Corazón extraviado
Ángela Cáceres

Una moneda ennegrecida, sacada de las cenizas. Una rupia. Un rosario de diez cuentas rojas oliendo a rosa. Una tosca piedra ocre. Un péndulo. El ala color tierra de algún pájaro pequeño, sin nombre. Otra moneda de cincuenta liras. Pero ni documento ni foto alguna. ¿La suma de cosas diminutas que podría atesorar una adolescente?

¿Una chica? ¿Cuál?

Algo más. Una llave.

La del espejo... soy yo. Pelo blanco y piel de muchacha. Mi conciencia parece estirarse. Sí. Me siento, me veo, escucho mi propia respiración. Sé que antes de reparar en esos objetos estuve revoloteando por la habitación. Muy cerca del techo. Flotaba y era delicioso. El aire me sostenía mejor que el agua.

 

Bajar no fue lindo. No me gustó. Y no sé dónde estoy. Hay olor de hotel barato. ¿Qué hago en este lugar desagradable?

¿Quién soy?

En tanto desayuno, cautelosamente miro la plaza por la ventana. Sigo los movimientos del sol sobre una fuente vacía. Vacía como yo… que estoy en la costa de un mar enorme. Un mar que fue, un mar que se ausentó, como mi memoria. De cualquier manera, hay un tremendo espacio separándome de alguna tierra que ahora no existe porque no la recuerdo, pero donde alguien me conoce, me quiere, me odia. En ese lugar tengo un nombre. Tal vez una familia... y hasta posiblemente una casa, o un cuarto, o un refugio. La cueva, la madriguera. El sitio para entrar en el sueño, entre objetos animados, recorrer el pasado o recordar el futuro. El sitio del poder para embellecer, terminar, transmutar algo. O matarlo.

Pero   ¿qué?

Una brisa fuerte entra por la ventana y pasa por mi cara. Trae el lejano rezo de alguien. Mi escucha se amplifica, se extiende y capta una desconocida voz de hombre, al parecer muy viejo, diciendo:

- Querido Dios, soy un pecador, ya sabes. Dicen que siempre has querido más a los peores... por ésa te pido que cuides por mí a mi extraviada hija.

"Y tú, ¿quién eres?" le digo a la voz, y la espanto. No es más que una avispa perturbando el silencio.

Silencio. Mi carne está aprendiendo algo en este silencio cada vez más espeso, como una niebla peligrosa. Ya no percibo ni el tintineo de la cucharilla en mi taza, ni mi respiración, siquiera. Desaparecen estímulos y posibles respuestas. Y abandono toda pregunta, sumergida en el instante. Cierro los ojos y me interno en la penumbra deliciosa que habita bajo mis párpados. Entonces, algo muy pacífico se va haciendo cargo de los múltiples paisajes de mi mente, borrando los vestigios de su desorden. Una probable solución a este acertijo se está alejando ya de mi conciencia, aunque aún intuyo, despreocupadamente, que una afirmación poderosa es salmodiada por cada célula y partícula de mi ser. Pero me desentiendo. Que el canto siga del otro lado del silencio.

(Muy lejos... Ah, mucho más y más lejos, hay otro silencio. Un silencio inerte que no oculta nada ya. En la urna yace un resto de la desconocida madre. No más que un indicio para desconcertar a quién pudiera detenerse intentando descifrar el nombre que se borra. De cualquier manera, la madre ya no está ahí. Fluye por un espacio muchísimo más alejado que sus cenizas. Inalcanzable).

 

Sonidos llegan. Puntos luminosos, pequeñas estrellas en el silencio. Escucho mi soplo ahora. Huelo el resto del café, el aire de esta misteriosa mañana. Parece que hubo un cierto sismo dentro del silencio. Ocurrió algo en la profundidad. Una mujer brotó de la niebla y me llevó a un jardín. Las plantas crecían y se multiplicaban aceleradamente a mí alrededor. Y ni un rumor allí. Me dejé caer en la hierba, me dormí y soñé. En el sueño, un hombre me seguía y me asediaba. Era peligroso correr porque estábamos sobre un muro, sobre un pretil estrecho. Me quitaba los zapatos para correr mejor pero él me alcanzaba y me obligaba a volverme y mirado. Su cara estaba cubierta de lágrimas. Y, al instante, mi perseguidor se convertí, en piedra. Una piedra tosca, sonrosada y ocre. Y no hubo más jardín, ni ­mujer, ni sueño. Porque desperté.

Ahora he vuelto a mí, a este lugar. La mesa junto a la ventana, el mozo retirando mi taza vacía. Un hombre, muy distinto al del sueño, llegando.

-Al fin te encuentro, mujer.

No reconozco ese rostro moreno ni esos hermosos ojos negros como los de un sirio. Un mechón largo, se balancea sobre la frente sudorosa. La voz tiembla al pedir dos copas de vino tinto. Las manos también, pero no llegan a tocarme.

-¿De verdad quieres dejarme? ¿Dónde irás?

 -No sé

Levantamos las copas.

De pronto, el mechón oscuro se vuelve rubio, casi transparente, y cae por su mejilla como una suave cascada. Lábil sobre su piel. Un hilo de agua irisada acariciando. A medida que cae... algo se mueve en mí. Y la bebida ya no es roja sino dorada. Y ya no hay dos copas sino una, profunda como un cáliz. Empiezo a quemarme mientras me dejo fascinar por sus labios humedeciendo el borde de la copa; percibo el rastro de saliva, cada vez más encendida bajo su mirada radiante. Y siento que me hace brillar.

Ya no hay duda. Esto mismo ocurrió hace mucho tiempo. Y no hace más que seguir y seguir ocurriendo...

Vida tras vida hemos estado bebiendo de la misma copa, este hombre de cabello rubio y lacio como el agua que cae, y yo.

Con un gesto brusco, él rompe la copa. Y también el momento se rompe. Y la certeza. Algo muy importante escapa, volviéndose confuso, y yo me levanto y me voy tras eso, aunque el hombre de vuelta oscuro se enfurezca.

Cambio de corazón (Metanoia)
Ángela Cáceres

Ir a índice de Narrativa

Ir a índice de Cáceres, Angela

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio