El yaguareté de los Illescas

cuento de Alberto C. Bocage

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

Habla un difuso resplandor entre las ramas; como una claridad verdinosa. Frente a aquel tigre herido —encaramado encima de una gran horqueta los hermanos Illescas consideraban la situación: con una onza de plomo sobre un ojo, mal sostenido, el animal se balanceaba a tres metros de altura. Había caído y vuelto a trepar, antes.

Fue un caso raro: lo sorprendieron aquí mismo, cuando doblaban por la picada de la mensura lindera.

—Fue el último cartucho —suspiraba Anastasio, el menor.

—Ajá —hizo su hermano.

Y cabeceó ligeramente, asintiendo. Hombre muy parco, solía moverse con engañosa lentitud; el otro, en cambio, era ágil y nervioso.

Los seis perros aullaban desesperadamente; y el yaguareté los miraba desde allá, casi apoyando la testa sobre los gajos de la horqueta, y prácticamente abrazado en esa rama un tanto delgada. Era mejor, tenerlo encima, porque los tigres nunca saltan "a plomo"...

Acuclillado entre la perrada, Ambrosio dio la orden:

—Traé una rama larga.

Y Anastasio se escurrió sigilosamente. Mientras iba avanzando, segaba aquí y allá con el machete, para despejar. El monte era un laberinto de filosas espinas: ralos arbustos, tunas, una difusa vegetación rastrera... Pero casi todas las ramas, al menos —bastante finas— resultaban muy débiles.

Ambrosio insistía, precisando:

—Larga y con una horqueta...

Anastasio rebuscó en los alrededores hasta hallar una vara apropiada, que despuntó y labró con suma rapidez.    ,

El otro, mientras tanto, calculaba: aun estaba fuerte, ese yaguareté. Aunque un tanto inestable —sustentándose muy precariamente— iba a permanecer un buen rato, encaramado por ahí... ¡En fin! El lugar era muy incómodo, ciertamente: “lloviznaban”, las diminutas garrapatas...

—¿Así de larga?

Asintió cabeceando lentamente, Ambrosio; y al ver que el otro se aproximaba, lo detuvo con un gesto.

—Traé el lazo, primero —susurró.

Anastasio empezaba a comprender, ahora: una vara con horqueta, y un lazo... Seguramente iba a “tender" la armada, para sujetar al bicho por el cogote. No había otro modo de enlazar, aquí. Pero...

¿y después?

Desechó esa pregunta de inmediato. ¡Vaya uno a saber! En algo andaba, Ambrosio. Lo importante, ahora, sería traer el lazo.

Los perros presenciaban un espectáculo enloquecedor: el tigre, de colmillos desnudos, goteando sangre desde esa rama baja. Había como un vaho acre, mezclado con el tufo de la fiera. Y sobre la roja salpicadura zumbaba el mosquerío entreverado.

Ambrosio sudaba copiosamente. Se había puesto de pie, mirando al yaguareté con gran fijeza. "Siempre es mejor —pensaba— que el bicho sepa si el hombre está tranquilo”. Así tiene que ser; de otra manera —cuando “ventean” el miedo, por ejemplo— la situación se invierte... Este animal era un macho joven.

¿A ver?... Setenta y cinco kilos, más o menos. Pero habría que bajarlo con un envión fuerte...

—Traé el caballo, también.

Mientras Anastasio se alejaba nuevamente, Ambrosio "tendió” la armada del lazo en la punta de la horqueta. Aseguró, después; extendiendo finalmente la trenza por el carril de la picada. Lo hizo con mucha rapidez, pensando en el creciente cansancio de su presa; que a veces arañaba, para afirmarse... Con cada movimiento, el “latido” de la frenética perrada se hacía desaforado, largamente ululante y en tonos de impotente desesperación.

Con insensible sigilo, el formoseño levantaba la vara. Abanicó apenas, por allá arriba, aproximando la armada circular —bastante amplia— hasta enfrentarla ante la testa del yaguareté.

Por ahí nomás, quebrando el ramerto de la espesura, resonaba la marcha del caballo.

Ladeando la cabeza para valerse de su único ojo, el tigre contemplaba la trenza de la horqueta. Manoteó, débilmente, tratando de apartar esa molestia. Tenía un enorme cuajarón en la frente. Al ver que se ladeaba con cierta brusquedad, los perros se arremolinaron aullando angustiosamente.

—Fuera, fuera... —chistó Ambrosio.

¡Lo tenia! Tironeando la trenza desde allá abajo, cerró la armada en el gañote del yaguareté.

—¿Y ahora?...

Era Anastasio, atrás.

—Traé el caballo.

Conque... ¿era así? Seguro... Y habría pensado en algo más, su hermano. ¿Qué podía ser? Arrastrar a ese bicho por estos montes, resultaría imposible...

Rápidamente, Ambrosio voleaba el extremo del lazo sobre una rama del árbol inmediato. Era un joven quebracho colorado. Desde allí mismo —cerca del samuhú— podía colgar al tigre, como quien iza un balde hasta el tope de una roldana. Había que calcular el envión, nada más...

Desnudando el machete, Ambrosio se apartó: ahí llegaba su hermano, con el tordillo.

Los hombres se miraron.

—Que no toque el suelo...

En momentos, nomás, Anastasio sujetaba el lazo a la cabalgadura. Aunque sin “guardamontes", estaba acostumbrado a atropellar los malezales. Se volvió apenas, para medir distancias, y aguardó...

—¡Ahora! —dijo Ambrosio.

Fue como un remolino, todo aquello: la atropellada del caballo, el brusco péndulo de la bestia enlazada, el restallante borbollón de perros, la figura de Ambrosio con el machete en alto...

Y era un horno infernal, aquel monte: sobre la reseca hojarasca, las luces saltarinas difundían un constante reverbero. Y como en un paisaje visto a través del humo, detrás de aquel panzudo samuhú se balanceaba lentamente —rígido y muy lustroso— el humillado yaguareté de los Illescas...

 

cuento de Alberto C. Bocage (Especial para EL DIA)
Suplemento Dominical "El Día" Año XLVII Nº 2385 Montevideo, 1 de julio de 1979

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

 

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/54422 pdf

 

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