Para Calderón, la vida no es sueño.

María Esther Burgueño

El año pasado estuvo nominado al Florencio Revelación, por su obra “Taurus, el juego”, que además dirigía. Ha incursionado reiterada y exitosamente en Teatro Joven. Este año se ha constituido en el centro de la programación del Teatro Circular con dos puestas que han contado con una enorme aprobación de público y crítica: “Las buenas muertes” y “Mi muñequita”. Ganó una beca de estudios en Londres y Cádiz que le permitió una invalorable experiencia europea junto a directores y creadores de todo el mundo. Cursa el último año de la Escuela Municipal de Arte Dramático. Tiene 22 años y un apellido que lo destina al teatro. Se llama Gabriel Calderón. Téngalo en cuenta.

El tema del parricidio, el intento de supervivencia de las nuevas generaciones con respecto a las viejas, mediante el exterminio, el papel siniestro de lo mediático en la violencia nuestra de cada día son algunas de las ideas recurrentes en la dramaturgia de Calderón. En “Las buenas muertes” el espectador es invitado a presenciar a cuatro pantallas, el enfrentamiento del “ejército de niños” con el mundo de los viejos. Hay una oblicua alusión al crimen de unas ancianas lituanas, cometido en Montevideo, que es simplemente un pretexto para desatar la idea central de que existe una especie de disociación de personalidad que habilita a invadir los territorios vedados que separan a los componentes de una sociedad. En “Mi muñequita” la misma idea se concentra en la historia de una familia disfuncional, plagada de agresiones y muerte. Es, de algún modo, la visión puntual de una situación general.

La muñeca como doble.

Es un tópico de la literatura la idea de que una muñeca funciona como doble de su creador o de su propietario. Desde Pigmalión a una Barbie Superstar

La perspectiva de Freud, quien dedicara una monografía al concepto de lo siniestro, aporta algunas luces, desde un plano psicológico. Siniestro, “Unheimlich”, es por principio lo insólito, lo inquietante, lo extraño, que, al revelarse, se muestra de forma más densa. Son algunos ejemplos de motivos siniestros:
* el doble de alguien
* los juegos entre lo animado y lo inanimado, por ejemplo, las estatuas andantes, retratos encantados, espejos mágicos figuras de cera, muñecas sabias y autómatas; personas tal vez no vivientes, rígidas, marmóreas y, a la vez, humanas...
 Freud afirma que una fuente importante de la existencia de estos dobles animados son complejos infantiles reprimidos, reavivados por un nuevo estímulo. Ciertamente, lo siniestro parece reavivar creencias ocultas, representaciones interiores selladas por el peso de la razón y que cobran nueva vida.

El autómata es en verdad el reverso de nuestra propia identidad, que cobra vida de vez en vez.

Esta reflexión viene a cuento de esta última obra de Calderón que plantea, de manera discontinua los sucesos de una familia integrada por Papi, Mami, la Nena, el Tío, el mayordomo narrador, y obviamente, la muñequita. Los sucesos son presentados a los ojos del espectador en una diversidad de lenguajes, de tonos, de recursos discontinuados temporalmente. Y la muñeca cobra aquí exactamente el valor de lo freudiano.

“Cría cuervos”

La obra comienza, como es habitual en Calderón, a través de una canción. Es enorme la importancia que el autor dispensa a la música en sus puestas. La voz de Mina instala una atmósfera “años 70” que ambienta el ingreso de los personajes como un desfiles de gestos estereotipados, carentes de toda naturalidad, automáticos, diría uno, sino fuera por temor a resultar recurrente. Las combinaciones del blanco y el negro en los trajes adelanta una obvia pugna entre lo que parece bueno y lo que parece malo. El verbo parecer es usado aquí en su más estricto sentido oponiéndose a “ser”. En verdad el problema de la apariencia y la esencia resulta crucial a la hora de leer esta pieza. Los personajes ocupan el único objeto escénico destacado, que es sillón flanqueado por dos mesitas de cuyos cajones saldrán los pocos elementos escénicos accesorios. Allí sentados constituyen una especie de “foto de familia” y empiezan a entrecruzar fragmentos de parlamentos o pseudo diálogos sobre el amor, la cocina italiana, la historia de un niño y los lobos (¿Otra vez Freud?), los elefantes. Todos estos registros de voz quedan pendientes en el ánimo del espectador a la manera de anticipaciones. Luego, cada pieza de este rompecabezas verbal ocupará su lugar y la figura se armará clara, terrible, implacable.

Antes de lanzarse a la anécdota existe una nueva intermediación de la música. Esta vez es a través de la canción de José Luis Perales: Porque te vas que, en la versión de Jeanette, se hiciera célebre también en la década del 70 a través de la película de Carlos Saura “Cría Cuervos”. Las versiones de la canción en la obra se multiplican y van desde el solo de la muñeca, hasta la coreografía grupal, desde la versión canónica, a la de “Ataque 77”; pasando por la del propio Perales. Funcionan para separar momentos; para ambientar el monólogo del mayordomo que reconstruye los acontecimientos a los ojos del espectador; para subrayar las agresiones a la muñeca que revelan la blancura de su traje manchada por sangre en la zona genital que alude a una posible violación o desfloración; como “fondo” de las instrucciones para matar a una madre. Llegados a este punto se imponen una pregunta: ¿Por qué esa música? La remisión a los 60 y los 70, el ambiente de Festival de San Remo parece aludir directamente a época de los “padres” de Calderón, no en sentido estricto por supuesto, sino a los que constituyen esa época y que parecen herederos de las taras de una generación que se soñó “prodigiosa” y resultó hondamente fracasada. Por otra parte “Cría Cuervos” (si no la ha visto, regálese un rato del mejor Saura) es una referencia estética ineludible para Calderón. La película trata también de una familia disfuncional, de la violencia sexual y el adulterio como modos de relacionamiento, de las fantasías de muerte que circulan entre los miembros de la familia, de la negación de la infancia como período paradisíaco y la certeza de que se viven tiempos terribles, y por supuesto la niña protagonista, la “Ana”, de Ana Torrent, tiene tendencia a los juegos de rol, a los disfraces, a asumir personalidades alternativas que actúan las circunstancias familiares y, por supuesto, posee una muñequita a la cual hace depositaria de sus propias fantasías sobre las culpas, la familia, o los niños que muerden el seno que les da de mamar. En Cría Cuervos se produce un parricidio simbólico, aunque es deseado como real. En Mi muñequita los crímenes logran concretarse de manera más pragmática. Pero son crímenes al fin.

La multiplicidad de formas del discurso.

El diálogo de la obra está constantemente interferido por formas sucedáneas del discurso. Así sucede con las “Instrucciones para matar a una madre”, o con el parlamento del padre en el cuarto de baño o con el monólogo – en rigor – diálogo virtual – de la madre con la muñeca, evocando su infancia.

Pero algunos de los momentos en que Calderón dramaturgo elige para estos quiebres son particularmente significativos porque apuntan al quiebre de la teatralidad, refuerzan el carácter no mimético de su teatro, ya subrayado por la puesta en escena definida por el propio creador como una farsa.

En este sentido es ejemplar el parlamento de la nena: “Hola. Gracias por haber venido. Primero que nada quiero decirles que los quiero. Los quiero tanto, tanto, tanto! Bueno, pero tengo que decirles la verdad... No sabíamos si hacer la función de hoy. Por la cabeza. Cuando le duele la cabeza tiene un humor de perros(...) Pensábamos suspender Le juro que pensábamos suspender. No hay nada peor que una muñeca con jaqueca. Sí., sí, pero yo la convencí. Por eso hoy... señoras y señores... ¡¡¡hay función!!!! Con ustedes... mmiiii... mmuuññeequuiiittaaa!!!”.

Del mismo modo funciona el discurso del tío, convertido eventualmente en vendedor de muñecas, quien intenta convencernos de las ventajas de contar con un ejemplar como este que tenemos delante de los ojos: “En esta oportunidad tenemos a la HUERFANITA. Lo último en muñecas. (...)¿Cuántas veces le ha comprado las inservibles barbies?(...) Gracias a los mas especializados colaboradores en materia de juguetería por fin han creado lo que usted y yo tanto necesitábamos: La HUERFANITA... la mejor amiga para su hija. La HUERFANITA... la mejor hija para su hija. Este nuevo modelo trae una innovación en lo que es el relleno. Para hacerlo mas real, no sólo cuenta en su interior con un fino polifón sino con...Y escuche bien...Carne sintética. Pero dejemos el adentro ya que sabido es que lo importante es lo de afuera. (...)Y por si fuera poco, enterados del terrible problema que traen las muñecas que vienen con ojos de diferentes colores, (...) la nueva HUERFANITA viene sin ojos, si usted está interesada en comprarle unos, puede conseguirlos en un set aparte  que trae ojos verdes, marrones y negros. También trae un par especial con cataratas”(...).

Este parlamento, además de confirmar el feroz tono de humor negro que recorre la obra, además de explicitar los vicios de una familia consumista, concreta la idea de la humanización de la muñeca, de esta como proyección de los odios intercambiados por todos y contra todos. La niña es considerada idiota por una madre, cuya metahistoria, la enfrenta a una tragedia propia. Es notable el monólogo en que  mami reconstruye sus navidades y la figura del padre, que le regala el conejito. Notable en su concepción y en su realización actoral.

Pero seguramente lo más interesante a nivel de modificaciones del discurso sea la aparición de un narrador, próximo al final de la obra, quien se encarga de recoger los hilos sueltos de las conversaciones iniciales y procede a recomponer ante los ojos del espectador lo que, seguramente, este ya ha comprendido. Para ello parte de su propia frase “leit motiv”: “no es una herida física, pero duele como si lo fuera”. Para completar esta salida de la teatralidad mimética, más próxima al distanciamiento de Brecht que a otra cosa, interpela a los espectadores sobre cómo marcha el feed back.

Siempre hay más.

Justamente es el personaje del narrador, que opera como una especie de dador, de proveedor de los medios de la agresión (la pistola incluida) quien anuncia en tono casual un asunto apocalíptico: Siempre hay más. En realidad cada vez que creemos que se ha cerrado un ciclo de violencia: el del tío, el del padre con su hermano, el de la madre con su marido y con la muñeca, reaparece otro. Como en “La pradera” de Ray Bradbury los niños eliminan el mundo adulto que los ha destruido y tienden a formar su propio universo. La supuesta idiotez de la niña es estimulada y creada por los mismos adultos que se la echan en cara. La amenaza a la muñeca no es otra cosa que la proyección del deseo de destruir la evidencia de la propia insuficiencia familiar. El tema de la “protección” invocado constantemente, da cuenta de la amenaza como situación básica. La historia de los lobos pone de manifiesto que los seres humanos somos ineficaces a la hora de protegernos y sumamente aptos a la hora de exponernos y de justificarnos. Como decía Hobbes “el hombre es lobo del hombre.” En este caso, la escena lésbica entre la muñequita y la niña, tiene un sentido que va mucho más allá de lo erótico. Si aceptamos la tesis de que la muñeca no es otra cosa que un doble, una proyección materializada de los aspectos negados o de los deseos de la niña (básicamente la búsqueda de protección contra la agresión del medio y el deseo de eliminar a quienes la amenazan), ese abrazo final representa el deseo del yo de fundirse un uno solo. De este modo la escisión de la personalidad se resuelve y la existencia de un objeto sobre el cual depositar nuestros aspectos inaceptables, se vuelve innecesaria. Pero la solución “final” a este drama no cierra el ciclo de la violencia familiar, porque como se ha dicho, siempre hay más.

Una forma de bailar.

Los espectáculos de Calderón son dirigidos por él  (en este caso en colaboración con Ramiro Perdomo) y expresan claramente una línea de actuación que no le debe nada a Stanislavski y sí le debe mucho a la estética del “under” argentino, especialmente a los de Rafael Spregelburd, cuyo magisterio Gabriel acepta inmediatamente. La actuación aparece desestructurada y voluntariamente “teatral”. Es decir, hay una suerte de antinaturalismo que sitúa al espectador no en una zona de identificación emocional si no, más bien, en la conciencia del espectáculo, en la aceptación de la risa sarcástica que encubre profundos dolores. La frontera es continuamente violada, los actores le “cantan”, literalmente al público mirándolo fijamente a los ojos, o exageran sus movimientos con una estética muy cinética, frecuentemente reforzada por la música, a la que ya aludiéramos, y eventualmente por la luz. Un ejemplo de esto sería la lucha entre el padre y el tío ambientada con flashes de luz negra, o el obvio rojo que invade la escena cuando comienza a ejecutarse la cadena de asesinatos. Los jóvenes actores responden a la perfección a la idea y desde este punto de vista, la unidad estética de “Mi muñequita” resulta más compacta que la de “Las buenas muertes”, ya que en esta el elenco era multigeneracional y cada actor llevaba sobre sí su propia escuela y su idea de lo que significa “representar”. Estos seis actores adhieren a la propuesta de la dirección y proporcionan un grupo compacto e inteligente en el que se destacan las mujeres, Cecilia Sánchez, la Madre, María Cecilia Cósero, la muñequita y Dahiana Méndez, la Niña, quien es una constante en los espectáculo de Calderón  y Leandro Núñez en su papel de mayordomo narrador. Lo relevante de estas actuaciones reposa sobre la posibilidad de utilizar el matiz sin tensiones. La siniestra madre (no olvidar el valor sígnico de los colores en el vestuario) siempre fumando o bebiendo pasa de la amenaza al mimo, de la ternura al crimen, de la omnipotencia a la impotencia cuando se enfrenta con sus propios dolores. Cósero desdobla su actuación a través de lo gestual y lo vocal acentuando la idea de proyección interna de la niña y puede explorar los aspectos más perversos y negados, como en la descripción de la fiesta de la escuela donde se ve la “pollera cortita” de la niña. Méndez ya nos había impresionado más que gratamente en “Taurus” y “Las buenas muertes”  y se maneja con comodidad en las escenas especulares con su muñeca, en la ambigua relación con la madre o en la perversa escena con el tío. Que destaquemos algunas actuaciones no implica que Leonardo Pintos o Mateo Chiarino no sean también muy eficaces como el padre y el tío. De hecho la homogeneidad que logra el conjunto es uno de los méritos evidentes de la pieza y de la dirección de actores.

Números y símbolos.

En general el discurso dramático de Gabriel Calderón no es complejo en su textualidad. Generalmente lo que lo exime de la simplicidad es el manejo que hace de las temporalidades, la develación fragmentada de los hechos que se “reúnen” hacia el final. Digamos que, a grandes rasgos, hay una semiótica de lo icónico en los signos escénicos. Quizás la música sea la excepción a esta regla. Pero sin embargo, en algunos momentos el texto se propone simbolizar, abrir espacios al receptor para que éste navegue por algunas incertidumbres. Tal es el caso de una obsesiva relación de números. Acosada sexualmente por el tío que la usa como instrumento de una oscura venganza y la abandona, la niña tiene siete intentos de suicidio:La niña se deprimió en magnitudes jamás vistas, 7 intentos de suicidio! ¡7!”, por lo cual el padre le dará siete disparos al tío. El número siete se reduplica en la suma de los guarismos de los 16 años que tenía la madre cuando se casó con el padre desdeñando al hermano rival que tenía también 16 años: “ El hermano tendría unos 16 en aquel entonces y el tío vio la oportunidad perfecta para la venganza y esperó exactamente 16 años, 16 años. Después (el padre) lo cortó en 16 pedazos, pedacitos, uno por cada año de su hija”

El número siete es uno de los más recurridos simbólicamente en todas las culturas y por múltiples razones. En este caso no podemos evitar la referencia a la edad en que debería operarse sanamente el tránsito edípico, como lo consigna Bruno Bettelheim al analizar la edad en que frecuentemente hacen crisis los personajes de los cuentos de hadas. En este caso la crisis de la niña adviene al advertir, a través de su yo desdoblado, que es una “huerfanita”. Bettelheim aborda también este momento en que se instala la conciencia de abandono u orfandad en niños que sí tienen padres, pero han sido o serán abandonados en el bosque para que los devoren las fieras. El pretexto: no podían mantenerlos. Así le pasó a Pulgarcito, así le pasó a Hansel y Gretel. Y ciertamente la peor orfandad es la de quien tiene padres, pero no. 

La madre a su vez se toma veinte pastillas y dispersa al padre en veinte pozos: “20 años con él, 20 años pegándome Mató al padre. Físicamente también. Y lo corto en 20 pedacitos uno por cada año de tortura juntos”

Estos veinte pozos se suman a los cincuenta en que es dividido el cadáver de la madre y vuelve a obtenerse el número siete por la suma de los guarismos de 70. “Ella está ahora en la oscuridad. En el jardín en 50 pozos diferentes. Un pocito por cada año que arruino mi vida. O mi muerte. En el jardín sus 50 pozos con los 20 pocitos de mi padre más los 16 pocitos de mi tío. Ellos muertos en la oscuridad. Nosotras muertas en la luz”

La insistencia textual en destacar los números, sirve también a una función identificadora de la vida y la muerte. En verdad no hay sobrevivientes reales en la obra porque, como dice la Niña (la muñequita), se puede estar muerto en la luz. Porque más allá de que nos “hayan dormido con todos los cuentos”, como decía el poeta León Felipe, esta vida no es sueño. A veces es pesadilla.

MI MUÑEQUITA (LA FARSA) de Gabriel Calderón, por Kollosal teatro, con Dahiana Méndez, María Cecilia Cosero, Cecilia Sánchez, Leonardo Pintos, Mateo Chiarino y Leandro Núñez. Vestuario de Ana Semino, iluminación de Pablo Caballero, dirección de Gabriel Calderón y Ramiro Perdomo. En teatro Circular, sala 2.

María Esther Burgueño

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