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Bethesa
Juan Ramón Cabrera

 

Bethesa era puta. Puta cabal, en el mejor sentido de la palabra. Nunca supo si lo había hecho por necesidad, por fiebre uterina, por macabro humor, o por sentimiento de superioridad ante sus congéneres del otro sexo. Lo cierto, terminante y final, era que Bethesa era puta, rematada y fiel.

Qué rasgos de la condición humana, o de la moral promiscua, la salvaban de este presunto estigma, jamás lo tendríamos claro. Pero ella disfrutaba de su condición de puta, como si fuera un acto de religiosidad pagana.

Nosotros la visitábamos en su departamento de Malvín. Desde las once de la mañana, hasta avanzadas horas de la madrugada, digamos las dos o tres de la mañana, a más tardar. Luego, Bethesa, parecía trocar su putañería, por una irrevocable y parca intimidad. Con serena calma nos echaba, a todos los rezagados, que intentábamos asir lo que pudiera haber de personal, íntimo, auténtico. 

Para qué negarlo... Mis compañeros de jarana me tomaban el pelo. Llegábamos, previo anuncio telefónico, una o dos veces por semana, dependiendo de la época del mes en que estuviéramos, y Bethesa nos esperaba con bebidas alcohólicas, marihuana, o alguna variante de drogas duras, según el gusto y el bolsillo del consumidor, y unos minutos más tarde, cualquiera de nosotros, podía penetrar entre sus piernas y calmar las ansiedades antiguas y cíclicas. Bethesa conocía las artes

del fingimiento, tan en profundidad, que por momentos era una activa matrona desaforada y devoradora de nuestra sexualidad, como podía sugerir una tierna e inexperiente damisela en procura de ternura y calidez. Se adaptaba con suma facilidad a los requerimientos del usuario. Ellos, mis amigos, estaban satisfechos con la prestación de los servicios requeridos. Pero, en mi caso, no alcanzaba. No era amor, ni enamoramiento, sino una morbosa fascinación por esa hembra que me intuía tan bien, que con cada eyaculación me quitaba un poco de alma, de energía, de certeza.

De manera que cómo mi incertidumbre crecía y crecía, tuve que optar por concertar con Bethesa una cita privada. La muy puta, me pidió una cifra que se acercaba peligrosamente, a la mitad de mi sueldo mensual. De todas maneras, Bethesa se comportó con serena convicción. Etérea, rubicunda, semicelestial, y al mismo tiempo de una terrenalidad económica tan firme, que solo pude obtener la buena compañía, y el remanido orgasmo, por el cual había pagado en efectivo. Es decir, que abandoné el apartamento y me encontré de pié, sobre Avenida Italia, satisfecho eróticamente, pero más desorientado que un ecologista en una carnicería.

Bethesa era un mito y una maldición. Claro que conocía otras chicas, más, digamos..."normales". Muchas me gustaban. Con algunas, incluso había tenido sexo, implícito y explícito. Pero el misterio de Bethesa, la imperiosa necesidad de asir su totalidad me desesperaba hasta el paroxismo.

Decidí jugarme el todo por el todo, y empeñándome una vez más, previa solicitud de un adelanto de mi sueldo del mes entrante, decidí pedirle una cita más, especial y privada. Finalizando que hubimos el acto carnal, Bethesa me preguntó, con su actitud maternal:

-¿Sabés, tesoro? Es un halago, que insistas tanto en verme, pero... ¿Qué buscás en realidad?-

En una explosión de sinceridad anacrónica le expresé:

-Quiero saber que hay detrás de la puta.-

Me miró, mientras se calzaba su desabillé, sonrió con indulgencia.

-¿Y si no hubiera nada?-

-A estas alturas, no sé si me importaría... Pero tengo que saberlo...-

Fue hasta el pequeño bar empotrado, y volvió con dos vasos mediados de alcohol.

-¡Tomá, cariño, y no me rompas las pelotas!-

Bebí en silencio. Desnudo en la cama, y sorprendido a medias de que no me hubiese apurado, en el trámite de expulsarme de su reducto.

-¿Te puedo pedir una mínima oportunidad?- Solté, inconsciente del juego en el que me estaba metiendo.

Entonces, Bethesa, adoptando una actitud diferente, me escupió.

-¿Decime, Hijo de Puta, no te alcanza con lo que te doy? ¿Cuál crees que es el límite?-

-¿Cuánto me cobrás por verte como sos?-

-No es lo que te puedo cobrar, pendejo de mierda, es que no vas a poder pagar el precio...-

-¿Estás segura?- Le dije, en un acto de inconsciencia brutal y desmedido.

-¡Sí, sí que estoy segura. la reputísima madre que te parió!- Me gritó, de pié, altísima y sola, en el medio del cuarto, con los pechos al descubierto, y el rostro desencajado de locura y autenticidad.

Y la amé. La Amé como no había amado a nadie, nunca en la vida. Supe que Esa era la mujer que yo había querido ver desde siempre. Creo que ella también lo supo.

-Es hora de que te vayas.- Dijo. Y concedió. -Terminá la bebida y andate.-

Cuando salí del cuarto, vestido y atontado. Ella, Bethesa, se acercó y me dijo;

-No vuelvas más, por favor, no vengas más, ni me llames, ni me busques. Puedo recomendarte otras amigas. Pero... No quiero verte más.-
Me dio un beso de labios, que podría haberme mareado, si no hubiese mediado la advertencia.

-Podría amarte, si me dejaras.- Murmuré.

Entonces ella susurró.

-¡Andá a la concha de tú madre!-

Y me cerró la puerta del apartamento en la cara.

Juan Ramón Cabrera

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