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De "Cuentos y poesías de mi lugar"
María del Carmen Borda (Paysandú, Uruguay)

Cazabú

La tarde llegaba lentamente entre el perdido grito de los teru-teru, el lamento del canto de una paloma y el ruido agradable del agua al correr; era un espectáculo que se repetía a través de todos los tiempos.

En la orilla del río un niño miraba los colores del cielo, lleno de anaranjados, violetas, amarillos ... parecía no faltar ninguno.

El agua mecía en su lecho a todos los colores juntos, fusionándolos en su profundidad como queriéndolos guardar en un cofre, otros arrastrarlos con la corriente a otros lugares.

El niño de tez tostada con rasgos de indio observaba ese espectáculo todas las tardecitas al morir el día.

Ese río lo vio nacer, crecer y fue testigo de sus primeros pasos en las arenas de sus costas junto a su joven madre india.

Todas las tardes era el momento de una cita segura entre el río, el niño y un sol que se despedía de ellos en el horizonte, dejándoles un bellísimo paisaje de colores.

Cazabú, así se llamaba, era hijo de una india y un gaucho que cruzó de paso por ese rancherío humilde de indígenas en las costas del río de pájaros pintados, sus nidos pendían de bellísimos árboles y algunos colgaban hamacados por el viento.

Ese niño nacido de la juntura de dos estirpes, llevaba en su pecho un corazón doliente de no haber visto nunca la figura de su padre, que dicen era un hombre fuerte, usaba un sombrero de ala ancha y un facón en la cintura. Arreaba animales y cruzaba el Paso Sandú, había venido de la gran estancia de Yapeyú.

Según decía su abuelo, no le ganaba nadie en la pelea, ni tampoco se aquerenciaba en un pago porque había nacido para recorrer caminos y caminos bajo el frío y el calor de todos los tiempos.

Cazabú esperaba siempre que llegara ese jinete, del cual quedaba tan solo un collarcito que su madre le había regalado. Según ella, él le había traído de tierras lejanas, del otro lado del río y que otros indios de esas tierras los hacían.

El niño acariciaba ese collar que, podría ser lo único que pudiera servirle para encontrar su padre.

Cazabú se deleitaba escuchando el canto de una calandria, mientras observaba curioso los colores de un benteveo que, tomaba agua desde una ramita que besaba el agua.

De pronto una campana retumbó entre los sonidos naturales del campo. Eran los misioneros que llamaban a los niños para contarles historias del hombre, de batallas y barcos.

Ese día Cazabú no tenía ganas de ir, se quedó un poco más al lado del río pensando en la mañana siguiente que pasarían aquellos hombres parecidos a su padre.

Cuando llegó al rancho donde estaban los misioneros, le llamó la atención de que todos los niños del pueblito estaban muy silenciosos, con caras asombradas escuchando lo que ellos les contaban.

El misionero Antonio decía :-... “es un pueblito parecido a éste, muy humilde, de ranchos de paja y terrón, se llama Purificación. Toda esa gente que vive allí, siguió a este gran hombre que desea que su gente sea libre, tenga su tierra y su rancho, y por sobre todo tenga educación. Allí se abrió una escuelita para niños como ustedes para que aprendan.

Ese hombre quiere mucho a los niños, a los ancianos, los indios, los gauchos y los negros ...”

A Cazabú se le iluminaron los ojos, alguien que no los conoce los quiere, ¿Qué sería una escuela? ...

Seguramente ese hombre sabría de su padre porque su abuelo le había contado que él había andado en batallas, en la lucha por la libertad.

¿Cómo llegar a Purificación?

Según el anciano Antonio había que seguir río arriba, costeando sus orillas hasta llegar a un cerro chato que parecía una mesa. Del otro lado estaba el caserío de Purificación.

La noche llegó lenta; el abuelo de Cazabú estaba sentado en medio de la única pieza del rancho sobre un cuero.

El niño hablaba contando apresurado lo que había escuchado y su madre sentada al estilo indio destrenzaba su cabello, parecía no oír.

El viejo indio con mil arrugas, pero fuerte en su consistencia física, miró a su nieto profundamente, y con voz firme pero con un timbre de emoción dijo: “He oído de ese hombre. Mis hermanos me han dicho que es cierta esa preocupación por nosotros y hacia toda la gente humilde de este pueblo. Lucha por devolvernos nuestras tierras y tiene una sabiduría iluminada por los dioses”.

-Abuelo, vayamos hacia él, nos guiará a vivir mejor, yo podré ir a la escuela como dijo el padre Antonio.

-El niño esa noche se durmió soñando con su padre, esperanzado en un mundo mejor.

Al otro día todo era normal, el niño no preguntó más al respecto, porque el abuelo no le gustaba que le repitieran las cosas, seguramente lo mandaría hacer algo que a él no le gustaba.

Caminó entre el rancherío indígena y hundió sus pies en la tierra húmeda, mojada por la lluvia de la noche anterior.

Fue hacia el río, estaba un poco crecido, y seguramente la caravana de hombres a caballo no pasarían, el paso estaba peligroso, el agua podría arrastrar caballos y hombres juntos como había pasado otras veces.

Pasaban tantos animales, pero ninguno quedaba, eran llevados a grandes estancias, mataderos para comercializar la carne y los cueros.

Montones de garzas blancas estaban paradas inmóviles en la orilla, reflejándose en el agua, bandadas de patos silvestres revoloteaban por la superficie, a la expectativa de un pez. Entre los juncos cantaban las ranas anunciando seguramente más lluvia.

Era el comienzo del otoño y los ceibos aún lucían sus flores rojas entre espinillos y sarandíes.

Cazabú volvió cabizbajo y triste a su casa, todo era monótono y rutinario, pero su asombro lo invadió cuando en la puerta de su rancho, habían tres caballos como esperando sus jinetes, cargando con las pocas pertenencias de la familia.

Apuró el paso y llegó corriendo, al entrar no podía creer, todo estaba vacío, el abuelo daba la última mirada al rancho, como despidiéndose para siempre.

-Nos vamos, dijo el viejo, nos vamos a Purificación.

Así comenzó la gran travesía, muy pocos brazos se levantaron para despedirlos, algunos o la mayoría pensaron que era una locura y que seguramente morirían entre los montes atacados por algún animal.

La madre se Cazabú, una india muy joven nunca aprobaba ni se oponía a nada, siempre sumisa y obediente a la decisión de su padre.

El niño se encontraba radiante, todo iba bien hasta aquella noche terrible que fueron atacados por un carpincho enorme. Su abuelo luchó como en las mejores épocas, cuando el animal lo tenía atrapado, la joven india le atravesó una lanza en el lomo y así cayó desplomado. Así fue que tuvieron alimento por varios días, gracias al salado y secado de la carne en tiras para poder conservarla.

La vegetación en algunos lugares era espesa y siempre peligraban encontrarse con víboras venenosas, como cruceras y yararás que eran muy comunes en las orillas del río Uruguay.

A Cazabú le encantaban observar las nutrias y los apereás jugar en el agua, mientras el abuelo intentaba cazar un animal para alimentarse.

De noche, cuando encontraban un lugar apropiado para descansar, sentían la presencia de las lechuzas con sus chistidos y los dormilones que, parecían estar de fiesta entre la vegetación, y la oscuridad eran mil ojitos que observaban. Así también agazapados, acechaban los gatos monteses y pumas que eran los más peligrosos y traicioneros al sentirse hambrientos.

Los amaneceres eran orquestas de pájaros entre los que se destacaban, cardenales, zorzales, sabiás, jilgueros, calandrias y mirlos. No paraban de cantar entre miles de árboles y enredaderas, sintiéndose un exquisito perfume a arrayán.

El cansancio comenzó a intentar vencerlos, era como imposible continuar, el viejo indio se sentía responsable del niño y de esa mujer que era su hija.

Entre tanta belleza aborigen, el peligro acechaba a cada instante y en la oscuridad de la noche el abuelo debía dormir con un ojo cerrado y otro abierto.

Ya el agotamiento se notaba en los movimientos del viejo indio, cuando trataba de cortar alguna vegetación que impedía avanzar.

La costumbre de Cazabú de subirse arriba de un árbol alto, y mirar hacia delante le llamó la atención ver una vegetación extraña para sus ojos, por todos lados aparecían palmeras.

El niño silencioso parecía disfrutar del paisaje, bajó y corrió adonde estaba su abuelo.

No demoraron en ser espectadores del nuevo paisaje, y como todo niño su curiosidad lo llevó a treparse en un árbol para alcanzar la copa de una palmera que no era demasiado alta.

La sorpresa fue mayor cuando descubrió sus frutos, y sus manitos apuradas comenzaron a sacar los cocos y tirarlos hacia abajo. Cuando los fue a recoger y ponérselos en la boca, el abuelo se los sacó de la mano y los probó, pensando que podían ser venenosos.

Le dio su aprobación y los tres comenzaron a comer los coquitos de las palmeras Yatay.

El tiempo había cambiado de pronto y un veranillo intenso, propio de la época, les dio más fuerzas y los entusiasmó a meterse en el agua.

Cazabú gritaba al estilo indio, se zambullía y volvía a gritar, estaba realmente feliz. Una bellísima garza rosada salió espantada de la orilla, era un escándalo poco habitual en la naturaleza del lugar.

Los gritos del niño se hicieron eco y se sintieron en los montes recorriendo caminos. Un gaucho solitario que andaba en una recorrida común por los campos, puso atención en esos ruidos.

Desde una altura no lejana apareció el jinete, y desde allá arriba pudo observar a una mujer, un viejo indio y un niño que jugaban en el agua, tres caballos que al igual que el niño, disfrutaban de un baño en un cálido día de abril.

Dos ñandúes se espantaron corriendo a mucha velocidad, un hornerito que estaba en su nido salió volando y el jinete emponchado se aproximó a la orilla.

El niño lo vio acercarse y su corazón comenzó a latir como siempre, esperando encontrar a su papá.

Era un gaucho como tantos, tenía una barba renegrida y le sobresalían largos mostachos. Una mirada penetrante que hablaba de caminos, batallas y soledades, sin preguntar esperaba una respuesta.

Entonces el hombre se acercó y miraba sin hablar.

El indiecito no paraba de observarlo, el poncho, el lazo, las boleadoras, las botas de potro y las espuelas. Pero su madre no dio señas de conocerlo, ni el abuelo tampoco, seguramente era otro como tantos que andaban por los caminos.

Cazabú no se aguantó, le mostró su collar, el gaucho apenas movió la cabeza e hizo una mueca, indudablemente que no lo conocía.

Era tan callado, no decía ni una palabra, hasta que rompió el silencio.

-Allá está el cerro chato, del otro lado está el pueblo.

Subieron el cerro y Cazabú no podía creer, desde allá arriba se veía el paisaje de ensueño, el ruido del agua parecía un hervidero por ese sonido tan especial que el río hacía en ese lugar.

El abuelo señaló el pueblito humilde y pequeño desde lejos.

El niño se sintió desvanecer. ¡Por fin llegaba!, y podrían ver aquel hombre que los quería, los protegía ... pensar en la tierra, la escuela ...

Al llegar, el gaucho apenas susurró un saludo y tomó su camino.

Allí estaban en un camino ancho, un anciano, una mujer y un niño, luego de tantos días y noches de andar entre aquel monte nativo.

Al costado del camino había un anciano negro, antiguo esclavo que observaba a los tres forasteros, una mujer negra, gorda que les gritó: - allá hay un galpón grande, comida y agua para todos los que llegan.

- ¡No! dice Cazabú, nosotros estamos en busca de un hombre bueno que quiere a los niños, a los indios, que tiene tierras para ofrecer y acaba de abrir la primera escuela para nosotros.

La mujer tomó las riendas del caballo de Cazabú y los guió hacia un montón de gente, indios, gauchos, negros que esperaban afuera de un rancho.

Se entreveraron con ellos, y en la puerta del rancho se recortó la figura de un hombre de estatura mediana, robusto, de unos cincuenta años, de traje de paisano, una chaqueta azul y un sombrero redondo. Su cara de buenas facciones, con nariz aguileña, sienes grises.

¡ Era él ¡ era el hombre con el cual Cazabú había soñado, ¡era él indudablemente!

El niño bajó del caballo y corrió hasta él, lo abrazó de la pierna, comenzó a llorar con un sollozo que conmovió a todos, era un llanto que tenía guardado desde que nació, ya que Cazabú, no había llorado al nacer.

El hombre lo levantó y se miraron de muy cerca, el niño entre su desahogo logra decirle, susurrando: - venimos de lejos, de allá de donde cruzan los animales desde Yapeyú, del pueblo del Paso Sandú.

Aquel hombre conocedor del corazón humano y de su gente, puso al niño junto a su pecho, y aunque Cazabú sabía que no era su verdadero padre, se sintió entre esos brazos, el más protegido del mundo.

Realmente era “El Padre de los Pobres” como lo había llamado aquel misionero viejito que se llamaba Antonio.

Un silencio se hizo alrededor, y una bandada de teru – teru voló cruzando el cielo.                              

María del Carmen Borda - 2009
De "Cuentos y poesías de mi lugar"

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