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Prólogo a
Motivos de crítica
de Osvaldo
Crispo Acosta ("Lauxar")
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Osvaldo Crispo Acosta fue conocido entre nosotros, más que como crítico
literario, como el profesor que ininterrumpidamente enseñó durante
cincuenta y siete años. Un mundo de anécdotas circula aún en torno de su persona y, con el
paso de los años, la gratitud de sus alumnos ha llegado también a ser
legión. Si bien sabemos que esto último puede discutirse, lo que
conjura las dificultades y en una voz reúne las contrarias, ha, sin duda
alguna, sido el esplendor moral de su carácter. Fue éste el único sol
— nos parece — que ha alumbrado su largo camino hasta el fin. Con todo, es preciso reconocer que no está sola la opinión acerca de
su misantropía. Uno de sus alumnos más ilustres —los tuvo
numerosos— el Prof. Eugenio Petit Muñoz recuerda con dolor y miedo un
episodio ocurrido en 1913. Por motivos de solidaridad el grupo de
estudiantes a que Petit pertenecía creyóse en la necesidad de declararse
en huelga cierto día. Este hecho resultaba a Crispo particularmente
irritante por considerarlo masificación rebañega. La situación agravóse
a raíz de un equívoco incidente: estando este grupo de alumnos en el
patio, resultó que otro —desavenido con Crispo Acosta desde el año
anterior— inició contra éste, cuando encaminábase a clase, una
aguda rechifla. Pudo haber confundido el profesor las responsabilidades,
o fue la siguiente de presentarse este grupo que integraba Petit sin
estudiar a Vigny. Vigny era uno de los ídolos de Crispo. Lo cierto es
que, al término de la clase, el profesor se desató en improperios
circulares en torno a un tema que era el del Hombre en general. Recordó
las peores definiciones al respecto: "Porque Taine dijo que el hombre
es un gorila lúbrico y feroz". Y entre los autores acompañantes
aparecía, como era de esperarse, también Schopenhauer. Acto seguido,
exaltó Crispo la grandeza del que se alza contra todos, solo; y para
pasar sin más ni más del dicho al hecho, comunicó que se "sentiría
muy honrado si los estudiantes determinaran no asistir más a
clase". Hoy, a medio siglo de distancia, y habiéndole nosotros
conocido en su ancianidad, este episodio nos parece francamente risueño.
Pues declaraciones de esta índole, si no con el mismo fuego, eran tan de
su hábito, tan de su bueno y mal humor, que, en sus conocidos, se daba a
menudo la tentación irresistible de suscitarlas. Nos cuesta creer que quien se pasó 57 años
enseñando —faltó en
todo ese tiempo sólo 18 días por enfermedad— tenga que ser
forzosamente caracterizado por su aislamiento desdeñoso. Claro —ya lo
hemos dicho— que su humor era un problema. Y más aún: un enigma.
Bien puede haberle ocurrido lo que a tantos descendientes de familias y
nombres prestigiosos que habiéndose educado, por "habitat" y
como por herencia, disfrutando jerarquía, delicadeza y respeto, no se
avienen a que éstos sean desconocidos, luego, cuando tienen que
adelantar solos por en medio de nuevos aluviones humanos. Crispo Acosta fue cada vez más renunciando a la
lucha dentro de las
instituciones en que podía alternar, y a las oportunidades en que podía
ser elegido. Decididamente las desdeñó una y otra vez. No obstante, la soledad en que se recluyó no fue creadora. Su obra crítica
más o menos sostenida termina en 1929 ó 1931. ¿Qué le condujo a este
abandono? Ya viejo, y melancólicamente, nos dijo: "Barreiro me
publicó un libro" —no precisó cuál era — "¿sabe cuántos
ejemplares se vendieron? 17, mi amigo". Cabe decir aquí que este
hombre altivo no era de los que ocultan sus reveses o dejan de aceptarlos.
Por lo menos, nosotros le vimos reír de su ridículo
en el siguiente caso: estando cierta vez frente a la puerta de una
confitería, y mientras nos empecinábamos con el "Pase Ud.,
primero", contó que en otra oportunidad, trabándose con un amigo en
la misma absurda cortesía, acabó él por echarse a retroceder, sin
percatarse de un desnivel del piso por donde cayó y se fracturó una
pierna. Contaba esto riéndose con tan buenas ganas, que se reía hasta
con los hombros. Sus libros —a los que suponía menos leídos de lo que
fueron— por un pudor y dignidad que le impedían toda mención al
respecto, quedaron abandonados a su propia suerte. Para la generación
siguiente fueron inhallables. Todavía alguna vez se les puede encontrar
en una que otra biblioteca pública, cruelmente mutilados por los
estudiantes. A ellos están consagrados, sobre todo los
primeros. Puede también
citarse otro lector no nombrado: el profesor. Y aún más, un tercero: el
crítico. Dicha finalidad didáctica no tiene por qué imponer por sí
misma lo trillado, lo fácil, lo pueril. Para convencernos de lo
contrario, aun siguen vivas, en ese orden, las obras de Émile Faguet. Y
creemos que algo semejante se había propuesto Crispo. Pero un libro para estudiantes debe poseer, además de su transparencia
y orden expositivos, una firme definición y exaltación de los valores
formadores del carácter. No basta comunicar la emoción de un autor, es
necesario considerar también adonde conduce, qué papel hace, cómo
repercute en ese otro mundo futuro de instantes en que se ha de ganar el
pan con el sudor de la frente, y se han de hacer hijos con el propósito
de no arrojarlos —como Rousseau— a la Inclusa. Enfrentar al autor
con este contorno era para Crispo un acto de verdadera alegría. El rápido
entusiasmo juvenil entraba, entonces, a vacilar de su propia
vehemencia. Si hay un momento para vivir en la llama, debe haber otro,
ineludible, para situarla en la historia. Ni la crítica literaria ni su
enseñanza pueden permitirse —bajo pretexto de hacer sentir la vida—
la productividad en masa de sonámbulos. (Véase en este volumen el
estudio, en su aspecto moral, de Rubén Darío que reproducimos según su
ampliación en 1945). Pero cuando estaba delante de aquellos valores
que, en la propia combustión del arte acrisolan la ejemplaridad de sus
fines, entonces Crispo Acosta acumulaba todo el soplo de su entusiasmo y
el peso de su experiencia. Si mostrábase crítico contundente muchas veces, más en sus
conversaciones y clases que en lo que publicaba, no era, sin embargo,
insensible al culto del matiz. Bien conocido ha sido su gusto por Anatole
France. Con todo, este espíritu de fineza perceptible en el análisis de
las ideas, de las facultades y emociones, no se ve tan claro en el
estilo de sus escritos. Creernos que escribía como hablaba, porque a
menudo sus páginas nos traen el eco de su conversación. Le preocupaban,
en su indagación, sobre todo las motivaciones de una obra; y en la
exposición, casi únicamente la claridad. Fue ésta la palabra que más
habitualmente y más fruitivamente le oímos pronunciar. De las páginas que se leerán seguidamente, destaca Rafael Altamira
los estudios consagrados a Rubén Darío y a Palma, sintiendo que el
intento de Lauxar no es sólo "exponer un juicio sobre los autores
sino dar al lector la idea justa de una literatura". Y Crispo Acosta
puedo hacerlo "porque se encuentra en posesión de un excelente
gusto artístico y de una gran erudición en la materia". Gustavo
Gallinal, que ha elogiado casi todos los estudios de Crispo —exceptuando
el de Reissig—, encuentra también reparos para dos que hemos incluido
en la presente recopilación: son los referidos a la poesía gauchesca y a
los caracteres generales de la Literatura Hispanoamericana. El prof. Héctor
Rico juzga como uno de los puntos más altos de la labor crítica de
Lauxar el estudio sobre Rubén Darío, y "de consulta
imprescindible" para todo el que aspire a conocer debidamente este
autor. En la revista "Hispania", entre 1929 y 1931, publicó Crispo
comentarios críticos sobre Azorín, Antonio Machado y Bécquer.
Posteriormente, en el N° 185 de la "Revista Nacional", mayo de
1954, publicó un nuevo y muy considerablemente ampliado estudio sobre
Antonio
Machado. Es el que recogemos en la presente recopilación. Una tarde, en
su casa, a tiempo que nos entregaba un ejemplar del mismo, nos dijo:
"Este es un hombre" —masculló refiriéndose al poeta español-—
"cuya vida y cuya obra me han interesado siempre”. No quiso agregar
nada más, y nosotros percibimos en su mutismo brusco y bronco el efecto
de una confidencia interrumpida. El ensayo sobre Bécquer, también
considerablemente ampliado y aquí reproducido, ocupó a Crispo hasta sus
últimos días. Fue publicado
en los Nos 215
y 216 de la "Revista Nacional". Hay en él momentos de admirable
agudeza crítica, entre los que escogemos aquél que señala la conciencia
lúcida y al mismo tiempo de par en par enigmática, con que el sevillano
buscaba por las flotantes modulaciones de la asonancia el timbre justo en
el que trasponía su entidad de gnomo musical. En cuanto al nombre "Lauxar" que figura como seudónimo de su
obra, ha sido hallado por D. José Pereira Rodríguez en "La Guerra
de Granada": "... en un barrio que llaman Lauxar en el medio de
la Alpujarra". La misma comprobación ha sido hecha por Esther de Cáceres
que, con más segura convicción, afirma: "En las remotas páginas de
"La Guerra de Granada", encontró el doctor Osvaldo Crispo
Acosta este hermoso nombre de Lauxar con el que firmaría todos sus
ensayos de crítica..." Conocimos a Crispo Acosta sólo en sus últimos años. Y mucho nos hizo
pensar aquella su manera de vivir y de acercarse a la muerte tan
solitariamente. En su casa —según nos dijo— llegaba incluso a no
hablar con la persona que le servía, ni para pagarle el sueldo que, en
fecha y hora fija, dejaba en una mesa. Se pasaba casi todo el día
leyendo. Una vecina joven que podía verlo desde su ventana nos contó que
aquella cabeza enteramente blanca permanecía inmóvil días enteros,
delante de un libro sostenido por un atril de metal ajustado al brazo de
la poltrona. Sin embargo, en sus últimos años, estaba muy poco contento
con lo que leía. En cierta tarde que lo visitamos nos señaló unos
treinta o cuarenta libros puestos en ringla sobre su escritorio. "Si
los quiere, se los regalo todos. No valen nada" —dijo—. Eran
libros modernos, de prestigio más o menos ruidoso. "Yo me pregunto
¿qué es lo que se puede leer de bueno, hoy?"
Y preguntaba con vivo interés pero no disimulado escepticismo,
subrayando ese "hoy" como una calamidad de la que había huido,
para siempre, todo hálito de talento o de grandeza. Uno no se explicaba,
entonces, aquella necesidad casi permanente de consumir literatura
actual. Pero en este hombre de una sola pieza, eran los contrastes, sobre todo,
lo que no sin cierta complacencia él mismo hacía sobresalir. Aun en
sus días de mayor gloria (1930-35), cuando dictaba sus célebres clases
que fueron llamadas "misa de once", dirigíase en estos términos
al simpático, desbordante, admirativo auditorio juvenil: "¡Oh!,
si yo enseñase cocina... no habría tanta gente, no". Casi todo el anecdotario de su vida se ha
desenvuelto en torno de
este humor. No es raro que no fuera siempre entendido por los
estudiantes, cuando permanecía también para sus colegas sin explicación
precisa. ¿Era una manera de sentirse libre, de proteger su soledad; o
por el contrario, de suscitar con sus expresiones rotundas la respuesta
viva y franca de la que tenía necesidad para saberse algo más que
venerado?
¿Era quizá una expresión de su ascetismo, como de hombre, sensible sí,
pero nada crédulo en cuanto a los afectos de los demás y de sí mismo?
Este no querer ligarse a ninguna otra vida, lo hacía aparecer como
ignorante de los cariños largos, retenidos y extraordinariamente bellos
que solía inspirar. Nada quizá —incluyendo las letras— amó más en su vida que la
honradez. Su cara tenía, en estos últimos años, una expresión de
asombrosa pureza, comparable a ésa que suele verse alguna vez en la
fisonomía de ciertos pensadores. Su mirada sin indignación ni
curiosidad, sin imperativos ni ruegos, pero muy viva, era la absorción en
sí mismo de quien ha quemado todas sus naves interiormente, y en lo
exterior deja ver sólo el silencio en que el espíritu ha quedado. Una vitalidad juvenil le asistió hasta sus últimos días, proveniente
más que de su cuerpo del combate sin término —sin duda horrible pero
varonil en extremo — de su corazón. En su día postrero — lunes 19 de marzo de 1962 — alguien, próximo
al atardecer, le ofreció un libro dedicado y recibió dé inmediato una
reprimenda. "Las dedicatorias deben ser: para Fulano de tal, Fulano
de Tal. El resto es siempre mentira". — así dijo, y sonrió luego
con bondad. Acto seguido se marchó a su clase. Habrían transcurrido de
ella unos quince minutos, cuando expresó que no le era posible continuar
hablando. Levantóse, intentó llegar hasta la puerta pero sólo logró
dar unos pasos. Allí mismo, ante la mirada atónita de sus alumnos,
estalló y desplomóse a sus setenta y ocho años, aquel corazón
salvajemente libre, fuerte, puro y solo.
¿Por qué han sido no tanto
poco leídos cuanto casi nada comentados los estudios críticos del Dr.
Osvaldo
Crispo Acosta? La primera razón, a nuestro ver, es que el autor
adelantaba a sus lectores su propósito modesto de escribir sólo para
los estudiantes. De aquí a que fueran considerados como meros "apuntes
de clase", mediaba un paso tan absolutamente fácil para el público
criollo presumiblemente culto, que todo el mundo lo dio casi sin pensar en
ello. En segundo lugar contribuyó a esta escasa
resonancia de sus escritos
el espíritu altivo y pudoroso del profesor. Elogiaba por justicia; censuraba por justicia, y no hubo quien le viera
nunca alzarse en vilo y cerrar los ojos, como en una pérdida de
conocimiento, ante la irresistible belleza de una obra. Por el contrario,
razonaba sin paz sus entusiasmos. Los palpaba del derecho y del envés.
Los situaba en la vida, para probarlos en resistencia. Les ponía
piedras en el camino. Los contrariaba. Les hallaba límites dentro de los
cuales, exprimiendo, soltaban ellos aún el zumo de oro de una convicción
que se hacía, entonces sí, inexpugnable al cambio y a la edad. No
sorprende entonces que su obra crítica muestre, desde su comienzo a su término,
el mismo carácter, los mismos gustos, el mismo tono y hasta el mismo
estilo. La impresión primera que un lector puede recibir de sus escritos es la
que se desprende de una seguridad y robustez de pensamiento. Es la de un
hombre que ha estudiado bien, y se ha echado luego a pensar por su cuenta.
Desde que empieza a escribir sabe perfectamente adonde va. No necesita
de muletillas como la de tender los brazos de una cita a otra; no quiere
mostrarse un prodigio de erudición; no busca hacerse un sitio en una
corriente, en una escuela; no halaga o desestima en base a un cálculo de
futuro personal. Discute, afirma o niega, pero no polemiza. A esta primera
sensación de robustez se agrega otra, casi siempre hermana: es una
nitidez de visión. Leyendo cualquiera de estos estudios obtenemos sin
esfuerzo la significación propia de cada autor. Podemos agregar cosas,
podemos suprimir en algún análisis pormenores destinados al estudiante.
La fisonomía del autor permanece invariable. Leemos, por ejemplo, el
estudio breve consagrado a Don Francisco Acuña de Figueroa. Es ameno,
vivaz, matizado y conciso. Leemos allí algunos versos plenos de humor y
picardía. Nos vienen deseos de conocer algunos epigramas, letrillas,
epitafios más de aquel viejecito cobarde y burlón. Pero ya sabemos de
antemano que no ha de cambiar ni la imagen ni el juicio que Crispo ha
hecho de él. Tomemos, ahora, un ejemplo más difícil, su largo estudio
sobre Reyles. Está escrito con entereza, y firmado en 1917, cuando el
novelista hallábase aún en plena producción. Crispo no sólo acierta en
dividir la obra de éste en tres etapas, sino como lo afirma un
especialista actual de Reyles, Arturo Sergio Visca: "esa misma división
admite ser completada con el agregado de una cuarta etapa que culmina y
depura la tercera". Las novelas que Reyles todavía no había
escrito: "El Embrujo de Sevilla", "El Gaucho Florido",
"A batallas de amor, campos de pluma", "aparte las
diferencias temáticas, admite la afirmación ("aceptación y
disciplina de la realidad") hecha por el Dr. Crispo Acosta para
quitaesenciar el contenido de "El Terruño" (1916)".
Igualmente otros estudios posteriores sobre Reyles como el prólogo de
Ángel Rama en esta Colección (Clásicos Uruguayos, Vol. 3) y el exhaustivo de Luis
Alberto Menafra, no contradicen en nada ni la visión crítica de Crispo
ni el alcance adivinatorio de su interpretación. Es que poseía, además
de facultades, prendas morales que suelen ser bastante extrañas entre
gente de letras: independencia no simulada sino absolutamente real; una
honradez que lo afinaba para olfatear de lejos lo falso y lo tornaba
corajudo para sostener, contra cualquiera, lo que estimaba como pura
verdad; y una ausencia casi total
de
pretensiones con respecto a hacerse un camino en el mundo de las letras.
Parecía sentirse sobradamente a gusto en su condición de ser nada más
que un profesor. Esto puede observarse hasta en los tropezones de su
estilo. Por lo que no creemos que le asombrase mucho el silencio, cada vez
más espeso, que se iba haciendo en torno al fruto de su trabajo. Con Zorrilla de San Martín mantuvo Crispo Acosta trato personal. El
mismo nos ha contado lo que, por otra parte, ya había escrito: aquellas
tardes en que visitaba al poeta hallándole carpiendo tierra en su huerto
de Punta Brava, con la misma indumentaria que usaba en las calles de
Montevideo. Enlazando candor y humor, Crispo Acosta no ha dejado escapar
este detalle acerca del impávido hortelano: "sólo se cambiaba el
sombrero, porque el suyo, de alta copa, no hubiera soportado en la cabeza
las agitaciones del trabajo". Es sabido cómo estimaba Zorrilla el
estudio crítico que le dedicara Crispo Acosta. Fue deseo suyo que
encabezara como prólogo la edición de sus Obras Completas realizada por
el Banco de la República en 1930. Los estudios de Crispo Acosta sobre Juan
Zorrilla de San Martín y José Enrique Rodó, conjuntamente con el
consagrado a Rubén Darío, constituyen la parte más difundida de su
obra. Quizá motivase esto en que los tres son "autores de
programa" y siguen siendo los estudiantes sus lectores más
asiduos. Pero, por supuesto, que rebasan a este destinatario incipiente y
se han hecho, también para los estudiosos, lectura ineludible. Hemos
hablado de su robustez de criterio y de su nitidez de visión. Necesitamos
ahora referirnos a una cualidad más instrumental: la que tiene que ver
con el análisis literario. No es que estos análisis de Crispo nos
obliguen muchas veces a tomar posición, en favor o en contra. Nos
obligan, sobre todo, a discutir si el grado de claridad que tan
implacablemente
exige a los textos puede ser conducido hasta los límites que él propone.
En los juicios de Crispo Acosta observamos que hasta las penumbras y las
vaguedades aparecen no sólo localizadas sino definidas; diríamos, casi
contorneadas. Lo que no impide sin embargo, a los lectores de su Bécquer
o su A. Machado experimentar un misterio y una certidumbre. Pero hay un
estudio de Crispo, un estudio escandaloso, donde el lector, que lo ignora,
tendrá ocasión de sorprenderse, de irritarse, y de regocijarse también.
Quedará asombrado ante el encarnizamiento del crítico en perseguir a
su autor en cada uno de sus escondrijos, denunciándole imposturas,
extravagancias, confusiones, ignorancias, disparates. Y este autor ha sido
juzgado por Federico de Onís como "el poeta quizá más genial que
ha producido América". Crispo Acosta publicó dicho juicio
primeramente en 1914, y lo reprodujo sin cambio alguno en "Motivos de
Crítica" (1929). Al comienzo del mismo, en nota al pie, hallará el
lector la razón por qué fueron escritas "estas páginas odiosas
pero sanas". No creemos que, actualmente, se mantenga tan
empinado como entonces
el prestigio de Julio Herrera y Reissig. Con todo, el análisis de Crispo
Acosta nos parece injusto, no tanto porque su exactitud flaquee a veces,
sino por su empecinamiento en demoler y su reticencia para alabar aquellos
versos en que él mismo reconoce excelencias. Pero estamos seguros que el
más ferviente admirador de Herrera Reissig —cólera aparte— saldrá
beneficiado de esta lectura que no se olvida, desde que le hará repensar
su entusiasmo; descubrir, quizá por vez primera, los pozos de aire de
estos embelesados vuelos; y comprender, en fin, todo lo malo que se
entromete en una admiración sin exigencias. Ahora volvemos de nuevo a nuestra duda: ¿Es lícito el implacable grado de claridad que Crispo Acosta exigía a los textos literarios? He aquí un ejemplo. Es un soneto de Herrera y Reissig, "Siesta", perteneciente a "Los Éxtasis de la Montaña":
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No late más que un único reloj, el campanario, Que cuenta los dichosos hastíos de la aldea, El cual, al sol de enero,
agriamente chispea, Con su aspecto remoto de viejo refractario. A la puerta, sentado se duerme el boticario, En la plaza yacente la gallina cloquea, Y un tronco de ojaranzo arde en la chimenea, Junto a la cual el cura medita su breviario. Todo es paz en la casa. Un cielo sin rigores, Bendice las faenas, reparte los sudores. Madres, hermanas, tías, cantan lavando en rueda Las ropas que el domingo sufren los campesinos, Y el asno vagabundo, que ha entrado en la vereda, Huye, soltando coces, de los perros vecinos.
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Y he aquí el comentario de Crispo: "Todo es claro, sencillo, agradable. Vemos el sol que chispea en
el campanario, el boticario que está a la puerta, el cura que se calienta
junto a la lumbre de su casa, el burro que huye en la vereda; oímos el
reloj
de la iglesia, la gallina que cloquea en la el canto de las mujeres que
lavan; todo nos distrae y entretiene en estas horas de la siesta; pero ¿dónde
estamos? ¿cómo vemos y oímos cosas distantes y separadas con paredes?
¿estamos con el cura, en su casa, o en la plaza junto a la gallina? Y
además ¡esos relativos antipoéticos: el cual, a la cual! ¡Y esa
cacofonía:
el cual al, la cual el! ¡Y la yacencia de la plaza!... "Todo es
claro y sencillo"... Acabo de enunciarlo, y ya no me parece verdad.
¿Qué significa eso de que "no late más que un único reloj, el
campananario"? ¿Que no hay ningún otro reloj en el pueblo? ¿Entonces
no tienen reloj ni el alcalde, ni el cura, ni el boticario, ni el maestro
de escuela? Es imposible. ¿Que hay un solo reloj de iglesia en el pueblo?
No era necesario decirlo; porque todos sabemos que en los pequeños
pueblos nunca existe más de una iglesia, y hasta que generalmente ella no
tiene reloj campanario. Evidentemente lo que el poeta ha querido expresar
no es lo que, sin embargo, ha dicho: ¿Pensó tal vez que en el sosiego
del pueblo era el tic tac del reloj el único "latido"; que el
pueblo no tenía más "latido" que el de su reloj
"campanario"? Pero... ¿hace tic tac el reloj del campanario? Y
la gallina que "cloquea" en la plaza, ¿no es otro
"latido"? ¿Y el ojaranzo que arde? ¿Y las madres y las
hermanas y las tías, que lavan y cantan? Y los perros vecinos a quienes
el asno vagabundo cocea ¿no ladran? "Todo es claro y
sencillo"... No, no: es un error. Todo está hecho de cosas claras y
sencillas; pero esas cosas claras y sencillas no están relacionadas y
compuestas como convenía mejor, con sencillez y claridad". Tal es el juicio crítico de Crispo Acosta. Nosotros recordamos, ahora,
cómo en nuestra primera juventud habíamos leído este poema. Algo
podemos rescatar claramente de nuestra impresión antigua: No habíamos
pensado, entonces, en un tictac del reloj sino en dos o tres campanadas lánguidas
poniéndose de pie, pronunciándose en lo alto, y derrumbándose, luego,
pesadamente, profusamente, sobre la paz del contorno. Los rumores de que
éste estaba poblado no nos habían producido, por supuesto, molestia
ninguna. En cambio, no dejaba de desconcertarnos —recordamos — ese
cura en plena siesta calentándose junto a la chimenea. Para nosotros, la
siesta no podía estar más que indisolublemente asociada al bochorno
implacable de un día de verano en uno cualquiera de nuestros pueblos.
Las imágenes que más se nos habían grabado eran las del reloj dando la
hora, las del boticario y el cura; y sobre todo, la del asno soltando
coces contra los perros en la vereda. Entre ellas, sin hurgar más, poníamos
nosotros nuestra emoción del pueblo que conocíamos. Y lo propio ascendía
al encanto de lo que es visto de lejos; y lo que era real se hacía visión
contemplativa, ensoñadora. ¿Es que tenemos que juzgar absolutamente
mala esta juvenil manera de leer? No lo creemos del todo. ¿Pero es que
se puede llamar a eso, propiamente, leer? ¿O es más bien utilizar los
versos para extraer de ellos tres o cuatro objetos que nos den ocasión de
soñar? Hay quien lee precisamente con ese objeto. Y lo cierto es que sin
él resulta más que difícil el goce de un poema. Leer, etimológicamente,
significa "elegir". Pero ¿qué juicio podemos entonces hacer sobre un conjunto si, de
entrada, y por nuestra actitud anterior, nos desinteresamos de él? ¿Qué
valor objetivo podemos dar a una impresión que se incuba en los apetitos
más propios de nuestro yo? Leer, etimológicamente, también significa
"recoger", "reunir". Y este sentido, tan legítimo
como el otro, era el que tenía cuenta Crispo Acosta: Lo que se puso, está
puesto; lo que se dijo, está dicho. Y entonces no tenemos más remedio
que reconocer, aunque más no sea esto; que decir: una "plaza yacente",
es cosa literal y literariamente abominable. También Álvaro Armando Vasseur en "Los Maestros Cantores" ha
mostrado la fragilidad de esta belleza reissigneana que se evapora, a
veces, cuando se ve de muy cerca. ¿En qué —nos preguntamos— ha de
perjudicar este leer no "en sueños" un poema? ¿Es que el
poeta está eximido de la responsabilidad del lenguaje, y de la obligación
que tiene con la vida real cuando se ha propuesto, por el modo de arte que
ha elegido, representarla? Cuando él es grande, ¿no le llamamos
precisamente el "vate", es decir, el adivino de las
posibilidades
del lenguaje y de las posibilidades de la vida real? Entonces — y aunque haya exagerado — nada más que gratitud nos
merece este legado de Crispo Acosta, en su honrado afán porque las
palabras sigan siendo las palabras de todos, y la realidad constituyendo
ese peso y ese aire sin los cuales puede alzar el vuelo — como ya ha
sido dicho — ninguna paloma. Domingo Luis Bordoli
Osvaldo Crispo Acosta Nació en Montevideo el 23 de febrero de 1884, hijo del Dr. Juan Crispo
Brandis, médico italiano, y de Mercedes Acosta. Cursa sus primeros
estudios en el Seminario de Montevideo e ingresa luego a la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales donde se gradúa de Abogado en 1907. El mismo año es designado Fiscal Adjunto de Corte, cargo que mantiene
por largo tiempo, hasta que renuncia a él en 1939. Muy joven también, se
inicia en la enseñanza, llegando a ocupar por concurso la Cátedra de
Literatura de la Universidad de la República. Empleando a veces el seudónimo
de Lauxar, colabora en "El
Imparcial", "El Plata", "Hispania", "Revista
de la Enseñanza Secundaria y Preparatoria", "Mundo
Uruguayo", "Revista Nacional", etc. Su producción en libros y folletos se inaugura en 1908 con Proyecto
sobre distribución de materias en el primer ciclo de enseñanza
secundaria. Mont., Imp. y Casa Editorial "Renacimiento",
siguiéndole Motivos de crítica
hispanoamericanos, Mont., Imp. y Libr., "Mercurio", 1914; Carlos
Reyles. Definición de su personalidad; examen de su obra literaria; su
filosofía de la fuerza. Mont., A. Barreiro y Ramos, 1918; Don
Terrible. Comentario satírico de una conferencia épica en un soneto mísero.
(No lo merece mejor el asunto). Mont., Imp. "Renacimiento",
1918; Lecturas literarias y
ejercicios de castellano. Mont., Maximino García, 1920-21. 2 v.; Rubén
Darío y José Enrique Rodó. Mont., "Renacimiento", 1924; Motivos
de crítica. Juan Zorrilla de San Martín; Julio Herrera y Reissig; María
Eugenia Vaz Ferreira. Mont., Palacio del Libro, 1929; Juan
Zorrilla de San Martín. Mont., La Casa del Estudiante, 1955, o
infinidad de apuntes de clase mimeografiados.
Mientras dictaba una de sus clases, falleció repentinamente en Montevideo, el 19 de marzo de 1962.
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Domingo
Luis Bordoli
Prólogo a Osvaldo Crispo Acosta
("Lauxar") - Motivos de crítica - Tomo I
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - año 1965
Texto escaneado y editado por el editor de Letras-Uruguay Carlos Echinope Arce - echinope@gmail.com
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