Travesura de dos pequeños duendes


por Hyalmar Blixen

El Mago del Collar de Sueños se acercó un día a la casa de un escritor que se hallaba sumido en su elaboración literaria; novelaba, hacía que se movieran sus duendes interiores y éstos le insinuaban ideas; rechazaba a algunos, seleccionaba a otros, pues no todos sus pequeños espíritus, que juntos habitaban en su alma, servían, en ese instante, para lo que escribía. En medio de su labor parecía no ver ni la pared, ni su biblioteca, ni la lámpara que iluminaba la mesa de trabajo: veía las historias que su fantasía inventaba, movía a su gusto personajes de ficción, y la novela avanzaba algunas páginas más.

Y tan distraído estaba el escritor en su visión externa, que no captó que un duendecillo pugnaba por escapar del espíritu del novelista, curioso por ver qué había afuera de él, cómo era el ambiente en el que vivía y quién los tenía encerrados en su alma.

El Mago del Collar de Sueños, que andaba invisible por ahí cerca, pensó que a ese duendecillo interno, todavía niño, bien le podía ayudar a escapar de noche para visitar la casa del escritor cuando éste se hallara dormido y le hizo una guiñada en señal de asentimiento, como si le dijera:

-Esta noche te dejaré escapar por un rato, pero sólo porque eres un duendecito niño.

Y el Mago del Collar de Sueños se alejó mientras pensaba:

-¡Bah! Este escritor no soñará esto dormido, pues ya soñó bastante mientras estaba despierto. ¿Por qué no permitir que alguno de sus duendecillos haga la travesura de soñar por él?

Y así, cuando el escritor, ya acostado, apagó la luz y quedó dormido, el duendecillo se dispuso a escaparse por una de sus narinas.

El escritor había leído durante un rato antes de dormirse porque los libros tenían para él, aparte de las consideraciones literarias puestas de manifiesto por poetas, novelistas, dramaturgos de éstas o anteriores épocas, otros valores escondidos; a veces no tan bien escritos, sirven para dar alegría; otros serenos como mansos y caudalosos ríos del alma, ríos de paz; también están los que hacen pensar en los problemas de nuestros semejantes, y los hay que encrespan la cólera, porque narran maldades, injusticias, o simplemente la indiferencia conque unos hombres tratan a otros.

En el momento en que el escritor intentaba sumirse en la disolución espiritual del sueño, fatigado de la labor diaria, cogió un volumen que lo tranquilizara, que le aplacara los nervios tensos por el esfuerzo realizado durante todo el día.

Cogió un libro en inglés. A veces leía páginas en francés, en italiano, en portugués o en alemán, porque para dormir le resultaba mejor no leer en español, sino fijar sus ojos en unas páginas escritas en algún idioma extranjero de los que conocía, y eso lo hacía casi todas las noches. Leyó, pues, dos o tres capítulos, sintió que sus ojos se cerraban, apagó la luz y quedó dormido.

Dentro de todos los seres humanos hay, en el fondo más escondido de su alma, algo parecido a una muchedumbre de pequeños duendes. No son los duendes de los antiguos cuentos, sino recuerdos, ideas, sentimientos a veces profundos y otras ligeros como si pertenecieran al mundo alado, alegrías que florecen y a ocasiones dolores misteriosamente escondidos. En fin ¿por qué no llamarles duendes?

Había, como lo supo el Mago, un duendecito muy joven, algo travieso, que no quería dormirse como los demás y esperaba el momento propicio para escapar por las narices del intelectual a fin de mirar qué era lo que había en esa casa llena de libros, muebles y cuadros.

Otro duende, ya viejo, que vigilaba a efectos de tranquilizar a los más bulliciosos, le aconsejó que se quedara dentro del alma del escritor y se durmiera como los otros personajes sutiles, pero el duendecito travieso le replicó que era bueno recorrer alguna vez el mundo.

-¿Qué mundo puede haber dentro de cuatro o cinco piezas cerradas y oscuras? -rezongó el duende viejo-. Duérmete como lo voy a hacer yo y no seas majadero.

-No lo haré, y no lo digo por tesatarudo. De pronto, aun dentro del recinto de una casa puede bullir mucho mundo por explorar. ¿Quién sabe lo que está viviente en la espesura de este silencio? Además, me gusta corretear un poco, siempre soñé ser explorador y estoy aburrido de este encierro. ¿No dicen que el hombre debe ser libre? ¿Por qué no va a ser libre un duende?

Iba a subir para escaparse por una de las narinas, cuando una duendecita linda, rubia y de ojos amarillentos, le cogió de una mano y le rogó que la dejase ir afuera con él. Al ver a una niña tan hermosa, el duendecito le preguntó quién era.

-Soy un recuerdo, un amor olvidado de este escritor ahora dormido. Simplemente una muchacha, la única que lo amó de verdad. El fue querido por muchas, pero por ninguna muy profundamente. Yo fui la única que lo amé siempre y no me quise casar con nadie que no hubiera sido él.

-¿Y cómo me pareces todavía una niña?

-Porque los recuerdos de los inconstantes se borran y tienen alma de bichitos de luz, pero cuando renacen otra vez en la mente semejan de nuevo niños. En este momento debe soñar conmigo, probablemente con una forma borrosa que tal vez no reconozca del todo, pero esa que se desliza por su sueño creo que soy yo.

-Bueno, vamos. Dame la mano y escaparemos por la nariz. Debe ser algo curioso atisbar lo que hay en el cuarto de un intelectual.

Afuera todo era oscuro, pero los duendes, como los buhos, ven en la oscuridad, de modo que no hubo problema alguno para orientarse. Había una gran biblioteca de pared a pared, retratos de familia y de pronto divisaron dos cuadros.

-¡Ah, qué lindo, dos cuadros! Me gusta ver pinturas. Este es un óleo bastante grande. ¿Lees el nombre del artista?

-Más o menos. Parece que es alemán...sí, es alemán. Claro que no se nada de él, pero ¿eso qué importa?

Se pusieron a contemplar el cuadro; pareía bastante antiguo con pinceladas de tal modo delicadas que los duendecitos se acercaron a ver si era una fotografía en colores. Grandes árboles adelante, de distintos tonos de verde, ya vivos, ya levemente amarillentos, y luego otros más atrás, en una perspectiva de lejanías. La naturaleza espléndida dominaba en una fiesta de brillos bajo un cielo donde en un rincón estallaba el azúl, y hacia la derecha se brumaba de tenues nubes cuyos blancos, grises y rosas jugaban a abrazarse y fundirse en un color único, algo así como el alma de los colores.

Muy pequeñitas, casi para demostrar que el ser humano es como una hormiguita frágil entre la enormidad de las cosas que lo rodean, una muchachita, borrosa como lo que está medio olvidado, vestida de rojo, asía de la mano a un joven algo más alto que ella y cubierto de un ropaje entre azulado y gris. Los dos duendes no los descubrieron enseguida, porque las figuras estaban, si bien casi en el primer plano, sumergidas en la floresta que atraía, de momento, todas las miradas.

-Somos tú y yo ¿no te parece? -preguntó la pequeña duende.

-No, pero podríamos haberlo sido. Este cuadro fue sin duda pintado hace cien años, quizá ciento cincuenta años ¿qué sé yo? por alguien que quiso expresar el amor, la inocencia en la soledad poblada de todas las formas victoriosas de la vida vegetal.

-Son felices. Están solos y se quieren -expresó ella-. ¿Sería imposible que entremos dentro del cuadro? ¿No podemos ser un momento ella y él?

-La verdad es que sé poco todavía de lo que es capaz de lograr un duende, y menos un duende niño, pero caminemos hasta el cuadro, trépemos por la estantería que está debajo de él, y tratemos de identificarnos con los dos chicos, si es posible.

Los dos duendecitos, asidos de la mano, caminaron sobre el césped hecho de pinceladas de un verde azulado amarillento, dejaron atrás el primer árbol y al fin se animaron a penetrar dentro de las dos figuras a las que el pincel del artista había dado forma perenne.

-Ahora estamos identificados con los jovencitos del óleo. ¡Qué aventura! ¿Tú me quieres mucho, no?

-¡Claro! Siempre te quise. Y quería hablar contigo ¿de qué? Ni yo mismo puedo concretarlo. De algo que siento de manera profunda. Hablar. Estaba ansioso por asir tu mano y que tus dedos hablaran suavemente con los míos. Los árboles son nuestros amigos bajo el sol que juega a estar entre dos luces. ¿Es el amanecer? ¿Es el atardecer? Pero ¿qué importa el tiempo?

-Mis padres se enojarán si saben que estoy paseando contigo sola por el gran bosque. "¡Qué niña más traviesa!" -dirán-. Pero son buenos también y mi abuelo saldrá en mi defensa: ¿Por qué los chicos no van a pasear juntos y solos si son buenos y se quieren? Porque la soledad se hizo para eso, para...

-Para el amor, claro. ¿Qué importa todo lo demás? Tú y yo asidos de la mano. Siempre ocurrió así. Siempre hubo una pareja de jóvenes que buscaron la soledad, limpios sus corazones, puros sus pensamientos. Nosotros somos "el siempre".

Y largamente, mientras paseaban, recrearon hechos que tal vez ocurrierion a los jovencitos del cuadro y a muchos otros. De pronto la duendecita dijo:

-Vamos al cuadro de al lado, allá lejos en el poblado, allá, a aquella calle angosta...Mira esa capillita. ¿Es gótica, verdad?

-Sí, es gótica. Ha quedado fijada en una acuarela que pintó alguien que estaba lleno de luz de Dios...me parece.

-O por lo menos que gustaba del arte gótico, de las ovejitas, de los...

-¡Oh! Ya sé lo que es el arte gótico. No tienes que explicarme nada a propósito de él. No olvides que soy el sueño de un intelectual. ¿Entramos en ella? Cuando yo no era un sueño, una duendecita del recuerdo, me quise casar con él en una capillita así. Pero él no era católico ni tal vez cristiano. Nunca supe bien qué pensaba acerca del alma que para mí es inmortal. El dudaba de todo y tal vez buscaba que su silencio interior le revelaba algo. Y además estaba rodeado siempre de hermosas muchachas. Iba de una a otra y después a otras más y se quemaba en pequeños fuegos inútiles. Me quedé sola, esperando, y él a veces me recuerda, porque sabe que soy la única que aun en la total lejanía siempre le siguió siendo fiel, la que nunca se casó con ninguno, porque sólo a ese hombre quiso.

-Pero eso no es sino la vida, la mezquina vida real. Nosotros somos duendes del sueño; no te escapes de él para irte de nuevo a tu realidad. ¿Penetramos en la capilla?

-No. Sólo hubiera entrado en ella con él.

-No vuelvas a la vida que dejaste atrás. Olvida que eres un recuerdo y que el durmiente solamente te está soñando. Vámonos de aquí. Entremos en otro cuadro. En las salas hay algunos. Mira: dos Notre Dame. Los árboles del de abajo están coloreados de lila y los del de arriba de un verde gris. Pero atravesemos el puente y sigamos. Aquí hay otro cuadro y tiene algunos colores de un rojo salvaje en el ángulo izquierdo inferior. Estamos en Venecia, en un mercadito de flores.

-¿Y por què crees que es Venecia? No hay góndolas.

-Sé que es Venecia porque soy un duende escapado del conocimiento de quien ahora duerme. Pero mira: la gente se acerca al mercadito y compra flores. Me meteré dentro de aquel hombre y te regalaré las que quieras.

-Alguna de esas rojas. Me gustan las flores de ese color.

-Pues entra también en el cuadro. Ya viste que eso es muy fácil para un duende. ¡Cuánta luz! ¡Cuánta alegría! La gente habla, regatea el precio de las flores, hay ancianas, jóvenes, estamos en medio de la vida...de la vida encerrada en un cuadro, aunque ¿qué importa? Pero sigamos a otro cuadro. Ya tienes en las manos muchas flores. Tú misma eres una flor.

La duendecita salió de la pintura y quedó enseguida algo desencantada, porque las flores que llevaba en sus manos se quedaron en el óleo. Pero enseguida se repuso, curioseó por la sala y de pronto dijo a su compañero:

-Mira aquél cuadro que está solo en la pared. Una muchacha solitaria, ante una mesita redonda donde hay una taza, tal vez de té. Pero no lo bebe, solamente parece pensar. ¿Por qué no hay dos tazas? ¡Qué triste es que no haya dos tazas! ¡Qué nobleza en el rostro, qué distinción en las manos! ¿No entrecierra levemente los ojos que se vuelven dos pinceladas de color marrón?

-Puede esperar a alguien. Pero quizá podamos hablar con la bella muchacha del cuadro sin necesidad de entrar en él. Todo es posible para un duende, según creo.

-Tímidamente dirigieron la palabra a la muchacha vestida de amarillo, y de pronto ella se animó, pareció viva y contó a los dos duendecitos traviesos una pequeña historia.

-Me dio vida un excelente pintor, un artista que sufrió mucho. Parece que es necesario sufrir para ser un artífice excelso. Ese Maestro estaba orgulloso de mí, pero ¡claro! los buenos pintores están siempre satisfechos de sus creaciones, porque tienen conciencia de lo que hacen. Ponen en el arte su amor, su mucho talento. Yo formo parte de su conocida "serie amarilla". Y casi reinaba en una exposición donde quizá hubiera casi sesenta o setenta de sus cuadros. Pasaba y pasaba delante de mí mucha gente. Me miraban, preguntaban el precio que el pintor había puesto muy alto, porque no quería desprenderse de mí y no me compraban. De pronto llegó él, el escritor. Se quedó un rato mirándome, volvió después de detenerse ante todos los cuadros y me contempló de nuevo. Y yo sentí de pronto algo que me decía que ya no estaba sola. Esperó al otro día al pintor, del cual es muy amigo...creo que ambos se admiran. Le dijo que quería comprarme con el producto de un premio literario que había ganado con un libro suyo. Todos sus cuadros son, bien el resultado de concursos ganados o liquidaciones que percibe por la venta de sus libro; así, cada uno de nosotros está relacionado con alguna de sus obras: catorce o quince de sus cuadros. No cree que ese dinero, ganado con la belleza, pueda ser tocado por algo que no sea lo que a él le parezca también belleza.

Mi pintor no me quería vender y elevaba el precio. El escritor le dijo:

-¡Pero el libro que yo escribí me llevó el esfuerzo de quince años o tal vez más todavía! El premio logrado con el fruto de tanto afán ¿no puede valer el cuadro? Póngamelo al precio del premio.

Quien me hizo no se decidía a venderme y sonriendo, le hizo a su amigo esta jocosa pregunta:

-¿Cómo un poeta puede discutir de precios?

-¿Y cómo un pintor no va a poner su cuadro al alcance de un escritor que quiere llevárselo?

Yo les adivinaba el pensamiento. Ninguno de los dos amigos discutía el dinero en sí, sino el deseo de quedarse conmigo y asistía divertida a esa controversia de ambos artistas, que conversaban risueños, pero firmes.

-Lo que pasa es que usted se ha enamorado de la mujer del cuadro, -dijo quien me creó con su maestría plástica.

-Y lo que ocurre es que usted se ha enamorado de ella, -le replicó el escritor.

Ambos no tuvieron más remedio que reírse abiertamente, y al fin el escritor, como iluminado, le contó, como una media hora, el argumento y las dificultades de su llibro, que me resultó realmente profundo. Hablaba tan posesionado, que cuando concluyó la narración parecía electricidad viva y entonces su amigo, el pintor, le dijo:

-Esta bien. Se lo dejo al precio del premio, porque veo que quedará en buenas manos. Pero me va a regalar el libro y dedicado, porque ahora sí, quiero leerlo.

-Desde luego, querido Maestro.

-Y conste que sigo creyendo que usted está enamorado de ella.

Tal conversación entre ambos. Y aquí estoy. A veces enciende una luz especial que tiene para mí en una hermosa lámpara, una luz para verme. Porque tiene razón quien me pintó: soy muy amada de él. Y cuando quien ahora me tiene no esté en la tierra y sólo queden sus libros, yo seré el testimonio de su amor. Yo, la muchacha del óleo de la serie amarilla. Después, ya no me interesará de quién sea. Porque para siempre quizá de padre y del que me ganó porque se enamoró de mí, la joven que antes esperaba y que ahora también espera cuando a veces enciende la lámpara para contemplame.

-Y tú también lo amas, me parece -le dijo de pronto la duendecita traviesa y romántica. ¿No estás orgullosa de él?

-Desde luego. Soy su novia de colores, la que no lo olvidará cuando ni tú, duendecita hecha de un recuerdo, ni él estén sobre la tierra.

-Vámonos, -dijo apresuradamente a su compañera el duende-. Otra noche nos escaparemos y entonces penetraremos en el alma de otros cuadros. Amanede y el escritor está por despertarse. Pero hemos visto algo del mundo...

-¿Cuántas cosas crees que hemos aprendido?

-Tal vez lo único que es verdaderamente importante.

Hyalmar Blixen

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