Serie negra

 

Me llamo Philip Mármol y soy detective privado, oficio duro, si los hay. Por un lamentable error de combinaciones aéreas, llegué una noche a este arrabal sudamericano. Estaba en el aeropuerto de Los Ángeles, aguardando un vuelo para Filadelfia y bebiendo ginger ale con un bourbon en el bar. Es lo último que recuerdo. Algo debió suceder para que yo abordase un Jumbo que hizo escala en Curazao, Río, San Pablo y finalmente me depositó -todavía con mi vaso en la mano- en esta desconocida Montevideo. Afortunadamente tenía encima mis últimos doscientos dólares y mi 45 bajo el sobaco. Hechos los trámites migratorios, llené mi vaso con una mezcla de vodka ruso y ron de Jamaica y tomé un taxi en dirección al centro de la ciudad. En el viaje comprobé que mis frecuentes investigaciones en México me sirvieron para dominar un poco de español. El chofer mencionó cosas como "crisis", "chicoria", "pálida" y "dónde vamos a parar" que me hicieron recordar los lejanos tiempos de la Gran Depresión en el Sunset Boulevard. Al llegar, gasté mis primeros veinticinco dólares para pagar ese corto viaje. Añoré mi viejo Packard y me dije por primera vez: ¡qué mierda estoy haciendo aquí!(En castellano en el original)
Tomé una habitación en un hotelucho de la calle Mitre y antes de subir a instalarme compré una botella de whisky, Sólo un trago podía aislarme de la sordidez del lugar. Recordé que en Filadelfia debían estar aguardándome y me sonreí. Me habían pagado por adelantado y aquí estaba yo, gastando a cuenta y a punto de embriagarme nuevamente.
Al otro día, después de ducharme y afeitarme, decidí probar mi profesión en una ciudad desconocida pero que comenzaba a agradarme. Desayuné dos ginn fizz en el "Jauja" (un bodegón folclórico instalado junto al hotel) y me dispuse a alquilar una oficina. Al final de la tarde conseguí una en el único rascacielos de la ciudad, un edificio deplorable llamado "Palacio Salvo", que me recordó un postre helado que sirven en una heladería de la 42 y Broadway. Deposité cien dólares como garantía y cincuenta como alquiler adelantado para el primer mes. Con mis últimos veinticinco tendría que vivir hasta que apareciera el primer cliente.
Jugaba al ajedrez contra mí mismo cuando unos débiles golpes me desconcentraron, justo en el momento en que estaba a punto de darme jaque. Shit -pensé y luego dije: ¡adelante!.
La puerta de la oficina se abrió y una mujer alta, delgada, elegante y hermosa disipó por completo mi interés en el juego. Con felinos movimientos se acercó a mi escritorio y me miró desde la profundidad de sus ojos verdiazulados. Había en su aspecto un esplendor sofisticado y a la vez decadente. Conjeturé que era la esposa de un millonario infiel, del cual quería obtener un rápido divorcio. O tal vez una viuda acosada por los herederos de la fortuna de su marido.
-¿El señor Mármol? -dijo en tono impersonal.
-Sí, encanto, Mármol, Philip Mármol. ¿En qué puedo servirla? -dije, espantando con el pie una cucaracha que corría en diagonal por la habitación.
La mujer extrajo de su cartera una especie de carné y dijo con firmeza:
-Dirección General Impositiva, _Mármol. Muéstreme sus libros.
Mi nariz dió un respingo y sus orificios ventearon un asunto turbio.
-¿Impositiva? ¿Libros? De qué se trata, explíquese -dije, poniéndome de pie.
-Según el letrero de la puerta Ud. realiza una actividad o profesión que puede catalogarse de liberal y afectada a las normas impositivas previstas por la ley...
-Basta, querida -le dije tomándola fuertemente por el talle-. Este asunto apesta. Todavía no he realizado un solo trabajo y ya están fastidiándome con los condenados impuestos. Dígale a su patrón que no le pagaré un mugriento dólar hasta que no los gane.
Le dije eso hipnotizándola con mi mirada gris acero, y cuando estaba a punto de besarla alguien dijo:
-Quieto, Mármol. Suelte a esa mujer.
Me volví y vi a un hombrecillo de gafas sin montura y sobretodo, que sostenía varias carpetas en sus brazos. Estaba sofocado y jadeante.
La dama se apartó con gesto brusco y comentó:
-Es Bermúdez, mi colega de inspección. Se atrasó porque tuvo que subir por las escaleras.
Yo miré a Bermúdez como si se tratara de una rata leprosa. Su aspecto de sicario alcahuete era tan repulsivo como su olor a transpiración. Conteniendo mi natural violencia intenté arreglar la situación con un billete de diez dólares, aunque bien podría haber despachado al sujeto y a la mujer. Fue inútil. Mi empresa no tenía la documentación en regla. Ni siquiera tenía documentación. Labraron un acta, acordaron una multa y redactaron una citación. También estamparon una denuncia por desacato e intento de soborno.
Cuando se fueron, la partida de ajedrez había dejado de interesarme. Bajé y me metí en el primer bar que encontré. 
Media docena de martinis me devolvieron el buen humos.
A tres días de haber gastado mi último dólar el hambre me hacía ver visiones. Si ese día no ganaba algún dinero, por la noche saldría a revolver latas de basura, cuando no a mendigar. Sin embargo, por fin apareció un cliente. Era un hombre maduro, rechoncho y de aspecto triste. Hablaba con acento alemán y sus ademanes eran delicados. Nos presentamos y en silencio lo escuché.
-Estoy desesperado, Mármol. Mi pequeña Katia ha desaparecido.
Su hija -pensé- la niña se metió en líos. Un buen caso. Típico padre desesperado.
-Hace una semana que no se nada de ella, y las autoridades poco han podido hacer. He recorrido los sitios que frecuentaba...
-Clama -dije, experiente en este tipo de relaciones caóticas, típicas de un padre desesperado- explíqueme: cuándo la vio por última vez y en dónde.
-Habíamos paseado por el parque a la una de la mañana y volvíamos a mi departamento a meternos en la cama. Fue el viernes pasado. Yo vivo en Pocitos, a media cuadra de la Plaza Gomensoro.
Caramba -me dije- no es la hija, es la amiguita. Un asunto turbio. Tal vez apareció un amante más joven. El típico hombre maduro abandonado por su gatita adolescente.
-¿Cuándo notó su ausencia? -dije, haciendo garabatos caóticos en mi libreta de anotaciones.
-La dejé un instante para abrir la puerta de calle y cuando volví, la pequeña Katia ya no estaba. ¡Oh! Mármol, de sólo acordarme me desespero. Era una noche tan inclemente. Recorrí cuadras y cuadras buscándola, pero fue inútil. Jamás la volví a ver...
Era la situación clásica. El abandono en un momento de hastío y arrepentimiento. La loca carrera hasta la esquina donde una portezuela se abre y un automóvil arranca raudo hacia la libertad. Unos brazos jóvenes que consuelan y tranquilizan y el final en un motel de la ruta, bebiendo un cognac después de ducharse,
-Cómo es ella, descríbamela.
-Hermosísima, Señor Mármol. Ojos negrísimos, carita delicada, bucles sobre la frente, nariz respingada, afable y saltarina como pocas. Una maravilla, ganadora de varios concursos.
Una muñequita de lujo, modelo quizá. Una típica morocha, menudita pero atenta a todas las artes amatorias. Pobre gordo, pensé, mientras destrozaba mi pluma Parker haciendo trazos insensatos sobre la dura madera del escritorio.
-Tranquilícese, amigo. Yo me encargaré de que su Katia aparezca. A propósito, ¿tendría una foto?
-¡Oh, sí, Señor Mármol! -dijo el gordo con expresión esperanzada, y me tendió una fotografía tomada con Polaroid. Mi pluma se terminó de destrozar cuando contemplé el simpático retrato de una perra Cocker Spañiel gris y negra, acurrucada entre los brazos de mi cliente.
-¿Verdad que es hermosa, Señor Mármol?
-Sí -dije secamente, a punto de estrujar el retrato hasta hacerlo papilla-, y mi tarifa por encontrar a Katia son veinticinco dólares por día, más la bebida.
El gordo recuperó su foto y se encogió de hombros, perdiendo su mirada en el vacío.
-Olvídelo Mármol. Por ese dinero compro veinte cachorros recién nacidos. Le agradezco su atención, buenas noches.
-Hagamos diez dólares en total, si se la encuentro -retruqué, mientras mi ex cliente desaparecía.
Al borde del coma por inanición, al otro día vendí mi famosa "45". Apenas si obtuve el equivalente a treinta dólares y una dolorosa sensación de vacío bajo mi axila izquierda. Pero por fin pude comer y saciar el apetito de búfalo que me consumía. En ese pintoresco lugar llamado "Mercado del Puerto" engullí dos "parrilladas" y media completas y cuatro litros de vino tinto. Recuperadas las fuerzas, volví a la espera de nuevos clientes.
Los días subsiguientes no mejoraron las perspectivas de mi negocio. Me visitó gente extraña con propuestas desconcertantes. Un grupo de dirigentes de un club de fútbol (que nosotros conocemos como soccer, y es el deporte más popular en estas tierras), vino a contratar mis servicios para que les encontrara un número nueve guapo, goleador y barato. El dueño de una agencia de publicidad, preso ya de la más atroz depresión, me imploró que recuperara la totalidad de sus clientes, los cuales había perdido en su totalidad en el término de seis meses. Un comerciante que vendía a crédito me propuso una comisión por cada cuota que lograra cobrar, siempre y cuando yo amenazara de muerte a sus deudores. Todo aquello era pura basura, por lo cual preferí seguir jugando al ajedrez y destrozando lapiceras contra la madera del escritorio. Finalmente acepté una propuesta de una emisora de radio local. El trabajo consistía en investigar en plena calle, interrogando a los lugareños, qué radio escuchaban. Sin embargo mi cliente no aprobó mi método de amenazar con romperle las piernas a quien no me diera la respuesta correcta. A los dos días fui despedido.
No aparecieron más clientes. No pude pagar más el alquiler de la oficina y la abandoné. Fui echado del hotel por mal pagador. Gasté mis últimos dólares en beber quince grappas con limón (típica bebida autóctona). En mi primer noche de vagabundo, una razzia terminó por arrojarme violentamente a un sucio calabozo. El encuentro con los polizontes me recordó mis buenos tiempos en Los Ángeles. Sus modales, también.
Los malos tiempos no duran para siempre. Ahora tengo una ocupación decente que me permite seguir subsistiendo. Vendo papeletas para la "Zona Azul", especie de parking extendido por todo el centro de la ciudad. Es un oficio duro, pero comparado con el de investigador privado, es un juego de niños. Trabajo de lunes a viernes y gano cuatro pesos por cada boleta que vendo. Según mis cálculos deberé vender más de seis mil quinientas para poder pagar mi pasaje de regreso a Los Ángeles. Lo que más extraño es el ginger ale con bourbon que preparan en el bar del aeropuerto.

Hugo Burel 
"El humor está de Feria". Editado en 1983

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Burel, Hugo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio