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De "Entre cuentos y recuerdos" (2012)
Depósito legal 51959 Nro ISBN: 978 - 9974 - 98 - 599 - 5
María del Carmen Borda
carmenbo@adinet.com.uy

 

La casona

No sé si los recuerdos felices se adhieren al tuétano, a las vísceras o en la inconciencia humana y afloran en los momentos de nostalgias. Pueden aparecer de pronto, inesperadamente, en una música, en un color, en un paisaje, en una palabra. No sé si fue un sueño, no sé si cargamos una mochila a cuestas toda la vida, los momentos de oscuridad y dolor también están. Están presos en lo más profundo y negro en algún lugar de nuestro territorio.Y la lucha está en no dejarlos aflorar porque duelen y sin embargo a los otros, aquéllos que calman, que dibujan una leve sonrisa, los que nos hicieron vivir momentos irrepetibles son como agua pura que corre por nuestros campos, para enseñarnos siempre lo que fue y es la felicidad.

Eran campos muy verdes de todos los matices, perfumes que embriagaban, era un camino de tierra colorada y nosotros llegábamos de un largo viaje. De lejos se veía la casona, toda blanca donde volaban palomas en bandadas y los teru teru gritaban mostrando sus púas. Las ovejas corrían con sus crías y blanqueaban el paisaje, todo era perfecto, paramos en el camino a sacar fotos, estaba muy fresca la mañana, pero allá aquél humo que inundaba el aire, era la calidez, era el fin del camino. No más el zumbido del avión que nos traía de tierras lejanas y paisajes de nieve, estábamos en nuestro lugar en el mundo, como no había otro, entonces me encontré con mi “yo”.´

Era yo en el silencio infinito, donde solo era interrumpido por los trinos de pájaros, del canto triste de la paloma, del balar de ovejas, de…

Ya no me buscaría entre la gente extraña de inmensos shoppings , the Tim’s Hortons, The Rigth Houses, The Jackson Square, the King or Main’s streets. Ya la calma se hacía sentir en el flujo de mi sangre, en el palpitar más lento de mi pulso, en la calma infinita de oír y de beber de un sorbo la naturaleza toda.

Ya mi olfato se adelantaba y el aroma al pan casero hacía que lo saboreara y degustara como hacía años no lo hacía.

Seguimos andando, allí en la portera estaría ella, doña María, mi suegra que me esperaba con su delantal de a cuadros y su mano en alto y más allá don Safrón con su jardinero azul, como siempre, como cuando era la novia que llegaba de la capital. Y sin embargo habían pasado “tantos años”. Quiso el destino que yo entrara en esa familia de emigrantes ucranianos con ese español entreverado. Esos viejitos que amé enseguida, que me enseñaron tanto sobre la lucha del emigrante, de la vida en ese lugar al pie de la sierra de la Ánimas.

Y la “casona” enorme, llena de cuartos vacíos ( de hijos que se fueron), la estufa ( nunca vi una tan enorme), las fotos de personajes antiguos con ropas extrañas, la adoración de santos con historias mágicas. Aquéllas escaleras hacia los cuartos de arriba, el entrar en ellos te llenaban de misterios, la foto del hijo que quedó en Ucrania, revistas viejas donde hablaban de la primera y segunda guerra mundial. El balcón que era el mirador hacia las Sierras de las Ánimas, esos cerros azules por las nieblas matinales, las cascadas de agua como tentáculos bajando de las alturas cuando los días de lluvia, daban la impresión de venas abiertas de agua pura hacia la pradera. Ver la ruta nueve desde la altura, donde los turistas van hacia Pirlápolis y Punta del Este, y que la pareja anfitriona jamás iban, y de noche el desfile de luces de los vehículos.

Las plantas de malvones en las ventanas, el corderito guacho que traían al lado de la estufa para darle la mamadera. La vieja Pancha, una oveja añosa que topeaba y hacía caer a los niños, y tenía corderitos mellizos todos los años. El caballo “Chico” que paseaba a todas las visitas hasta el arroyo y la represa, debían tener en cuenta de no pasar por las colmenas porque te hacían caer.

El viejo perro Bermúdez ( nombre en honor a un vendedor ambulante que lo trajo), terriblemente fiel, mimoso y pegajoso. El que te hocicaba por debajo de la mesa para que lo convides y que perezosamente, y a paso lento te acompañaba hasta la portera cuando te ibas.

El horno donde María hacía los panes caseros y las pizzas, un lechón o pollo asado, bizcochos…La cocina económica donde me encantaba ponerle charamuscas para avivar el fuego, las comidas parecían más sabrosas, y qué bueno estar allí cuando blanqueaban las heladas en los campos.

Mi novio en ese entonces se había ido lejos a la fría Canadá, y yo maestra trabajaba en Montevideo y también seguía estudiando, siempre, toda la vida estudiando. Los fines de semana me iba a la Casona y allí era mimada a lo grande porque todos los hijos estaban ausentes, tenía todo el caserón para mi, tomaba leche recién ordeñada, mucha miel, quesos. Nunca comí higos más ricos de la vieja e inolvidable higuera, allí debajo de ese árbol, me decía Don Safrón, eran las últimas despedidas de todos los hijos que se fueron por el mundo.

Pasaba horas escuchando anécdotas y recuerdos de su pueblo, les pedía que me cantaran en ucraniano y yo penetraba en un mundo mágico y pensaba que, seguramente Federico se meció con esos cantos antes de dormirse cuando pequeño. Y creo que mi amor se hizo más sólido, más comprensivo, más tolerante ante tanta lejanía.

Y después de tanto tiempo…veníamos llegando a la portera, nadie nos esperaba, veníamos con nuevos nietos, los hijos que yo les prometí tener.

Nadie nos esperaba, ya no estaban, no los vería nunca más. No quería mirar a mi esposo, yo estaba temblando, el portalón crujió, no habían ladridos de perros, balar de ovejas, cantos ni risas. Los canteros de agapantos que habían en todo el camino estaba lleno de pastos, el auto iba apenas andando, costaba llegar.

Allí estábamos frente a la soledad infinita, hasta los niños callaron. – Qué triste estaba la casona llorando su soledad. La higuera estaba aún de pié, más retirados los galpones, el lugar de la huerta, me emocionó ver los limoneros con sus frutos. Federico abrió la puerta. Los niños asombrados de lo que veían y de los ruidos de la naturaleza que escuchaban, una orquesta de trinos nos acompañaban como una sinfonía triste y melancólica que lloraba ausencias. El tiempo que pasó implacablemente acechaba como un ladrón que roba vidas, y me dio miedo del muro que espera en la línea divisoria de la vida y la muerte. Hay algo que no podían ni podrán quitarme, las vivencias maravillosas, la enseñanza irrepetible que viví en ese lugar. Enseñanzas que se transmitirán de generación en generación.

El descubrimiento de que la felicidad está en las cosas simples, sencillas de toda la existencia, en una conversación debajo de esa higuera que perdura, en el perfume de la naturaleza. Ellos a su manera, un tanto lejos de lo sofisticado y rebuscado fueron felices, a pesar de la añoranza contínua de su vieja Ucrania.

Estábamos frente a la puerta enorme de entrada, Federico puso la llave y abrió, la puerta crujió, parecía un quejido. Y allí la gran estufa, todo estaba tan tremendamente triste, las fotos de los abuelos arriba de la estufa.

En ese instante un ruido seco nos paralizó, venía de arriba. Federico se dirigió a las escaleras y nosotros detrás, - alguien está arriba, dijo mi hija más grande. -¿Serán los fantasmas? dijo el pequeño, y el del medio, que siempre fue un especie héroe de los libros corrió subiendo de a dos los escalones. El ventanal enorme del dormitorio de María y Safrón estaba abierto, una tormenta de verano comenzó a levantarse, y la lluvia no se dejó esperar. Todos estábamos estupefactos mirando un espectáculo impresionante. El viento, los teru teru en bandadas cruzaban el cielo, los relámpagos y las luces eléctricas dibujaban el cielo.

-¿Qué raro no?, ¿cómo cambió el tiempo tan de pronto?

Las nubarrones acechantes parecían que corría una carrera arriba de los cerros.- Miren, miren, dijo Pablito, dos palomas se posaron en el balcón.

La Lluvia se hizo tan intensa que nubló la visión. Y comenzó el espectáculo más bello que en mi juventud viví con mis suegros.

Comenzaron a circular hacia abajo las venas de agua pura desde Las Sierras de las Ánimas, la pareja de palomas se acercaron a los niños, ellos las acariciaron, y volaron perdiéndose en la lluvia. Quedamos en silencio, cada uno con sus reflexiones y pensamientos. Nadie hablaba, solo Kathy, la mayor, rompió el hielo y dijo: - todo tal cual nos contaste siempre mamá, era como que, todo era conocido.

Hoy la casona está para la venta, la sucesión, etc, etc, la casa que se volverá una tapera irrecuperable, y aunque así suceda, “ella vivirá para siempre, impecable en nuestros corazones” con sonidos de cantos de un idioma raro, cantos de cuna, y será un símbolo de lucha y de sacrificio.

En ese caserón donde nació mi marido, el único nacido en ese lugar, ya que los seis hermanos eran ucranianos, algunos fallecidos y otros muy lejos de esta tierra.

La Casona sigue de pie en “eso”que llaman “alma”en toda la familia, y mis hijos les contarán a sus hijos y será un cuento real y mágico que vuelve como una película en nuestros sueños, cosas que el tiempo no podrá borrar.

              

María del Carmen Borda
carmenbo@adinet.com.uy  

De
"Entre cuentos y recuerdos" (2012)

 

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