Richard Piñeyro |
Una poesía esencial por Luis Bravo
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Fue un poeta íntimo y apasionado, de un lirismo afincado en lo cotidiano y algo alejado de las postulados estéticos de su generación. Había nacido en 1956 en Montevideo, y tenía apenas diecisiete años cuando cayó preso de la dictadura militar. Los maltratos recibidos en el Penal de Libertad donde permaneció hasta 1980, debilitaron su salud física y mental, pero no consiguieron apagar su inteligencia y su capacidad creadora. Integrado al grupo de jóvenes poetas reunidos en Ediciones de Uno, publicó 9x1, Quiero tener una muchacha que se llame Beba, Cartas a la vida, El otoño y mis cosas. Luego de su suicidio en 1998, Vintén Editor publicó su libro póstumo Palabra Antigua. DE LA PROMOCION QUE comienza a publicar en los años ochenta, la poesía de Richard Piñeyro es de esas que salen al mundo con el alma desnuda, sin artificios verbales, con un algo de sino trágico como tocado con sordina. Hay en ésta una lucha cuerpo a cuerpo entre la muerte y la esperanza. Y hay un soñador que, atravesado por el golpe brutal de la represión (que vivió en carne y alma propias) tienta la energía luminosa del que cree. En ese peliagudo sacudimiento es donde se instala su poesía. A diferencia de quienes escriben para bucear en la locura, Piñeyro escribía para regresar de ese lugar. Su búsqueda está entre las cosas que hacen a la maravilla sencilla del vivir. No pretende expandir su "yo", sino que expone la imperiosa necesidad de reencontrarlo, de saberse parte del mundo:
y yo tan luz cansina De allí la permanente tentativa de erguirse ante la "horrísona soledad", como él mismo definiera su paisaje interior.
Esta piel negra De esa misma época, otro ex compañero de celda conserva el manuscrito de lo que sería su primer libro, aún inédito, titulado Poemas dentro de ella. En 1982, ya integrado al núcleo de poetas de Ediciones de Uno, publica cinco textos en una serie colectiva de plaquetas (9x1) junto a quienes en ese entonces integran el grupo: Héctor Bardanca, Daniel Bello, Agamenón Castrillón, Luis Damián, Alvaro Ferolla, Francisco Lussich, Magdalena Thompson y Macachin. Tras casi nueve meses de arduas discusiones en torno a un original presentado por Piñeyro al taller de discusión interna de Uno, se publica finalmente Quiero tener una muchacha que se llame Beba (1983). El título proviene de un verso del argentino Julio Huasi, a quien los integrantes del grupo leían con devoción por aquellos años, y con quien se entrevistaran en 1985, a su paso por Montevideo, meses antes de que él pusiera fin a su vida. Pero no sólo el aire barrial y rezongón de Huasi, sino también el uso piadoso del diminutivo de Juan Gelman, el Vallejo dolorido de Poemas Humanos, la humildad de un Líber Falco, el ritmo cortante de Idea Vilariño, el desencanto irónico, burlón, de Macachín, y hasta la imagen lúdica, sorpresiva de Humberto Megget, quien tanto le fascinara, tienen cabida en los versos de esta primera etapa de su producción. En lo temático aparece, obsesiva, la dialéctica de la luz y lo sombrío. Este rasgo remite tanto a lo social como a una más universal condición existencial, de "hombre en el tiempo", señalamientos que pueden leerse conjugados en este par de versos:
La vida fue leer los versos de Antonio Machado. La referencia a la vida sufrida y expoliada del obrero, es recurrente: "los del cielo negado que no sabe de estrellas"; "pariente de la harina de sol a sol! amasando pan "; o este otro que parece inspirado en el Lazarillo de Tormes:
se pasó el día A su vez la dignificación del barrio humilde viene de la mano de la evocación infantil de la cocina familiar
Mis sueños o por la conversación de boliche
Usted y yo, compadre En lo intimista la dialéctica de luces y sombras trastoca a veces sus valores habituales (el sol puede verse como símbolo de desolación, la nocturnidad como lugar de encuentro) y crea esos paisajes interiores que tanto le caracterizan:
hay alguien deshojando sueños junto al estanque de la
noche; o algo más surreal como |
mi pecho: un desierto donde el sol es un reptil que vende coca-cola La búsqueda de una identidad sagrada del mundo, y de la propia existencia, aparece en Cartas a la vida (1985), libro entrañable para muchos lectores de mediados de los ochenta, vendido como pan caliente y sin reedición. Allí se toma todas las libertades del género epistolar: imita el habla en un mano a mano con sus interlocutores más queridos, ironiza, reflexiona, se divierte enviando cartas a eminentes filósofos, inventa otras que se envían entre sí sus personajes. Utiliza el "lugar común" de lo poético y juega al borde del sentimentalismo, consciente de que la coartada confesional permite esa aparente "sinceridad". Y va de lo personal a lo colectivo, desde su pasión por las mujeres y la ironía de sí mismo ("Yo las miro a los ojos e intento seducirlas; pero como soy negro y feo no me dan pelota. Pero no es ese el objetivo. Yo busco un diálogo de pájaros") hasta la afirmación de que la utopía revolucionaria pasa por el encuentro de cada uno consigo mismo ("enfrentarse sin escudos al vértigo, a la terrible maravilla de mirarse a sí mismo"). De allí que la soledad y el "dolor de estar vivo" sean vistos como un aprendizaje sin el cual no puede vivenciarse la solidaridad con los otros. El dramático laberinto sin salida de la locura también aparece lateralmente: "Caminar es morirse muchas veces. Uno puede morirse de luz, de pan, de noche y aun de dolor. El problema empieza cuando uno no puede morirse nunca". Cuando se pone en pintor del alma humana, el claroscuro reaparece: "Toda persona es un arco iris. Tiene sus colores. Hay algunos que tienen los colores de un amanecer, otros en cambio siempre atardecen, atardecen ". Piñeyro, que había sido llevado a la locura durante los siete años de tortura en el Penal de Libertad, envejeció prematuramente, e hizo suya la sabiduría de mirar al mundo desde el lugar del que se va. Desde allí escribe sus dos últimos libros, que conforman una segunda y última etapa de su escritura, una etapa de consolidación. Se asume entre los que "atardecen", y su estación es el otoño. Así el último libro, que se iba a titular "Quizás hojas", finalmente fue El otoño y mis cosas (1992). Su libro póstumo, recientemente editado, se inscribe, desde el título, como un lenguaje que viene desde el pasado, Palabra Antigua (1998). En ambos se revela un mayor dominio del ritmo en versos largos, una decantación menos coloquial y de lenguaje más universal para su lirismo metafísico, y sobre todo, una radical honestidad para mostrar el desgarrón esencial, para decir su arrebato desde una distancia que le permite verse desde fuera: "encontrarme profano, distante, olvidado, lejano". Ahora Piñeyro busca una reconciliación con lo perdido para sí, en el contrapeso de la plenitud de los otros. Puede verse en el epígrafe de El otoño y mis cosas, elegido con minuciosa claridad, en versos de Sarandy Cabrera, que dicen: |
defiendo la alegría de los que me rodean En el último poema de ese libro la identidad herida transmuta a una filosofía que hace del morir una inmolación en nombre de la vida misma:
Lo más bello de la vida |
Es en ese arder en sí mismo donde Piñeyro, el hombre y el poeta, se redime, y logra traspasar, victorioso, su drama personal, al cuerpo textual de la poesía. Si bien el manuscrito que dejara en manos del editor Daymán Cabrera tuvo varias idas y vueltas, es visible que el primer poema de Palabra Antigua, va por la misma senda:
Rostros, rostros, que prometo defender |
Lo que no obtuvo en vida, Piñeyro lo crea en su mundo verbal, que es su adarga y su cable a tierra, su más profunda compañía, su espejo virtual. No es casualidad un verso como "Mi hija juega con los trapos que el sol da a los hombres". Los hijos que no tuvo, y que tanto deseó, son sus poemas; algunos están, a su vez (como aquellas cartas apócrifas) dirigidos a un hijo símbolo de la vida que continúa, la de los otros, a quienes apuesta más allá de su propia existencia, ya conscientemente cercada por la muerte. El epígrafe de su manuscrito es de Cervantes, y concluyente: "... y como dicen, váyase el muerto a la sepultura y el vivo a la hogaza ". Si en su lucha interior la oscuridad lo fue ganando, Piñeyro remontó con hidalguía su fe; fe en los otros que siguen en la vida, pero sobre todo en sus poemas, en los que quiso arder. Y en ellos dejó su esencia. Verano - por Gustavo Wojciechowski |
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EN UNO leer poesía en público siempre fue una especie de causa común. Leíamos frecuentemente en espectáculos y en su mayoría creo que lo hacíamos bastante bien, tal vez por una vocación natural para la poesía oral, tal vez por simple entrenamiento. Al principio a mí me molestaba un poco como leía el Negro Richard. Alguna vez le marcamos alguna cosa, sin embargo el Negro terminaba haciendo lo que se le venía la gana y chau. Leía con voz baja y pastosa, llenita de tabaco... con el tiempo me di cuenta que su forma de leer tenía pila que ver con su poesía, y claro: con su vida. Agarraba embalaje por la bajada y se leía todo, rapidísimo... como si quisiera terminar de una vez por todas. Tenía un ritmo impresionante. Se equivocaba o se caía, como si el poema anduviera con sus piernas flojas: y tosía y se atragantaba y seguía de largo, sin parar. Ahora, incluso, recuerdo que casi no hacía pausa entre poema y poema, tal vez sólo unos pocos segundos para tragar saliva. Lo extraño. Me acuerdo que una vez nos enojamos por una estupidez, como corresponde. Peñarol/Cobreloa y reunión en lo de Agamenón (Castrillón). Estábamos discutiendo si publicábamos o no un libro. Richard y yo ocupábamos -como muchas veces- algo así como los extremos de la discusión. Claro, teníamos estéticas muy distantes. Yo había prendido la radio bajito, de fondo, y obviamente que cada centro al área me distraía. En una me puteó de arriba a abajo y apagó la radio. Era una cuestión de honor, de compromiso. Al final decidimos no publicar el libro en cuestión... tampoco pude escuchar el gol de Morena en la hora. Dice Miguel Ángel (Olivera) que Richard era uno de esos 10 comilones, que en el Penal no la largaba ni aunque le dejaran las canillas llenitas de moretones. Nunca lo vi jugar al fútbol. |
Incluso tengo que esforzarme para recordarlo jugando o embromando con choteces, como que no tenía descanso. Era un romántico empedernido, de los que se ponía a llorar por un verso. Se enamoraba fácilmente. Era tímido. A veces se quedaba largo rato con un gesto como de enojado, las cejas apretándole los ojos, callado.., y de repente, algo lo tocaba y empezaba a hablar sin parar. De poesía o filosofía, ya los ojos chispeándole... o con la alegría descomunal de haber encontrado un verso. Obviamente. Fumaba como loco, también sin descanso. Agarraba el cigarro delicadamente, con la puntita de los dedos. Nosotros a veces le tomábamos el pelo, le decíamos que era un marica. El se entrompaba, cosa que no le costaba demasiado ya que era un negro jetón. Prefiero seguir jodiéndolo, diciéndole que tiene un nombre gringoide o dándole con un caño por un poema flojo, o afirmar rotundamente que Las cartas a la vida es un libro imprescindible. Era frágil. Era muy frágil. Lo habían hecho pelota, meticulosamente y con dedicación. El que lo trajo al grupo fue Ferolla, recién salidito el Negro. Era medio raro en Uno, en ese grupo de raros. A él no le interesaba en lo más mínimo romper los cánones clásicos, mientras que a la mayoría era lo único que nos interesaba. Nos uníamos en lo marginal, todos un poco desaliñados y peleadores, y él con su influencia española y su conciencia política y su orgullo de clase. Era un poeta barrial. Hablaba de los tallarines con tuco, del vino salpicado de estrellas, de los transparentes, del otoño. Siempre al borde de la cursilería, como El Sabalero en el canto popular. A veces estaba de este lado del acierto, y otras del otro. Pero cuando le embocaba era como una paliza de ternura. Su primer libro (Quiero tener una muchacha que se llame Beba) fue el primer o segundo material en ser discutido verdaderamente en el grupo, y por lejos el que más se discutió. Los anteriores libros salieron de parto natural, pero el de Richard fue terrible. Discutimos cada poema, cada verso. De la eficacia de tal o cual imagen, casi que dependía la edición del libro. Hubo peleas feroces. Casi se va al demonio la integridad del grupo por la inclusión o no de un poema en el libro. Todos estábamos seguros que tenía poemas brutales, pero algunos también creíamos que el libro no terminaba de redondearse en su estructura. Con el tiempo me di cuenta que él no podía con las estructuras, que apenas nos tiraba por la cabeza deslumbres de belleza, encandilado, enamorado. Hoy puede parecer descabellado habernos pasado nueve meses en ese despiadado análisis.., sin embargo, fue totalmente nutritivo para el grupo, lo terminó de unir, lo consolidó (bueno... después de soportar esas discusiones, no nos íbamos a ir así como así). Richard siempre se estaba yendo un poco. Cada tanto desaparecía por completo, al poco tiempo nos enterábamos que estaba internado otra vez. Nosotros sentíamos o vislumbrábamos su zona de riesgo, su fragilidad... pero nunca atinábamos a hacer algo, no sé ni sabíamos qué. Creíamos o queríamos creer que siempre volvería -aún más flaco y con las manos inseguras- a sus picadas habituales: por el local de Uno, por el trabajo de Daniel -a veces pasaba sólo para leerle un poema, luego se iba como si nada-, por lo del Çabeza o por lo de Magdalena... la amaba... fraternalmente, espiritualmente, poéticamente. Creo que lo afectó mucho la desarticulación de Uno, más que a nadie. Quizás perdió definitivamente el lugar donde sintonizarse, donde discutir de sus cosas y el otoño, encontrarse... él se encontraba en Uno. Era el club donde se cobijaba, el espacio del no-tiempo. Fuera de preocupaciones. Sus preocupaciones no eran materiales, eran esenciales... filosóficas. Era incapaz para los horarios, para las tareas administrativas o los controles. Una vez se encargó de las librerías, fue terrible. ¡También nosotros!... encargarle ese "trabajo": estábamos tan desajustados como él. Poco antes de morir me llamó por teléfono y me contó que Daymán Cabrera le iba a editar un libro, pero tenía dos y no sabía cuál entregarle. Quería que se los leyera y decidiera por él. Quedó en pasar por el estudio, obviamente nunca me los trajo, ni siquiera sé si realmente existían dos libros o uno solo. Un poco antes me había traído unos cuentos -otra vez el tema de la estructura, dominar la situación, llevar las riendas-. Recuerdo claramente como empezaba uno: "El verano no tiene compasión de seres melancólicos como yo". |
Luís Bravo
El País Cultural
17 marzo 2000
Editado por el editor de Letras Uruguay
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