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El guardián de Saturio
Renée Cabrera 

Saturio se arrebujó en la frazada y miró la palangana donde tenía los pies en remojo. Después levantó la vista y echó una mirada melancólica a la ventana. Era un tiempo de mierda. Todas las trampas de la nostalgia se ponían a funcionar con un tiempo así. Marlí que hacia el amor como los dioses; Leonor, que escribía versos y tocaba Para Elisa en el piano; Clarita, que cerraba los ojos antes de que la besaran y le daba tiempo para observar el pequeño lunar que tenia en la mejilla... Inspiró y movió lentamente los pies en la palangana. Bien, ahora todo parecía diáfano. Estaba contento de haber tomado esa resolución. Era el momento justo. Antes hubiera sido demasiado pronto. Encendió un cigarrillo. Demasiado pronto. Es preciso madurar hasta que llega el momento exacto, el momento previsible para un Creador que hubiese inventado a sus criaturas. Y dejar pasar este momento sería fatal. El había conocido a mucha gente que se sobrevivía en la descomposición y la podredumbre. Hay un tiempo para cada cosa, como se ha dicho. El agua ya se estaba enfriando. Tal vez pudo haber sido de otra manera. Miró con cierto cariño sus pies blancos

como peces en la palangana y se compadeció un poco de sí mismo. Y, sin embargo, cualquier otro destino le parecía inimaginable. No envidiaba a nadie ya. Cuánta paz. Acarició con la mirada la providencial viga del techo y le pareció que con repentina energía sacaba los pies del agua y se los secaba con la toalla. Se vio poniéndose las zapatillas y yendo a revolver debajo de la cama. Allí estaba. Sacó la soga enrollada y se dedicó metódicamente a preparar el nudo corredizo. Hay un tiempo para cada cosa, se repetía, como la letra dé una canción o ciertos versos que nos vuelven una y otra vez a la memoria. 

 

—Saturio —dijo la voz apacible.

 

—Aquí estoy —contestó él, también apacible.

 

—¿Por qué has hecho eso?

 

—Porque era necesario. Señor. Hay un tiempo para cada cosa.

 

—¿Por qué me llamas señor? Tú ya no tienes otro Señor que tú mismo.

 

—Es la costumbre, perdóname.

 

—No tengo nada que perdonarte. Pero puedo censurarte, si tú me lo permites.

 

—Claro, Señor... es decir, claro que puedes.

 

—Has hecho mal.

 

—Es tu punto de vista.

 

—Es el tuyo. ¿No me has dicho que hay un tiempo para cada cosa?

 

Es extraño, pensó Saturio, me parece que estoy soñando. Sin embargo acabo de ahorcarme.

 

—Sí, es natural que te parezca extraño. Tú y los otros me han inventado, sin embargo. Y soy el guardián de tu sueño y de tu vigilia. De tu vida y de tu muerte. Y has hecho mal, si me permites que te lo diga.

 

—No podrías ser mi guardián ahora. Tú mismo lo dijiste: ya no tengo Señor.

 

— Y bien, no tienes Señor, pero hay alguien que te guarda para siempre.

 

—Qué hermoso suena eso, Señor. Parece una frase de amor.

 

—Es una frase de amor.

 

—¿ Vas a decir frases de amor a un viejo solterón y calavera?

 

—Es un poco atrevido de mi parte, pero vosotros me habéis hecho tan atrevido. Antes solía serlo más todavía.

 

—Haces mal, Señor. Estás conquistándome. Qué te importa uno más o menos. Hay tanta gente buena por ahí. Y tanta gente mala. Podrías ocuparte de ellos. Yo no soy interesante realmente, y además estoy emancipado.

 

Es verdad. Pero no olvides que hay alguien que te guarda para siempre.

 

Saturio sintió la quemadura en el muslo a través de la frazada. Porque habla estado dormitando con el cigarrillo prendido. Bruscamente se sintió miserable y desgraciado. El agua de la palangana se había enfriado y sus pies estaban poniéndose morados. Ah, qué trampas se hace uno mismo en el solitario. Miró con melancolía la viga donde ya no iba a asegurar la cuerda que seguía enrollada debajo de la cama. La sensación de paz y contento había desaparecido. Ahora sabía que mañana se levantaría como todos los días para ir a su trabajo, que el momento justo había pasado y que recaía en la condición triste y crepuscular del hombre sin cualidades. Tiró la colilla del cigarrillo, apartó la palangana y se secó lentamente los pies, meneando la cabeza y sonriendo un poco. Su voz resonó extrañamente en la pieza solitaria:

—Bien, muy bien. Estás ahí en tu ausencia. Aquí estoy, en mi purgatorio. Viejo guardián para siempre.

 

Renée Cabrera 

 

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