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Amantes
de "El nieto de Dios"

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

 
 

No demasiado lejos, con las bocas olorosas de café y el olfato asediado por la esencia de azahar que despedían las medias lunas, Danilo y Angélica desayunaban lentamente y, lentamente, Angélica contó esto:

Había una vez una mujer bella y refinada que preparaba muy largamente una confesión de amor. Elegía palabras como quién elige condimentos y hierbas para aderezar una sabrosa comida.  También las probaba. Las dejaba un tiempo sobre la lengua, sobando, discriminando el sabor más secreto, el alma misma del sabor de cada una.

Algunos adjetivos solían parecerle demasiado melosos, algunos verbos, atraídos por su impaciencia, excesivamente picantes y agresivos. Pesó con extrema cautela cada sustantivo, considero comienzos, abordajes, y pausas. Era especialmente cuidadosa con los silencios. Su sentimiento era tan grande y poderoso que sobrepasaba el potencial de las palabras y encontraba más incongruencias que ajustes. Poco a poco, a fuerza de probarlo en el recaudo de su boca, así como de ejecutarlo con su voz; cuando la cadencia se unificó con el contenido del mensaje, y aquella confesión de amor se transformó en una melodía maravillosa, fiel a la naturaleza y envergadura de sus sentimientos, cuando alcanzó la certeza absoluta de que su lenguaje tocaba la experiencia, y las estructuras profundas y superficiales se fundieron.........decidió que la confesión estaba pronta. Confiando en su sabiduría amorosa y en aquel mensaje que no la desmerecía, se decidió a emitirlo.

-¿Y él? ¿Cómo era él? El hombre...

-Espera, no seas impaciente. ¿Querrías imaginar a la bella mujer conmigo? Imagina que ella está frente a ti, sentada, la cabeza apoyada en una mano, el cabello cayendo sobre un costado. Observa su boca, brilla, porque está llena de sabores, y dulzuras de su amor y la miel se cuaja en las comisuras. Su piel se colorea por el paso rápido de su sangre, puesto que su corazón late acelerado, así como la respiración entrecortada vuelve su nariz sensible como los pétalos de una rosa. ¿Cómo la ves?¿Fuerte o vulnerable?

-Vulnerable. Hermosa. Querría ver tu cara así por mí.

-Ah, no la abandones, sigue mirándola. Ella, a su vez, lo está imaginando a él. Muy cerca.

Imagina su aliento, el vapor que desprende su enmarañado pecho, las manos con dedos como pinzas al rojo sobre sus hombros, los oscuros ojos que alucinan con sus núcleos de fuego. Imagina su olor, el sabor de sus tremendos labios. Imagina el abrazo sin fin. Luego, imagina que se separa un poco y entona su confesión de amor y en tanto, una parte de sí ejecuta esa pequeña obra maestra, otra, escucha de una manera fría y crítica la ejecución.

-¿Y entonces?

-Ahora... abandona el ensueño. Se endereza, analiza la experiencia del ensayo y hace un último retoque a su mensaje que, finalmente, queda en siete palabras.

-¿Y cuando las dijo de verdad?

-Resumo. Cuando estuvo conforme, se fue hasta el teléfono, marcó los números de su amado y dejó aquella joya sonora en el contestador.

-Pero, ¿por qué esa cobardía? ¿Por qué no se lo dijo cara a cara, tal como lo soñó?

-...Por mucho tiempo el hombre había esperado una señal, así fuera la más mínima señal alentadora de aquella mujer. Cuando se la presentaron, le pareció conocida. Después conversaron muchas veces. Siempre en lugares espaciosos, muy iluminados, entre colegas. Aquella perversa falta de intimidad los obligaba a comunicarse banalidades, de manera que el hombre sintió la necesidad de prestar más atención a lo que no se decía y ocurrió que comenzó a enamorarse y a sufrir.

- Conozco ese sufrimiento.

- El padecimiento del hombre crecía porque nadaba en la incertidumbre. No estaba seguro de lo que ella sentía por él. Sin referencia alguna, carecía de código para descifrar los gestos y actitudes de aquella potente mujer. Lo aterraba la mera sospecha de estar alucinado por el deseo y percibir lo que no existía. Sin embargo, cada tanto, le devolvía la confianza a su instinto, a su intuición de hombre enamorado. Cierto movimiento en los ojos, algún roce dando cuenta del ritmo de la jubilosa sangre de aquella salvaje, enmascarada en una profesión tan formal, que lo animaba por momentos. “No es más que una amazona amansada, domesticada por contrato social”, se decía. “Es de carne y hueso como yo y me corresponde.  La atraeré a un espacio privado, más allá de la galería... le diré lo que siento y la obligaré a ceder y hablar”... “Y hasta le parecía escuchar la risa de la mujer. Así su tormento iba creciendo, azuzado ya por la duda, ya por la certeza. Pero un instante después, dudaba de nuevo. ¿Cómo se sentiría si ella lo rechazaba? Sin embargo seguía embriagándose con fantasías. A veces imaginaba que una noche cualquiera, al entrar en su casa, encontraría un sobre debajo de la puerta, con una declaración de amor, en papel membretado, o con una citación para declarar sus sentimientos ante un juez de una corte de amor, o que, al revisar su contestador, la escucharía confesando su pasión.

- Esto explica la cobardía de él, no la de ella.

- ¿Cómo no? ¿No es obvio que a ella le pasaba lo mismo?

- Pudo secuestrarla... Le falta una emoción fuerte a tu cuento.

- No es un cuento, tonto, todo es verdad. Ocurre que el hombre era... así. Por eso, como el tiempo pasaba y no sucedía nada de lo que imaginaba... se desalentó. Profundamente.

Y en lugar de luchar por su amor empezó a morir. Al punto que perdió toda capacidad de pensar y soñar. Dejó de hablar, también. El terrible sentimiento había crecido tanto que no podía pasar por su boca.

- ¿Entonces...?

- La gravedad era tal... que no le quedaba más que una forma de declararse.

- ¿Cuál?

- Arrojarse sobre ella, liberar su pasión, quemarla, absorberla en su piel hasta que, disuelta en su sangre, circulando por sus venas, le permitiera resucitar. Pero está claro que no lo hizo. ¡Se había quedado sin imaginación!

- Pero...

 -¡Escucha! Aquella tarde, cuando la mujer grabó su mensaje, él estaba en su trabajo. O sea... mirando el techo de su consultorio. La chica que hacía la limpieza en su casa fue quien escuchó primero aquellas tan escogidas siete palabras.

- Que ironía...

- Eso no es nada.

Resulta que estaba pasando la aspiradora sobre la alfombra del dormitorio cuando empezó a sonar el teléfono. Como era muy curiosa, desconectó la aspiradora y se fue al escritorio de su patrón para escuchar lo que dejarían en el contestador. Sucedió algo inesperado, entonces. Algo en la voz o en las palabras, impresionó enormemente a la muchacha de manera que quiso escuchar de nuevo. Al retroceder la cinta o, más bien al intentarlo, se equivocó y el mensaje se borró. Como podrás imaginar, aquella misma noche, la mujer, que estaba sobre ascuas, se consumió en una larga espera. El hombre no dio ninguna señal. Así que... pasaron los días, volvieron a verse en aquellas prolongadas reuniones de trabajo y nada más... El, enmudecido y desalentado, se sentaba lo más lejos posible de ella. Ella, humillada y ofendida, fingía ignorarlo. De la misma manera que la tomó el amor, la tomó la desdicha. Y como efectivamente era muy fuerte –toda una amazona atemperada ¿no?- decidió un cambio radical de hábitos, tramitó con urgencia un traslado, no sin pedir la mayor reserva, y desapareció.

- Y él...

- Al conocer su desaparición pareció despertar. Y la buscó. En vano, naturalmente. Después de un tiempo... le fue llegando el descabellado consuelo de que ella no había existido. Para que nadie lo disuadiera, el también se borró y abandonó todos los espacios que habían sido comunes.

- ¿Y después?

- No se. Creo que no se supo nada más ni de uno ni de otro. Silencio. ¿Qué leyes obraron en esta historia, Danilo? ¿Qué te parece? ¿El destino, decretando el desencuentro de los amantes, instrumentó la torpeza de una chica un poco tonta para consumarlo?

¿O un simple azar impidió la consumación de aquel amor decretado por el destino?

¿Quién será más fuerte?

¿El destino o el azar?

- No se, Angélica. Pero creo recordar que la Moira hacia estremecer a Zeus...

- Ah, si... lo insondable... bueno- rió Angélica.- Nosotros, que aun no hemos perdido la imaginación podríamos inventar su reencuentro. ¿Qué tal unos 20 años después? O cincuenta... cuando ya no puedan ni quieran reconocerse.

- ¿Tomamos más café? No seas mala, Angélica. ¿Y si su amor fuera eterno?

- Entonces su dolor sería eterno. Espero que no. 

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

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