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"Adagio"
Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

 
 

Te miro dormir. Todavía la profundidad no se inquieta. Pero en algún momento comenzarás a soñar y sabré más de ti. Y seguramente tú menos. Soy el constante testigo de tus desconciertos cuando te revuelves entre los jirones oníricos que logras recordar. Luego se desvanecen y pierdes la oportunidad de descifrarlos en tu beneficio. En tantos años hubo tres que invadieron tu conciencia y se anclaron en tu memoria. Pero cuanto más tiempo pasa tu confusión es mayor porque la vida te ordena nuevas interpretaciones. Ninguna la definitiva. Y, aunque quisiera, que no debo querer, no puedo hacer tu tarea. La mía es mirarte vivir como ahora te miro dormir. Siempre contemplarte, moviéndome a tu lado más leve que el aire que te alimenta. A veces me nombras, hablas de mí como si supieras. Pero, ¿qué puedes saber de los invisibles cuando apenas sabes mirar a tu alrededor? Miras y crees que ves. Pero tus sentidos duermen encerrados en tus meras creencias, repeticiones de las creencias acumuladas por otros y tan absorta en ellas que se te escapan las experiencias. ¿Cuánto hace que no formulas un pensamiento propio, verdaderamente y singularmente tuyo?

Pero, ciega y sorda como estás, yo te amo. En mi naturaleza no se dan condiciones para amar.

Esa que crees ser, con un nombre, con un género, con una edad, con algunos roles, con una familia, mas todo el desasosiego de tu mente, la debilidad de tu raciocinio y el mariposeo de tus emociones, es tu mayor obstáculo para reconocer tu verdadera sustancia y esencia y acercarte al alma que escucha al Espíritu.

Pero aunque te deslices en la oscuridad la revelación es tu destino. Y el día en que, finalmente, veas y escuches, me alejaré de ti.



Ella cree tener razón. Siempre está segura de tener razón. Como una campeona pone cada noche un pie sobre su marido que se le rinde ante semejantes, inobjetables razonamientos. Ella se duerme victoriosa, con una sonrisa. Él se desvela, desdichado. Se sumerge en las sombras de la casa, tan silencioso como la noche, amándola menos. Él ha renunciado a convencerla de nada. Desencantado, pero no tan derrotado como ella cree. También intrigado. ¿Por qué será tan importante para algunos tener razón siempre, ganar siempre? Ésos duermen pero no descansan, no han descubierto que la caída trae nuevas energías. Él lo ha descubierto. Pero, cuando su energía se expande, él se va lejos, muy lejos entre las sombras, olvidando a la amante dormida. Ella ignora que tantas victorias la hacen menos amable, que una mañana cualquiera, atravesando esas sombras, él saldrá al amanecer muy lejos de ella, a los pies de una diosa más callada, una diosa que lo convenza sólo con sus caricias.

Un joven traslúcido le sale al paso y al mirarlo él cree que después de todo se ha dormido y sueña. Pero el joven le dice, muy quedamente, haciéndose oír en el lugar más reservado de su escucha.

- Hoy soy el ángel de la compasión. Eres tan amable, que mereces ir un poco más allá.

- ¿Y qué hay más allá?

- El siguiente paso. La compasión. Imagina que eres tú el que siempre cree tener razón. Cierra los ojos.

- Los tengo cerrados.

- Eso crees pero no importa. Siente, experimenta la soberbia de la convicción.

El joven chasquea los dedos y el marido desvelado que cree que sueña se inunda de complacencia y soberbia. Se levanta y alza el cuello y la cabeza se estira, se estira tanto que de pronto se siente muy solo.

- No me gusta esto. Basta.

- Así se sentirá ella cuando la dejes. ¿Quieres que sufra?

- No quisiera que sintiera lo que siento.

- En nombre de la compasión que ahora sientes, despiértala mañana y dale vuelta sus razonamientos. Los sofistas han sabido hacerlo muy bien, Hoy te convencen de una cosa y mañana de todo lo contrario. Inténtalo.

- No se...Tendría que impedirle hablar y lograr que quiera escuchar.

- Conviértela en la diosa de amor que sueñas. Hazte cargo de su cuerpo y habítalo. Llena sus labios con los tuyos. Arrópala y quémala con tu cuerpo, siente compasión de su soledad, de la carga tan pesada de su mente. Y goza con ella del amor. Compadécete de ti también.

Y dulcemente el ángel lo lleva de nuevo a la cama.



En otra cueva de la noche hay una que no duerme. Una noticia de muerte en cierta forma anunciada, lo habitual a partir de cierta edad, la ha hecho llorar. Y esta vez no ha sido por ella, y el llanto ha sido como una explosión. Ha quedado inerte, sorprendida por el peso de un auténtico dolor. En realidad hacía tiempo que sus ojos se mantenían secos y que creía que su corazón había terminado por enfriarse, cocido por la indiferencia o por creerse ya preparada para todo. Su generación se desmenuzaba, sus amigas, una tras otra se iban convirtiendo en arena o en ceniza esparcidas no se sabía donde. Pero la última, ida sin más despedida que una llamada telefónica no demasiado reciente, con una promesa indefinida de encontrarse o de volverse a llamar, al menos, a pesar de una manifiesta depresión, le renovó con fiereza las sucesivas penas que había creído atemperar y se sintió muy sola, en una ciudad donde se borraron definitivamente trayectos familiares, caminos, casas, portales donde acudía una y otra vez y donde era recibida entre risas y abrazos. Las muy amadas la habían abandonado. Y siguió llorando mucho rato con un desconsuelo desconocido, jamás probado, sin saber que su ángel la sostenía en su regazo. Un ángel tierno y solidario que sabía de amistad. Pero su territorio había cambiado. Daba miedo.

Todas sus amigas habían sido arduamente probadas. Todas le expusieron penas muy distintas pero todas se habían ido desgarrando, como ella misma.¿Cuántas tazas de té habían vaciado juntas luego de mirar vagamente el reflejo de sus rostros en el líquido pardo y vaporoso? ¿Acaso podría enumerar tantos rituales alrededor de las distintas mesas? Los manteles almidonados, las carpetas de encaje, las vajillas refinadas de porcelanas traslúcidas, o las rústicas de cerámica, la variedad de teteras, los ríos de leche y de crema, las servilletas de tela suave o las de papel fueron los testigos cambiantes de las confidencias, de las más íntimas noticias, de las omisiones y de ciertas santas mentiras, también. O no tan santas. Hubo risas y sonrisas, silencios elocuentes, lamentos y quejas, juicios tajantes y muchas liturgias de perdón. Espectrales maridos y amantes, padres y madres, hermanos, hijos, sobrevolaban las mesas evocados o invocados por las palabras. Y todas lucharon alguna vez con fiereza con recuerdos que amenazaban la paz y la vida, los más difíciles de exorcizar. Se miraban unas a otras como si sus caras fueran espejos que daban cuenta de las tareas del tiempo y todas encendieron una cierta y latente belleza hasta el final aunque era otra belleza que borraba la primitiva del tiempo en que se fueron encontrando y conociendo.

También muy juntas escribieron en el aire y en el agua de las lágrimas las historias de los hijos que ya no les pertenecían. Los hijos que acarrearon sus propios sueños y que con ellos desgarraron los de las madres. Esposos y padres parecieron desencantarse primero eligiendo alejamientos tempranos de manera que sólo quedaron disponibles los regazos de las amigas.

Julia: siete años con el hijo menor desaparecido, sin evidencia alguna de vida o muerte. El hijo que un día cualquiera tocó el timbre en la casa como si se hubiera ido ayer, con una historia urdida en Suecia y un título de sociólogo, sin la menor conciencia de la tremenda herida abierta en las entrañas de su madre.

Te estaba protegiendo, mamá – fue lo único que dijo y se fue a mirar si su cuarto estaba como lo había dejado. Que sí estaba.

Julia fue la primera en irse. Refinada, anfitriona exquisita, con una belleza majestuosa y muy viuda. Decía que el marido daba vueltas por la casa cada noche pero sólo podía verlo de la cintura para arriba pero muy claramente, como para no tener dudas. Cuando le llegó el final los tres hijos ya estaban casados incluso el desaparecido que se trajo un amor desde Estocolmo. Es muy posible que ella deseara irse, dejándose llamar por ese espectro inquieto. Un hombre mucho más joven la asediaba, loco de una extraña pasión que jamás pudo realizar. Cuando la velaban él lloró inconsolable. La insomne cree recordar pero en realidad le cuenta al ángel lo que éste ya sabe, creyendo que sólo habla para sí o con las sombras.

“Recuerdo que le dije al pobre joven que un amor imposible era mucho más de lo que lograban otros. “Ya verá cuando pase el tiempo”. “¿Cree que la olvidaré?” Le aseguré que todo lo contrario y creo que no me entendió mucho.

Lo del fantasma del esposo era verdad. Pude verlo en la única noche en que me quedé a dormir en la casa de Julia, que parecía hacerse más grande cada día luego de la partida de los hijos, y en especial por las noches. Recuerdo que tuve que buscar el baño en plena madrugada y me cansé de dar vueltas hasta encontrarlo en un lugar donde no había estado de día. Los techos parecían perderse en el cielo nocturno y las paredes se alargaban. Así perdida por la casa me crucé sobrecogida con César. Y cuando logré superar la aventura de volver a mi cama, se asomó un instante para mirarme, entreabriendo la puerta. Todavía recuerdo sus ojos cristalinos, sin expresión.

- Soñaste, querida – me dijo Julia cuando se lo conté – La casa está siempre igual y te puse en el cuarto que está junto a uno de los baños. Además...él sólo se deja ver por mí.

Después pareció dudar y me preguntó si lo había visto de la cintura para arriba, como ella.

- No. De cuerpo entero. Creo que hasta le vi brillar los zapatos.

- Entonces...sería el otro. ¿Tú te acordás bien de la cara de César?.

- Tanto como bien....Han pasado años.

- Entonces viste al otro. Hace mucho tiempo en esta casa vivió un hombre que se murió de amor. Los que mueren incompletos vuelven.

Ahí quedó nuestra conversación y yo decidí que no aceptaría otra invitación para dormir en la casa de Julia.

Tampoco hubo oportunidad”.

La tarde en que Julia murió recibió dos llamadas. Su nuera preferida le dijo que la habían internado y le dijo dónde. Se estaba cambiando para ir al sanatorio cuando la nuera volvió a llamar anunciando que ya había muerto. A la mañana llamaría para decir donde sería velada.

No durmió en toda la noche y tuvo la impresión de que alguien se había refugiado en las sombras de su cuarto. Pensó en su ángel guardián deseando que fuera él ¿aunque por qué habría de esconderse? Pero no sintió que fuera el espíritu de Julia. Ella tendría mucho que hacer despidiéndose de sus hijos, nueras y nietos. Había una hermana, también, bastante extraña y ajena con la que seguramente intentaría una reconciliación. Algunos meses después la vería en sueños. Luminosa, contenta. Era casi intolerable imaginar su cuerpo desintegrándose en una caja, dentro de un mausoleo lleno de estatuas afligidas en el Cementerio Central. En el mismo donde quedarían los restos de Tito, el marido de Celia. Conserva la visión de la mano enguantada de Celia apoyada en el cajón donde se lo llevaban a su Tito, simulando que sería fuerte, que no lloraría.

“Si hubiera podido preguntar, y me hubiera gustado que fuera a mi ángel, (¿a quién si no?), aquella pudo ser la oportunidad para indagar acerca de la muerte. Aunque la vida es igualmente misteriosa porque se nos produce y se nos retira sin aviso. Pero los ángeles, que no mueren, no han de saber mucho porque Dios los hizo como quiso, distintos a nosotros.. Y Dios no cuenta sus secretos.


Celia. Ah, Celia...

- Celia, si. Ahora seguirá enredándose entre los recuerdos. De Celia, retrocederá para encontrarse con las memorias de Blanca. Y Elba aparecerá inevitablemente mezclada con Teresa y luego volverá hacia Julia. Y otra vez a Celia. Así le funciona la cabeza. Y yo observando todo el tiempo sin poder esclarecerle nada porque no soy humano, y mi trabajo de ángel es mantenerme cerca nada más, como tampoco puedo definir vida y menos muerte aunque me parece que son lo mismo. Dos caras de lo mismo. Y no es que Dios no cuente sus secretos. Es que los ángeles no preguntamos nada. Cuando tengamos que separarnos, cuando ella vaya hacia donde no me toca seguirla ya que otros lo harán por mí, ella comenzará a entender algo. Por sí misma.


“Celia, bella como una dama renacentista. Una pintura de Piero della Francesca. Con un refinamiento muy distinto al de Julia, impregnado de las auras de sus ancestros, hugonotes escapados a Italia y que conservaron su “aristós” hasta el mismísimo Río de la Plata.

Celia actriz, comienzo brillante. Se interpuso su primer matrimonio con un diplomático que se comió la fortuna de la familia. La imaginaba bailando con el Sha de Persia, tal vez en Ginebra, ella riendo y él tratando groseramente de seducirla y ella escapando del manoseo. Mucho después volvió al teatro con Tito, quien sería su segundo y adorable marido. Pero no por mucho tiempo. Vivieron en una chacra asediada por los milicos durante la dictadura y luego en un apartamento de la plaza Cagancha, piso ocho, inolvidable. Recuerdo cómo llegó a la radio, con un saco amplio, alado, y su pelo rubio pegado al casco, bellísima. De manera que nuestra primera charla fue frente a un micrófono porque estaba presentando un libro delicioso, “Memorias de Alma Mía”.. Después conocí su precioso apartamento en el que por años nos encontramos en cenas con amigos intelectuales o solas, sentadas durante horas en un sofá, contándonos historias, las de ella más sorprendentes y locas que las mías. Ahora que todo pasó...me pregunto qué habrá sido de todos aquellos objetos, las chucherías exquisitas que casi recargaban aquel apartamento, los sillones de terciopelo, la gran mesa ovalada, los espejos, en especial uno donde, a poco de mirar, se veían muebles y objetos que no estuvieron nunca en el living de Celia y que jamás nos devolvía las caras. Tal vez fuera una especie de puerta disfrazada de espejo. Nunca lo sabré porque tampoco Celia lo sabía.

Tanto Celia como Julia, que nunca se conocieron, eran muy psíquicas. Julia podía hacer la historia de alguien con sólo tocar un objeto, una pulsera o un anillo. Celia podía caminar por el aire y decir cosas increíbles cuando entraba en trance. A los treinta años la dieron por muerta mientras ella hacía un viaje extrañísimo por otras dimensiones, sobrevolando un lugar que le pareció como de África donde una monja oraba y en quien reconoció a una compañera del “Sagrado Corazón”. Después entró en el tunel de luz hasta que alguien, llamándola con firmeza por su nombre, la obligó a volver.

- Fue porque mis hijos eran chicos, todavía. Pero me hubiera gustado seguir. Ahora no le tengo miedo a nada – me contó.

Celia verificó después que su condiscípula se había ido como misionera al África.

Al morir Tito, Celia se volvió más joven, como le pasa a tantas viudas, comenzó a salir sola, a sentarse en cafés para charlar con otros escritores. Comíamos juntas muy seguido y, ella sentada en su cama, y yo en un sillón, mirábamos videos de cuentos de hadas como si ambas nos deslizáramos hacia la infancia. Pasaron apenas dos años. Y entonces hizo un viaje a Salto para el casamiento de una nieta y retornó enferma. Volví a verla ya internada, aislada en un CTI donde nunca se supo cómo me dejaron entrar, porque ni a los hijos dejaban, y aunque se veía completamente ausente, entubada y en coma, le dije cuánto la había amado, la amaba y la amaría siempre, porque estaba segura de que me estaba escuchando.

Sólo dos años pasaron entre la muerte de Tito y Celia. Ella siguió sintiendo la presencia de su esposo casi hasta su fin y él llenaba la casa de perfumes exquisitos, desconocidos, como si le alcanzara flores desde el más allá. Ella jamás dudó que fueran gentilezas de él. Sus primas de Italia, todas viudas, hablaban con sus maridos como la cosa más natural, ¿por qué ella no podría recibir ramos de flores invisibles de su marido?

La mañana que Celia murió alguien, nunca supe quién, me llamó por teléfono para pedirme que fuera al sanatorio de inmediato. Yo estaba encerando el piso de mi dormitorio y me fui como estaba con mis jeans más viejos a la calle y paré un taxi sin vacilar. Llegué en el momento mismo en que con un suspiro mi amiga entregaba su alma. El hijo mayor, casi molesto, me dijo “¿Qué estás haciendo aquí? ¿Quién te llamó?” “No se, le dije, a lo mejor ella”. “¿Vos tenés las mismas fantasías de mamá?” Le dije que no pretendía saber nada. El hecho indudable es que estaba ahí a su lado, al lado de mi amiga y que nada más importaba. “Mirá, este privilegio no lo tuve ni cuando murió mi padre, porque su última mujer no quiso avisar, pero entre tu mamá y yo siempre hubo algo especial, como si nos conociéramos de otras vidas” “Yo no creo en esas cosas” me respondió él, casi despectivo, pero estoy segura de que le había puesto una máscara a su ignorancia y a su miedo, como casi todo el mundo.

Cada uno que muere enseña algo...al que se atreva a entender.

Al otro día, ya en el cementerio, nos prometimos seguir viéndonos en recuerdo de Celia. Pero eso no sucedió. Celia dejó unas memorias de familia como herencia para sus hijos que fueron desestimadas. Sólo el maravilloso escritor Milton Schinca y yo hicimos esfuerzos infructuosos porque se publicaran pero, como la familia se desentendió, finalmente logramos que aparecieran publicadas en una página de internet.

Celia fue enterrada con un camisón de seda y encaje bellísimo que tenía una historia divertida. Ella y Tito solían ir a Europa cada dos años pero no les daba como para llevar grandes vestuarios. Durante una travesía por el Egeo, el Capitán del barco, morocho y bajo, se deslumbró con esa pareja de rubios altos que parecían llegar de Escandinavia y quiso invitar a Celia para abrir uno de los bailes de gala. Celia y Tito se miraron confundidos en su camarote hasta que a Celia se le ocurrió ponerse el camisón y todo los collares y cadenas, todos los bijou que traía consigo y que separados no valían gran cosa. Pero deslumbró a todos y el Capitán estuvo a punto de morir de amor, lo que pudo pasar si se hubiera atrevido a pasear con Celia por la cubierta, bajo la insidiosa luna.


Tito sufrió bastante tiempo mientras el cáncer se lo devoraba sin mayor prisa pero sonreía cuando lo visitaba, porque lo quise tanto como a Celia, y un día me dijo que si le hacía scons para la hora del té hasta se levantaría. Me parece estar en la cocina de Celia cubierta de baldosas rosadas, amasando mientras ella calentaba el horno. Esa tarde fue una celebración tranquila donde los tres nos olvidamos de la muerte.

Cuando estuve casi lista para emprender la mayor estupidez de mi vida fue precisamente Tito quien trató de disuadirme. Yo le había mostrado la última carta del hombre que supuestamente me esperaba en Atenas. Lo hice con un entusiasmo desmedido. Él la leyó despacio, se quedó callado un rato y, cuando me la devolvió, me dijo “no vayas, ese hombre es malvado”.

- No puedo retroceder, Tito. Ya quemé las naves - le dije, no sin cierta incomodidad.

Ya no viene al caso pero debí creerle. No se equivocó.


Repaso las horas que pasamos juntas y todas las otras, las que no se compartieron. Es seguro que no supimos todo unas de otras. Ni cerca. Los misterios quedan abiertos, los enigmas jamás serán descifrados. No es extraño ya que ni yo estoy demasiado segura de quién soy.

A medida que envejezco reaparecen sorpresivamente en el cielo de mi conciencia, bandadas de recuerdos, caras, voces, risas, colores. Creyéndolos sumergidos en el olvido siempre vuelvo a preguntarme qué cosa los despierta y, sea como sea, todo sucede dentro de mí aunque no sepa cómo.

La mente está siempre activa y por su cuenta, ajena a mi voluntad la mayor parte del tiempo, salvo cuando me entretengo en observar mi respiración, en especial esos segundos de vacío en que retengo el aliento. Inhalo profundo, pausa, exhalo. Exhalo largamente y no creo que pueda imaginar siquiera todo lo que suelto, todo lo que dejo ir.


A Blanca, mi Blanquita adorada, la conocí en su época de más esplendor. No sé cómo podría describir su hermosura contundente, como el escarlata que ponía sobre sus labios. No se. Era tan elegante y gozaba de tantos privilegios que hasta daba miedo. Avioneta propia, yate anclado en el puerto de Punta del Este, viajes continuos a Europa, safaris en África, veraneos de verdad donde quisieran ella y el marido. No necesitaba trabajar pero conservaba su empleo como actriz del radioteatro en la misma emisora donde ambas nos cruzábamos en los pasillos. Amaba su arte con pasión y era realmente buena, con una voz profunda y una risa incomparable. Y se dio que comenzáramos a trabajar juntas y hasta diseñé un personaje para ella. Blanquita, y eso lo fui descubriendo de a poco, era una hija amante, una esposa leal y la madre más devota de mi mundo. Mi personaje era una soltera libérrima y transgresora que sólo tenía en común con ella la risa franca y fácil. Ese personaje nos acercó y yo le perdí el miedo; ella misma hizo desaparecer lo que yo sentía, hija ignorada y despojada de un padre rico, como una gran distancia social. Y fui conociendo su familia, su padre, senador por el partido blanco, nacido como el mío en el Departamento de Lavalleja, en Minas; su esposo un suizo alto y buen mozo de finanzas no muy explícitas, y los tres hijos, dos niñas casi púberes y un niño de cinco años, Berni, el más apasionado amor de Blanca. Un niño seductor que había heredado el histrionismo de la madre y que ya pequeñito asombraba a muchos desde el escenario. La primera vez que lo vi armó un show para mí sola en el dormitorio de sus hermanas y se me presentó como la pantera rosa. Hoy tiene bastante más de treinta años pero todavía veo a aquel niñito que me robó el corazón como su madre. También había en la familia un tío cura, de la orden redentorista, bastante agiornado, y al que le gustaba consultar el tarot como a nosotras, siempre dispuestas a explorar el futuro con inciertas claridades. Hubo también una hermana que nunca me quiso, celosa como una turca. Porque, ya fuera por alguna razón inexplicable o por lo mucho que llegamos a querernos, Blanquita y yo comenzamos a parecernos, al punto que cuando nos veían juntas nos preguntaban si éramos hermanas. Más de una vez nos preguntamos si por alguna travesura allá en la sierras no lo seríamos, después de todo. Pero así nos amábamos.


Es posible, me imagino, que los ángeles se cuenten historias unos a otros sin descuidar a sus protegidos. Tal vez presencien con asombro las complicaciones humanas pareciéndoles todo tan sencillo. Pero...una cosa es ser ángel y otra ser persona humana sobre la cruz de la dualidad. Pareciera que muy rara vez gozan del permiso de dar consejos porque su misión es acompañar. También es posible que nosotros estemos sordos. Pero creo que algunos deben ser audaces y hasta desobedientes de tan compasivos, aquellos que gustan dejarse ver cuando la gente se pone muy loca o muy desesperada. Así pueden acomodar a una pareja que no sabe amarse o dar una mano a alguien en el momento de soltar todo, de despegarse y levantar vuelo, o sea de morir. Aunque estoy casi segura de que ellos no llaman “muerte” a la muerte. Y tal vez les sorprenda por qué se la teme tanto de este lado de la frontera. Tal vez.

¿Cómo es que sé estas cosas de los ángeles? En realidad no sé nada. Solamente imagino. O tal vez el nombre que llevo sea la razón. Se dice que los nombres son inspirados a los padres y tienen que ver con la misión grande o pequeña de los hijos. Yo me llamo Ángela y mi nombre sigue experimentando variaciones: Angelita, Ángel, Ángeles, Angélica. Cuando alguien deja de llamarme Ángela y me dice Angelita por primera vez me doy cuenta de que ha comenzado a sentir amor por mí. Como mamá. Como papá que nunca supo ser padre pero que nunca me llamó de otra manera.

Yo lo visitaba en su negocio, cuando podía dejar el sillón de ruedas. El único lugar que no me vedaba su última mujer, la que pasó todas las faces desde amante, esposa y finalmente enfermera maldiciente. A los ochenta y seis años, papá, jinete magnífico, envidia de sus amigos coroneles, por primera vez se cayó de un caballo. Y ahí terminó su vida aunque existió hasta los noventa y siete. Parece que por mucho tiempo mantuvo las botas de montar junto a su cama hasta que se convenció de que no volvería a cabalgar jamás y entonces mandó quemarlas. Pero se mantuvo fiel y presente en su negocio de ropa fina para hombres hasta el final ya que no se le permitió volver a su otro amor, el Club Hípico. Pero lo enterraron muy cerca, porque así lo dispuso. Fue su manera de volver. Creo que no amó a nada ni a nadie más que a sus caballos.

Una semana antes de su muerte, pasé por el negocio y, cuando su mujer, prendida a la caja, no miraba, me tomó una mano y me dijo:

- Angelita dame tu bendición.

- Dámela tú a mí porque soy tu hija.

- No. Dámela tú porque estoy al borde de un hilo.

Entonces le puse una mano en la frente y lo bendije.

Dejé el negocio, al que jamás volví, con la certeza de que no volvería a verlo vivo. Caminé por la avenida principal de Montevideo con una sensación muy rara y me metí en la boutique de una amiga y le dije “creo que vi a mi papá por última vez”.

Claro que volví a verlo en su cajón de cedro, en la casa mortuoria, en la misma sala donde había sido velada Celia. En la misma. Y donde sería velado el esposo de mi prima Marta, un hombre que he respetado mucho, un gran padre. Si. Los buenos padres gozan de mi estima asegurada y creo que se puede comprender.


Ay, ángel mío, tu ya sabes cuánto cambió en mí al morir Celia. Por entonces, yo vivía en la calle Mercedes y Paraguay, en pleno centro, a pocas cuadras de la plaza donde vivía Celia. Yo había tomado la costumbre de mirar hacia su balcón en el octavo piso, o hacia la ventana de su dormitorio. Me ha quedado grabada su cara pegada contra el vidrio, mirando pasar la procesión de Corpus Christi, solita allá arriba, al poco tiempo de morir Tito. Yo pasaba en la procesión y miré hacia arriba como solía hacer y vi su cara que me pareció la de una niñita rubia. Después, ya muerta Celia, yo pasaba y alzaba los ojos esperando verla. Me tomó entonces una terrible nostalgia por su apartamento, por sus cosas, sabiendo que no entraría más allí porque sus hijos se apresurarían a vender todo.

Pero me equivocaba.


¿Por qué será que tengo tanta historia con las casas de mis amigas? ¿Por qué llegué a amarlas tanto? ¿Será porque nunca tuve una propia y porque siempre viví en una suerte de inseguridad, como de paso? Vaya gran lección.

Hasta los veinte años sentí y creí mía para siempre la casa de mi infancia, aquel apartamento catorce del segundo piso de aquel edificio que todos llamaban Palacio Arduino, frente al lago del Parque Rodó. Y yo lo creí palacio de verdad y mío, como si yo fuera su princesa. ¿Cómo no si lo primero que veía al salir de mi casa era un castillo reflejándose en el agua de un lago? Hasta que mi padre dejó de pagar el alquiler y de pasarle la pensión vitalicia a mi madre, la que fuera aceptada a cambio de la cesión de los bienes gananciales cuando el divorcio. Yo detestaba la palabra “divorcio” porque en aquel tiempo no era tan absolutamente común como ahora, en que la gente no se aguanta nada. No fue lindo ver en el diario la foto de mi padre casándose con su secretaria. Nada lindo si era en aquel tiempo y con ocho años. Pero cuando fue cada vez más difícil habitar ese apartamento, cuando llegó el momento de dejarlo para siempre...se me abrió una herida. Esa herida todavía sangra.

No se ni me importa quien lo habita ahora porque puedo volver y recorrerlo siempre que quiera y hasta en sueños. Mis evocaciones son tan nítidas, visualizo los más íntimos detalles, me recuesto en la bañera llena de agua caliente, me miro en el espejo grande del dormitorio de mamá, recorro la biblioteca, escudriño los placares, entro y salgo de la cocina y Ana está siempre allí lavando los platos, entro en el cuarto de servicio donde me gustaba esconderme y hacer dibujos en la pared. Y salgo a la terraza donde están intactas mis aventuras imaginarias, todavía siento los ladrillos calientes bajo mis pies o puedo verla bañada por la luz de la luna, todavía puedo recostarme en ese lecho duro y sentir el vértigo de las estrellas cayendo sobre mí. La primera experiencia que fijó mi memoria fue en esa terraza, yo empujando las celosías y lanzándome sobre aquel espacio que siendo yo tan chica parecía enorme, yo... corriendo con los brazos abiertos como si alguien estuviera allí esperando mi abrazo, un delirio radiante que siempre vuelvo a vivir pero sin encontrar a nadie, sólo el aire entre mis brazos.


Si, esa sala mortuoria me era familiar. Se velaba a mi padre pero por momentos sobre su cara tan indiferente se deslizaba el perfil rubio de Celia. Esa misma mañana me encontré de pronto con dos hermanas, las tres educadas como hijas únicas y mi vida volvió a cambiar, ¿acaso no es eso lo único que cabe esperar? Un cambio tras otro, y mi historia creció y se mezcló con dos historias más. Y la historia de mi elusivo padre se ensanchó muchísimo.

Cuando estaban por llevarlo, un hombre que me había estado mirando con mucha atención me preguntó quién era.

- La hija – le respondí.

- ¿La hija? – el hombre me miró de arriba abajo - ¿Qué hija?

- La mayor, señor. Porque hoy mismo me enteré de que somos tres. Tres hermanas.

El hombre, de verdad asombrado y casi molesto, murmuró: “Más de veinte años de amistad y jamás me habló de hijas”.

- Pues yo nací de su primer matrimonio, ¿nunca le dijo que Pilar es la cuarta mujer?

- Nunca.

- Bueno, no es fácil conocer a la gente, señor – y le di la espalda porque sentí rabia hacia él, con veinte años de amistad con mi papá cuando yo, juntando los ratitos pasados con él, a contrapelo, no juntaría ni diez. Porque no hubo ni almuerzos ni cenas compartidos, ni siquiera encuentros de café. Mi vida ya era bastante larga cuando él murió y salvo los fríos y apurados encuentros en su negocio, sólo tengo tres recuerdos íntimos: papá leyendo poesía en voz alta a mi mamá, papá echando aceite sobre papas con cáscara recién asadas y pan de afrecho con rodajas de remolacha diciéndome que no hay que comer cadáveres, y papá junto a una fogata en el campo dorando choclos, las mazorcas chamuscadas y algunos granos al rojo. Y otro, bastante triste, estando yo en una playa viéndolo cabalgar por la orilla, papá sobre un caballo blanco sin idea alguna de mi mirada. Y nada más.

Pero no siento lástima de mí. Algo de pena por él... y ahora creo que ni eso. He derramado muchas más lágrimas por mis amigas que por él. Mi ángel si de verdad está ahí es testigo.

Ángel, ¿te acordás de aquel tiempo en que mi adorada Blanquita comenzó a sufrir? Los dos estuvimos ahí, muy cerca de ella, porque es seguro que también la amabas. Alguna vez te pedí que te quedaras con ella porque hay momentos en que un ángel no alcanza.

El romance de Blanquita con el suizo fue como una película. Ella, sin decirle nada a la madre para no asustarla, se iba a tomar clases de vuelo y se convirtió en una aviadora experta. Así, volando juntos, se enamoraron y, cuando la madre se enteró, Blanquita ya era capaz de pilotear su propio avión y ya estaba decidido el matrimonio. Por suerte fueron unos cuantos años de felicidad. Pero, repentinamente, el suizo la dejó, cegado por el título, por una mujer mucho mayor, princesa de no se sabe donde pero princesa al fin. (En realidad resultó baronesa,apenas). Y como un ave rapaz o como un mago hizo desaparecer todo, avión, yate, casa de veraneo. Y a Blanquita le dejó la casona de Villa Biarritz con todo lo que tenía adentro y nada más. Ahí conocimos a la Blanca luchadora que, con el corazón roto, se ingenió para sacar fruto de su único bien. En la casona se celebraron fiestas de casamientos, cumpleaños de quince, barmitzvá, bodas de plata, bodas de oro. La gente se mataba por festejar en la casa de Blanquita.
Y los años pasaron y, como todo tiende al desgaste, mermó la demanda. Pero Blanca seguía al firme trabajando para el radioteatro y eso nos mantuvo muy juntas. Entonces, poco a poco, comenzó a respirar mal y se fue agotando. Como todavía conservaba un pequeño auto, gracias a él se desplazaba y podía llegar a la radio. Pero pronto, cuando fue perdiendo fuerzas para caminar, cuando ya le costaba subir las cuatro escaleras hasta la sala de ensayo, porque casi siempre el ascensor no funcionaba, sintió que su final estaba cerca. Como era muy generosa, le salió de garantía a un empleado que no pagó nunca su alquiler y desapareció y entonces le embargaron el auto. Fue un golpe muy fuerte porque se sintió desamparada. La casona, rematada, había quedado atrás. Se había mudado con sus hijos a una casa de la Avenida Centenario, una casa de dos plantas que no estaba tan mal y que hasta tenía una piscina vieja pero el barrio le resultó horrible. Entonces, poco a poco, dejó de salir, pasando días enteros en la cama, esa cama grande que era como un refugio para todos, inclusive para mí. Sus nietos saltaban en la cama y la volvían loca y yo les masajeaba los piecitos hasta que se quedaban dormidos. Blanca no estaba conforme con los matrimonios de sus hijas pero adoraba a sus nietos y, cuando todo el mundo se iba a bailar, ella cobijaba a los niños que dormían sobre ella. Berni seguía siendo su mayor alegría y consuelo pero, como todos, crecía y crecía, y la vida lo alejaba. Muchas veces me quedé a dormir con ella. Pero era ella la que me acompañaba y confortaba durante esos años difíciles y muy inestables para mí. El desastre de la aventura griega, tal como vaticinara Tito, me había debilitado y tuve que sufrir muchos desencantos y nuevas dificultades a mi regreso. Pero había sido Blanca, junto a mis compañeros del radioteatro, quien se movió para que no perdiera mi empleo. Recuerdo la llamada que recibí en Glifada, la voz de Blanquita diciéndome “ quedate unos meses más y volvé en enero, que conseguimos alargar tu licencia sin goce de sueldo. Disfrutá lo que puedas y volvé que aquí todos te queremos”. Yo no estaba disfrutando nada pero aquella voz, la ternura de aquella voz me devolvió la vida, porque yo, en ese momento, no tenía idea de cómo rehacerla. Pero volví y fue como volver de una guerra. Mi antiguo espacio estaba desolado y me costó encontrar un lugar. Era el trabajo y una pensión, era el trabajo y la Asociación Cristiana, era el trabajo y la familia borrada con una excepción, mi sobrino Álvaro. Pero, en esa casa terminal, en esa cama que me parecía inmensa donde se consumía mi amiga, yo encontraba calor de familia. Y hasta el perro dobermann, Guillermo, de los niños, me mimaba allí, lamiéndome el pelo. ¡Cuántos duelos, risas y confidencias vibraron allí! Después, el final. Su final. La última vez que la vi fue en el cumpleaños de su hermana. Sacando fuerzas de no se donde había bajado al living, con un vestido verde de terciopelo y estaba divina, pero, apenas podía respirar. En ese tiempo vivíamos las novelerías de la new age y con Berni armamos una rueda de danzas circulares al estilo de Findhorn y , de puro inconscientes, casi arrastramos a Blanquita a girar con nosotros. Pero se negó y creo que la herimos sin querer, porque hay momentos en que la esperanza nos vuelve idiotas. ¿Cómo pudimos? Ella había dejado su cama solamente para complacernos y nos pareció poco, le pedimos más. Qué ciegos. A la semana la estábamos velando en ese mismo living. Recuerdo que con los hijos nos acurrucamos un rato en su cama hasta el amanecer, dándonos calor unos a otros, desolados, como buscándola. Según Berni ella vino de verdad a juntarse con nosotros. Pero sólo un momento.

Blanca murió antes que Celia pero no recuerdo, me confundo por momentos, si Julia ya había muerto por entonces. Ellas nunca se conocieron entre sí.

Pero fue distinto con Elba y Teresa.

Cuando me acerqué a ellas ya estaban unidas por una larga amistad.

Elba, de un refinamiento intelectual y una elegancia poco común. Una elegancia que llegaba hasta su espíritu, rebelde a toda creencia que facilitara o explicara su estar en el mundo. Su manera de religarse a algo que pudiera parecerle superior, ignoto y misterioso era a través del arte. Orfebre exquisita, delicada pintora y una lectora apasionada y selectiva, supo convertir su tarea de bibliotecaria en una misión para dar felicidad. Guardo infinidad de pequeñas hojas con poemas que copiaba para mí con su bella letra también elegante y que solía dejarme como al pasar. Llegaba yo a mi lugar, el que fuera, y había una hojita doblada bajo la puerta o la portera de turno me entregaba un sobre que además de sus líneas guardaba hojas o pequeñas flores perfumadas. Así era Elba, una mensajera de belleza. Y una anfitriona cálida. Tantos inviernos compartimos en su sala o en su acogedora cocina tomando una taza de té tras otra, saboreando sus delicadas tortas, los delicados detalles que embellecían cualquier rincón de su casa, donde cada cuadro y cada libro había sido seleccionado con la exigencia de un coleccionista de joyas raras. Elba, abierta, comprensiva ante cualquier disparate, con una mezcla acertada de humor y de ironía, harta del marido, devota del estudioso y brillante hijo, su diamante pulido por ella misma desde pequeñito.

Como tantas mujeres inteligentes, puso su amor por un largo tiempo en un hombre también refinado y detallista, gourmet e inevitablemente gordo, tanto que se comía también a las mujeres amadas. Tal vez la hizo feliz un tiempo pero no era lo suficiente digno para semejante dama. Entre los embrollos políticos y las aventuras que se perdonaba a sí mismo con demasiada generosidad, la fue alejando de sí. Ella se retrajo y fue terminante, aunque él suplicó hasta el mismísimo final. No más amante. Sólo veló por su sed interminable de conocimiento, trabajando con buenos pintores y con profesores de literatura de manera que su horizonte era infinito cuando fue llamada a partir.

Con las amigas, de una lealtad inquebrantable. Socialista como Teresa, ambas se conocieron en el Canal del estado. Elba como secretaria de Justino, ex cuñado y director, Teresa ambientadora, embelleciendo con ingenio y buen gusto los precarios estudios de aquella época pionera de la televisión oficial, cenicienta aplastada por los consorcios de los medios privados.

Teresa fue tal vez la mujer mas genuina y completamente bella que conocí. Con apenas cuarenta años, pareciendo de menos de treinta, encandilaba con los ojos más grandes y celestes que he visto en mi vida y parecía modelada para inspirar pasiones poderosas, amores interminables. Y es que ella seguía creyendo en el amor con la fuerza y la inocencia de una adolescente. Ni sus dos hijas con ser preciosas se le podían comparar. Era así, inevitable. Aparecía Teresa y las demás mujeres se desvanecían. Pero ni a Elba ni a mí nos molestaba. Ambas aceptamos y admiramos a Teresa tal cual, porque, además, era tan bondadosa como bella. Y creo que en eso estaba el secreto de su hermosura: le fluía desde adentro, como una luz. Cuando murió mi madre y yo empecé a vivir sola, Teresa venía a mi casa todos los domingos a almorzar. Yo experimentaba el placer de vivir sola y de cocinar a mis anchas sin interferencias y ensayaba mis platos con Teresa. Y eso se convirtió en un ritual entre las dos. En un extrañísimo y aislado gesto mi padre que, cuando murió mamá, se presentó en el velatorio y se hizo cargo de todo, hasta de poner un aviso en el diario invitando los dos, padre e hija al sepelio, me había cedido un apartamento en el barrio del Cordón, en Colonia y Roxlo, separándome de la familia de mi madre y diciéndome que era hora de que viviera sola y libre. “Aquí no te molestará nadie, vivirás tranquila”, me dijo ante mi absoluto asombro, porque yo creía soñar, y hasta me regaló una cocina nueva y me hizo instalar un calefón. El apartamento, seguro, habría sido una especie de piso de soltero para él, eterno aventurero del amor, pero aunque lo encontré lleno de cucarachas grandes y oscuras, muertas y esparcidas por todas partes, conseguí enseguida un matrimonio que me recomendó el portero y en un par de semanas estaba todo pintado, limpio y lustrado. Muebles casi no tenía. Mi cama y un ropero, mis bibliotecas y un escritorio. De manera que por un tiempo me servía la comida en una tabla de planchar pero, de a poco, comenzaron a mejorar las cosas. Fue por el tiempo en que comencé a trabajar en la radio, un buen tiempo lleno de ensayos, errores y aciertos hasta que me enamoré definitivamente y tomé posesión del micrófono. Parecía que todo comenzaba a ir bien de verdad en mi vida luego de años de sujección a mis tíos y a mi madre siempre débil y enferma.

Entonces, una noche al volver del trabajo, vi un papel asomando por debajo de mi puerta. Mi apartamento estaba en un quinto piso, y todas las ventanas y el balcón daban al este, de manera que aunque bastante desnudo, se llenaba del resplandor rojo del amanecer y de los brillos de los plenilunios. Así que yo estaba feliz, en mi inesperada nube. Cuando levanté el papel, vi que era un cedulón donde se me apercibía que tenía una semana para abandonar el apartamento y...no sé cómo no me quedé muerta ahí mismo contra la puerta. ¿Cómo pude esperar otra cosa de mi padre? En esos momentos mis amigas fueron el sostén de mi corazón. ¿Qué había pasado? A la mañana siguiente corrí al negocio de mi padre con el cedulón, desesperada, sin entender, y no pareció afectarse. Me dio la dirección de un abogado para gestionar más plazo para dejar el apartamento. Entonces me enteré de que no hubo generosidad alguna en su gesto. Tenía una pulseada con el propietario del apartamento que, luego de una inspección ocular, donde saltó que papá subalquilaba el piso a una de sus amantes, le pidió que entregara las llaves de inmediato. Mi padre entabló un juicio y se le aconsejó que instalara en el piso a la persona más allegada posible y...¿quién mejor que una hija sola, sin madre ya? Por unas conocidas, a través de la Defensoría de Pobres, yo no podía pagar abogado alguno, obtuve una prórroga de dos años, tiempo suficiente para buscar otro lugar donde vivir. A partir de ahí, papá se desentendió. Pero...no dejé de amarlo por esto. Yo ya conocía el terrible secreto que marcó su infancia y toda su vida...y sabía que era imposible que supiera o que pudiera amar a alguien de verdad. Las mismas mujeres que lo satisfacían recibían inevitablemente su desprecio después, cuando se hartaba. Y eso sucedía pronto.

Pero Elba y Teresa me dieron su regazo para llorar.

Ahora recuerdo que fue Teresa quien me avisó de la internación de Blanquita. Ella era muy amiga de su hermana, la celosa. Yo me había ido por dos días de retiro espiritual y justo antes de irme había llamado a Blanquita para decirle que en dos días estaría de vuelta. Ella me pareció muy contenta, me dijo que estaba tragando una cápsulas de ajo en ayunas y que respiraba mucho mejor. También yo me fui contenta. Pero al volver, me recibió la llamada de Teresa. Quedamos en juntarnos en el sanatorio para estar con Blanca, cuando llegó el aviso de las hijas. Había muerto. Y, lo peor, muy asustada. Parece que fueron muy bruscos con ella. Nunca sabremos qué pasó de verdad pero alguien como Blanca no merecía conocer el pánico de la muerte.

Fue generosa como su padre que, con política y todo, ejerció siempre, hasta su fin, su principal amor, la medicina. Recuerdo y recordaré siempre la risa de Blanquita contando que, como su padre no cobraba porque casi todos sus pacientes eran gente de campo, muy pobre, la casa de Minas se les llenaba de gallinas, de pollos, de huevos, de verduras frescas recién arrancadas de pequeñas chacras, ante la desesperación de la madre que era, muy al contrario, refinada por demás, casi “estirada” como decimos. Qué lujo sería todo eso en estos tiempos en que la hambruna amenaza y se lucha por la soberanía alimentaria en todas partes Ah...volver al verdadero y saludable trueque...Esos hombres como el papá de Blanca y hasta mi propio padre tenían en común esa sabiduría que agradece a la madre tierra como dadora de los verdaderos bienes. Si. Una parte de mi padre, criado en el campo, conservaba esa reverencia por la tierra y su gente más íntima. La otra parte era la del buscador de la seducción eterna, el deportista, el jinete sobresaliente, el que en el yoga sólo veía una suerte de fuente de juventud. Creo que de los Vedas no sabía una palabra, ni del bakti ni del karma yoga, ni creo que le interesaran en absoluto. Para él un paro de cabeza era una hazaña para exhibir.

Si, ángel, como recordarás, a menudo nos juntábamos para hablar de nuestros padres. De nuestras madres, no tanto. Ellas eran complementos más o menos amables, más o menos resentidas, orgullosas y sumisas casi siempre. Las queríamos, si, pero entre ellas y nosotras, las primeras transgresoras, había un abismo. No desconocíamos las penas por los hombres pero siempre sufrimos con la cabeza alta. Una sola vez le grité a mi padre. Era su cumpleaños. Por supuesto, yo sólo podía felicitarlo en el negocio y llamé para preguntar a que hora estaría. La mujer me contestó que estaba indispuesto y que no iría al negocio en todo el día. Como le había comprado un regalo fui lo mismo de tarde para dejárselo y me lo encontré brindando y comiendo sandwiches con todos sus empleados. Me dolió y conservé el dolor. Un grupo de empleados podían celebrar con él y yo no. Mi ángel sabe que la bronca que me tragué aquella tarde me siguió creciendo adentro y un día, por teléfono, le pregunté a los gritos si alguna vez tuvo la ilusión de ser un buen padre. Le cayó mal y la mujer se metió en la conversación y me insultó gritándome que él podía enfermar por mi causa. Ese día lo di por muerto para mí y pasaron semanas, muchas semanas sin acercarme al negocio. Y de pronto, así como reventó la rabia guardada, me reventó el perdón. Tuve la clara conciencia de que él no podía ser de otra manera, que era impotente para cualquier cambio pero que seguía siendo mi padre. Así que le escribí una carta pidiéndole yo perdón. Una estudiante amiga, una jovencita amorosa que vivía conmigo en la Asociación Cristiana se ofreció a llevarla y me contó que él se puso a llorar al recibirla.

- Dice que vayas a verlo. Que te extraña – me dijo al volver.

Y volví y todo siguió igual.

Elba fue la que menos habló del padre. Jamás quiso perdonarle las humillaciones que le causó a su madre, a la que conocí como una viejecita menuda, doblada, con toda su pena materializada en su doliente espalda.. De manera que lo retiró de sus palabras. Pero el dolor transformado en rencor le bajó a las entrañas y la fue enfermando de a poco.

El padre de Teresa era un caballero perfecto e impenetrable. Aparte de su ternura hacia la hija y de su inmutable amabilidad con la esposa no se le podía adivinar nada más. Por amor a Teresa, todavía sigo deseando que fuera tal como parecía. ¿Y por qué no?

La madre de Blanca y la de Teresa pertenecían a la alta burguesía pero la calidad de su “aristós” era muy distinta. La madre de Blanca estaba siempre muy erguida, vestida de punta en blanco y para saludar estiraba la mano con cierta cautela y como regia concesión ofrecía la mejilla. La de Teresa, de familia inglesa, se mostraba con un refinamiento moderado, casi disimulado de puro inconsciente. No trataba ni de agradar ni de impresionar y era pura dulzura, imaginando siempre cómo, dónde y con quién hacer algún bien. Jamás olvidaré la visita que me hizo cuando tuve hepatitis. Me llevó merengues y hablamos de su tema favorito, su “Teresita”. ¡Cómo amaba a su hija! Su otro hijo, Peter, vivía en Londres y ella sabía que no pensaba volver, de manera que todo su amor, sus cuidados, sus solicitudes eran para su hija y, como reflejo, para sus amigas. Las tres, Elba, Blanca y Teresa me acompañaron en esos cinco meses de quietud. Elba me acompañaba al baño para que no me cansara, Blanca simulaba estar contenta y me contaba historias divertidas, y Teresa sus romances, que eran siempre imposibles. Julia también me visitaba, no tan seguido porque trabajaba mucho como inspectora de enseñanza primaria, y nunca coincidió con las otras. Fue por ese tiempo, estando yo en la cama todavía, que murió el ex esposo de Blanca. Le avisaron a ella y a los hijos que había tenido un ataque en su auto, cerca de Punta Ballena. A ella y no a la baronesa. Creo que hubo unas breves palabras de despedida...y Blanquita lo perdonó y lo lloró. Había sido el único amor de su vida.

De mamá yo hablaba poco. Se había dado tan entera a mi padre que había dejado de existir para sí. Cuando él la dejó se quiso morir y no perdió ocasión de decirme que si yo hubiera nacido varón él no la habría dejado y que sólo porque era una madre católica no se suicidaría. De hecho se deshizo de la vida. Creo que ninguna cosa pudo alegrarla, salvo alguna lectura. Le gustaba Shakespere y la versión de Hamlet que hizo Laurence Olivier la vimos, yo con ella, claro, nueve veces. Pero sus entusiasmos eran así, esporádicos, y sorprendentes para el resto de la familia que no la entendía en nada. Era hermosa, con una piel de leche, ojos oscuros y pelo ligeramente rojo. Pero, siendo niña hubo de recibir una aplicación de radium que le salvó la vida pero que, años después, muchos años, le fue necrosando la piel de su delicado cuello, abriéndole un hoyo que daba miedo mirar, por lo que siempre lo tenía cubierto con pañuelos de seda al no haber reparación posible. Murió con poco más de sesenta años, cuando yo estaba a punto de cumplir cuarenta. Se fue consumiendo y entregó su alma con una suavidad, con una paz tan completa... como si hubiera tolerado su vida nada más que para saborear su liberación. Yo la besé en los labios y algo de su último suspiro quedó en mí. Después, ordenando sus cosas, que no eran muchas, encontré un cuaderno donde había escrito su única historia de amor. Mi herencia.

Celia no la conoció. Llegó después a mi vida.


Felizmente ni mis cinco amigas ni nuestras madres fueron deshechadas en geriátricos. A pesar de los hijos y de los nietos. Mis amigas se murieron lo suficientemente rápido para no inquietar a su siguiente generación. Hoy día lo más temible es la duración, aunque nadie quiere morirse, y todo el mundo encuentra excusas para apartar a los viejos. Lo más liviano son los clubes de jubilados o de ancianitos inactivos. Yo, por el contrario, creo que es muy bueno que estemos todos juntos y mezclados. Viejos, medianos, jóvenes y niños. Nadie me contó más cuentos ni más historias escabrosas que mi abuela. Lo pasaba muy bien con ella. Una cosa es la llamada tercera edad (yo, ángel, prefiero y no me asustan las palabras “viejo”, “anciano”). La cuarta edad es otra cosa. Es cuando la persona ya no puede valerse por sí misma y cuando le ha perdido gusto a la vida. Cuando ya no hay con qué aferrarse al mínimo placer de vivir. ¿No te parece que alargar tanto la vida es un invento más humano que Divino? No me malentiendas: estoy decidida a vivir cien años sana y por las mías. La vida es una maravilla absolutamente misteriosa. Pero creo que lo que no suele reconocerse con honestidad es cuando la vida se quiere ir, de verdad. Dios me libre de toda esa costosa vida artificial que hace durar a la gente. En realidad nadie muere por viejo sino cuando es llamado o lo decide. Jóvenes y niños se van lo mismo y algunos...hacen todo lo posible. Creo que la razón es el aislamiento y la exclusión forzada que provoca este horroroso y maldito sistema que nadie encuentra la manera de arrancar de raíz. “Raíz”. Una palabra valiosa. Cuando se reconocen las raíces se venera el árbol y se cuida todo cuanto acontece en las ramas. Es un drama natural. Las hojas se desprenden solas, nadie las arranca, nadie trata de pegarlas a las ramas. Pero el árbol es un todo, ninguna parte está demás. Cuando las hojas se desprenden él ya sabe que renacerán. Y todo sigue el orden natural. ¿Por qué las familias humanas no observan mejor a los árboles para aprender?

Ángel, yo sólo quería honrar a mis amigas muertas ...y ya no sé en qué se va convirtiendo esto.

Cuando murieron Julia, Blanca y Celia yo vivía en Montevideo. Pero no pude despedir ni a Elba ni a Teresa, viviendo en Buenos Aires. Es cierto que hubo sueños no premonitorios pero sí extraños donde ellas aparecían. En uno Elba entraba en un edificio enorme lleno de laberintos y escaleras que no llevaban a ningún lado hasta que, inesperadamente, encontraba una salida y en la calle había una gran claridad. En otro sueño vi a Teresa casándose de nuevo con su segundo marido, ya muerto, en una iglesia desconocida. Y hubo más que se me fueron olvidando. De la muerte de Elba me avisó Teresa por teléfono. Todo fue rápido y el hijo, que vive en Galicia, no llegó a tiempo. Del final de Teresa me avisó su hija Soledad que se vino de Miami para despedirla.


Mi ángel de la buena memoria me está llamando la atención. Si, cierto. Hay algo pendiente.

Por unos cuantos años, los viernes al mediodía daba una instrucción de una técnica bellísima, Yoga Nidra. Me relacionaba con muchas personas y me hacía bien. Empezó a practicar una mujer muy nerviosa que, asombrada del bien que le hacía la técnica, como hacen muchos, confundió el dedo que señala el cielo con la luna. Se prendó de mí y, al final de cada clase insistía en invitarme a almorzar en su casa. El centro de Yoga estaba a media cuadra de la Avenida 18 de Julio, en la calle Julio Herrera y Obes. Cuando por cortesía finalmente acepté, ella enfiló hacia 18 y me dijo que su casa estaba muy cerca. Caminamos tres cuadras y llegamos a la Plaza Cagancha. Ante mi asombro vi que se dirigía hacia el edificio donde habían vivido Celia y Tito. Cuando sacó la llave no pude menos que decirle “dos de mis mejores amigos vivieron aquí, en el octavo piso”. Me miró de una manera rara y me dijo que justamente allí vivía. Me abrió y me dijo que subiera sola que iba a comprar algo. Me puso las llaves en la mano.....y así fue. Entré en el ascensor temblando. Al llegar, el palier estaba idéntico con una consola , un espejo y unas flores secas elegidos por Celia. ¿Pueden imaginar lo que sentí al poner la llave en la cerradura del apartamento de Celia y entrar? Salvo un mínimo cambio de muebles, todo parecía estar igual. Yo estaba soñando. Soñaba que volvía a lo de Celia y Tito....y juro que los sentí cerca.

Por capricho de esa señora pasé también allí la Noche Buena. Y también seguí soñando. Seguían intactos los paneles con los ángeles, los revestimientos inventados por Celia, las baldosas color rosa de la cocina. Y desde su balcón miré los fuegos artificiales. Siempre soñando. Y después la mujer desapareció de las clases y no la vi más. Fue un instrumento. Quien lo hizo sonar...no me atrevo del todo a imaginarlo.


Hablo de mí misma, hablo por mí y me doy cuenta de que las historias se han entreverado y que voy olvidando el verdadero orden de los sucesos. En algún momento hablé de la cara de Celia confundiéndose con la de mi padre muerto, pero ya no estoy segura de quien murió primero. Tal vez esa visión no fue un recuerdo sino una premonición...¿pero qué importancia tiene? De todo esto, Ángel mío, de todos estas hojarascas que arrastra el río de la vida, ¿qué otra cosa quedará sino el amor? El amor que nos tuvimos las amigas. O que nos tenemos. Que yo volviera a llorar significa algo. Creo que seguimos juntas. Es muy delgada la frontera que nos separa. ¿Existe algún ángel de la esperanza? Porque yo necesito creer que volveremos a juntarnos. Creer, sin embargo, no es suficiente. Se necesita al ángel de la Fe, un ángel que imagino con una túnica muy oscura, porque si la fe dejara vislumbrar algo ya no sería fe. Por mucho tiempo alimenté creencias, me tragué credos sintiéndome segura. Pero ya no tengo forma de sostener las viejas creencias, ángel. Hasta es posible que tu mismo no seas más que una invención bella y necesaria porque el silencio y el vacío de las profundidades a donde voy llegando es casi intolerable. Sin embargo, dibujo ángeles todo el tiempo. Ni se sabe cuántos echo a volar cada Navidad. Es un misterio porque vienen solos, se aparecen en mis hojas en blanco, todos distintos, y yo quisiera darles un significado pero no puedo hacer otra cosa que contenerlos en mis trazos. Y tal vez esto signifique algo, tenga un sentido oculto, o sea una especie de revelación. En este momento tengo un deseo incontenible de ponerlos todos juntos en este libro y de mostrarlos para que siendo mirados existan, porque creo que quieren existir, como un reflejo de una invención Divina, o como un consuelo en el desierto absoluto de la falta de certezas. ¿Los pienso y dibujo porque existen...o los invento porque necesito que existan? Parecido a lo que pasa con Dios.


No hace mucho tuve un sueño muy nítido. Caminaba yo con dos personas desconocidas, creo que mujeres, por una costa bajo un sol radiante. El agua relucía sosteniendo embarcaciones blanquísimas. De pronto la costa desaparecía. Nos movíamos penosamente sobre dunas de arena áspera. Las mujeres se iban alejando y me quedé completamente sola en el desierto, sin saber donde ir, sin horizonte y desprovista de todo. Me desperté con pánico.

No es extraño. Estamos en junio, el mes más oscuro del hemisferio Sur. Sería bueno celebrar ahora la Navidad, porque es ahora que necesitamos alguna Luz que pudiéramos creer o llamar “ Divina”, es ahora y aquí que necesitamos al mensajero angélico que nos prometa algo que se pueda asir y sostener y adorar de verdad, con un corazón que vuelva a ser inocente. Alguien que nos recuerde que lo único que puede transformarse y dar algún fruto en este desierto es la bondad. El aspecto más dulce y manso de la compasión. Pero...qué difícil.


Los ángeles que dibujo suelen verse muy femeninos y vestidos con ropajes lujosos, como cortesanos refinados. Alguien que dice entender de semejante tema me ha dicho que sólo dibujo “Principados”, ángeles de un coro que ya no existe, negado por las iglesias. Entonces, ¿qué? ¿Dibujo algo inexistente o...ellos quieren volver a vivir aunque sea a través de una mano humana gustosa de plumas y pinceles?

¿Y si dibujara a mis amigas... qué podría pasar? ¿Las haría volver o, por el contrario, les impediría ascender? Hay un aspecto peligroso, oscuro, en el amor que no se conforma, que sueña y hasta exige, no se sabe bien a qué, que siga todo igual, que el tiempo retorne, que los idos regresen. ¿Pero sería igual?


Cuando yo tendría cuatro años y mi papá todavía venía alguna vez a casa, solía llevarme en su auto a recorrer la rambla. Cerca de Trouville, un poco antes de la playa Pocitos, había una especie de castillo, unas torres muy altas y muy blancas, con azulejos rojos y azules. Sin duda una fantasía de algún arquitecto muy poco práctico o con veleidades de alquimista. Yo, al pasar, le pedía a mi papá que me regalara ese castillo y él me decía que si. Y por un tiempo creí y esperé. Pasó el tiempo, mucho tiempo y no hubo castillo. Un día hablando con Celia descubrí que el tal castillo había sido propiedad de una tía suya y cada verano la obligaban a pasarlo con ella. La tía no la dejaba salir, y la niñita Celia, soñando con huir, pasaba el tiempo mirando con envidia a los niños que jugaban sobre la hierba del otro lado de la rambla. Nos quedamos asombradas. Yo quería entrar y ella quería salir. Pero, de alguna manera, ambas habitamos el castillo: yo en mis sueños de niña, Celia encarnada allí pero como una prisionera.
Nos dio para sonreír y pensar. Tal vez fue entonces que, sin saberlo, comenzamos a ser amigas, cruzándonos en los pasillos de aquel horroroso castillo que no era nada en realidad, ni castillo de verdad, ni verdadera casa, ni verdadero hogar.

“Hogar”. Otra bella palabra. Una palabra que despierta fantasías y que puede significar infinitas cosas. Un lugar propio no necesariamente como posesión sino como refugio estable que se vaya poblando de las pequeñas cosas que definen nuestra intimidad. Un lugar donde se puede estar bien solo, sin temor, con el abrigo o la frescura oportuna y necesaria. Un lugar que se parezca a nosotros.

De mis cinco amigas mayores, todas con diez o doce años más que yo, conocí sus casas. Pero no todas fueron específicamente hogares y no porque ellas no pusieran sus sellos, sus señales de vida sino porque fueron espacios discutidos o sencillamente invadidos. Maridos desconformes que cambiaban las cosas de lugar o que se apropiaban de mayor espacio desequilibrando la intimidad...pero sobre todo hijos. Tal vez Julia y también Elba hacia el final de sus vidas se establecieron a su gusto, viudas, con los hijos lejos. Hijos varones que se dispersaron y terminaron fundiéndose en las familias de sus mujeres. Blanca estuvo invadida siempre después del despojo del que creyó su hogar. Celia se aposentó de verdad en sus dos años de viudez aunque hijos y nietos y sobre todo la nuera intentaban subyugarla quizá con el secreto deseo de heredarla en vida. Quizá. Pero Teresa fue la que sufrió más, cuando su casa dejó de ser un hogar de verdad, durante los años en que comenzó a temer a sus hijos. Esos hijos que caminaron al borde del abismo y que invadían la casa con sus locuras, drogándose a escondidas, exigiendo ayuda que no sabían recibir, secuestrando espacios y robando a la madre para huir y perderse y volver después. Por respeto a mi amiga, a la profundidad de sus sufrimientos...no diré más nada. Pero yo, que ni tuve hijos ni mayor interés en tenerlos, supe a través de mis amadas amigas que los hijos son una tarea siempre sin terminar porque, pese a las solicitudes maternas, cada hijo corre por su vida hacia su propio destino. Y no hay nada que hacer.

Entonces, ¿cuál es la fuente de la felicidad si la misma familia no logra serlo completamente? Es posible que la decisión de formar una familia sea el lugar del medio entre cierta fantasía y la inconsciencia, con la complicidad del instinto de supervivencia de una especie que apenas se conoce a sí misma. ¿Porque quiénes somos? Por cierto nada que pueda parecerse a ángeles según los imaginamos o inventamos. Ahora, a menudo, me gusta imaginar que mis cinco amigas están juntas en algún buen lugar, enteradas de todo, y lamentando no poder disipar todas mis dudas.

Otros piensan que la felicidad es algo interior. ¿Pero cómo es ese interior? Nuestra mente nos confunde con su propia vida ajena a nuestra esencia pero si la hay...¿dónde se oculta la frontera? Ahora que se han roto todos los sellos y se mezclan conocimientos y tradiciones, vivimos sumergidos en una verdadera Torre de Babel, donde casi todos creen tener una única explicación y definición para cualquier cosa. Se habla y predica tanto que cada vez estamos más confundidos.

Se puede comprender que las creencias heredadas, confundidas con fe, nos hayan dado ciertas ilusiones de paz, o de simple adormecedora comodidad. Algo muy distinto a la libertad. Porque si somos libres y estamos donde y como estamos...es como para asustarse de semejante libertad. Ya no podemos enojarnos ni pedir explicaciones a un supuesto Dios. Este caos es obra nuestra o al menos de algunos de nosotros. Las respuestas están acá...y, tal vez, el don del libre albedrío no sea otra cosa que la indiferencia de un creador que se aburrió de nosotros y dijo “sean como se les cante, allá ustedes que no bendicen ni agradecen nada, ni siquiera logran darse cuenta de quiénes son ni de que asombroso es que tengan un cerebro activo y un corazón latiendo más allá de vuestra voluntad”.


Si. Nos sentimos distintas a nuestras madres y abuelas. Todas nosotras. Hasta superiores, porque nos hicimos cargo de nuestros cuerpos, de nuestras sensaciones y deseos. Elegimos amantes, nos arriesgamos, nos divertimos. Pero aunque nos creíamos con ideas progresistas y nos dejábamos tentar casi jugando con sueños de justicia social...atravesamos casi intactas la dictadura. ¿Suerte, destino? ¿Quién podría saberlo? Julia no levantó la voz cuando su hijo desapareció. Actuaba como si hubiera salido a comprar cigarrillos. Siempre a punto de volver y el dolor y el miedo bien guardado. Elba mandó al suyo a Europa, a estudiar, aprovechando la parentela muy allegada en España. Los hijos de Blanca sólo se divertían. El mayor de Celia aspiraba a ser ejecutivo mientras su hermana vivía en el limbo de los romances en serie. Los de Teresa escapaban a Brasil como hippies. No se cuánto recibieron o rechazaron de sus madres. Pero, sin duda, nuestro primer compromiso fue con la belleza y la seducción, y ahí nos parecimos más a nuestras madres de lo que hubiéramos deseado. Pero era distinto de cualquier manera: no esperábamos príncipes azules. Queríamos experimentar, sentir. La cuestión se nos planteaba así: ¿para hacer el amor había que esperar a ser elegidas? Nuestras madres esperaron. Nosotras no...pero no era fácil tomar la iniciativa. Los hombres se escandalizaban o asustaban. Estaba claro que esperar el matrimonio quedaba descartado. No se podía esperar tanto, en todo caso un lapso incierto hasta que alguien nos deseara o eligiera. ¿Y quién podría asegurar que nos gustaría lo suficiente? Así que nuestro único paso al frente fue ir probando a varios pisando la herencia maldita de los prejuicios. Y no mucho más. En realidad nada como para sentirnos las adelantadas transgresoras. En cuanto a evolucionar como mujeres....dimos pasos cortos. Nuestras entusiastas protestas sociales del principio se fueron apagando en la misma proporción en que aumentaba el peligro.

Ellas, las cinco, se me fueron. Y yo quedo aquí envejeciendo y despertando al mismo tiempo, con la sensación de haber perdido y derrochado mucha vida.


Ángel, ¿estás ahí, realmente? ¿Podrías hacerme saber si me queda el tiempo suficiente como para darle más sentido a mi paso por aquí, en un planeta agraviado y moribundo? ¿Queda alguna posible misión, grande o chica, para mí? Pero, ¿cómo saber si estás ahí, si existes siquiera? Sería bueno, consolador que así fuera. Pero siempre se ha tratado de consuelos en estas desolaciones. Hemos necesitado, tratado de creer en algo en estas oscuridades para atravesarlas. Pero nadie que se respete puede asegurar nada”.


Pero mientras esta mujer repasaba las vidas de sus amigas, tal vez para intentar comprender más la suya, ocurrió, como siempre, lo inesperado.

Un resplandor, que no fue alucinación, y una carta proveniente de Atenas. En tiempos de internet...una carta de verdad con un sobre lleno de sellos, gastado de tanto ir y venir. Era asombroso que la carta llegara a sus manos después de tantos años y sin que nadie hubiera tratado de violarla. Pero más asombroso fue el hecho que la carta resultara ser de su padre. Era obvio que al escribirla el padre creyó que no volvería a ver a su hija. La despedida había sido fría, a él pareció disgustarle que ella se fuera como dijo “con seguridad para siempre”. Pero ella había vuelto y el padre jamás mencionó la carta. Ni por las dudas preguntó. Si acaso se mostró menos meloso y expresivo que antes. Que siempre lo fue y era lo más contradictorio de su relación. Un ausente con modales tiernos.

No importa aquí mencionar siquiera el contenido de esa carta. Tan sólo que llegó oportunamente. Cierre de una historia para ella, liberación para él dondequiera que estuviese.

El resplandor fue inquietante. A medianoche iluminó toda la habitación donde ella dormía y luego toda la casa. Provenía de la ventana al costado de la cama y fue tan intenso que la despertó. Se incorporó espantada pero antes de que intentara interpretar lo que sucedía, la luz se extinguió. Por décimas de segundos la mujer fue tomada por una súbita comprensión, quedando vacía, sin necesidad de dudas pero la claridad interior fue tragada junto con el resplandor y en la nueva oscuridad, ahora mayor que antes, olvidó todo.

Reconoció la noche oscura de su alma. Recordar las historias y los finales de sus amigas la dejó de cara frente a su finitud. Sintió que ya había recorrido el trecho más largo de su vida y que el que tenía delante sería inevitablemente más corto. Mucho más. Considerar esto ya era una pregunta sin respuesta. Lo que restara de su existencia no podría ser otra cosa que esa pregunta. Pero no estaba dispuesta a asirse de creencia alguna. Y entonces descendió al verdadero y negro valle de la fe. Un valle donde las formas se disolvían, donde no había nada más que una proyección hacia algo que pudiera llamarse infinito aunque sin comprender que cosa fuera exactamente. De cualquier manera fue perdiendo, olvidando palabras cuando intentó explicarse algo. Aunque al tiempo creyó comprender que la vaciedad de aquel inmenso pozo era una forma de respuesta. Así que viviría día por día lo más intensamente posible quemando cualquier expectativa que intentara extenderse más allá.

Pero puesto que sólo se trataba de un viaje compartido por una especie perdida en un planeta perdido en el infinito se puso a pensar en lo compañeros de viaje tan desconcertados como ella, y en especial en las mujeres, y en las más jóvenes.¿Qué señal de su existencia, mejor dicho de su experiencia, podría dejar tras de sí?

Dedicó una larga tarde a contemplar sus dibujos de ángeles, esos principados descartados pero que parecían recuperar su ser en aquellas hojas y cartones que habían sido totalmente blancos. Sintió que la rodeaban y que la protegían al manifestarse bajo sus trazos y que podían hacerlo con todos aquellos que les devolvieran el crédito perdido. Entonces decidió que los ángeles, sus ángeles, eran dignos de confianza porque, aunque de naturaleza distinta, ellos y ella, y todo lo demás, emanaban de una única fuente tremendamente misteriosa que no admitía nombre alguno. Sintió que no había otra cosa que esa fraternidad que podía llegar a merecer llamarse solidaridad y compasión, trazando puentes en el océano de la diversidad. Porque la vida no podía negarse, volviendo, renaciendo, sobreponiéndose a cada crisis.

Y, de pronto, una mañana cualquiera, recién despierta, tal vez a las seis, saltó de la cama sintiéndose arder como si la envolviera un renovado capullo de energía, fuere lo que fuere eso. Descalza se paró frente a la ventana. Como dormía siempre sin bajar la persiana, se encontró con un cielo con algunas nubes de color rosa intenso y volvió a observar, como solía, la bandada de aves que se congregaba cada amanecer en un muro cercano. Volvió a sentir el regocijo de siempre al verlas levantar vuelo todas juntas y dar tres vueltas antes de dispersarse. Sólo que el regocijo había crecido como si cuanto miraba fuera una asombrosa novedad y se percató de que era un milagro esa vitalidad de los pájaros a pesar del aire enrarecido de la ciudad. Miró las plantas de su ventana y le pareció que las veía por primera vez, toda esa tenue variedad de verde envolviendo las pequeñas flores color lila. Todo comenzó a destilar un brillo inesperado, más intenso porque todavía quedaban algunas sombras bajas y la niebla despertaba.
Sintió gratitud y un contento desconocido como si adentro se le hubiera despertado algo que se reconocía en esas tenues bellezas de aquel amanecer. Y comprendió el toque de eternidad de aquel momento. Su razón no intervino. Despertaba a un estado de conciencia nuevo, un estado que nada tenía que ver con el tiempo tal como se acostumbraba medirlo, con cierta angustia. Un estado de “vida abundante”.

Tal vez fuera su “santocha”, ese estado de contentamiento que viene de adentro y que no requiere ninguna causa externa y que en el Yoga se reconoce como un gran don, tal vez por su simplicidad. Su extraña fe la había empujado de la conciencia de muerte a la conciencia de inmortalidad, los cerrojos se abrieron y se sintió plenamente libre, volando con esos pájaros y abriéndose con las diminutas flores. Si tenía algo que dejar y decir, algo plenamente propio, brotaría inspirado por la vida misma, por el delicioso aliento que inhalaba y exhalaba, por el eco de su corazón latiendo en su profundidad no menos misterioso que todo lo demás. De ahora en más...gozaría y acallaría la pregunta que la había amenazado y ensombrecido. El mensaje de aquel sorpresivo resplandor no había sido otra cosa que una semilla de su propia luz. “Me acepto como un ser de luz” – dijo en voz alta y su voz se escuchó como la de una muchacha.


“ He sido el único pez en el océano del sueño” se dijo. “He nadado confundida en mis propias profundidades, me dejé atraer por las corrientes más secretas. Sumergida, algo nuevo despertó en mí, antes del despertar razonable”.

Y se sintió casi feliz.

Dejó pasar unos días pero ya estaba decidido su breve viaje sentimental. Una semana en Montevideo. Cuando desembarcó ya tenía trazado su itinerario. Visitaría las casas de sus cinco amigas. La animaba una suerte de esperanza fuera de lugar.

En el edificio de la plaza Cagancha donde vivieran Celia y Tito las persianas del piso octavo estaban echadas. Preguntó al portero por los nuevos dueños y la respuesta fue que el apartamento se había vuelto a vender y no estaba habitado todavía. Se quedó un rato mirando aquellas persianas terminantes que, sin duda, le sellaban definitivamente la historia que había creído reanimar. Ya nada parecía lo mismo en esa plaza que, aunque llena de sol, le pareció sombría. De allí, sin prisa, caminó hacia el edificio de la calle Julio Herrera y Obes donde había vivido Teresa. Dominó su impulso de tocar el timbre y miró hacia el pequeño balcón del segundo piso. Reconoció las plantas de su amiga. Alguien las cuidaba pero no quiso saber quién.

Después se permitió un paseo en el parque próximo al obelisco antes de acercarse a la casa de Elba. Conocía al encargado y él la reconoció.

- Supongo que se enteró de la muerte de la Señora de Varela.... – le dijo en voz baja.

- Si, claro. Sólo deseaba visitar este lugar, recordar.... y saber si lo habita alguien de su familia.

- No. El hijo vino de España y vendió el apartamento enseguida. No tenía intenciones de quedarse aquí. Ahora hay un matrimonio joven, con una niña pequeña viviendo allí. Lo siento.

- No lo sienta. Creo que no podía esperar otra cosa.

Luego se tomó un taxi hasta la Avenida Centenario para mirar una vez más la casa de Blanquita. Pero sólo encontró un terreno baldío lleno de escombros y basura al lado de una gomería. Se sintió golpeada por esa visión que ahora devoraría sus últimas visiones de la casa que albergara a su amiga. Finalmente, ya que estaba decidida a cumplir con su propósito, se fue hasta la calle Colombes, en Malvín. La casa de Julia estaba intacta. Vio unos niños jugando en el jardín y a Javier, el hijo desaparecido en Suecia, sentado en el pasto, leyendo el diario y fumando parsimoniosamente, tan rubio y hermoso como siempre. No quiso bajar del taxi. No quiso hablar con Javier. Decidió quedarse con esa imagen llena de vida renovada. Y recobró algo de paz.

Había dispuesto pasar una semana en Montevideo y visitar a su familia. Pero sintió que no tenía ganas de ver a nadie. Cambió el pasaje y tomó el primer buquebús disponible para volver a Buenos Aires. Se acomodó en su asiento dispuesta a dormir durante la travesía pero el sueño la esquivó. A su lado un joven leía. Lo observó tratando de saber qué, tan abstraído al parecer. Era un hermoso muchacho de pelo lacio entre castaño y rubio que le caía sobre la mejilla. De pronto, el joven cerró el libro y los ojos. Era el primer tomo de “En busca del tiempo perdido” de Proust. “Eso es lo que he estado intentando como una tonta”, pensó. Entonces el joven abrió los ojos y la miró.

- Estaba interesada en mi libro, ¿no? – le dijo con cierta ironía.

- Si. No pude evitar la curiosidad. No es tan fácil ver a un joven leyendo.

- Eso es un prejuicio suyo, señora. Yo, y no creo ser el único, leo todo lo que puedo.

- Pero se cansó pronto de leer.

- El libro estaba tirado en la aduana y me dio curiosidad. Lo levanté y a nadie pareció interesarle. Pero...no creo que sea un libro que yo hubiera elegido. Me parece idiota eso de rebuscar en el pasado.

- ¿Le parece idiota recordar?

- No. Eso es inevitable. Pero proponerse levantar el pasado...me parece inútil. Atrás del presente, de este momento, no hay nada. Nada real.

- ¿Cuántos años tiene?

- Treinta. Y algo más.

- Parece de mucho menos. Digo...para pensar así. ¿Y qué idea tiene del futuro.

- Ninguna - respondió el joven riendo.

Ella guardó silencio y se quedó mirando la cara realmente hermosa del muchacho. Y después cerró los ojos intentando dormir. No los abrió hasta que terminó el viaje. El joven había cambiado de lugar y el libro estaba abandonado en su asiento. Ángela lo levantó y miró a su alrededor. Era mucha la gente que se movilizaba para dejar el barco y ella se fue rezagando en un intento de ver al joven para devolverle el libro. Pero no lo vio. Ya en el remise, camino a su casa, abrió el libro y descubrió una dedicatoria. “De Hugo para la escurridiza Elba. Pido perdón otra vez”.

Hugo se llamaba el amante infiel que su amiga Elba jamás perdonó. Sintió frío y las manos le temblaron. Su corazón, acelerado, le advirtió que le había llegado una señal. Trató de imaginar la extraña travesía del libro, sin duda desestimado por su amiga, tal vez abandonado en alguna feria y pasando de mano en mano hasta llegar al pasadizo de una aduana donde un joven curioso lo recogió. Tan sólo para que llegara a sus propias manos.

Hubo más señales. En su contestador encontró un mensaje de Berni, el hijo de Blanquita, llamando desde Ginebra, y otro de Soledad, la hija mayor de Teresa, llamando desde Miami. Se sintió reconfortada. Ahora todo se agolpaba en el presente reafirmando los vínculos con la nueva generación emanada de sus amigas. Sólo le quedó doliendo la visión de las herméticas ventanas de Celia. Pero Celia ya le había dado su mensaje.


¿Y ahora qué?

Vuelta de Montevideo se sintió desprovista de motivación. ¿Qué haría con esta nueva vida, con un pasado ya bastante despojado, sin las tan amadas y recorridas sendas hacia sus amigas? Le pareció dar con un muro de niebla. No un muro sino algo como un túnel. Daba miedo lanzarse y entrar, seguirlo y averiguar qué había más allá. ¿Y si no hubiera nada? ¿Qué perspectivas habría para una mujer de su edad en una ciudad que no era la suya? Como si escuchara sus pensamientos, lo que no era nada extraño en un hombre como él, su esposo le dijo en medio de un abrazo donde ella parecía achicarse, casi desaparecer: “Estoy contigo, estamos juntos”.

Si, en verdad estaban juntos, muy juntos y muy libres. Viviendo los últimos actos de una dramática y extraña historia de amor cuyo comienzo se perdía en la primerísima juventud de ambos.

- No tengas miedo. Estoy seguro de que tenés mucho que decir. Siempre comentamos la soledad y los colores grises de tantas vidas. De tantos hombres y mujeres, buena gente, que viven por fuera de sí. ¿Tus ángeles no tendrán algo para ellos? Yo, en tu lugar, seguiría dibujando. Seguiría bajando ángeles.

- Si tú no crees en ellos...

- No importa lo que yo crea. Pero tu sí.

- No se.

No sabía o creía no saber y era la misma cosa. Pero extendió una hoja en su mesa de dibujo y se lanzó, siguiendo sus trazos como ciega, sin saber donde iba o como quien abre una caja de sorpresas o lee una novela de suspenso sumisa por la curiosidad.

Y alguien apareció. Y a medida que se revelaban sus formas sutiles, sus transparencias, comenzó a escuchar.

- Oye...no le tengas miedo a la tristeza. Es nada más que la otra cara de la alegría. Son inseparables. Pero no hay corazón que las resista juntas. Valora el tiempo de una y otra, nada más. Es humano.

- Entonces.... – se escuchó decir.

- Hay algo mejor. Santocha, el contento. Ese sí puede acompañarte todo tu tiempo. Está entramado en el acto de existir y es compatible con todo lo que va trascendiendo.

- Eso ya lo se. Conozco momentos de contento y gratitud. Me estás hablando como si me hubieras espiado el pensamiento alguna vez.¿Quién eres? ¿O solamente te estoy imaginando?

- Tu me has traído al nivel de las formas. Soy el ángel de la aceptación. Y te diré...que aun te queda bastante por hacer.

- ¿Qué cosa?

- Sigue dibujando. Hay unos cuantos como yo esperando una forma.

- Creo que me estoy inventando este momento. Seguro que se trata de que necesito creer que lo que hago le servirá a alguien.

- Tu decides. Pero...¿quién inventa?

Se le hizo un gran silencio. De pronto le pareció que flotaba en un mar.

Un mar de color ceniza bajo unas nubes espesas que no prometían nada bueno. “Es tenebroso y me asusta” pensó. “Pero...qué hermoso es, sin embargo”. Salió de la alucinación recordando las tormentas que alguna vez la habían espantado. Aquella vez que el viento la abrazó con su turbulencia al cruzar una plaza y su pánico al no tener donde asirse. O cuando volvían con su marido en el velero de un amigo, desde Colonia. El barco escorado y el río mostrando sus abismos sin respiro a lo largo de seis horas. Pero también recordó que, como amarrada en la cubierta, le cayó encima una paz desconocida. El pánico disolviéndose en la paz. Otras veces, aun en la calma de alguna noche de verano en la costa, cuando la luna nueva dejaba el cielo tan negro como el mar, tragado el horizonte, solía espantarse de lo expuesta que estaba, débil, perdida, vulnerable ante la inmensidad sin forma. Pero, entonces, el brillo de las nortilucas en la loma de una ola reventando sobre sus pies, la rescataba del miedo.

Extendió una nueva hoja en su tablero de dibujo y se escuchó decir:

- Que venga un ángel con respuestas. Tengo demasiadas preguntas. Cuando alguien se enferma y padece mucho rezamos, pedimos la sanación, reclamamos. Si hay curación damos gracias, bendecimos a Dios. Si no la hay ¿lo maldecimos? A pesar de los milagros ...inevitablemente la misteriosa fuerza que nos sostiene...nos dejará caer. Ustedes acostumbran salvar a muchos niños...pero no a todos. Que el que aparezca me de una respuesta que no sólo me sirva a mí. Quiero entender.

No apareció nada. Se pasó semanas de cara a una hoja en blanco desafiante, caprichosa, insistiendo en su vacío.

De pronto cuando menos lo esperaba, sus manos se pusieron a dibujar, de los primeros trazos pasó a dar valores con distintos lápices y apareció inesperadamente un hombre. No parecido en nada a sus andróginos ángeles. Quedó sorprendida. Su marido entró al estudio y, fijándose al pasar, dijo riendo.

- Se terminó el bloqueo. Pero ése parece Jesucristo Superstar. ¿Será la nostalgia de algún rockero de tu juventud?

- No se. La vi, pero no me acuerdo para nada de la cara de aquel Jesús...

- Pero ahí la tenés – dijo, y se fue riendo.

- ¡Por favor, a ver si me la encontrás en el video club...!

Pero ni la buscó ni se acordó más. Ella tampoco.

Tal vez pasaron semanas hasta que un mediodía se cruzó con un joven con el pelo castaño por los hombros y un mechón dorado cayendo por la frente. Se entreparó porque le pareció que lo conocía. Él la miró y también se detuvo.

- ¿Nos conocemos?

- No se...En Buquebus, tal vez....Sos muy lindo. Muy lindo.

- ¿De veras?

- A mi edad una puede decir cuanto quiera. En especial a un hombre.

Y era lindo, lindazo de veras, como para tocarlo un poco y olvidarse de los años. Esperó que él se alejara pero no lo hizo. La miró como si ella fuera tan joven como él. Y el hechizo o lo que fuera surtió efecto. Sin darse cuenta ella enderezó la espalda y pareció estirarse, bien plantada allí en la calle. La gente al pasar miraba al muchacho y a esa walkyria desmelenada que se comía la calle. Ella se dio cuenta de que en pocos segundos estiraría las manos y lo tocaría, la mejilla o tal vez la garganta o el pecho que asomaba por la camisa entreabierta. Pero entonces, sin retroceder, él murmuró “no me toque”.

- ¿Cómo?

- No me toques – repitió y ella se dio cuenta de que no podía moverse. Pero él se dio vuelta y siguió su camino sin despedirse o como si ella se hubiera desvanecido, imperceptible entre la multitud. “Esto no sucedió” se dijo ella y, entrando en la cafetería más próxima, se fue derecho al tocador. Quería verse en el espejo para burlarse de sí, para verse tal cual la pudo ver él pero se dio cuenta que su cara brillaba, despedía una luz que la cegaba un poco pero no tanto que no pudiera mirarse con veinte años menos. Se contempló un rato, azorada, paralizada frente al espejo hasta que poco a poco perdió estatura, se hundió en los hombros y su cara se fue apagando hasta quedar cubierta por una sombra. Y se volvió al salón, se sentó y se pidió un café sintiéndose ella misma, tal cual, otra vez,

- ¿Y si lo hubiera tocado...qué?

No olvidaría.

Pero por unos segundos estuvo cerca. Y como tantos no lo reconoció.


Esa misma noche, luego de la cena, su esposo encendió una pipa y se recostó, parsimonioso, en su sillón favorito, con el tapiz deslucido. Ella quedó hechizada con la danza sinuosa del humo y así se estuvieron en silencio.

- ¿Qué esperabas encontrar? – dijo él, finalmente.

- ¿Dónde?

- En Montevideo, en las casas de tus amigas.

- No sé. Algún indicio.

- ¿De qué?

- Si supiera…

- Te asusta la muerte, ¿no? La de otros…te pone de cara a la tuya.

- Si, claro. Pero yo las extraño, a todas ellas. ¿Y a ti te asusta?

- No se, mi querida. A veces si, a veces me parece que no.

No hablaron más pero ella, mirándolo, pensó una vez más, qué clase de amor tan extraño los unía. A veces le venían recuerdos de una infancia remota, ocurrida en otra vida, sin duda, en que ambos eran muy chiquitos y compartían una camita, como hermanitos gemelos.

Ambos no pudieron unirse en la juventud pero ahora, casi viejos, habían hecho un pacto de cuidarse, de ayudarse a morir, ignorando la vaguedad de semejante compromiso al no tener la menor idea del destino.



La enorme ciudad que ahora habitaba la enfurecía. El exceso de autos, el aire contaminado, el inhumano intento de volver invisible la miseria que crecía por todas partes, disimulada entre los islotes de lujo, aunque cada vez menos. El alocado ritmo de la gente, del transporte, las enormes distancias que era preciso recorrer y el tiempo gastado tan sólo en ir de un lado a otro. Y se preguntaba por qué no hubo cabezas sensatas que diseñaran muchas pequeñas ciudades en lugar de semejante megalópolis. Imaginaba los caminos y los puentes que habrían podido unirlas, además de separarlas saludablemente… Le daba pena que tantísimas personas tuvieran que gastar varias horas diarias tan sólo en llegar al trabajo y en volver a su casa. Que tuvieran que sumar cuatro, cinco horas, a las ocho, o diez o hasta doce de tarea. Y todo aquel trabajo en negro, sin esperanza, y toda la esclavitud denunciada pero creciendo y creciendo. Pero llegaba la primavera y luego el verano y se maravillaba por los lapachos cubiertos de flores color rosa o por cada jacarandá inundado con reflejos lilas. Y aquellos otros árboles sin nombre para su ignorancia con sus troncos esculpidos por seres venidos de algún remoto lugar de la galaxia con aquellas copas refulgentes que abrazaban enormes espacios y servían de secreto cobijo a tanto desdichado. “¿Cuántos árboles soy capaz de reconocer?” se preguntaba. Álamos, sauces, plátanos, eucaliptos, araucarias, cedros, pinos….La deslumbraban los ombúes, esas gigantescas y tan cordiales plantas. Pero nada más. Querría saber más, nombrar a cuanto la rodeaba para darle más vida, más identidad. A veces recordaba una expresión de un poema de Charles Simic que la involucraba: “..el que no sabe aullar no encontrará su manada” Ella había perdido parte de la suya y estaba segura de no saber aullar para encontrarse otra.


Entonces, su padre la visitó en sueños.

Se plantó ante ella con aquel porte único que ella admiraba . Un hombre elegante, de vientre chato, con un traje impecable como solía verse siempre. La miró bien en el centro de los ojos y pareció estirarse quedando ella muy abajo, mirándolo con la cabeza hacia atrás, esperando que se desvaneciera. Pero no lo hizo sin decir antes tres palabras. Después, ya en vigilia, le pareció increíble haber escuchado su voz con tanta claridad. Las tres palabras fueron: propósito, proyecto, enmienda. Entonces sí lo tragó la oscuridad nocturna.

Reflexionó mucho en esas tres palabras. Escudriñó sus significados más profundos hasta en un Diccionario de Ideas Afines que le fuera regalado y que no usaba tanto como debiera puesto que, muchas veces, le faltaban palabras y había tantas, sin embargo. Quizá por eso sus dibujos parecían preguntas inconclusas.

Propósitos nobles o no tanto trazó muchos en su vida pero, salvo uno o dos, se perdieron en las nieblas de la apatía que le caía encima como la nube del” no saber”. Y todo se convertía en un ¿para qué? O en un ¿cómo? Ciertos trabajos que realizó con placer y que la posicionaron en su entorno en realidad le fueron dados como sorpresas gratas de la vida. Pero, mirando bien, se encontró haciendo cosas que jamás creyó posibles y fue divertido sorprenderse haciéndolas Pero…su libertad, su voluntad ¿qué? ¿Fue consultada una, intervino de verdad la otra? De pronto comprendió. Y contempló el abismo que se abría entre un propósito y un proyecto. Su trabajo en la radio , permitiéndose mirar muy atrás, como recogiendo el hilo del tiempo, de su propio tiempo, pasando por otros juegos laborales, comenzó con una aventura. Y esa larga aventura comenzó por un tropiezo, por llevarse a un hombre por delante al salir de una librería. A partir de ahí ella se dejó llevar por circunstancias benévolas. ¿Su boda fue resultado de un propósito? No. Ella no deseaba casarse. Rechazaba la idea. ¿Fue su proyecto, entonces, dado el afecto profundo que se había mantenido tan vivo a pesar de tantos años de no saber nada uno del otro? Menos. Pasó mucho tiempo sin saber si estaba vivo o muerto. De pronto vio muy claramente cómo el que ahora era su esposo concibió el propósito de buscarla y luego proyectó y organizó la nueva vida juntos. ¿Ella la proyectó con él? ¿O se dejó llevar, como tantas veces, hacia una nueva manera de vivir? Ella entró en el proyecto de él, mucho más asertivo. Y no había arrepentimiento alguno, se acompañaban bien, dialogaban mucho y parecían encajar en lo que la kabalah define como matrimonio: un hombre y una mujer que conversan. Tal vez, aun por detrás de él, fue el destino quien trazó primero el propósito y luego el proyecto, y los fue empujando hasta el Registro Civil de la Avenida Cabildo y, meses después, hasta aquella bella liturgia matrimonial de la ortodoxia griega en la catedral de “La dormición de María”, en la calle Julián Álvarez . Pero ella jamás soñó algo semejante. ¿Qué era el destino? ¿Una potencia ajena y misteriosa, una Moira? ¿O el resultado de un proyecto trazado desde antes de nacer, si es que eso fuera posible en no se sabe desde qué lugar? ¿Un proyecto que primero fue el propósito de aquellos hermanitos con los que soñaba que querían encontrarse de nuevo, como fuera?

Y aquella otra palabra fulgurante porque, ciertamente, la veía brillar dentro de su pensamiento: “enmienda”. ¿De qué se trataba? ¿Qué tendría que enmendar? ¿Tendría que vivir toda su vida de nuevo? ¿Hacer consciente cada paso? ¿Elaborar y dejar crecer una conciencia que dispusiera todo? ¿Pero sería tanto el posible poder? ¿Hay pecados, tiros errados, faltas deliberadas, posesiones demoníacas que nos convierten en algo que no somos y nos arrastran a los abismos de la culpa? También hay ingenuidades perversas y omisiones. Hay, debe haber muchas formas de desaparecer de uno mismo. Y la libertad ¿nació con nosotros o alguien nos la regaló y se divierte porque en la eternidad se sabe desde siempre que la usaríamos mal?



II


Jamás supo cómo ocurrió. Tal vez del poderoso impulso de la brisa del Espíritu. Ese que sopla dondequiera y sea. Pero Ángela se encontró de nuevo en el paraíso.


Nada ha cambiado. Nada ha sido tocado. ¿Cómo es posible? El tiempo se ha inmovilizado sobre árboles inmutables. Ninguna hoja ha mudado de color, ninguna ha caído, fijas en una eternidad de esmeralda. El mismo musgo cubre las fuentes, la misma arena los senderos, el mismo pedregullo los claros y la misma gramilla, brizna por brizna, los canteros. Ah…y en el cuerpo penetra el mismo balsámico aire con esencias de eucaliptos, pinos y mar y ahí se queda. Y arde la misma luz cegadora, amarilla, del mediodía definitivo, anticipando encuentros inminentes que volverán a mover el tiempo, expandiendo los espacios cuando menos lo espere, y su corazón se enternece. Ya ha divisado, a lo lejos, entre las plantas altas, al viejo encantador paseando sus perdigueros y, cerca del lago, adivina la silueta del pobre mellado que vende maíz con azúcar. Un aroma de maní caliente invade el paraíso, también los perfumes de la espuma dulzarrona con esencia de vainilla y de galletitas María cuyas migas aguardan gorriones y palomas, y también de chicles de menta, esa menta helada y sinuosa que vuelve a deslizarse sobre la lengua. ¿Y él? ¿Dónde se esconde él? No pudo escabullirse del paraíso. De ninguna manera él.

Él es el legítimo habitante. El único. Y es posible encontrarlo en cualquier paraíso, en todos los paraísos inventados o reales. Ese que a su paso detiene los instantes, ése que hace contener el aliento a todo lo que pueda respirar, ese que congela y detiene los movimientos del agua y que interrumpe las cabriolas de los delfines. Y ella, que no sabe cómo ha caído allí, se arrodilla y pone la frente sobre la hierba húmeda por el rocío. Aunque sabe que todo se desvanecerá y que lo olvidará por completo luego, sabe también que sin esas fugas del tiempo, sin esas caídas en el vacío, cuando todo se borre hasta el próximo latido, y hasta la siguiente inhalación, cuando todo siga como antes, hermético, absurdo, misterioso y sin respuestas, una cierta fe, una burda confianza sin sentido, y el fantasma de una esperanza, aunque sin ilusiones, volverá a su conciencia. Y la vida seguirá su devenir…bajo la “nube del no saber”.


La tarea asignada o mas bien mal apropiada, robada, quedó de pronto sin sentido cuando el paraíso la arrojó de sí. Estuvo a punto de tirar todos sus instrumentos de trabajo para entregarse al desconcierto y desafiar la incertidumbre del no hacer. Porque siempre había confundido el hacer con el ser. Y así se hubiera cumplido si el poeta ciego no se hubiera muerto repentinamente, sin anuncio, como todas las muertes. Ahora había que llorar e ir recogiendo todos los poemas de Carlos para que no quedaran silenciosos y muertos como el propio poeta. Reanimarlos era la nueva tarea. Los viejos instrumentos morirían y se irían desintegrando en un oscuro rincón mientras ella saldría a ponerle su voz, a convertir en melodías lentas y quedas aquellos collares de palabras, aquellos sutras de un ateo creyente, de alguien que no podía leer lo que escribía. Y una vez más, de frente, ineludible, la realidad del morir, del final. Pero si el autor ciego le dejaba los poemas…¿qué dejaría ella y a quién?



He aquí un propósito nuevo, inesperado, y la tarea de proyectarlo con la fuerza suficiente para realizarlo. Algo que no era para ella sino para otro. Y ahí estaba la enmienda. Por primera vez se le abría una puerta para salir de sí sin más voluntad que servir. Ya no era recordar, dudar, lamentar, sino hacer algo por alguien y para alguien que ya no podría más que silenciarse involuntariamente. Alguien definitivamente invalidado pero con un legado de palabras escuetas, elegidas como gemas con extremo cuidado para que pudieran competir con el silencio. Porque, en realidad, ella no había hecho nada por nadie sin considerar algún secreto beneficio. Ni por el esposo que creía amar. Él era el que le cortaba las uñas, le teñía el pelo y hasta, cierta vez que recordaba con vergüenza, le había sacado piojos del entramado exuberante de su pelo. Él quien lavaba los platos cuando la sentía cansada o quien le preparaba la taza de cacao en la noche y la ayudaba a dormirse.

Ahora sin complacencia ni lucimiento alguno, encerrada en el anonimato, recitaría en todas partes, como mantras, los poemas del amigo muerto. Una voz sin nombre y el único nombre el del poeta. Como un lazarillo llevaría de la mano al fantasma del poeta muerto. Y tal vez él encontrara el descanso que la asfixiante, exigente inspiración le había privado.



Mediodía y caía una llovizna. Ella venía cargada de paquetes. Por un instante el sol cruzó las nubes y el aire se llenó de partículas doradas, temblorosas. Se detuvo buscando el arco iris pero el sol desapareció. Solía buscar arco iris que siempre la esquivaban. En veinte años había visto dos, de repente, cuando no los buscaba. Era un juego. Era así. Las cosas llegaban cuando dejaba de buscar. Pero el momento había sido favorable: el sol atravesando aquella lluvia tan suave. Se detuvo y levantó la cara para sentir las gotas. Tintineaban sobre su piel y cerró los ojos. Los pequeños tributos de los instantes. Entonces el sol volvió a asomarse y cuando abrió los ojos el arco iris estaba ahí. Soltó los paquetes sin darse cuenta, absorta en aquella sorpresa del cielo. Un niño se acercó, la tomó de la mano y la despertó. La ayudó a recoger los paquetes y los dos rieron sin saber por qué. Ocurre así. En un momento el cielo cerrado con muchos grises y al momento siguiente una lluvia de estrellas diminutas. Y el arco iris demorado. Y un niño con un rizo dorado sobre la frente soltándose de la melenilla castaña que le recuerda a alguien que ha cruzado su historia. “¿Dónde te he visto?”, piensa. Separa los labios para decir algo pero el niño ya no está. La calle ha quedado desierta y silenciosa.



Qué extraño me resulta estar en mí. Soy mi último lugar posible. El espacio de mi vulnerabilidad. Dependo de la amplitud o de la estrechez de mis umbrales sensoriales. Y todo aquello que no logro sentir no existe. El sueño de la escasez.

Aun no me fui y ya imagino el retorno. Si he de volver en mi nueva vida seré muy fuerte. Podré resistir los vientos helados del Sur y contemplaré, muy próxima, muy serena, el amor de los albatros y de los pingüinos. Me mezclaré con blancas aves y con espumas y el palacio cristalino de los mares profundos será para mí manso, sosegado y hasta tibio. No me contarán aventuras. Las viviré. Y seré tan libre y solitaria que no tendré que demostrar merecimiento alguno. Porque no habrá nadie. Nadie que se pudiera alcanzar y perder. Nadie que añorar. Al final,


Unos músicos cruzaron la calle lentamente. Los autos se detuvieron, ella también. La prisa desapareció. La música de aquellas gaitas echó una bruma de nostalgia sobre todos. Los fantasmas de Galicia y de Escocia se mezclaron con la gente. A cada uno le rozó alguna herida ancestral. Y, a medida que la música fluía, le pareció que dividía en dos, que cortaba por el medio su pasado en hileras de piedra que se iban deshaciendo. Cuando la música se perdió y extinguió en una lejanía desconocida., las piedras eran una arena que una oleada de viento repentino esparció. Y no quedó nada. ¿Dónde ocurrió? ¿Adentro o afuera? No pudo saberlo. Los autos siguieron su marcha y ella siguió su camino.

Pero no era la misma. Quedó esclarecida lo suficiente para reconocer que en cada encuentro ya late la inevitable despedida. Así fue con las amigas tan amadas. Las amó y tuvieron luego que irse. Ella pudo irse primero. La alegría del mutuo conocimiento, la magia de cada encuentro justificaba y se reconciliaba con la pena del adiós. Sintió que soltaba todo y quedaba liviana, con el corazón pleno de tanta riqueza recibida pero… ya no miraría atrás como la mujer de Lot. Las semillas de su futuro eran silenciosas y las nutría la atención en la gracia del presente.

Cuan finalmente llegó a casa buscó a su marido y lo abrazó.

- ¿Vamos al Sur? – le dijo, besándolo entre los ojos y acariciándole la barbilla.

- ¿Al Norte no?

- Es que todavía no vimos las ballenas.

Ángela Cáceres
anaeluy@yahoo.com.ar

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