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Prólogo de "Pedro Leandro Ipuche - Selección de prosas"
Domingo Luís Bordoli

 

Hay algo de único tanto en la poesía como en la prosa de don Pedro Leandro. Algo nada raro pero único y verdadero. Si ponéis una serie de cajones o casilleros por el camino de un niño es casi seguro que empezará a puntapiés con todos ellos. Los amontonará, luego, y se subirá encima como a un trono. A poco tendrá también la ocurrencia de meterse dentro de uno solo de esos cajones y quedarse un minuto tan tieso allí, como una gallina que pone un huevo.

De esta manera es la prosa de Ipuche. Es y no es: crónica, historia, memorias, fábula, cuento, autobiografía, crítica, estampa, entretenimientos, relato de viaje, artículo, ensayo. Con la añadidura de que su prosa no es prosa, o al menos su autor no la reconoce como tal. A sus 70 años, luego de haber recordado su producción en verso reflexiona en Hombres y Nombres de este modo: "No he dejado, por esto, de hacer prosa. Fernanda Soto, Isla Patrulla, El Yesquero del Fantasma y los Cuentos del Fantasma, son libros de lo que se acostumbra llamar prosa".

"Yo, profundamente no creo en la prosa. Creo, con exclusividad, en la poesía."

"La prosa que no alcanza vibración poética, no existe."

"La poesía es quien confiere categoría y permanencia."

"La buena prosa suele ser más poesía que los versos.

Aun mucho antes, cinco lustros más o menos, hablándole a sus treintaitresinos sobre Isla Patrulla, decía: "Declaro que no soy novelista ni podría serlo".

"No poseo esa paciencia del escritor artesano que, bajo el rigor constante de un plan vasto, acumula antecedentes, madura personajes y describe con interés y entretenimiento."

"Admirable familia de la que hay acabados modelos."

"A mí me gusta la narración interior vivaz, es decir, el hecho atravesado. Contar las cosas con propiedad entrañada." (El Yesquero del Fantasma)

Aunque alcanzan estos testimonios propios agregaremos el de Sabat Ercasty porque adiciona un matiz particular: "Su prosa casi no lo es. Tiene la emanación de una cosa conversada, llena de nervio y de firme dinamismo interior. Sus narraciones son historia novelada, crónica que se exalta en la memoria del aeda; de ahí, su sabor de rapsodia".

Acá se ha dado con la calificación exacta. Sobre todo en las dos primeras obras, y más que nada en la segunda. Isla Patrulla, el lector experimenta, en efecto, un "sabor de rapsodia". Encantadora y sombría Isla Patrulla, nos sobrecoge con el peso de la vida misma: cuchillito trapero de la fatalidad clavado en una vista donde el campo se había hecho plétora. Cuando terminamos su lectura se nos vino a la mente, de súbito. Crónica de Muniz, con mayor músculo y menor encanto, pero de análoga respiración trágica inolvidable.

Continuando ahora con la alegoría del niño y los cajones, debemos decir que cuando Ipuche prefiere mantenerse dentro de la casilla de un género, realiza, por ejemplo, cuentos impecables, con hechos y personajes insólitos pero verdaderos. Así podrá comprobarlo el lector leyendo "Arturo Santana", "La Yaguaretesa", "Tata Roque", "Severiano" "Goyo Mentira", "La ovejita monja", por citar sólo ejemplos indudables. Y como veremos, se repite este caso en géneros como la biografía, la crítica literaria, la crónica, el ensayo y el relato de viaje. 

1. El niño

Don Carlos Sabat Ercasty ve en Ipuche al mismo tiempo, a un vasco, a un gaucho y a un indio. Y si esto es verdad cabe agregar aún un cuarto personaje: el niño.

Sin necesidad de recordar sus libros de versos, desde su primera obra en prosa Fernanda Soto vemos aparecer no sólo el mundo recordado de la infancia; se es la infancia. Y todo un saber de hombre y una industria de artista se han puesto a su servicio para rescatar la maravilla que veían los ojos del niño de entonces. "¡La vieja sorda! Juré que no habría de morir, desde entonces me puse a soñarla. A despertarla con mi niñez".

Para quien ha sido eterno amador de lo fusionante, para quien no puede respirar más que en la diafanidad, y ha identificado el pensar con un estado mudo de asombro ante el cosmos; para quien ama las cosas hasta querer ser ellas mismas, y vivir es un grito de júbilo porque vivir es ¡vivir!, la edad del embeleso, productora incesante del gozo y, en cada instante, llena, y a desbordar, tenía que ser ineluctablemente el alma y el cuerpo de toda esta obra.

Nosotros hemos advertido que casi siempre, cuando por imposición del tema, Ipuche se ve obligado a contar algo donde el hombre huele mal, casi ni quiere contarlo. Va sobre ascuas. Lo da por contado. Mira sólo con el rabillo del ojo, y se asusta. Le importa muy poco que la obra flaquee en ese instante. Es que no puede sentirse a sí mismo delante de una porquería. No puede ser él. Clarísima prueba de que estamos delante de un diáfano niño firmamental.

Hay, sin embargo, seres que no puede olvidar. Y que, estamos seguros, deben molestar hasta ahora su sueño. Son los poseídos por un horror esquiliano, por una satánica atracción del abismo: la bruja ciega Bruna Méndez, por ejemplo. También aparecen con mucha frecuencia los matreros en los relatos de Ipuche. Pero aunque sus crímenes son feroces hay un coraje en ellos que no podemos menos de admirar. Y aunque sea por este único rasgo los sentimos y queremos nuestros.

He aquí las frases que ha confiado Ipuche a sus amigos del pago:

"No me importa. Seguiré siendo el niño de siempre."

"Ya lo he dicho y cantado. El niño debe crecer indefinidamente. No hay nada más triste y mortal que un hombre con minúscula."

"Los que atesoran curiosidad trascendente y sutil sentido, han conservado al niño."

"Dije en cierta ocasión una frase en broma que hoy la creo de veras."

"A mí me cuida el ángel de la Guarda, porque nunca he dejado de ser niño."

Esta adhesión a la infancia es tan total que Ipuche parece no querer hacer una selección de recuerdos.

Todos parecen interesarle, hasta los nimios: una escena familiar piscatoria, por ejemplo; una picazón de bichos colorados, la caída sin consecuencia desde un petizo de baqueteo. El acento de verdad que poseen es innegable, pero orientan malamente hacia escenas capitales en las que, por ellas sí, la narración se justifica. "Francamente, mi sensibilidad se presta a toda suerte de infantilismos", confiesa en Chongo.

Queda sin embargo el acento, el sabor de lo que ha sido verdaderamente vivido. Puede extrañarse el lector de la frecuencia con que aparecen en la obra de Ipuche sus seres familiares: abuelos, padres, tíos, hermanos, particularmente la hermana Juanita. Con todo, ni de su obra en verso, ni de su prosa, surge el intento de componer una autobiografía. Esos seres familiares y él mismo están como marcos de la narración, o testigos. Infunden cordialidad, contento, lirismo.

2. Los romances

De todo lo que ha escrito Ipuche en prosa: Fernanda Soto, Isla Patrulla, seis de los Cuentos del Fantasma y la Quebrada de los Cuervos constituyen, para nosotros, el núcleo más sólido, más poético y musculoso.

Las dos primeras obras consiguen un efecto que se parece al de un golpe. El lector queda perplejo ante ese relámpago de la verdad, hallada en la vida, no en los libros. El estilo, en ambas, es el de un poeta. Pero el de un poeta que cuenta; y no que canta recurrente, circulatoriamente en la impresión. Aquí, la efusión es al mismo tiempo narración. Por ejemplo:

Un sabia casero andaba siempre, detrás de la madre, dando saltitos. "Cuando mamá cosía, ese chiche vivo del caserón, jugaba como un niño, en el sube y baja del pedal, dando píos de regocijo."

Las imágenes comparativas asaltan la descripción, pero la refuerzan y singularizan. Así este rostro de Fernanda Soto: "Embalada su cabecita en un pañuelo vernáculo, salía su cara como una cáscara. Cara mantecosa, no arrugada, sino vuelta trocitos y patas abiertas de insectos, con ojos mojados de agua final. La nariz blanda y grande, y una boca sumida, pelada y aceza". Advirtamos la audacia: ¿cuántas veces hemos oído decir nosotros "boca pelada"? Y sin embargo el adjetivo es exacto, fuerte, castellanísimo.

Veamos ahora un rasgo de humor. Hay en la plaza del pueblo un esperpentoso monumento a Lavalleja. Y el autor categoriza asi: "Ni que decirlo, las charreteras del general eran dos nidos de horneros".

Estos ejemplos no deben hacer suponer al lector que Ipuche escribe con una "voluntad de estilo''. Cuando esto ocurre, la vestimenta de un escrito se percibe como encorsetada y no suelta. En Ipuche las palabras salen como halladas y no buscadas. Veámoslo con este ejemplo: "En la punta de abajo había una tuna muy visitada por nosotros cuando se pezonaba de higos maduros, como una diosa india, y cruelmente desvalijada por los blanqueadores que le arrancaban sus paletas para ponerlas en las latas de cal y agua". Ningún estilista refinado ha de aceptar el comienzo y la terminación de esta frase. Habrá sí de escoger la hermosa imagen central. Ipuche lo ha dado todo en una ráfaga de "cosa vista", con un contorneo de vida circunstancial sobre la planta. Y nos parece mejor.

Fernanda Soto es una breve obra que se ilumina toda cuando ya en la última página los ojos del lector ruedan sobre una sola frase. Esa frase salta como una brusca fulguración que opera hacia atrás y os ilumina de cabo a rabo toda la obra. Se queda ésta, entonces, absolutamente misteriosa. No creemos exagerar si decimos que, por un momento, permanecemos como atontados ante la pasmosa reflexión general sobre la existencia a la que, conminatoriamente, nos ha empujado aquella frase. Es un efecto de estupor espléndido.

Isla Patrulla pone en circulación un más trágico soplo. Es una obra a la que el lector tiene siempre deseos de volver. No sólo por su fuerza y frescor en las palabras, sino por la gente tan sana y tan buena que — ¡bien verdadera! — come, ríe, charla, trabaja y cabalga sobre estos campos. Ese Ezequiel Cruz. .. ese Hermógenes. . . esa Adelina. .. Claro que esta historia

ha sido vista por un niño, aunque el autor nos dice que lo vio todo un año antes de casarse. La obra huele siempre a pasto con rocío que empieza a calentar la mañana. Hay también este vaho inmortal: "Buey que vi en mi niñez echando vaho un día". Pero sobre este radiante mundo se desploman dos fatalidades: una, no puede menos que provenir de un dato real, increíble y verdadero. La otra, acusa un mayor tránsito literario.

Lo que nos agarra es esto: la felicidad imposible pese a la bondad inalterable, en medio de la suculencia de un mundo verde, en torno, que se os da por entero, casi comestible.

En cuanto a la técnica, no hay aquí más técnica que la del corazón. El es el que hace saltar al autor de un lado a otro. Se nota su apremio; que pasa al lector. No hay una frase que esté escrita en frío. Cuando esta tensión acierta léense verosímiles exageraciones como éstas: "La noche con su majada selenita y sus macuines íntimos, ya no existía para mí".

"A nacer con el día."

"Atravesé el patio y sorprendí las barras del cielo, coloradas, como enjambres de lacres."

"El lucero se sostenía tan imperioso y atento sobre la atonía de la naturaleza, que miraba."

En cuanto al modo de composición más o menos típico de una novela, Ipuche parece no querer conocerlo ni apreciarlo. No quiere ser enlazado. Y hasta prefiere ingenuidades como éstas: "...Al no verlo movido en el principio del drama, ustedes me preguntarán ahora por don Floro, el capataz de la estancia". Mal pueden recordar los "ustedes" (lectores), a una persona cuyo nombre ha sido omitido y que hasta el propio autor ha olvidado.

Estas dos primeras obras fueron definidas por Ipuche "romances en prosa". Admite el diccionario una definición muy lata de "romance" como composición poética escrita en idioma español. Es desde este único punto de vista que la clasificación de Ipuche puede ser aceptada. Y si ha preferido tamaña vaguedad es porque ha querido salvar su intención principalísima: que se vea en sus obras un producto sólo elaborado por estados propios de la poesía. De este modo invalida cuanta objeción pueda levantarse con arreglo a exigencias generadas por cualquier tipo de prosa narrativa.

3. Su Treinta y Tres

"Escribe sobre tu aldea y serás universal." León Tolstoi ha escrito esta frase. Es el mismo hombre que ha escrito Guerra y Paz, la más grande novela del siglo XIX. Si dijéramos esta frase a uno de nuestros jóvenes escritores de veinte años, estamos completamente seguros que le haríamos sonreír; y acto seguido nos miraría con compasión. En esta época de navegaciones hasta la luna, de marxismo ecuménico, de cibernética, psicoanálisis, angustia existencia!, compromiso, cine sueco, cultura anglosajona, atomización humana de la urbe, sexo, crimen, Vietnam, Cuba; y de amenazas atómicas sobre inminentes revoluciones continentales y conflagraciones mundiales; en esta época tiene toda la apariencia de ser un consejo canalla, o por lo menos estúpido, el que ha brotado de la pluma de Tolstoi.

Sin embargo, lo que entre nosotros se ha escrito en verso o en prosa bajo el influjo de los tópicos mas actuales, es un mero reflejo sin profunda necesidad, es un estudiantón reflejo sin ninguna originalidad, es un ridículo reflejo de lo que se escribe, se graba, se lee y se filma en otras partes. Y hasta el escribir bien se ha prohibido con estos espasmódicos reflejos. Y hasta parece estar prohibido. En una polémica, Francia Jeanson ha reprochado a Camus que su estilo tiene el defecto de no presentar ninguna "baba de existencia". A lo que el denunciado replica con esta ironía: "Entendamos que escribir bien consiste en privarse de existencia, en alejarse de la vida a la que sólo podemos acercarnos mediante fallas de sintaxis, lo cual es la señal de la verdadera pasión".

Contrariamente a ciertos consuetudinarios macaquismos, las evocaciones y relatos de Ipuche, Julio Da Rosa, Eliseo S. Porta, y José Monegal sobre sus respectivos pagos — para nombrar sólo los escritores en permanente actividad — han ido logrando comunicar una fisonomía pasada y presente del país, una vida y alma del campo del que material y espiritualmente nos nutrimos. Este tipo de literatura no escandaliza, no da tampoco lugar a la polémica, no hace ruido; pero penetra lenta, poco a poco, igual que esas lloviznas despaciosas que son las más benditas por la tierra.

"Declaro que nací en Treinta y Tres, cuando era un pueblecito de pocas viviendas y mucha gracia." Y no deja luego de recordar los cacareados natalicios de los que proclaman haber visto la luz en Florencia, Atenas, Burgos o París.

"Bueno. Yo quiero que sepan y me lo crean. Tengo el orgullo y la alegría de haber nacido en un villorio silvestre de corta edad" — replica. Nacer en un pueblo que nace es asistir al nacimiento de todas las cosas y, sobre todo, a la necesidad de que ellas existan. Nunca más cordial y más visible el vínculo del hombre hacia el hombre.

"Toda mi vida lleva el aire de esta región querida" — agrega. ¿Cómo poder olvidar el primer sitio y el primer momento en que nos dimos cuenta que nuestros ojos miraban el mundo? Y más aún si la vocación electa como hombre actúa retrotrayéndole hasta la transparencia de los asombros primeros.

Cuenta, sin embargo, este diálogo con un amigo escultor que había triunfado en un concurso cuyo tema era un episodio nacional. Después de ese exitoso contacto con la patria, sin pensar dos veces, el escultor decide un viaje, y dice: —"Me voy a París con Bourdelle. Quiero hacer bien estas cosas".

Y he aquí la contestación de Ipuche:

—"Hermano, metete Uruguay adentro, a buscar gauchos, si queros "agarrar" la raza". Y el recuerdo de este diálogo se acaba con su siguiente convicción:

"Esta ha sido la vigilancia reguladora de mi poesía.

Cuando he intentado realizar algo vivo, durable y humano, he venido a Treinta y Tres".

¿Y qué es lo que allí ha venido a buscar; una memoria, una presencia, una euforia de infancia, un origen de sí? He aquí unas líneas delicadísimas de Santiago Dosetti (febrero de 1958) cuando escribe a Ipuche:

"Hace poco, realicé una experiencia conmovedora, al enfrentarme a lugares del Olimar — eventuales en mi niñez de campesino desarraigado — a los que encontré físicamente inalterados. Ni las aguas, ni los vientos ni los hombres habían conseguido modificarlos. Las mismas colinas arenosas, ligeramente curvadas antes de llegar al río, moteadas de sandías. Las mismas casas grises y espaciadas, aproximadas entre sí por el canto caminador de los gallos. Memoria más que presencia. Como si fuera un retrato del lugar y no el lugar mismo."

"Si hubiera dado un grito, el antiguo y largo grito convencional, acaso hubieran salido de las aguas —agitados por los juegos, con la cara morada de las pitangas— todos los muchachos del pago y de la época recordada." "Ahora, ante Caras con alma las sensaciones son aproximadamente las mismas. Los hechos, los seres están iguales. Iguales y presentes como si recién amanecieran. Húmedos de rocío inicial. (...) Uno se siente frente a los acontecimientos narrados, pero la voz y el índice orientador le llegan por la espalda."

Todos sus recuerdos de Treinta v Tres entran a su prosa, a su verso, a sus pasatiempos, crónicas, cuentos y relatos de viaje. En todo lo que ha escrito Ipuche hay, por lo menos, como una orla o marco autobiográfico.

4. Autoanálisis

—"Mira, Pedro: a vos sólo te lo digo..." Cuando a veces, después de media noche, empezaban a cantar los gallos y llorar los perros, entre los "¡juera!; ¡juera!" del viejo Floro, le escuchó Ipuche como viniendo del otro mundo, una tras otras estas palabras:

"gritan... dispacito. .. las ánimas.. ." — empapadas de astrales silencios y muertes vividas, momentáneamente borrado el límite con el más allá. En nota al pie, melancólicamente, pone el autor esta frase: "Por aquí se puede llegar al "gauchismo cósmico" que siempre hemos cantado y que tantas bromas fáciles nos ha valido".

Si es posible a todos sentir la sustancia de una noche, así como decimos sentir la sustancia de algo comestible; ya no lo es tanto sentir la sustancia de una vida de hombre; y aún la mucha más tenue y abstracta de una raza.

Pero la manera más propia de gustar la obra de Ipuche es darse cuenta que ha sido escrita por un "gaucho intimo"; en él quedó transformado el gaucho áspero de ayer. Y este gaucho íntimo, fiel a todo lo suyo, tanto en la vida como en los libros, ha logrado sentirse como una antena de la raza.

"No, no, no. Nuestra estupenda raza es algo más que ese montón de pendencieros, de tarados, de guerreros y de cigarrones de enramada que a cada momento nos presentan los escritores fáciles y sistemáticos que han ofendido al gaucho!"

''Nuestra raza es sustancialmente poesía moral." Es imposible ver a nuestra raza dentro de nosotros si no nos hemos acostumbrado a un punto de vista — hasta convertirlo casi en un órgano — que Ipuche, con voz gaucha, llama la "Lejura". Se amplía así en el tiempo nuestra visión, como paralelamente se dilata nuestra sensación si la dejamos inundar por cualquier espectáculo cósmico.

Con lindo orgullo de ser uruguayo nos habla Ipuche de Selva Márquez, a la que siente nuestra por su aliento subterráneo, telúrico o subconsciente. Y entusiastamente nos promociona así: "El Uruguay trae desde sus orígenes destino universal."

Esto no quiere decir que otros pueblos no puedan pensarse a sí mismos del mismo modo. Pero, pasado el "Modernismo", y contra él — por lo menos desde los tiempos de José Vasconcelos con su "Raza cósmica" — el americanismo, el indigenismo, los criollismos buscaron en lo telúrico y cósmico su originalidad literaria. No se rechazaba lo regional, pero se lo quería hacer vivir más allá de sus fronteras. Era, como decir, una crisis de crecimiento o de mayoría de edad.

A Ipuche, en este sentido, las cosas le salieron bien. Claro está que no puede convencer a todos. Y asi, le oímos decir: "Sé que el destino de mis cosas es tremendo. Por lo que percibo, o se me quiere todo o se me niega absolutamente. Hasta con sana "voluntaria". .. Es que la sinceridad hace mal... Hay tanto simulacro", tanto engaño, tanta buena educación, que uno resulta "inaguantable". Como vemos, no es un momento de buen humor éste que está viviendo don Pedro. Ha empezado a escribir: "Es tremendo (...). Pero nosotros, que le conocemos, y hemos mantenido cordialísima charla en su casa de la calle Justicia, le estamos viendo; le estamos viendo, sobre todo, patentemente el rostro. Hay un estremecimiento con pestañeo en sus ojos. Hay una mano — es la derecha — que va hacia ellos, convulsa, cual abanico que se despliega.

Este "tremendo", viene de su candor; y aunque se crea engreimiento, este "tremendo" proviene de una fe y una generosidad que él ha prodigado sin sentirse, del mismo modo, recibido. Por otra parte es una palabra muy usual en su conversación. Don Pedro "tremendiza" y "genializa" muy de continuo; y, sin embargo, pocas veces hemos estado en presencia de un crítico tan excelente. Bien puede él decir con Sarmiento: "Yo he vivido en el éxtasis permanente del entusiasmo".

Cuando escribe sobre "El nativismo uruguayo" que logró imponer junto con Silva Valdés, recuerda sus primeros afanes de entonces, de un modo que será en él modalidad permanente: "tentar la expansión informante" para que el asunto desarrolle desde adentro "su mensaje sinfónico de expresividad". En efecto, su verso o frase, no sólo siempre son muy suyos, sino que no vienen del comercio que las palabras hacen entre si, sino de un "dentro" que podría considerarse como una pre-natalidad de la expresión. Hallada la palabra, ésta brota como una mecha encendida que necesita para producir explosión la atmósfera de afuera. Pero siendo ella quien dicta su apuro y su fuerza a la frase, ésta muestra una torsión peculiar. Su apariencia musculosa es lo primero que se percibe. Lo segundo su pigmentación: está en esas palabras que parecen haber tomado por asalto su sitio sobre el color ordenado de las otras.

¿Qué es lo que ha buscado con esta originalidad expresiva? El mismo nos lo ha dicho: "desatar cierta ionización lírica para coronar la faena raigal de nuestra seña poética". He aquí que, sin quererlo, hemos dado con uno de los tantos ejemplos de eso que llamamos pigmentación de su estilo: "faena raigal". Contempla el lector esta extraña pareja, y queda un tanto asombrado. Algunos la encontrarán "bizarra"; otros, tras una dubitativa oscilación craneana procurarán comprimir una sonrisa. Ya nos ocuparemos de esto. Pasando, ahora, a los aspectos más profundos de su nativismo, define Ipuche: "Se podría decir que en lo gauchesco hay humanidad, y en lo nativo, mística racial".

Concluye diciendo que, a diferencia de Silva Valdés, sería lo más lastimero para él "adquirir un discípulo". Puede estar don Pedro tranquilo en eso. No quiso él imitar a nadie, y no hay quien pueda ser menos imitado. "Es tan Ud. mismo..." Le escribía Gabriela Mistral. No hay sólo asombro en esta expresión. Antes le había dicho: "Desconcierta Ud. al principio''. Gran verdad. No hay relamido que no se erice un poco ante estas "atropelladas de Ipuche" (Borges).

5. Crítica y narración

Su crítica puede derivar hacia el recuerdo literario o hacia el ensayo. Como narrador estricto lo vemos superiormente en los Cuentos del Fantasma. De tal obra hemos seleccionado seis relatos.

Lo que le gusta de la crítica son cualidades como éstas: penetración simpática, revelación afirmativa; revelar la esencia oculta de la expresión; el crítico, en fin, como intermediario trascendente, "puesto entre lo visible y lo invisible, en la zona de fusión de la ausencia con la presencia".

¿Se trata entonces, de revivir personalmente una obra, o de ayudar al autor construyendo una paralela vía de acceso hacia esos objetivos trascendentes e invisibles? No sé si la malevolencia puede llegar hasta pensar que la crítica, concebida de este modo, se convierte en un "pretexto" para una nueva exposición de sí mismo. En Ipuche, las cosas están muy lejos de ser así. Su primer acierto ha consistido en escribir sólo sobre los libros que le han gustado. No será nunca un crítico profesional. Pero cabe aquí — y va por nuestra cuenta — advertir que tanta "mulatería" juvenil encaramada en la crítica y que cree enseñar a escribir a los demás, no está haciendo otra cosa que una autobiografía disimulada de su única — y estrechísima — forma de concebir las obras. ¿Puede utilizarse más de pretexto un libro, si decimos de él que no está escrito tal como nosotros lo hubiéramos concebido y compuesto?

He aquí una muestra del estilo crítico de Ipuche al pensar en el capítulo inicial de El hombre de ¡a pampa de Supervielle: "Se ha venido a la tierra con los vaivenes, los vientos y las desataduras del mar conmocionado de aguas anilladas y resilbadas, como rebaños y tropeles y ponchos y tumultos de gauchos invisibles a galope desdoblado" Supervielle la ha sentido como una página "infinita y generosa". Se observa en esta frase que el idioma ha entrado en estado de ebullición. Alguien podrá afirmar que no es éste el lenguaje de un crítico sino el lirismo de un poeta. Sin duda. Pero el lector que puede leer completo este estudio en nuestra colección, no dejará de advertir qué atisbos, iluminaciones y también, precisiones del mejor Supervielle, han quedado recogidas en estas fruiciones de agua y tierra.

La visión crítica de Ipuche tan amiga de las profundidades, tiene asimismo gusto por lo ocurrente y por lo travieso. Veamos este ejemplo tomado de su conferencia sobre Jorge Luis Borges: Luna de enfrente es la misma caja de asunto-, más decorativa y numerosa... Desparramo tintinador de versitos limpios..."

"Por aquí es por donde se puede acechar y acertar a Borges".

"Borges tiene una manera de ser menuda y trascendente. {Te agarré, duende!)".

Como vemos don Pedro venía persiguiendo una definición. Se trataba de dar con una manera de ser. ¿Lo menudo puede estar al lado de lo trascendente? Ahí está cierta modalidad de la poesía de Borges, para ejemplificarlo. No es nada raro encontrar exclamaciones personales, jirones de conversación y diálogos caseros en cualquier momento de la prosa de Ipuche.

Hombre "sin vidriera", entusiasta, familiar; cada vez que sale a la calle, sale con "casa y todo".

Como narrador tiene esto de bueno: todo lo que cuenta parece haber sido vivido. Vivido primeramente, y revisto después. Mucho tiene que hacer aquí el recuerdo tanto en la selección de figuras y casos como en el decorado y tono emocional. Es, por supuesto, una selección de vida. No puede descontarse el caso frecuente en que la historia sólo de oídas ha llegado hasta él. Mas en su recreación ha puesto el autor una simpatía desbordante.

Agreguemos este otro incentivo: las personas que allí aparecen no sólo son auténticas sino que hacen cosas curiosas. ¿Cómo se le ocurrió a la madre de Arturo Santana lo que se le ocurrió?; ¡Qué espléndido personaje es ese negro viejo tata Roque! ¿Quién podría suponerlo así? Pero el que se nos graba indeleble es Severiano con su disparatada terquedad. Aparecen allí hombres tan raros como Goyo Mentira, y animales tan sorprendentes como la ovejita monja.

Este mundo narrativo de Ipuche es absolutamente personal, como todo lo suyo. Encuadra perfectamente dentro de la comarca de nuestra narrativa gauchesca y campera, a la que amplía sin presuponerla.

6. Ensayo e historia

A un libro suyo pensaba Ipuche ponerle como título Dos de bastos, porque estaba presentado en doble manera: en prosa corrida y en contrapunto. Lo había destinado a ser "baraja de pasatiempo". Es este libro el que hoy lleva por título Alma en el aire. De su calidad podrá hacerse el lector una idea con sólo leer los cuatro primeros breves ensayitos de los cinco que hemos recogido. En dicho libro aplícase a muchos temas, pero con visión de poeta filósofo, y el efecto final de coherencia es de tan hermosa rotundidad como el que nos deja, por ejemplo, Isla Patrulla. En esta última hay una unidad de emoción. En Alma en el aire se desprende una unidad de pensamiento.

Todo muy firme siempre en Ipuche. Pero ¿por qué no? todo fluyente, familiar, travieso, cordialisimo. Como de antemano sabe don Pedro que no hay persona más puntual que un pedante, previénese del caso al representarlo en un interlocutor.

No una vez, sino varias, debe oír el autor asentimientos tan burlones como éste: "Por algo te das a cada rato título de indoamericano militante". Pero don Pedro, impávido, se declara sin más ni más indigenista: "Nos debemos a una cruzada de indigenismo, para ser un destino universal". Para las ocasiones en que las ironías arrecian, allí van, en réplica, estos dos ¡hurras! a Zapicán. En El yesquero del Fantasma, sin dubitativa alguna bebemos, como un cordial, esta embriagadora frase: "Desde Zapicán somos cancha de francos prodigios". Para que no se piense que esta frase fue sólo un instante frenético sin ninguna ulterioridad, recordamos esta otra escrita 16 años después en Hombres y nombres: "Tuvimos así la conciencia indígena uruguaya que se corporizó — intencional y armada — en Zapicán".

¿Que todo esto puede ser fruto sólo de una beoda imaginación? Aquí está Rivera, en un documento de 1824: (...) "son los charrúas unos restos preciosos por su oriundez, pero (ahora) detestables por su carácter feroz" (...)

¿Que amar lo uruguayo; y, segundo, estar contento de serlo, significa sólo sentar una nulidad para acompañarla de otra más deplorable? Pues bien, sería cosa de decírselo a Artigas: "Los orientales son los primeros que han entrado a la inmortalidad de América" — en carta a Sarratea, de 1812.

En consecuencia, Ipuche no es un historiador de profesión, pero ha sabido muy bien asesorarse y ha pacientemente leído y rebuscado. Desde 1943, por ejemplo, ha pensado, primero como atisbo psicológico y, después con autoridad de documentos, que Artigas no fue un asilado sino un prisionero del Dr. José Gaspar Rodríguez de Francia. Al cabo de su argumentación confesamos que, si con sentimentalismo un poco teatral nos gustaba aquella imagen de Artigas, mártir voluntario — influencia sin duda de La Epopeya de Zorrilla de San Martín — nos gusta mucho más ahora este Artigas prisionero, a quien se engrilla preventivamente aún después de haber muerto Francia en 1840.

"Y tengo mi cultura ganada con brasa y paciencia" — escribía don Pedro hace más de 40 años. Y con qué generosidad la ha vertido gratuitamente, en libros con problemas de venta y difusión, sin más apoyo oficial que el deducido de un premio anual escaso y asimismo problemático. A esta regla de pagar sus propios libros se exceptúa La Defensa de Paysandú que costeó la "Sociedad la Criolla, Dr. Elías Regules". Como pórtico digno de la heroicidad homérica y dantesco dolor que va a evocar, hace Ipuche esta admirable confesión:

"Colorado y Batllista como me siento, tuve la valentía de despojarme de toda limitación partidaria para interpretar el asunto con limpia mirada oriental."

De sus retratos de personajes históricos como Gorgonio Aguiar, Florentino Cabrera y Juan Rosas, hemos elegido la semblanza de este último para nuestra selección. Juan Rosas fue el sobreviviente postrero de los Treinta y Tres.

Alguna vez ha hecho Ipuche investigación documentaría por su cuenta. Es la que sostiene su página histórica titulada "El milagro de Montevideo". En general ha propendido más a la interpretación humana que a la reconstrucción histórica. Pero no ha dejado de ser bien sensible al encanto de esta última. Lo dice así: "recuerdo con qué angurria y regocijo leía de muchacho las "páginas sueltas" del viejo Cuestas, de Isidoro de María y aquel perfecto artesano de la narración histórica, Víctor Arreguine".

"Así vale la pena. Tales hombres, vistos con pasión desinteresada, realizaron tales cosas. Esto — que parece una anécdota — provocó tan magna decisión. Casualidades, golpes de audacia, indecisiones, lluvias, sorpresas, vientos, nacimientos, ocurrencias, esto que no se sabe, aquello que ni se vio..."

"Un verdadero historiador en su arregosto de narrador o rapsoda, debe contar con esas minucias tremendas que vienen a ser para la historia una equivalencia de lo que resultaba para el conocimiento lo "imperceptible" de Leibnitz".

7. "Mi castellano"

Ahora sí, con este tema dejamos la adormecedora carretera hormigonada y entramos, de pleno, al "camino de las toscas''. ¡El castellano de Ipuche!... sabemos que es su orgullo; aunque para algún tipo de lectores impresiona como desvarío y escándalo. Cierta vez que disertó en las ondas del Sodre contó esta anécdota de su primera juventud. Estaba conversando con un sacerdote. Como la tarde era fría y el niño tenía, naturalmente, su gorra en la mano, el sacerdote le dijo: "cúbrase". Y se quedó enseguida pestañeando alelado porque el niño, después de escuchar esas palabras, en vez de cubrir su cabeza, se hincó.

—¿Pero qué hace?

—¿No me dijo que me cubriera?

Inútil es rebuscar hasta en diccionarios etimológicos una acepción del vocablo que estuviese concorde con el acto del niño. ¿Cómo pudo entender de tal modo la palabra "cubrirse"? Ipuche no nos ha podido dar una explicación clara, pero la relaciona, sin duda, con el idioma que oía en su niñez. Todo esto es, reconozcamos, bastante confuso.

En compensación, Ipuche no tiene ninguna duda en cuanto al lenguaje que paladeó en los días de su Treinta y Tres. Zumos del siglo de Oro tuvo en la boca, entonces. Palabras como éstas: "dejuramente, lo truje, ansí, se ha rompido, anda mal del celebro, la melecina, anque", palabras analfabetas, sabrosas, de aquel más puro tiempo cenital de la cultura española. Al evocar dichas voces y los fogones, escribe

Ipuche esta frase: "Porque en repetidas ocasiones, me ha parecido estar en compañía, no ya de personajes familiares de Cervantes, sino del mismísimo don Miguel, de Santa Teresa, de Luis de León, de Quevedo y hasta de ciertos aparecidos de la Picaresca; — al hallarme de visita en ranchos y caserones de parientes lejanos —allá por las sierras ariscas de Treinta y Tres .

Sin embargo, pese a este leal cariño don Pedro no ha escrito nada en sostenido lenguaje gauchesco. Precisando más: a cada dos por tres brota en su estilo una expresión que nos hace decir: esto no viene de libros, viene del campo. Pero pocas veces aparece entrecomillada la palabra o la frase; y ello porque no era necesario, porque si bien han sido halladas en el campo, provienen de la más áurea plenitud del idioma. Nunca se lo agradeceremos bastante. Leyéndolo, uno aprende a ser de aquí; de donde es. Se recupera un alma nuestra, y criolla. Y con la alegría de que está bien, y si ya no lo es; ha sido hermosa. Todo ello sin anacronismo, sin monería, sin desplantes. Apurando mucha cultura, aquella que confirma en vez de arrancar, la raíz.

Pero ya dijimos que andamos por un camino de toscas y es necesario presentar el vehículo del idioma en sus zangoloteos, barquinazos, sacudones; también quizá en algún tumbo o vuelco. He aquí unas muestras del lenguaje "bizarro" que, parapetados, miran los gramáticos llenos de horror; he aquí las metáforas incongruas, los tremebundos neologismos que suenan como pedradas en los oídos de seda y brisa de alguna aterciopelada crítica:

"Esto es de una grandeza cerrante", hablando de Ducasse.

"A Espínola se le halla más como mojadura que como expresión", en un comentario sobre Raza ciega; y de apropiar nuestro símil, la crítica podría ver aquí un barquinazo con vuelco.

"Después, salieron como llamados por un avieso soplo oculto, los Consejos y los Colegios.

Y tuvimos jefes de agrupaciones frenantes y sacerdotes de amanse", al hablar de la domesticación humana en Alma en el aire.

Otros ejemplos: "conservando (la mujer blanca) el fuego que vio chispear y efundir de los peñascos heridos y de los leños rozados en cruz dentro de las oquedades líticas"; — se está hablando, como se ve, de la mujer, en tiempos bastantes remotos.

Comparando invenciones, la rueda o el lenguaje: "Mucho más meritorio que armar una rueda y utilizarla, es producir y perfeccionar un lenguaje jeroglífico que toca en lo fonético; sobrepujando en hieratismo y riqueza oculta y experiencia a nuestros mismos idiomas, al ligar el signo escrito con su carácter naciente y su excarcelación glósica".

Expresiones como ''lítico", "glósica", "hiperdúlico", "fúsil", etc. y participios de presente como ''continuamente", "frenante", "cerrante", frecuentan sin duda alguna su prosa. Aun puede admitirse que hace el autor un abrupto empleo de ella.

Pueden ser éstas las "rugosidades de peñasco" que le viera Sabat Ercasty, quien juzgó allí también la frase "crespa y barroca", y muy diestro en el análisis señaló este conflicto fundamental del estilo de Ipuche: la persistencia llana del campo vive luchando con la fuerza de la cultura, con la retórica afiligranada. "Es así como la palabra brusca y plebeya, de cimarrona dureza gaucha, se enamora y se ensambla al léxico de bruñido linaje".

Pues bien, bien. Que marchen juntos un "abran cancha" y una "excarcelación glósica". No será del gusto de todos, es verdad. Pero ¿cómo no darse cuenta que con los brazos del vasco y del gaucho, con la salud del viento campero y la ebriedad transparente de un poeta se ha hecho este estilo? Estilo añoso, estilo de prensil euforia y que transparenta a cada paso su musculatura.

¡Y qué propiamente suyo es este estilo! Su mayor lección es, para nosotros, que tantas veces — como dice el mismo don Pedro — "nos hemos vuelto faraónicos con el susto y el culto de las palabras impuestas".

Para terminar, la obra en prosa y en verso de Ipuche nos parece, desde su primera hora, esforzada y culminante en un propósito exclusivo, que él ha sabido llevar a cabo como el mejor: es la de hacernos sentir en oriental, la de enseñar a serlo. Oriental sin regionalismo alguno y sin cómica paranoia nacionalista. Con dolor y cariño, con temor y con ansia, sin quitarle el aire a nadie, este sentimiento identificador trasciende de lo patrio — aun amándolo filialmente —, y se hace telúrico enigma humano sin fronteras.

Y si toda obra dictada por la emoción deja siempre un margen... para la ironía, la crueldad y el olvido, vaya en contra, entonces, este otro nuestro de admiración creciente y gratitud tardía.

Domingo Luis Bordoli
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 127
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968

Texto  escaneado y editado por el editor de Letras-Uruguay Carlos Echinope Arce - echinope@gmail.com

 

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