3. Una anécdota sobre Caruso

 
Me encontraba una mañana leyendo el diario en el café "Tupi Nambá", cuando se aproxima una persona que me interrumpe al decirme:
-¿Me permite?... ¿Puedo sentarme?
Era Enrique Caruso. No lo conocía personalmente. Era yo, claro está, un ferviente admirador de su arte insuperado; sabía que era Caruso un hombre cordial al que elogiaban por su conducta todos los que habían sido sus empresarios y no ignoraba, tampoco, que era persona de un ingenio ágil como lo denuncia la respuesta inmediata que supo dar a aquel repórter ingenuo y pueblerino que sometiéndolo a una intervieu le preguntó cuál era el animal por el que sentía una simpatía mayor y a quien le contestó:
-Naturalmente, el can ...tante!
Pero pese a tan excelente impresión respecto de Caruso, su presencia inesperada, creó una situación un tanto embarazosa. Porque, sin conocemos personalmente, se había producido, sin embargo, entre nosotros, un rozamiento bastante desagradable.
El día del arribo de Caruso a Montevideo, todos los periodistas se desplazaron hacia la dársena, donde el, secretario del gran cantante les comunica que éste los recibiría a las once de la mañana en el Parque Hotel.
Llegó la hora de la entrevista y es el caso que los periodistas tampoco fueron recibidos. Uno de ellos, el prestigioso "Ney" que representaba a "El Plata" comentó el hecho en un artículo que en cierto sentido podría resultar mortificante, precisamente por ser respetuoso, por ser risueño, por ser intencionado, y por insinuar traviesamente cierta vinculación entre la buena voz y la mala educación.
Aparecida la publicación, Julián Nogueira, gran amigo de Caruso, trató de convencerme de la injusticia del comentario, asegurándome que si había algún artista célebre que sabia independizarse siempre de la epidemia del "divismo", ése era, precisamente, Enrique Caruso.
Yo tenía, entonces, muchos años menos; me encontraba bajo la acción de un violento sarampión periodístico y alimentaba sobre los fueros de la prensa, un concepto demasiado sensible que hoy que precisamente puedo considerarme más identificado con la profesión que ejerzo, he modificado sustancialmente, y creyendo advertir ahora con visión más clara, cuándo esos fueros son desconocidos en realidad, sé pasar por alto estas intrascendentes descortesías protocolares.
Me negué, por lo tanto, a aceptar la indicación de Nogueira, pese a todo lo que lo respetaba, y le confesé además que era mi estado de ánimo tal, que hasta alimentaba la esperanza de que Caruso sufriera esa noche un "accidente laríngeo" cualquiera, para poder tomar entonces debida revancha de la, para mi, importante desconsideración padecida.
Caruso comenzó a cantar "Payasos" y lo hizo en una forma tan admirable que de inmediato me declaré subyugado, vencido, uniendo mis aplausos entusiastas a los que formaron una de las ovaciones más nutridas que se hayan escuchado en la sala del Solís.
Termina el primer acto y me encuentro en el foyer con Nogueira quien, satisfecho y sobradar, me pregunta:
-¿Qué le ha parecido?
-Me parece que un hombre que canta tan bien, ¡hasta tiene el derecho de ser un mal educado!
Precisamente el conocimiento de. esa reflexión fue lo que determinó que Caruso se acercara a mi mesa una mañana en que me encontraba yo leyendo el diario en el "Tupi Nambá" y me interrumpiera diciéndome:
-¿Me permite?... ¿Puedo sentarme?... Caruso agradeció mi admiración por su arte, pero aspirando, a la vez, a que rectificara el concepto que me había formado a raíz del episodio. Explicó satisfactoriamente lo ocurrido, agregando que nada le preocupaba tanto como alcanzar, por sus actos, la reputación correspondiente a una persona correcta.
-Ud. dice, por ejemplo, que canto mal y francamente, le confieso que no me importa. Yo sé que no es así y el público también. Pero Ud. sugiere que yo soy un mal educado y ya es distinto. Me preocupa. Yo sé también que no es así, pero, en cambio, el público que no me conoce personalmente puede admitirlo como exacto. De ahí mi interés en disuadirlo de su impresión.
Y aclarado ya satisfactoriamente el equívoco y como para sellar una amistad que nacía, Caruso me ofreció medio toscano, perteneciente a una partida que, según él, había sido debidamente seleccionada.
Debí hacer ese gesto, mitad de honor y mitad de asco, con que se rechaza siempre el ofrecimiento de un toscano por todo aquel que no lo ha fumado nunca, porque me agregó sonriendo:
-¿No los fuma todavía? Lo siento por Ud. Ya los fumará algún día y entonces comprenderá todo el tiempo que ha perdido al no haberlo hecho antes. ¡Recuerde lo que le augura Caruso!
Y hoy, decididamente rendido ya a la grata tiranía del toscano, he recordado más de una vez, sobre todo cuando el azar me pone frente a uno que sale bueno, las proféticas palabras del mejor tenor de este siglo.

30 Recuerdos de Teatro
José Pedro Blixen Ramírez
Editorial Florensa & Lafon - Montevideo noviembre de 1946

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