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Lilith
Juan Ramón Cabrera

Lilith abandonó el cuarto de baño, envuelta en la esponjosa toalla de color borra de vino. Sus crespos cabellos, teñidos de rubio, caían húmedos sobre su espalda. No era demasiado alta, pero tenía un bello andar de potra. Se acercó a la cama, y besó la nuca del hombre acostado boca abajo. El hombre emitió un gruñido de satisfacción.

-Es hora de que te vayas, amor.- Murmuró.

Se incorporó, se calzó el combinado de ropa interior, y se introdujo en un gran buzo de lana cruda. Encaminándose a la cocina, puso el café a calentar, mientras oía el ruido que hacía el hombre, mientras se vestía y entraba al baño.

-¿Querés que te haga unas tostadas?-

Le preguntó a Alejandro, cuando entraba en la cocina.

-No.- Respondió el hombre. - ¡Cariño, estás descalza!-

Ella sonrió, encogiéndose de hombros.

-¿Y qué vas a comer?-

-Nada. Cené muy bien antes de venir. Y mañana salgo temprano del trabajo... -

-¿Mañana?- Dijo Lilith, riendo. -Son la una y media... Ya es mañana.-

-¡Carajo!- soltó él. -Voy a llamar a Alberto para que me espere unos minutos más. Estoy llegando tarde.- Y salió al dormitorio.

Ella le escuchó marcar, comunicarse y disculparse. Él volvió.

-Dice Alberto que no tiene problemas. Que mañana le devuelvo el favor.-

-¡Tomáte el café que se te enfría!- Dijo ella.

Él bebió un sorbo y fue a vestirse. En ese preciso instante, Lilith sintió el tenso escalofrío ardiente que le recorrió la espalda. Trató de desasirse de esa sensación angustiosa de pérdida. Alejandro volvió a la cocina. Acabó de un trago su café. Luego, besándola, le dijo:

-Hasta el fin de semana, amor. Mañana te llamo desde el trabajo.-

Ella sintió que debía retenerlo. Pero no supo por qué, y se limitó a sonreírle. Él salió, Lilith lo acompañó hasta la puerta y le hizo adiós con la mano. Lo vio caminar hasta la esquina, y cuando estaba por dar vuelta para entrar de nuevo en el departamento, sintió la inexorable punzada de angustia con que sostendría el torso sangrante de Alejandro, luego de que el delincuente que estaba agazapado detrás del transparente, le propinara varias puñaladas por resistirse al robo.

Lilith no lo pensó y corrió, corrió como loca. Los pies sucios de la tierra de la calle, el frío que iba ganándole las piernas, pero sobre todo la angustia y el horror de la pérdida trágica. Llegó a la esquina, con el corazón en la boca y a punto de estallarle de percepción. Alejandro estaba de pié, en la parada del ómnibus. La vio y cruzó, extrañado. 

-¿Qué pasó?- Le dijo.

-¿Estás bien?- Preguntó, Lilith, con los últimos resuellos.

-¡Sí, claro! Creí que te había pasado algo a vos.-

Ella le estampó un beso fenomenal, le acarició la mejilla, sonrió y regresó, trotando hasta la casa. Se lavó los pies, y se metió en la cama, arropándose. Mientras se hundía en un sueño tranquilo, murmuró por enésima vez:

-"Gracias, papá"-

Esperé unos momentos más, a que estuviera dormida, y me corporicé para verla sólo un momento.

Luego me aparecí al tipo detrás del transparente. Lo alcé de los brazos, mientras el idiota, saturado de alcohol barato y marihuana rebajada, desmesuraba sus ojos ante mis cuernos, y mi rabo agitado.

-Voy a darte otra oportunidad. Pero no quiero verte más por este barrio.-

Lo miré con los ojos echando chispas. Salió corriendo y tambaleándose.

El Gran Viejo se me apareció por el costado izquierdo. Me palmeó la espalda y me dijo, riendo.

-No está todo perdido. ¿Verdad, viejo amigo?-

Giré. Lo miré directo a los ojos.

-¡Dejame en paz!-

Entonces, el muy maldito soltó esa carcajada, que sabe, que es la que más me irrita.

Juan Ramón Cabrera

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