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De "Cuentos y poesías de mi lugar"
María del Carmen Borda (Paysandú, Uruguay)

El indiecito de los Cerros Azules

Perdido, entre una cadena de cerros que los llaman “azules” por el color que le daban  las nieblas matinales, estaba el rancho de Pedro.

Pedro, era un niño que vivía en el campo con sus abuelos. Sus papás habían ido a buscar trabajo a la ciudad y algún día vendrían a buscarlo.

El abuelo era un ser especial, ¡sabía tanto!. Él, no sabía leer ni escribir, pero verdaderamente era una biblioteca viviente.

Sabía la historia de cada flor silvestre, sabía cuando iba a llover y todo lo que había sucedido hace mucho tiempo en la zona.

Daba gusto escucharlo hablar. Pedro pasaba las horas sintiéndolo contar historias y así se dormía todas las noches.

Cuando regresaba de la escuela, le gritaba de lejos en el campo y el abuelo se sacaba el sombrero de paja y le hacía señas.

El abuelo le había prometido ir a los Cerros Azules el domingo próximo.

El niño esperó con ansias que llegara el día. Amaneció hermosísimo, un sol brillante se anunciaba atrás de los cerros.

La abuela les había preparado un bolso de comida y jugo.

¡Qué espectáculo se veía de allá arriba!, la casa era un puntito blanco.

Pedro se bajó del caballo y corrió entre las piedras, pero ¡qué asombro!, allí, en el suelo, había unas piedras como pelotas. Las levantó, eran tan pesadas.

Se acercó al suelo, habían piedritas más pequeñas y unas tenían como una puntita filosa.

-¡Abuelo, abuelo!

-Siéntate, hijo. Voy a contarte la historia de un indiecito, me lo contó mi abuelo y a él también se lo había contado su abuelo.

-Hace mucho tiempo, en estos campos que hoy ves de aquí arriba vivían tribus indígenas que cazaban y pescaban para alimentarse.

Vivían en chozas hechas de cuero de animales, ramas ...

Un indio muy viejito se sintió mal porque no tenía fuerzas para cazar. Se apartó de la tribu a vivir aquí entre los cerros con su nieto, un indiecito que cuidaba y ayudaba mucho a su abuelo.

El indiecito debía buscar piedras de ese tamaño y otras bien chiquitas, y traerlas al abuelo. Él las pulía con otras más resistentes y les hacía un huequito alrededor de ellas, marcándolas por la mitad.

A las piedras chatas las dejaba bien filosas y puntiagudas.

Luego, el indiecito las cargaba en un cuero y las arrastraba hacia abajo donde estaba la tribu.

Ese era el trabajo de todas las semanas. Pero, un día los tero- tero cruzaron en bandada. Sus gritos anunciaban algo.

El indiecito vio acercarse la gran tormenta. Una oscuridad espantosa se veía en el horizonte.

Iba cargando, en la cuesta, lleno de piedras como pelotas y otras chatitas y puntiagudas.

Casi comenzó a correr y todas las piedras se desparramaron por todos lados.

A veces, cuando hay mucho viento, se siente el lamento del indiecito que perdió sus piedras ...

Pedro estaba emocionado. Puso las piedras sobre su corazón y se sintió como verdaderamente hermano de aquel indiecito que también vivió con su abuelo.                          

María del Carmen Borda - 2009
De "Cuentos y poesías de mi lugar"

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