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Dhanna
Juan Ramón Cabrera

 

El cuerpo arqueado, las piernas rígidas, los brazos estirados, las palmas tensas apoyadas sobre los azulejos. La cabeza gacha, el cabello castaño y mojado: mientras el agua de la ducha, tibia, inaugural, corría por su piel desnuda. Tenía los ojos cerrados, casi apretados. Y una angustia antigua y única, que reptaba por su garganta como una culebra. Todo andaba mal. La habían despedido del empleo, su pareja la había abandonado, el niño tenía dificultades de aprendizaje. Un mes, quizás dos meses de tiempo, era lo que tenía de plazo para pagar las cuentas de luz, de agua... Y los alimentos diarios. Aunque se limitara lo más posible, se terminarían rápido los recursos, y... ¿Después, qué?... No lo sabía. 

Ni siquiera valía la pena llorar. No podría hacerlo. El dolor era tan intenso, que hasta ese tonto consuelo, estaba vedado. ¡Nada! ¿Qué hace una mujer de más de treinta y cinco años, cuando las carnes comienzan a estar flácidas; para recuperar la autoestima? El agua empezaba a enfriarse. Pensó en cortarse las venas, pero qué sería del niño, si lo hacía. Y además, el muy estúpido de su "ex" se había llevado las afeitadoras. Aunque, si lo pensaba bien, iba a resultar difícil cortarse las venas con un pedazo de plástico... Antes podría haberlo hecho con un hojita de afeitar, pero ahora, con estas afeitadoras compactas y desechables... Una breve sonrisa asomó a sus labios. Entonces comenzó comprender. Cerró las canillas de agua. Tomó la toalla y empezó a secarse. Sí, estaba envejeciendo. Pero aún no era tiempo de derrotas. ¿Todo andaba como el culo? ... Bueno. ¿Y qué?... ¡Había culos tan atractivos! Tenía que recomenzar. Si no había podido permanecer en un empleo como telefonista, quizás era porque otro destino le estaba reservado. No sabía cuál era, pero aún tenía tiempo de averiguarlo. Terminó de vestirse, y decidió maquillarse. Sólo un poco. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. El delineador de ojos, la sombra de párpados, el rubor, las mejillas. Tal vez un poco de perfume. No estaba todo perdido. Un mareo momentáneo. Un sacudón. Un toque de lápiz de labios en los ídem. Prepararía un buen desayuno y despertaría al niño. Él era todo lo que le quedaba, y también todo lo que necesitaba como motor de empuje. ¡Punto final! Debía y podía empezar otra vez. Curriculums, entrevistas, datos personales. Tenía condiciones y talento. Una mujer, no importa la edad, siempre engalana el recinto en donde se encuentra. La seducción graduada, sin exagerar. La simpatía. El buen humor. La comprensión. Las madres son importantes... Todo el mundo quiere a su mamá. Así que, podía. Era una bella mañana del principio del tiempo. Dirigir la energía hacia lo positivo, lo correcto, lo que la hiciese sentirse bien. Lo demás viene de regalo. No es fácil, pero si fuese fácil, cualquiera lo haría. Se contempló en el espejo. No estaba mal. No estaba nada mal. Quizás las cosas malas, cuanto peor son; anuncian cosas maravillosas. Quizás conociera un hombre. Uno de verdad. Uno cuyo valor estuviese en considerarla una compañera, no solo un objeto utilitario. Aún era atractiva. Pero eso, al fin de cuentas, tampoco importaba. Ese hombre. El hombre, sabría valorarla, considerarla, comprenderla y aceptar a Miguelito en sus vidas. No era el final, era el principio. Un comienzo permanente, continuo. El origen. La vida estaba hecha de ciclos. Los ciclos comienzan y terminan, el problema es que las personas creen que todo es eterno, interminable. En los peores momentos, podría pedir prórrogas, firmar convenios. Al fin de cuentas, ella cumplía con sus obligaciones. También podría aprovechar este tiempo muerto, mientras conseguía empleo, en ordenar la casa, colocar los muebles donde había deseado hacerlo desde tiempo atrás. Reorganizar su vida. Quizás hasta tendría tiempo de realizar algún curso. Todo, todo era posible. Tenía energía, tenía tiempo, y ahora tenía ganas. Salió del baño, y fue a preparar el desayuno anunciado.

Sonó el intercomunicador de mi cinturón.

-¿Cómo vas?- Me preguntó el Coordinador.

-Bien. No va a hacerlo.-

-¿Es seguro?-

-Sí. Conseguí murmurarle el ánimo suficiente para alejar la idea.-

El Coordinador suspiró.

-Dentro de un mes, un ómnibus sin freno va a atropellarla.-

-¿Va a sufrir mucho?- Pregunté, desalentado.

-No, Su muerte será instantánea.-

-¿No podemos hacer nada?-

-No.-

-¡Este trabajo es una mierda!- Dije.

-Estamos de acuerdo.- Comentó el Coordinador.- Volvé que tenemos otra crisis.-

Me coloqué el comunicador en el cinturón, y me esparcí en el éter.

Juan Ramón Cabrera

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