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La poesía de Roberto Ibáñez
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Es
nuestro propósito aproximar al lector, quizá por medio de explicaciones
que algunos juzgaran innecesarias -pedimos desde ya perdón a estos- la
poesía esplendorosa, también ardiente, de profundidad extática e
impecable forma, de Roberto Ibáñez.
Iremos por lo tanto, mostrando las dificultades, de ninguna manera
las únicas ni las últimas que suele ofrecer este tipo de poesía,
"Toda gran obra de arte exige, para ser comprendida, pasión y
paciencia” escribía Augusto Rodin. Existe una poesía desnuda, en donde el menor número de palabras procura comunicar un máximo de efecto. Por ejemplo, piénsese dentro de la literatura universal en un oráculo de Isaías como éste: “Aullad naves”; o aquel celebérrimo cuarteto de Bécquer cuyo verso primero es: “Hoy la tierra y los cielos me sonríen”, o, para citar ejemplos nacionales, dos o tres versos de Líber Falco: “Qué me dio Dios para gustar / ¿Qué, que no entiendo?”. También puede servir, al mismo fin, la poesía popular. Pero a veces se comete el error de creer que solamente un lenguaje inmediato puede expresar esa desnudez, esa rotunda concentración llena de resonancias que es un buen verso. El lenguaje más rico, más modulado, más elegido, puede también conseguir por toda suerte de complicaciones y refinamientos ese mismo efecto de simplicidad, intensidad y totalidad, que pertenece a la verdadera poesía. Tal nos parece el caso de Roberto Ibáñez.
Existe
otro tipo de creación poética que se elabora no en la desnudez sino en
el caos. La lucidez, abolida; los recuerdos; fuera de su órbita, las imágenes,
asociándose sin semejanza a la vista, como en el sueño, el lenguaje,
desintegrado, sin rima, sin metro, sin sentimiento real. Pero esta
aparente incoherencia logra ser convertida a otro plano, desde que se da
en ella una unidad de efecto, y lo que era hasta entonces “delirio”
pasa a ser sentido como un “orden”. Lo que esta poesía intenta es
reproducir, con la máxima fidelidad, el estado psicológico originario
que la hizo nacer. Sirven como ejemplos de esta actitud poética la
escuela surrealista, y entre los ejemplos nacionales cabe citar el de Álvaro
Figueredo. El lector amante de este tipo de poesía -fanático de la
sensación y de la asociación- suele, por ejemplo, juzgar como una
antigualla la estructura de un soneto, su sucesión de endecasílabos, sus
acentuaciones, metro, rima etc, pero esto, objetivamente, no prueba nada.
Una forma que no ha dejado de mostrar su eficacia y esplendor desde el
“Tanto gentile...”, dantesco del “Trecento”, hasta el 'Vestidos
sois de primavera, amantes” de Antonio Machado, o sea, desde casi sus orígenes
hasta nuestros días, durante más de medio milenio, probaría
objetivamente lo contrario,: no su marchitamiento sino su permanente
eficacia virtual. Una forma es, en el fondo, un estado musical vagamente
determinado, una concreción plástica o intelectual posible, que viene
bien o no según la extensión tono y densidad de lo que se concibe. El
ejemplo de Claudel prueba qué el versículo bíblico no estaba de ninguna
manera muerto, como se podía pensar. El
surrealismo cree que sólo él puede dar la intensidad y la realidad.
Pero, sustituyendo el caos por el orden, tal como lo vemos en Roberto Ibáñez,
se consigue que la realidad deje paso a su verdad sin que la intensidad
humana originaria por aparecer, ahora, embelesada, resulte evaporada. La
realidad pierde, en este paso, su gesticulación pero no su esencia.
A este propósito, recordamos las palabras que le escribiera Jules
Supervielle: “La extrema delicadeza y la frescura de sus imágenes así
como su sabia espontaneidad, salvan a su poesía de la opacidad y del
intelectualismo: “lejos .... a la distancia de un suspiro”, he ahí lo
que definiría su arte, si éste no constituyese también un aliento trágico
tan humano”. Roberto
Ibáñez no ha desdeñado, en poesía, dos recursos temibles: el mundo
cultural y la lucidez. Se trata de un poeta que asume al escribir la
historia toda de la poesía. Se impone entonces, como necesaria en primer
término, la capacidad de resistir a ese universo cultural.
Todo un pasado ejemplar está sin duda latente, pero no impide, sin
embargo, la existencia de un nuevo poeta.
En cuanto a la lucidez, ella permite que el lector pueda al
enfrentarse con uno de sus versos o imágenes, concebirlos como la
destilación última de un proceso de sustituciones. Este trabajo de
reconstrucción posible puede ilusionar al lector. Tal fue nuestro caso.
Nos pareció que descubierto el proceso de elaboración habíamos también
dado con lo esencial del poeta. En ese tiempo ni siquiera podíamos
advertir los efectos que se habían logrado en esa misma elaboración. El
peligro de la lucidez es, por supuesto, enfriar la comunicación por un
repensamiento y un olvido simultáneo de lo que es único guía en el
poema: el estremecimiento originario, siempre él mismo, único que lo ha
hecho nacer. Pero nada impide que una poesía pueda adoptar contenidos
intelectuales claros sin dejar, por eso, de ser gran poesía. No es otro
el ejemplo de la gran poesía clásica: Dante, Lope de Vega, Víctor Hugo,
Baudelaire. Esto nos muestra que un pensamiento claro puede llevar consigo
un formidable poder de sugestión, como sucede también en la vida real, a
veces, en la más transparente conversación apasionada. Nos parece
oportuno el recuerdo de una frase de Vaz Ferreyra, citado por Supervielle,
con respecto a la poesía de Roberto Ibáñez: “A veces canta dormido y
a veces despierto ... Cuando canta despierto lo admiro más y me recuerda
a Mallarmé, pero lo siento más cuando canta dormido”. Esta frase
arrancaba al gran poeta francés el siguiente comentario: “Que se me
permita agregar que si ha
sabido cantar dormido, Roberto Ibáñez no es menos un poeta infinitamente
despierto, en el sentido en que lo entendía Valery.
La poesía no está hecha de estas contradicciones
reconciliadas?”. Esta
lucidez de Ibáñez, es una lucidez ardiente. Es una lucidez que termina
en embeleso. Nosotros diríamos que un poema de Ibáñez tiene por base
una finísima angustia. Lúcidamente la contempla y, sin poder definirla
porque no tiene definición, la represente de modo que se convierta en
imagen, en música, en arquitectura, mediante un esfuerzo crispado y
supremo de disolver esa angustia en perfección. Pero el poema va de
inasible a inasible. Es ahora esta misma perfección como meta, la que
siempre entrevista produce una insaciabilidad dolorosa, como antes, en el
origen del poema, lo trágico humano, imposible de solución,
escalofriante, concitaba su propia sustitución, su equivalencia, en el
cuerpo mismo del poema. Y esta es la razón de la lucidez: preservar con máxima
fidelidad esta sustitución. ¿Es que los obstáculos son exteriores? No,
-dice Luis Lavalle- es nuestra reflexión quien crea los obstáculos. Si
aplicamos este pensamiento a la creación poética nos es fácil
comprender, por ejemplo, que concebir un poema es engendrar al mismo
tiempo un número de posibilidades e imposibilidades. Realizar un poema es
vencer todo ese número de dificultades que hemos engendrado al mismo
tiempo que nuestros poderes. Delante de estos versos de Ibáñez, nosotros
comprendemos profundamente aquella afirmación de T. S. Eliot cuando
expresaba que el objeto del arte es sólo uno: proporcionar consuelo. ¿Pero
no es cosa realmente extraña que el hombre cure sus angustias más hondas
con sus delectaciones más altas, sus pavores mas ciertos con sus
plenitudes más instantáneas sus tinieblas fundamentales con espectáculos
en donde la luz delira, y las comprobaciones de su anulación con el
despliegue más encarnizado de su poderío, su nada con su todo, en fin?.
Nosotros no encontramos otro móvil que mejor explique esta devoradora
necesidad de perfección de la poesía de Roberto Ibáñez. Se
es tanto más grande escritor -se ha dicho- cuanto más facultades se
compromete en el acto de escribir. Sí es bien sabido que todas las
potencias del poeta operan simultáneamente, desde que todas tienen que
estar de algún modo presentes en cada instancia del poema, nada impide,
sin embargo, clasificarlas, cuando deseamos una explicación. Todo poeta
muestra, al mismo tiempo o seguidamente, una actitud intelectual que es la
de comunicar, una actitud plástica que es la de visualizar, y una actitud
auditiva -de oído externo o interno- que es la de cantar. Un triple
estado: inteligible, visualizado, musicalizado. Es natural que una
cualquiera de estas tres facultades predomine, pero puede presentarse el
caso, y es el de Roberto Ibáñez, en que, por instinto clásico, las tres
disposiciones se ejercen y combinan con una pareja gravitación. Si
la preexistencia de un mundo cultural y la lucidez de ejecución de un
poeta pueden molestar a cierto tipo de lector, es indudable que éste
resistirá del mismo modo cierto género de imágenes de procedencia
barroca. As¡ por ejemplo, en “Viaje por los huesos” el primer verso
comienza: “Ahora viajo de incógnito por el haz de mis huesos. Así,
extraído y separado del poema, puede indudablemente sorprender. Pero él
es el comienzo de una tenue, delicadísima fabulación. Bastaría que el
lector, sin aceptarla de entrada, dejara el juicio de la misma en
suspenso. Luego de la lectura
del poema, el patetismo envuelto en una lejana dulzura que es su atmósfera
propia, le hará mucho mas convincente esta primer imagen. Hasta logrará
sentirla como necesaria. Su brusco efecto inicial es armonizado luego por
la lenta y trágica exploración. El tema de esta alma que se palpa sus
huesos, los reconoce e historia; desliza de la manera más admirable sus
certidumbres fatales bajo el embelesado esplendor de antiguos instantes
familiares. Quedan estos recuerdos humanos, ahora, indefensos y tibios,
penetrados de aquel silencio remoto de nuestro esqueleto, en el que nos
reconocemos sin identificarnos. La
imagen inicial tiene por objeto determinar con nitidez toda una zona de
solitarias certezas casi impenetrables. En tanto que ésta va desarrollándose,
sabiamente a la deriva, la otra zona del poema, la que destila
esencialmente días vividos, va enlazándose a la primera y confiriéndole
ese sabor de tiempo, de irremediable entonces. En esta unión vemos
nosotros la unidad de efecto del poema, entendiendo por unidad de efecto
aquello que según Poe debe soltar el poema: “una corriente de
significado indefinido”. De
haberse mezclado el dual sentimiento que lo inspira, no hubiéramos podido
gustar esa emoción particularmente modulante con que van emergiendo los
contrastes más silenciosos, más naturales. En
casi todos los poemas de Ibáñez recibimos, más o menos en este orden,
una sensación de arquitectura, una sensación de música y una sensación
de profundidad. Pero, no es corriente en nuestro lector de versos, nos
parece, ni la preocupación por la arquitectura, es decir, por el
conjunto, por el todo del poema, -preocupación eminentemente clásica- ni
la preocupación por la materia sonora del poema –preocupación de
origen simbolista, sin duda. No nos parece tan pueril citar este doble
hecho: Es cada vez mayor el número de personas que se resisten a leer
poemas en alta voz, y, en segundo término, la gente recuerda cada vez
menos poemas de memoria; esto quiere decir que no siente ninguna necesidad
de paladearlos, de hacerlos cantar en su boca. Llegamos a la conclusión
de que han sido desestimados no sólo el oído sino aquél placer que el
poeta Andrés Spire encontraba en la poesía, al definirla como gesto
laringio-bucal. Para este autor, la última instancia del placer poético
-comenta Jean Cassou- reside en la eufonía. La eufonía no es él empleo
de los sonidos en su función rítmica, sino la utilización de la
sustancia de los mismos,
de “su pulpa-verbal”. Por lo tanto no es ya el oído quien juzga este
placer articulatorio. “Es la boca misma”. Ella palpa -dice Spire-
gusta, toca y pesa las palabras”. El alejamiento más o menos grande de
los puntos de articulación- (es decir de las posiciones de la lengua) ha
dictado tal o cual verso. En
la aplicación expresiva del principio del menor esfuerzo, uno de los
principios fundamentales de la biología, se encuentra este elemento
esencial de la belleza poética: la eufonía, cuyos efectos son una
verdadera euforia, Todo esto revela en el La
afirmación de Spire parece desestimar esa preeminencia, para nosotros,
incontrastable, de lo auditivo, desde que éste preside, regula, confirma
y valora los movimientos articulatorios. Al leer, releer, memorizar,
pronunciar estos versos de Ibáñez, creemos haber hallado aquel doble
estado particular del canto. Concretamente,
nos parece que un verso canta cuando el sonido se convierte en sentido y
el saber en saber. El sonido resultaría así el vehículo de la
significación difusa atmósfera rodea a la significación clara de una
palabra. El placer articulatorio sería entonces, no una mera
voluptuosidad del lenguaje, sino la euforia de haber encarnado, gustado,
tocado, pesado, ese “no sé que aroma de pensamiento” de que hablaba
Poe, mas bien el elemento espiritual hecho materia que ese principio del
menor esfuerzo, que ha citado Spire. Para
mostrar el valor que tiene la composición en los poemas de Ibáñez,
elegiremos, por vía de ejemplo, el poema: “Ser”. La
arquitectura es allí nos parece, en primer término, concentración. El
objeto del poema es traducir la instantaneidad más pura, más
esplendoroso y breve, la conciencia del ser en su pequeñez más extrema:
“como una nota”, “soy tu mínimo rayo”, en contacto con la oceánica
irrupción de lo intemporal. Este está presentado en la imagen del mar
con que se abre y cierra el poema. Mas esta eternidad e infinitud al ser
proclamadas, pregonadas, ascienden a otra imagen: “Oh Sol gigante".
Es necesario aún que la luz se haga música. Aunque sin duda se trata de
un simbólico Sol, la expresión
tomada al mismo tiempo en un sentido natural, no puede ser más hermosa:
“Oh Música radiante". Esta sustitución de los símbolos ha sido
sabiamente interrumpida en el instante de mayor sugestión. Diríamos que
allí termina la materia espacial o visual del poema. Luego, la conciencia
que se había vertido en imágenes es, por la sugestión de las mismas,
llevada a replegarse. Pero sintiéndose diafanizada no mantiene dentro de
si mismo ninguna imagen sino sólo el sentimiento de su brevedad, de su
instantaneidad. De aquí brota el pensamiento de su muerte. No obstante,
hay una forma de evitarlo: sumergirse de nuevo en esa misma transparencia
esplendorosa que está representada ahora por un “absorto día”. Un día
absorto hecho de silenciosa música radiante, he aquí, totalizado, el
cosmos del poema. Los versos finales reiteran la primera imagen, pero en
esta última instancia aparece totalmente sensibilizada por el proceso
anterior que ella misma ha generado y, ahora, culminando. La sensibilidad
de este proceso se muestra en esa tensión interior drama y de vértigo. Nosotros
sabemos que un poema no puede ponerse en prosa.
Pero no encontramos otra manera de explicar y volver más
perceptible la rotundidad y pureza de esta arquitectura. Se observará al
mismo tiempo en la lectura del poema, que pese a su esbeltez de contorno
no tiene, a nuestro juicio, nada de parnasiano. Hay algo de escultórico,
de diamantino, en la justeza y severidad con que se han elaborado los
versos, en su precisión sonora, en la nitidez con que ha sido modelado el
pensamiento. Pero nada está hecho desde fuera. Cada verso deja escapar
una vibración mental y, sin embargo, permanece absolutamente nítido. La
sensación de angustia está presente pero como disuelta en luz. Es, para
nosotros, la misma sensación que se desprende de los poemas de Narciso en
Trilogía de la Creación. Encontramos
en muchos versos de Ibáñez una plenitud visual y táctil que lo lleva a
imprimir a sus imágenes la corporeidad y clara luz de lo escultórico.
Creemos que algo de esto ha pasado también a la musicalidad de su poesía.
Diríamos que es una música visualizada. Y no a causa de la simetría del
ritmo. Hay, sin duda, correspondencias sonoras ricas, pero, por ejemplo,
en un poema como “El Prisionero” el número de modulaciones y
alteraciones es tal que se entrecruzan y se multiplican a cada instante
produciendo toda suerte de efectos; de modo que el oído se retrae o se
anticipa en su comprobación de equivalencias; y la rima, lo que
generalmente llamamos rima, funcionamos bien como fondo, como acompañamiento.
Se siente algo prodigioso que parece “haberse hecho solo”, aunque es
imposible no ver todo el esfuerzo humano mediante.
Es necesario agregar que esta riqueza, esta suntuosidad de lenguaje
y de música no comportan a nuestro ver, sensualidad. Hablaríamos más
bien de castidad poética, en el mismo sentido Sainte Beuve hablaba de la
castidad poética de Virgilio, o Ercole Rivalta de la castidad poética de
Dante. Y ella proviene, en los tres casos, de lo que podríamos llamar un
impulso poético diafanizarte. Dicho de otro modo: el ser de todo objeto
es, simultáneamente, expresión y velo de su significado, existiendo en
un instante que es y no es nuestro tiempo humano. El poeta lo percibe, por
eso, con una “nostalgia instantánea”, según la bella expresión de
Jankélevitch. Desearíamos
ahora hablar al lector dé un poema que, también recogemos en esta
selección y que, por su tema, notablemente se distancia de todos los
restantes. Nos referimos al que lleva por titulo: "El Payaso”.
Es, como todos los otros, exceptuando la Trilogía de la Creación
publicada en La Licorne, un poema inédito.
Desearíamos expresar como nosotros hemos sentido ese Poema. Imaginaos en un circo cualquiera a un payaso que reitera, una
noche mas aún, la infernal operación de convertir su vida al mecanismo.
Una vez más la bofetada, la carcajada y la pirueta en el reino isócrono
del automatismo. El cuerpo humano que ha sido concebido para la variación,
la flexibilidad y la libertad, concluye en un juguete de resorte. Pero
también el alma del payaso. ¿Es todavía un alma o un mero sistema de
reflejos? Pensad en lo que significa pasear sobre la tierra un alma de
payaso. Ni la frescura, ni el cambio, ni la profundidad ni la delicadeza:
sino un enrejado de hábitos cuya ferocidad puede dar, algunas veces,
pensamos, la ilusión de aquella nativa independencia del espíritu.
Más sin embargo él es el que hace brotar la risa en el rostro de
los niños. De modo que la frescura más original y libre de la existencia
se hace luminosa merced a la rigidez del muñeco. Por más mecanizados que
estén un cuerpo y un alma, ¿por qué no habría de sentir éste hombre,
por lo menos una vez en la vida, el eco remotísimo, increíblemente
doloroso, de algún día perdido en que él también conoció su primera
risa original, ahora que está viendo, con sus ojos anónimos, a la
inocencia reír del mismo modo? No es nada inverosímil concebir, al cabo
de una noche, un alma de payaso que se embriaga de esta pena inefable e
incomprensible. La
poesía de Roberto Ibáñez tiene una sola meta: la perfección. La
esencia de esta poesía es, nos parece, el ser, entendiendo en esta
palabra la conciencia última que tenemos del tiempo y de su anulación:
concebida en el mismo instante la conciencia como visión de si misma en
su estado supremo de desnudez y asombro. Esta disposición ha llevado al poeta a moverse entre símbolos,
más claramente, a considerar que todas las cosas son símbolos. Lo
personal, lo histórico de su mundo, pasa a su verso esencial¡zado,
desprovisto de anécdota. Por otra parte no ha sentido jamás como
impedimentos el inmenso prestigio cultural y poético de ciertos símbolos
como el ruiseñor y la rosa en su significación de la poesía; o el de la
fuente, significando espejo de si mismo o, a veces, origen primigenio de
todo lo existente. Roberto
Ibáñez es, sin duda, un gran poeta; pero es un poeta difícil, y nuestra
creciente admiración nos dice que todavía es prematuro este momento en
que hemos deseado decir algo de su obra. En 1940 le escribía Supervielle:
“Sus versos son de los que ganan al ser releídos, a tal unto la
profundidad es esencial en su poesía". En otro momento, escribió:
"Ibáñez es consumado maestro en este arte difícil. Permanece en
las fronteras del hermetismo sin jamás traspasarlas”. Ha
sido nuestro intento aproximar al lector -en parte, y dentro de nuestras
fuerzas- esta poesía fronteriza al hermetismo. Ya ha sido consagrada por
la admiración de los mejores; que los juicios siguientes testimonian.
Pueden ellos también servir de guía para una apasionada y paciente
lectura de su obra. Jules
Supervielle, que le presentara en la Sorbona como un "eminente
representante de las letras
hispano-americanas, agregaba: Roberto Ibáñez es un poeta nato y un gran
poeta”. En carta fechada el 5 de diciembre de 1954, le dice: “Hay
pocos maestros como usted en Europa que sienten y presienten la poesía de
esta manera, quiero decir desde lo interior tan bien como desde lo
exterior, en su realización y en su cumplimiento, tanto en su murmullo
inicial como en las delicias de su cumplimiento." Guillermo
Valencia ha escrito de la poesía de Ibáñez en estos términos: “...
La obra de Ud. encierra –como el rádium- posibilidades infinitas. A
través de esas páginas me he asomado al mundo de los símbolos en el que
las cosas mudan de expresión según la fuerza interpretativa del lector u
oyente al conectarlas con su yo. La lectura del pequeño y enorme libro de
Ud. me ha hecho meditar y gozar a un tiempo mismo: él tiene además el
privilegio de no poder ser imitado por quien lo desee sino por quien lo
pueda”. (el libro a que se hace alusión es “Mitología de la
Sangre”) Y,
para terminar, queremos citar integra esta carta de Adolfo Reyes:
“Mi
querido amigo don Roberto: Cuánto
los recuerdo a Sara y a Ud., preciosa pareja poética en quien
pienso siempre, para aliviarme, cuando me da por afligirme ante las
vicisitudes que sufre hoy por hoy la poesía.
Tengo a la vista, ahora mismo, de Sara, el poema, Artigas, aunque
creo que la sigo desde 1940 más o menos: de Ud., la Mitología de la
Sangre y los estupendos sonetos de los tres Narcisos, en la nueva copia y
con la oportuna “glosa mínima" que ha tenido usted la fineza de
enviarme con su carta del 31 de
diciembre último. Pero creo que a Ud. lo vengo siguiendo desde 1925 o 1927. Cuando recibí la
mitología de la Sangre tuve el gusto de expresarle mis plácemes y mí
admiración en unas breves líneas. Yo
creo que Ud. lo recuerda. Cuando
me mostró Ud., en México, la Trilogía de la creación, le dije a Ud.
que ese era para mi día señalado con la piedrecita blanca de los
antiguos, verdadera fiesta para mi espíritu. Lo tengo a Ud. por una de
las voces más puras de la poesía actual, y lo mismo quiero decirle de la
admirable Sara. Con qué cariñosa envidia los veo remontarse en su
Pegaso! Con cuánta emoción los leo y releo! En casa se les recuerda con
vivo afecto. No nos olviden Uds., y vuelvan pronto. Si
yo no estuviera tan achacoso y tan atado de obligaciones, por allí me les
presentaría de repente, pero... Que no nos separe nunca el tiempo ni el espacio, mi querido, mi admirado Roberto.' (Esta carta está fechada el 12 de febrero de 1957). |
Domingo Luis Bordoli
Asir - Revista de literatura - Nº 38
Setiembre de 1958
Texto escaneado y editado por el editor de Letras-Uruguay Carlos Echinope Arce - echinope@gmail.com
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