos condenándome al perenne cansancio sin retorno.

¿Qué creí desear cuando deseaba?

 

Estoy a la intemperie. Afuera de mí. Lejos de casa. De mi remoto, pacífico, inalterable lugar.

Pero sé que estás ahí, desbordando con tu cegadora luz mi refugio. Tú me lo preparas, lo vas volviendo deseable, irresistible. Pronto no tendré más opción que regresar. Al lugar del íntimo encuentro, de la compenetración, de la boda. Porque has querido hacerme brillar para Ti. Y ahí estás, llamando, insistente, a esta pequeña luz que soy.

Porfiado, me capturas sin herirme, sin enlazarme, sin tocarme siquiera. Así de potente es tu porfía.

 

También rememoro aquella consagración. Vuelto tú, sorprendente, desconocido, doblado tu tamaño, el cabello por la cadera, el ceño ahondado por la tormenta de los ojos. Retornando de tu rito de pasaje, luego de la ceremonia feroz, de tus días de encierro en el círculo, en un alejado paisaje.

Volviste como otro. Y sólo entonces supe quién eras.

Pero ya no podía existir para ti.

Tú pertenecías a un secreto. Cuanto se había vuelto claro para ti... seguía siendo oscuro para mí y ni tú podías transmitir tu revelación ni yo entenderla.

En tantas vidas, fue el más perfecto divorcio.

 

Mis brazos levaban bajo tus caricias y se doraban como panes santos. Todo mi cuerpo levaba y mis coyunturas se redondeaban y mis huesos, bañados de oro, quedaban pulidos, cuidadosos del revés de mi carne. Y mi carne, resplandeciente, los cobijaba.

Como mar, mi cuerpo vivía sus mareas, iba y venía, subía y bajaba. Se expandía, estallaba y luego se replegaba y quedaba pequeño, como un juguete exquisito en las orillas de tus abrazos...

 

(Se ha dicho: "lo que no se comparte se pierde". Comparto la belleza que amo. Y está bien).

Hombre mío interminable... ¿cómo tendría que llamarte?

(Si resistió y rompió los moldes de tantas y tantas culturas...si siempre se deslizó más allá… si eligió y pudo medirse con mis obstinaciones sin vencerme ni quedar derrotado... y aún, ahora, sigue, apareciendo… es que él es mi Maestro de amación. Maestro de maestra. Maestros ambos).

Maestro mío, la lección continúa. Vierte tu sabiduría. Soy la discípula y el aula. Soy el conocimiento que te devuelvo.

Baraka. Visión enumerativa. Lo estático moviéndose al ritmo de la mirada. Lo dinámico congelándose entre el párpado y la pupila. La música enmudeciendo en el corazón de la melodía. El silencio gritando. El clamor de lo inerte. La inercia oculta entre la llama y el humo. El desgaste triunfante. El ascenso de la gravedad.

 

.., Pero, finalmente, ahora llego a mi propio límite. Estoy donde la pútrida máscara cae por su peso. ¿Con qué podría sostenerse ya?

Sólo queda traspasar la frontera y, deshecha la razón, resucitar a la bacante y, embriagada hasta el tuétano, volver a desmembrarte, amor.

Y esparcir de nuevo tus pedazos y extasiarme bajo las salpicaduras de tu sangre, víctima mía. Porque ha llegado el momento vanamente retardado por los siglos, de que me propicies…cabrito mío?

¡Y te aseguro que no pagaré más tributos por ese cuento de haberte tentado! De ahora en más hazte cargo de tu propia caída. De lo contrario, ¿cómo has podido pretender ser el más fuerte de los dos?

Tú, hombre, no has podido tentarme a mí. Tuviste que secuestrarme o dominarme o denunciarme ante otros idénticos a ti. Pero, yo, mujer, he tenido la última risa. Y, ahora, ya no reiré en secreto.

Desde este mismo instante me declaro libre de toda culpa. Descargo a Eva del peso ancestral, me libero como Isolda de remordimientos y vergüenzas, y escupo sobre ti, señor Arturo, como Ginebra que soy! Y dejo absueltos a los Tristanes y Lanzarotes de este mundo, mis penalizados, lastimados y verdaderos amantes. Y reivindico a los que se rindieron, a los que claudicaron ante la Hembra-Reina, ante la señora de sí misma, ante la dueña absoluta de su cuerpo y de su alma. Ante la única que puede devolver amor por amor.

Tú, quién me escudriñas! En este momento, presa por la indignación de siglos, no puedo ofrendarte otra cosa que mi misma rebeldía y esta viejísima ira. Ahí quedan).

 

Mío, Señor-Señora, Padre-Madre, dirige mis pasos, muéveme Tú mismo hacia el más noble propósito de esta existencia, muéveme siempre hacia Ti, porque te devuelvo alegremente la libertad que me diste. Porque la mal usé, la derroché y la dispersé, errante en el océano de mi ignorancia, confundida entre las inexorables desconocidas leyes de tu universo. Así, el mundo me esclavizó. De manera que te doy mi libertad para ser libre en Ti, puesto que Eres la libertad que quiero, y el secreto mismo del precioso don. Apaciéntame, guíame como has apacentado y guiado a las ovejas de mis palabras y mis pensamientos, rescatándome siempre de los desvíos.

Espera. Mira. Una estrella en cada cáliz, estrellas en las copas, en los vasos, en las tazas, en los espejos, en los lechos de los ríos, meciéndose en las camas lacustres. Míralas, todas aquí. No necesitas fugarte y andar extraviado por el cielo para besar estrellas.

 

Necesito decir algo simple. O decirlo simplemente. O mejor algo tonto. ¿Llevas cuenta de lo que has soltado? ¿Cuántos años tienes? Los pelos de tu barba, tus cabellos cortados, los mechones, los rizos esquilados, o caídos; lo que silencioso como nieve se desprende de ti. No te das cuenta pero te pelas, te deshuellas. No lo adviertes, salvo por el dolor o el lamento de tus entrañas, pero tus heces, tu orina, tus células, tus escamas, tus uñas se fueron, siguen yéndose... Y tú mismo te estás yendo, como río, todo entero.

 

Basta. No remuevas las vísceras del río. No conmuevas el sueño de los lagos. Te mentí. Cada brazada tuya deshace más estrellas. No te queda otra cosa. Aunque me duela, vuélvete al cielo, amor.

Cambio de corazón (Metanoia)
Ángela Cáceres

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