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Los Iporas
Hyalmar Blixen

Prefacio

Los pueblos indígenas de América tuvieron desniveles muy grandes desde el punto de vista de la cultura. Los hubo incipientes, como los waraníes, los pampas o los nuestros; pero también podemos citar algunos que alcanzaron un muy alto grado de civilización.

La conquista no respetó ni a unos ni a otros. El español, altivo, heroico, noble, pero fanático en su religión y en sus costumbres, derramó quijotescamente su sangre en esta tierra; pero, al crear un nuevo orden de cosas, derrumbó el antiguo, y al transplantar aquí una gran civilización exterminó a la ya existente, que en muchas regiones (náhatl, fohébecha, mayas, quechuas) tenían notable valor.

Fueron quemados los libros que por millares poseía la literatura náhuatl; fué perseguida la civilización maya, creadora del Popol Vuh y el Chilán Balám, del Rabinal Achí y de notables anales e igual suerte corrió el Tahuantinsuyo o imperio de los Incas, ya que se han perdido casi todas las obras de sus harahuis o poetas líricos y de sus amautas o sabios.

Pero poco a poco, muy lentamente, al pío horror de los conquistadores, ha ido sucediendo la curiosidad cada vez mayor por lo que hoy constituye el florklore americano, hasta tal punto, que es fácil suponer que nuestra literatura va hacia un renacimiento de la literatura prehispánica.

Colaborador obscuro, pero valiente, de este gran movimiento literario de reivindicación del indígena es este libro. En él he tratado de pintar los rasgos predominantes de los charrúas: su valor y su fuerza; su dulzura y su melancolía; su asombro de niño frente a los fenómenos de la naturaleza, que la impulsaban a explicaciones maravillosas, y también su estocismo. En "Los iporas" busco, por lo tanto, lo que alguien ha llamado "el alma mágica de los pueblos primitivos", con toda su superstición y con toda su poesía.

***

He querido renacer al charrúa viva su vida, independiente de la influencia española. Verlo en sus selvas indígenas, en los campamentos rondados por las fieras, bajo la protección de sus posibles dioses.

No es este un libro histórico, aun cuando pinto en él las costumbres de las tribus; sus funerales, la ceremonia de la hospitalidad, la táctica militar, las luchas por la posesión del mando en el Consejo de las Tribus, y he hecho pequeños cuadros de la vida de los paraderos, teniendo que poner en todo esto mucho de imaginación y en ocasiones, tal vez de adivinación.

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Los tipos están sin embargo idealizados, aunque corresponden a una base real; la trama, enriquecida con leyendas de dioses o iporas, algunos de los cuales no eran en verdad charrúas, sino waranies. Pero debo agregar que esta ilusión de divinidades en el panorama charrúa no es en realidad una cosa que deba rechazar el crítico, puesto que la obra no es, como ya lo dije, histórica. Pero, por otra parte, que nuestros aborígenes tenían creencias en un más allá y en ciertos genios mitológicos, es indudable. Sus funerales lo atestiguan. El que los yaros dijeron a los misioneros: "¡No queremos vuestros dioses, porque saben todo cuanto pensamos en secreto!", ¿no parecería indicar que ellos también poseían sus dioses? ¿Y no se ha descubierto, en territotio chaná, un ídolo de piedra?

Generalmente se atribuye a los charrúas la creencia en dos divinidades: una, Tunpa, el dios bueno, y la otra, Añang, el dios malo.

El General Díaz dice que creían en un espíritu del mal llamado Gualiche, y Eduardo Acevedo Díaz supone que ese vocablo debió de ser corrupción de Walichú, dios de los habitantes de las pampas. Pero puedo citar también algo que tal vez no pase de una coincidencia asombrosa. En el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano, en el artículo "Charrúas", se supone que éstos tenían, aunque vagamente, cierta creencia supersticiosa en el Sol y en la Luna. Por otro lado, Bauzá, que es un historiador digno de crédito, sostiene que los charrúas llamaban a la Luna, Yasí. ¡Cuál no sería mi asombro cuando supe que Yací es, en la mitología waraní, el dios de la Luna, protector de los heridos y de los tristes! Pero también se llamaba Zobá

Y algo parecido podemos decir de Payé, dios de los amuletos. Nuestros gauchos, que hablan de los payés, ¿de dónde pueden haber tomado este término, si no es de los indígenas nuestros? Y Payé es el dios de los amuletos de la mitología waraní.

Y si fuera verdad que las tribus uruguayas hubieran coincidido con las brasileñas en la existencia de estos dioses, ¿no podrían coincidir en la existencia de otros? Pero me apresuro a declarar que estas sugerencias que hago, no las formulo con la finalidad de sustentar ningún precepto, ya que no estoy capacitado para ello, puesto que no soy historiador sino simple curioso de nuestras cosas. Sólo he querido decir que no es tan disparatada la inclusión de algunos dioses de la mitología waraní en esta leyenda, ya que hay opiniones de historiadores en las que me escudo.

***

El argumento de la obra se basa en una realidad: la guerra charrúa-waranítica, que se produjo antes de la llegada de los españoles.

Cuenta Bauzá que los tupíes y los carios, indígenas antropófagos que vivían sobre el mar Caribe, invadieron el Brasil, donde moraban tribus waraní. La raza conquistadora se mezcló con la vencida, y los tupí-waraníes, nueva raza surgida del cruzamiento de las otras dos, invadieron luego las tierras rioplatenses, trabándose una extenuante guerra entre ellos y nuestras tribus confederadas, hasta que los invasores del norte fueron rechazados sobre la Laguna Merim. Pues bien: es sobre esta base real que he edificado mi leyenda.

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Hay quien dice que los charrúas eran waraníes de anteriores invasiones; el documento de Vilardebó -que contiene vocabulario de unas cincuenta palabras, aproximadamente- echaría por tierra esta hipótesis, aun cuando he comprobado que una de las palabras del mismo, que se considera charrúa (chibi, que significa gato), tiene el mismo significado entre los waraníes. Otros sostienen que los charrúas y otras tribus de nuestro suelo eran bilingües; y que si bien poseían un lenguaje propio, utilizaban el waraní, que estaba enormemente difundido, cuando se ponían en contacto con otras tribus, ya fuese para comerciar o para efectuar alianzas o declarar treguas, y tal vez resulte esto lo más plausible.

Invocación

Para cantar el yarabí charrúa, roba el aire sus suspiros, ¡oh dulce Mimby! Toma el suave bramido del guasubirá, y el sereno ensueño de Hum, el poderoso río.

Que el charrúa taciturno te haga sonar su voz clara desde el fondo de los bosques, a los que se asoma Guidri, la blanca Luna, ipora de los tristes.

Que el alma del guerrero que duerme el sueño frío, mandado por Hallen, la muerte, te arranque notas más desoladoras que las del viento, más frías que las de las serpientes mboichiní, más suaves que las del urutaú, el ave que llora; y si supieses de notas más tristes aún -para cantar el yarabí charrúa- lánzalas al aire, ¡oh dulce Mimby!.

Entonces se hará una luz, y las almas de los guerreros que vagan en el Añaretá, el país doloroso -buscando el árbol que ha de servirles de morada eterna-, se agolparán alrededor de ella, aullando largamente como fieras. El recuerdo de las hazañas de sus tribus las llenará de orgullo y les dará nuevas fuerzas para combatir a Añang, genio del Mal.

Por eso, canta, ¡oh dulce Mimby!, y roba su bramido al guasubirá, su llanto al urutaú y sus notas de desolación al viento.

Canto I


En un calvero rodeado por un bosque de ceibos, algarrobos y yabíes, los guerreros se desplomaron jadeantes. Sus miembros, paralizados por la fatiga, o mordidos por las flechas y las lanzas del enemigo, se negaban a arrastrarlos más lejos, a pesar de que el peligro de la persecución no había desaparecido completamente. Donde cayeron, allí quedaron sin moverse, mientras sus cuerpos bailaban penosamente la danza del cansancio. Eran los charrúas, los hijos de Ñorairó, la guerra.

Sus cuerpos ostentaban heridas y cicatrices, en las que se leía la historia de esa raza andariega; las armas de los hombres y las garras de las fieras, habían grabado una epopeya sobre sus pieles.

El cansancio y el estupor los tenían embargados. ¡Volvían vencidos de la lucha! Ellos, que no recordaban haber cedido nunca el campo al enemigo y que habían conquistado el país de los gigantes por mandato de las deidades buenas, a pesar de la fuerza de Setebos, protegidos por los dioses del mal, sufrían ahora el dolor de una inesperada derrota. Numerosas hordas de pueblos desconocidos, después de clavar una lanza en los bosques charrúas, yaros, aran-chané y otros, como declaración de guerra, osaron encender allí sus fuegos. Venían dispuestas a cazar en nuevos territorios, a pescar en nuevos ríos, y a arrebatar a la gran tribu del Para -ana -guasú, sus mujeres de lacias cabelleras...

Transcurrió media luna. Y los charrúas y sus aliados, después de convocarse por medio de grandes fogatas que encendieron en la cumbre de las lomas, lanzando salvajes alaridos, se abatieron sobre los invasores, a pesar de ser inferiores en número. Lucharon con la ferocidad de la hembra del yagauareté, cuando defiende su cubil, hasta que vieron, mudos de asombro, en medio de la espantosa confusión de la matanza, entre los desconocidos gritos de victoria de sus enemigos y el estertor de los moribundos, desplomarse pesadamente a Abareitá, al Wineno gran jefe que los guiaba a las victorias, y al que los charrúas creían invencible. Y cuando esto contemplaron, se quebró la resistencia heroica.

-¡Añang y los Espíritus Malos que obedecen a Hallen, la muerte, combaten contra nosotros! -gritaron-. Entonces, en el fondo de sus almas, el instinto de conservación luchó sordamente contra el orgullo de la raza. No conocían el miedo; pero ese vago instinto, semejante al de las fieras, se apoderó de sus pechos, heló su entusiasmo, y, por primera vez, los charrúas huyeron de una batalla.

Entonces sobrevino el desastre. Los tupí-guaraníes les hicieron gran matanza durante la fuga. Muchísimas mujeres charrúas, que habían estado ocultas en los bosques mientras se desarrollaba la lucha, cayeron en poder del enemigo. Dioi - Latar apagó la hoguera que había encendido sobre las altas rocas de las nubes, y así, protegidos por la obscuridad de la noche, franquearon los fugitivos lomas y campiñas, hasta que las fuerzas huyeron de sus músculos.

Ahora, ya lejos del enemigo, desparramados sobre el calvero que formaba el bosque de ceibos, algarrobos y yabíes, adivinaban, en sus espíritus embrutecidos por el cansancio, que esa raza desconocida y numerosa podría aniquilar a la suya; sin embargo, sus bocas no exhalaban ni una queja. Mudos, huraños, se miraban los unos a los otros, mientras el frío de la noche mordía sus carnes. Algunos se apretaron los quillapíes contra el cuerpo, con movimientos casi maquinales, mientras otros, para calentarse, comenzaron a encender hogueras. Sin cambiar entre ellos una sola palabra, todos sabían de antemano lo que iban a hacer; el enemigo antropófago, no cazaría en las campiñas del charrúa ni en los bosques del Hum, sin ser continuamente hostilizado, hasta que Añang arrebatase el espíritu al último defensor de estos territorios.

Dos cosas amaban sobre todas las otras: la libertad, y el suelo natal. Y, cuando después de las pasadas angustias, comprendieron que podían perderlas, frente al poderoso invasor, el furor adormecido durante la huída, volvió a arder en sus pechos, aunque se manifestaba frío y cauteloso, como el del yaguareté.

Las fogatas, que en los espacios sin árboles habían encendido, enrojecían el aire con sus resplandores, y en derredor de ellas, los guerreros se apeñuscaban, para poder calentarse. Los charrúas, demasiado fatigados, no quisieron salir de caza, aun cuando les faltaban los víveres, y el bosque, hasta la ribera del río, se poblaba por momentos de rumores. Y las demás tribus aliadas ¿hacia dónde se habían dispersado?

Las fieras rondaban alrededor del campamento, y algunas asomaban su cabeza por entre los arbustos; aunque, a causa del fuego, no osaban acercarse.

Sin embargo, un puma, más audaz que los otros, avanzó temerariamente hasta muy cerca de los charrúas. Constituía un magnífico ejemplar de la raza, y era ya raro encontrarlo tan al sur. Se hallaba en la plenitud de sus fuerzas. Golpeaba nerviosamente los flancos con su cola, y sus ojos se encendían en chispas verdes; pero estaba perplejo, porque adivinaba un enemigo muy superior a sus fuerzas. Su instinto le decía que era imposible luchar contra los guerreros y sólo el hambre lo hacía mantener en acecho. Dió unas vueltas alrededor del campamento, y a la rojiza luz de las hogueras pudieron distinguirse mejor aún su musculatura nerviosa y esbelta, y su cabeza pequeña, en relación al cuerpo. Sin embargo, los fatigados combatientes apenas si repararon en él. De cuando en cuando, el felino se detenía un momento, para olfatear el aire; luego, lanzando a intervalos rugidos amenazadores, comenzó a alejarse, volviendo repetidas veces sus miradas hacia los charrúas, como si no se resolviera a abandonar la presa. A medida que se alejaba de las fogatas, su cuerpo se hacía cada vez más negro, hasta que, por fin, lo tragó la obscuridad del bosque.

Los centinelas ocupaban ya puestos, y escudriñaban la penumbra de los árboles, vigilantes como el chajá. Los demás guerreros de espaldas a la tierra, empezaban a amodorrarse lentamente, dispuesto a los hombres por Diabum, el dios que hace dormir, mientras escuchaban el ruido que hacía el guasuí al huir en la obscuridad, o el maullido destemplado de los yaguatincas. Muy lejos, del otro lado del río, volvió a rugir el puma. Su voz estaba ahora henchida de salvaje triunfo.

Y así, mientras los charrúas dormían protegidos por su número, que los hacía temibles, y por las hogueras, semejantes a inmensos y temblorosos penachos de tutuncá,y más por Diabun, el señor del sueño, fuera del campamento, pesaba inexorable la ley de la selva, sobre los seres que no habían recibido de las deidades, ni largas y afiladas garras, ni colmillos agudos, ni burladoras alas.

Algunos ñacurutús, desde las ramas de los árboles, dando vueltas a sus cabezas, contemplaban las escenas del bosque, con sus ojos llenos de enorme asombro.

De pronto, un charrúa se incorporó, y paseó su mirada por el campamento. Alzó los brazos, en los que empuñaba el gran arco de urunday, con el que sabía disparar a la distancia las flechas de plumas de cuervo, y lanzó un grito para llamar a sus compañeros. Estos reconocieron a su anciano machí, y lo rodearon.

No tenía el guerrero estatura muy alta, pero su cuerpo era flexible como el bambú y duro como el algarrobo. Llevaba muchas incisiones en la cara; una por cada combatiente muerto a sus manos. Cubría la cabeza y la cintura con plumas de ñandú, sujetas con tiras de cuero de serpiente. Como emblema de su poder mágico, llevaba alrededor del cuello, un collar de plumas de caburé. El abatá -signo del guerrero- le atravesaba el labio inferior.

El anciano machí era muy querido entre los charrúas, porque lo sabían hábil en estratagemas frente al enemigo, y también valiente luchador. Cuando tomaba la palabra en el Consejo de las Tribus para proponer un cambio de paradero, una alianza o una guerra, lo escuchaban todos con el mayor respeto. Pero entre los charrúas, eran muchos los que dudaban del poder mágico de quienes precedían.

Llamábanle Tesayá, y su prestigio se extendía más allá de los dominios charrúas. Por eso, cuando anunció a las tribus que iba a preguntar a Iporambae, el genio de los augurios, la suerte que les estaba reservada en las próximas batallas contra los invasores, los guerreros se colocaron en cuclillas, rodeándolo y dejando un espacio circular. Y tal era el respeto que sabía inspirar con su palabra y con sus gestos, que aún los que sólo veían en él a un guerrero valiente, se acercaron también a escucharlo. En derredor de una de las hogueras -que había quedado dentro de ese círculo formado por los charrúas- el abaré comenzó a girar y dar saltos. Arrojó el penacho de plumas con el que durante el día sujetaba los cabellos; su quillapí de piel de guasubirá, que el viento ondulaba, cayó de sus hombros. Entonces levantó los brazos, y sin dejar la danza salvaje, comenzó a invocar a Iporambaé.

Al principio, las palabras nacieron en su boca dulces y suaves; pero, a medida que los saltos fueron más grandes y rápidos, su voz se tornó también más firme.

El curtido cuerpo -primeramente seco como el del yacaré- comenzó a cubrirse de sudor, y sus músculos se amontonaron y crecieron, cual si quisiesen romper la elástica piel de bronce que los ceñía.

De cuando en cuando, Tesayá se detenía un momento, y hacía mágicos signos con las armas; luego, golpeándose el pecho y profiriendo fuertes alaridos, proseguía sus evoluciones alrededor de la hoguera.

Poco a poco, la danza del machí fué haciéndose arrebatada, hasta convertirse en frenética; mas, cuando llegó al paroxismo de su ímpetu salvaje, empezó a decrecer lentamente, y los saltos se tornaron cada vez más torpes. La invisible culebra de la debilidad se deslizó por los músculos del charrúa en cerrado abrazo, y éste, cayendo de rodillas al lado de la fogata, comenzó a inclinarse soñolientamente hacia adelante, como si su cuerpo hubiese bebido la sombra venenosa del ahué. Dejó de lanzar invocaciones y gritos, y un estremecimiento rapido y frío recorrió todo su ser.

Cundió entonces, entre los que creían en su poder mágico, una gran inquietud. ¡El abaré se iba a comunicar con Udimar! ¿Podría éste impedir la destrucción de los charrúas? Y contrastaban singularmente, los rostros febriles de unos, con la impasibilidad de los otros.

Tesayá parecía escuchar las remotas palabras que le dictaba el ipora. Su mirada adquirió espantadora fijeza, como si una visión sobrenatural pasara ante él, y luego, con monótona y lejana voz, comenzó a profetizar de esta manera:

-¡Cuántos guerreros mueren, bajo los cielos de ceniza! ¡Cuántos charrúas se retuercen entre las matas, roncando de dolor, mientras muerden rabiosamente los verdes tallos! La sangre de las heridas se oculta en la tierra, porque teme a las fieras y a las voraces aves. Nuestras mujeres gimen bajo los guarapás del enemigo, que las maltrata, y sus lamentos mueren en los bosques húmedos donde cazaron los charrúas, y el eco de ellos, anida en las lejanas lomas... Junto a nosotros, combaten los minuanos, los yaros, los ara - chané, los guenoas y los mbohanes, pero el enemigo, más numeroso, va conquistado poco a poco nuestras tierras.

Con voz de desaliento agregó Tesayá:

-Ahora veo sólo sangre; tanta sangre que forma sobre la tierra charcos violetas.

Abrumado por la fatiga, el abaré hizo una pausa más larga. Tuvo algunas convulsiones, y pareció un instante salir de su letargo, porque sus ojos adquirieron momentánea vida, y sus músculos se levantaron nuevamente bajo la piel morena, pero las fuerzas volvieron a abandonarlo, y quedó otra vez desfalleciente. Su alma volvió a rasgar la noche del futuro, donde moraban sus visiones.

Los charrúas no temblaban, porque no conocían el miedo; sin embargo, una mortal angustia se dibujaba en sus rostros, al pensar en la extinción de la raza. Aún los que no creían en el poder sobrenatural de Tesayá, al oir las calamidades anunciadas, parecían fieras acorraladas en sus guaridas.

Y continuó el viejo visionero:

-Etriek, el dios de la Verdad me ha anunciado: Tupá quiere obtener el payé de piedra que se halla no lejos de los bosques del Hum de verde seno, en la gruta que llamamos Hek-Hum, porque ciertamente es una Roca de Negrura. Dueño de él, ahuyentaría a su enemigo Añang. Pero Tupá, el Latar, sabe qua a él le está vedado conquistar ese amuleto, a pesar de ser un dios de inmenso poder y que es a un guerrero charrúa, protegido por los iporas, a quien está reservada esta hazaña. A aquel que le entregue el payé, Tupá le dará en cambio su lanza invencible. Con ella, el guerrero guiará a nuestras tribus a la victoria, y arrojará al enemigo de estas tierras.

Aquí enmudeció Tesayá. Cuando salió de su letargo, no recordaba ninguna de las palabras pronunciadas; mas no ignoraba que había transmitido a los charrúas, augurios, porque los hombres, olvidando las pasadas fatigas giraban ahora alrededor de las hogueras, en salvaje y victoriosa danza.

Es que aún a los incrédulos, entusiasmaba la idea de que después de la larga guerra que sobrevendría, el triunfo final fuera de ellos; por eso, los terribles alaridos de venganza se extendieron a través de la temblorosa selva, hasta desvanecerse en el aire, más allá de los árboles y de las lomas.

Canto II

Los invasores habían venido desde muy lejos, de las grandes selvas del norte, donde libran la yarará y la musarana sus mortales combates; donde moran el tapire, el ñurumí y el gigantesco yacaré; donde acechaban al cazador los árboles carniceros, dispuestos a atraparlo, al más leve descuido, con sus ramas abrazadoras como tentáculos. Venían llamados por Añang y todos los Tau o espíritus del mal, para desgracia de la raza charrúa.

Los tupíes y los waraíes formaban los dos grandes grupos de invasores. Contaban los viejos abarés, que estas dos tribus fueron fundadas por dos guerreros hermanos, que llegaron de lejanas tierras, de la región en que Dioi, el Sol, se oculta. Llamábanse Wuaraní y Tupí. Sus familias se hicieron numerosas y se convirtieron en tribus, pero éstas tuvieron que separarse, porque las mujeres de ambos hermanos se pelearon por la posesión de un loro que hablaba maravillosamente. 

Opauaima, el Tiempo seguía mientras tanto, volando de luna en luna, con sus alas eternas, hasta que los descendientes de Tupí y de Waraní, olvidados los viejos resentimientos, hicieron estrecha alianza, y, siguiendo la corriente de los grandes ríos: el Paraná, el Uruguay y el Hum, intentaron apoderarse de nuevas tierras.

De los waraníes, los carios constituían el grupo más numeroso y bestial. Eran atropófagos, y devoraban a los integrantes de sus mismas tribus. Rendían culto a la fealdad, y por eso deformaban más todavía sus rostros repugnantes. Su jefe era Karapé. Con ellos, venían otras tribus, entre las que sobresalían algunas de gran valentía.

Los tupíes obedecían al fiero Samoú, al que habían elegido tubichá, todas las tribus invasoras, por encima de los que cada una de ellas poseía en particular.

Tenía éste baja estatura, y anchas y encorvadas espaldas. Su mirada brillaba como la piedra de cuarzo; ningún guerrero tupí osaba ponerse frente a él.

A los charrúas se unieron los minuanos, los yaros, los chané, los mbohanes y los guenoas, para oponerse, todos juntos, al formidable enemigo.

El astuto charrúa Arandú -que cargaba sobre sus hombros incontables lunas- fue tubichá de esta segunda confederación. El consejo de las Tribus le confirió el poder, no porque sus brazos encerraran considerables fuerzas, ni porque fuera hábil ñangará, o resultara infatigable en la carrera como los jóvenes, sino porque era capaz en el mando y tenía grandes cualidades de jefe.

Viendo que en los combates grandes el número daba la victoria a los invasores, ideó el tubichá una guerra de escaramuzas; de ataques rapidísimos y sorpresivos.

Por eso, cuando los tupí-waraní vadeaban algún río, los charrúas o sus aliados aparecían de pronto en la orilla opuesta, y en medio de enorme gritería, lanzaban sobre los invasores sus pesadas bolas arrojadizas y sus flechas de plumas de cuervos o de águilas. Entonces, ¡a cuántos tupí-waraníes Diabun los invitaba a dormir el sueño frío, y cuántos cuerpos se hundían en las aguas heladas que les servían de tumba!

Los atacantes se dispersaban en seguida -rápidos en la carrera como el guasubirá- y los enemigos no osaban perseguirlos, pues hubieran tenido que dividirse también, y sabían que sólo la unión les daba la victoria. La amarga experiencia les revelaba que si se separaban los unos de los otros en pequeños grupos, los charrúas, más rápidos en la carrera y mejores conocedores de esas campiñas, caerían sorpresivamente sobre ellos, y los irían aniquilando uno tras otro.

Así, en la espera del gran combate que no se les presentaba, los enemigos antropófagos sufrían grandes males, y el asombro y el desconcierto se apoderaban cada vez más de sus espíritus de niebla. Los charrúas, mientras tanto, les ahuyentaban la caza con sus gritos salvajes; el hambre, los padecimientos y la impotencia en que se debatían, hacían asomar la locura a sus ojos de fieras y una angustia honda y brutal roía sus pechos.

Esa táctica de combate había dado a Arandú, el astuto guerrero, enorme prestigio entre los charrúas y sus aliados. No dudaban éstos que pronto el enemigo sería aniquilado, y por eso se preparaban para tomar sobre él, pavorosa venganza, y, engañados con los pequeños triunfos de la guerra de escaramuzas, los charrúas olvidaban la profecía de Tesayá. 

Esta forma de combatir era repudiada solamente por uno de ellos. Por eso éste habíase retirado, junto con su familia, del lugar de la lucha, y, solitario, cazaba en lo frondoso de los bosques; atrapaba a los peces que se adormecían en la superficie de las aguas, enlazándolos por medio de un nudo corredizo fabricado con plumas, o daba muerte al águila con las agudas flechas. Pero como no era obligatorio ir al combate, nadie lo molestaba, a pesar de que se censurara su actitud.

Llamábase Amapitumbí.

Jamás huía del enemigo; éste tenía que perecer o aniquilarlo. Era como los cerros de cumbres de piedra, que prefieren hacerse polvo lentamente, carcomidos por las aguas y las tormenatas, antes que retroceder un paso. Por eso decían los charrúas, que Amapitumbí tenía alma de risco.

Tamó, ipora de la Esperanza, lo amaba más que a ningún otro guerrero. Cuando Tamó penetraba hasta el fondo del alma de los hombres, con su mirada astral, las iluminaba de alegría, y la idea de victorias y de hazañas se apoderaba de ellas. Tamó había hecho de Amapitumbí, un guerrero ávido de conquistas; era quien lo llevaba a combatir, tanto al temible yacaré de los ríos, como a los enemigos de tórax resistentes como el itatí o el cuarzo. Era también Tamó, quien lo animaba a conquistar el payé de piedra, para obtener, a cambio de éste, la lanza de Dioi - Latar.

Y tal admiración tenían por él sus compañeros, que se preguntaban:

-¿Quién podrá darnos la lanza, si Amapitumbí no la trae?

Añang conocía el valor del gran guerrero, y por eso lo consideraba su enemigo mortal. No dudaba que era capaz de apoderarse del payé, ante el que era impotente el poder maléfico, cumpliendo así los deseos de la gran divinidad.

Entonces meditó la destrucción de Amapitumbí, y, dirigiéndose a los charrúas, bajó la figura de un guerrero minuano, los incitó, con astutas palabras, a que desoyaran los consejos de Arandú, y librasen con el enemigo una gran batalla. 

Su oculto pensamiento, era éste: cuando los charrúas sufieran la derrota, Amapitumbí no abandonaría el campo, porque no sabía huir.

Los charrúas, cautivados por las palabras de Añang, que tenían la elocuencia del mal, llamaron a Amapitumbí, para que reemplazase a Arandú en el mando.

Ordenó el nuevo tubichá, que en las cumbres de los cerros y las lomas, se encendiesen las fogatas de la guerra para convocar a las tribus dispersas que hostilizaban al enemigo; y, cuando éstas consideraron que el número era suficiente, se abatieron sobre aquél, profiriendo alaridos y deformándose el rostro con horribles muecas para causarle terror. Aun cuando los tupí-waraníes eran numéricamente muy superiores, lucharon cohibidos ante el formidable empuje de los charrúas. La batalla se desarrolló en las faldas del Arequita, cuyas cumbres eran morada de águilas.

Tamó, la Esperanza, combatía al lado de Amapitumbí; y, animado con sus ojos estelares a los charrúas, los hacía luchar con más valor aún.

Los tupí-waraníes vieron quebradas sus filas; el desánimo paralizó sus músculos y nubló sus almas; pero Añang, y asimismo Waliche, su aliado que desde la cumbre del Arequita contemplaba la lucha, tomaron parte en ella, provistos de sus temibles armas. ¿Quién podía oponerse a Añang, sin ser fulminado por un golpe de su lanza? El ímpetu de los charrúas fue dominado, pues ante el ipora cayeron poderosos combatientes. Tamó huyó al divisar a Añang, y entonces, los charrúas, yaros, minuanos, mbohanes, chanes, guenoas, en loca confusión, comenzaron a dispersarse, perseguidos por los waraníes.

Amapitumbí luchó desesperadamente. Una rabia salvaje y devoradora estalló en su alma. Dando alaridos pavorosos, detuvo a golpes a los fugitivos, y, rechazando a gran cantidad de ellos con sus brazos de fuerzas sobrehumanas, los obligó a entrar nuevamente en el combate. A su alrededor se formó entonces un compacto grupo de charrúas, que creció cada vez más, hasta que Añang cayó sobre él. El grupo de guerreros se disolvió entonces -como la helada de las mañanas crudísimas de invierno ante los rayos de Dioi, el Sol-. y en vano Amapitumbí intentó reunirlo nuevamente.

El tubichá, invadida su alma por un vértigo terrible, no reconocía ya a los amigos de los contrarios, y derribaba a los guerreros de ambos bandos, hasta que Añang logró herirlo en el hombro. Entonces, seguido de dos charrúas, abandonó el combate y escaló el Arequita.

Algunos tupí-waraníes quisieron perseguirlo, pero lo perdieron de vista entre los matorrales del voraginoso cerro.

Desde la cumbre, Amapitumbí pudo comprender mejor aún, la magnitud del desastre. Apoyó primeramente una rodilla en la tierra; luego, una mano, y quedó inerte, abrumado por el cansancio y la desesperación. Meditó. El odio de los charrúas lo perseguiría aún después de muerto, por haberlos incitado siempre a dar la batalla, y sus mujeres, burlonamente, lo llamarían inepto para el Consejo y para el mando. Y al pensar esto, su espíritu, que jamás había tolerado una ofensa, se rebelaba, como un mar bramador.

Los dos sombríos charrúas que lo acompañaban, adivinaban los pensamientos del tubichá.

-Los tupíes van a descubrirnos, si no nos alejamos -le previno uno de ellos.

El tubichá, con su mirada de águila, observó que muchos tupí-waraníes iban subiendo el cerro; y volviéndose a los dos guerreros: 

-Id solos a reuniros con vuestras tribus -dijo-. ¿Cómo ha de huir Amapitumbí, el alma del risco?

Uno de los charrúas, que mantenía estrecha y antigua amistad con él, queriendo salvarlo de la muerte, le preguntó:

-¿Qué dirá de esto Arapora, tu mujer la de frente luminosa como el día?

Amapitumbí bajó lentamente la cabeza. Recordó los innumerables triunfos que había obtenido, y los trofeos que adornaban su garupá. Cerró los ojos, y la luz de las hogueras del campamento parecióle más brillante aún, y su llama más caliente. Y alumbrada por los fuegos danzadores, evocó a su mujer, Arapora; que aunque de origen waraní, al ser cautivada por él, lo amó profundamente, la de cabellos más lacios que las lluvias.

A esta suave visión, se aflojaron un momento las hoscas facciones del guerrero; la rebeldía de la vida brilló anhelosamente en sus ojos.

El deseo de volver a ver a Arapora, y huir con ella y con el pequeño Yapacaní, que así lo llamaba su esposa, aunque él le decía "Aguila" en lengua charrúa, es decir Tawató, hasta donde no pudieran verlo los más andariegos charrúas, atravesó su alma, semejante al fugitivo ñandú, cuando cruza la campiña, en medio de su vertiginosa carrera.

Eso fué sólo un instante, pues en seguida, la humillación y la amargura de la derrota volvieron a arremolinarse dentro de su espíritu, y el orgullo ardió en él, como una inmensa hoguera.

-¡Decid a Arapora, que para Amapitumbí ya no hay lugar entre los charrúas! -exclamó bruscamente el guerrero.

Partieron los dos compañeros. Los carios divisaron al tubichá, y avanzaron hacia él, silenciosos como las serpientes, y éste, introduciéndose entre las peñas del cerro, se encaminó a una gruta cuya existencia conocía. Se introdujo en ella, agachándose, y apoyando las manos en la tierra, porque la entrada era muy pequeña. Allí esperaría al enemigo, y se defendería hasta morir.

No tardaron los carios en divisar la caverna; y, sospechando que podía dar asilo al tubichá, quisieron penetrar en ella; pero desde la oscuridad de la gruta salió una flecha, y uno de ellos, lanzando un alarido, cayó al suelo. Su cuerpo dió dos o tres vueltas sobre el polvo, y quedó inerte.

Sus compañeros retrocedieron y comenzaron a discurrir medios para atrapar al charrúa. Pronto adoptaron una resolución. Puesto que el refugio era muy difícil de tomar, esperarían a que el tubichá, hostigado por el hambre, se decidiera a salir. Varios quedaron vigilando la caverna, y entre ellos estaban Samoú, Karapé y el gigantesco Yuracaba. El resto de los tupí-waraníes vagaba por el campo de batalla, haciendo gran matanza de los heridos enemigos.

Así transcurrieron dos soles. Y cuando cayó la tercera noche, se oyó en el interior de la caverna un gemido. Fué un lamento desfalleciente y prolongado, semejante al de una fiera herida, como si el tubichá hubiese encerrado en esa sola queja, todo el dolor que soportaba en silencio.

Acercándose a la boca de la gruta, los sitiadoares pudieron verlo, a la luz de las antorchas. Sus ojos, hundidos y enormes, destilaban luz, como los del cureá. La fiebre le secaba los labios, y acariciaba el cuerpo charrúa, con sus manos invisibles y heladas, y éste temblaba y se estremecía, como el agua de los bañados. 

Los enemigos retrocedieron y conversaron en voz baja. Esperarían a que el atrapado se volviese loco, y entonces, pinchándolo con sus armas, se divertirían al contemplar sus gestos y escuchar sus destemplados gritos.

Durante toda la noche Amapitumbí no volvió a lanzar un solo gemido; era un charrúa y su raza no se lamentaba jamás.

Pero, apenas apareció la mañana, los tupí-waraníes oyeron dentro de la gruta un alarido salvaje, que fué repetido varias veces. ¡Ahú! ¡Ahú! Era el grito de matanza de los charrúas.

Al oirlo, los sitiadores corrieron a la entrada de la gruta, desde cuyo fondo partía la voz de Amapitumbí, que los llamaba. Los enemigos dudaron un momento, temiendo una celada, hasta que el tupí Samoú entró decididamente en la oscuridad. Luego se introdujo Nouk-Coara, tubichá de los botocudos; después Mboreví, el más hábil de los flechadores, a cuya voz obedecían los tapes y a éstos, siguieron otros poderosos guerreros.

Entonces, los ojos rasgados de los indígenas, a la luz de las antorchas, se redondearon de asombro. Porque los poderosos iporas protectores de Amapitumbí, no pudiendo salvarlo de la muerte que él mismo buscaba, habían hecho surgir en el interior de la gruta una profunda ciénaga, para defender el cuerpo del guerrero de la voracidad de los carios antropófagos. En medio de ella se había arrojado el taita.

Se hundía rápidamente en el barro, y al cabo de unos instantes, desaparecía por completo. Sus ojos brillaban con fulgores de fiera; su risa era burlona y salvaje como la de Añang.

Cuando de Amapitumbí quedaron fuera solamente la cabeza y los hombros, lanzó por última vez el alarido charrúa y gritó a sus perseguidores, a modo de desafío:

-¡Si los carios quieren devorar mi cadáver, que lo busquen en el fondo de la ciénaga!

Entonces la cabeza comenzó a desaparecer también, y el barro se cerró sobre ella.

Aún flotaron un momento los largos cabellos y la mata de plumas salvajes. Después, éstos desaparecieron también, y el guerrero descendió lentamente hasta el fondo de la devoradora ciénaga.

Los tupíes siguieron silenciosos a su alrededor; y en sus almas primitivas de niebla y de cieno, sintieron una extraña sacudida que los llenó de asombro. ¡Ninguno de ellos arrancaría a Amapitumbí la negra cabellera! ¡Nadie iba a devorar aquel cuerpo que resistió a las furias de los hombres y que combatió a Añang, ipora del Mal! ¡Nadie podría despojarlo de su quillapí de pieles, ni llevaría como trofeos a su toldo, sus dientes de itatí! Centinela del valor, el charrúa quedaría de pie en su inmensa tumba, empuñando las armas.

Y uno a uno, los estremecidos enemigos salieron de la caverna. Amapitumbí sería para ellos terrible avigurú, si deseaba tomar venganza.

Y cuando cayó la dolorosa noche, Tamó, desesperado, desfalleciente, moribundo, vagó alrededor de la tumba del charrúa. Sus ojos habían perdido el resplandor astral. ¿A quién alentaría ahora para conquistar el payé y la lanza de Tupá, si Amapitumbí había muerto? Alrededor del guerrero y del ipora todo pareció entonces conmoverse: bosques, ríos, cielos, gruta; sólo Opauayma, el Tiempo, indiferente y frío, siguió volando de luna en luna, con sus alas eternas.

Canto III

Después de la derrota sufrida en Arequita, los charrúas volvieron a utilizar la táctica de escaramuzas. El consejo de las Tribus reeligió taita o tubichá a Asurúa, el gran destructor, y éste se esforzó por hacer que las tribus confederadas de Paranaguasú recuperaran su antigua confianza. El abaré Tesayá, también los exhortaba a que resistieran valerosamente hasta que alguno de ellos obtuviera la lanza de Tupá, pero los charrúas no necesitaban escuchar, para ir al combate, ni al tubichá, ni al abaré, porque la rebeldía de la raza y el amor a su propio suelo, latían rabiosamenate en sus almas.

Sin embargo, debilitados por el duro contraste, desangrándose en muchos combates pequeños, ora vencedores, ora vencidos, fueron poco a poco rechazados hacia el lugar en que el río Uruguay entra en el Paranaguasú. Allí, ocultos en los montes y viéndose arrinconados, se prepararon para librar una última batalla.

El tubichá propuso entonces, ante el Consejo de las Tribus, que se enviara un parehero a los tupíes para solicitar una tregua. De esa manera, los charrúas y sus aliados podrían rehacerse y recibir los refuerzos que los querandíes y minuanos habían prometido enviarles desde el otro lado del Uruguay. El Consejo aprobó la proposición de Asurúa y envió como parehero a Tesayá, el abaré de ojos despiertos, quien obtuvo de los fatigados enemigos, una tregua de cuatro lunas.

Y durante todo ese tiempo, las dos confederaciones hicieron los mayores esfuerzos para acumular armas y obtener alianzas ventajosas, porque no iba solamente en ello la conquista o la pérdida de estos territorios, sino la supremacía de dos razas.

***

El Paranaguasú lame con sus aguas los bordes de las arenosas playas. Tras ellas crece la selva indígena, donde nace el yabí, de recio tronco, donde las ramas del algarrobo crecen en zig-zag, como el relámpago, donde da el arazá su azucarado fruto, y el guayacán enano, abre sus flores, blancas como lunas.

Allí lanza la yacú su lastimera queja, y en lo más intrincado de las ramas el pájaro de fuego, el churriche o uru-tatá construye su morada rústica.

De confín a confín, flotaba la noche azul... El yaguaré, lleno de astucia, asomaba su puntiagudo hocico desde la boca de su madriguera, esperando que pasara alguna presa. La hembra del yaguareté junto con sus cachorros, bebía en la ribera del anchuroso río, agigantado por el plenilunio; y los pumas, con los ojos bien despiertos, y los oídos agudamente desarrollados, se movían, más amenazadores, cuanto más silenciosos.

En los claros del bosque, brillaban las fogatas del vasto campamento charrúa, y sobre los cerros y las lomas que a lo lejos se divisaban, flameaban las hogueras de la guerra.

Ya estaban apostados los centinelas. Indayé, vigilaba la dilatada campiña, desde un pequeño bosque, donde los talas nacían entre las piedras. Abaguairú, junto a dos compañeros, ocultos en un barranco, clavaban sus pupilas, afiladas por el uso, en los arbustos que la noche teñía de negro.

Más lejos, el gigante Popenó vigilaba desde la cumbre de una loma, y muchos otros guerreros estaban apostados entre los árboles o en la campiña.

En el bosque de arazás, velaba Yapacaní al que su padre llamaba Tawató. Veinte tiempos de soles largos (así llamaban los waraníes al verano) habían clavado en su cuerpo sus dentelladas de fuego. Era hijo de Amapitumbí, el guerrero de alma de risco, que se había dejado morir sin retroceder en el fondo del Arequita, y de Arapora, la de frente luminosa, como el día. Y cuando el tubichá, desde el fondo de la devoradora ciénaga, que para él hizo Udimar, el dios que libera, pasó a la Región de los Espíritus, Arapora escogió como marido a Amaberá, y llevó al toldo de éste, el pequeño Yapacaní, cuyo padre llamaba Tawató.

Creció, pues, el joven guerrero en la toldería del viejo Amaberá, y con él aprendió a manejar el hacha, a esgrimir la lanza, y a reconocer el peligro. El le enseñó a atrapar al quiyá, y a vencer al yacaré, cuyas mandíbulas rehuían los pumas.

Pero también, desde edad temprana, sintió Tawató profunda curiosidad por todo lo que pasaba a su alrededor. Abandonaba sus juegos infantiles, para escuchar, absorto, el silbido de los espíritus invisibles que corren locamente en el torbellino de los vientos, o por contemplar cómo la planta que vive, de esta manera denominaban a la planta llamada "carnicera" devora a los insectos, o ver bailar al alma roja por ese nombre conocían al fuego fatuo, su danza extravagante.

Ahora, la confianza de las tribus, descasaba en él, pues elegido añangarecora, tenía que vigilar entre el arazatí. No había, sin embargo, peligro de ningún ataque. El enemigo no rompería la tregua que había pactado, hasta que dejaran de brillar las lunas. Por otra parte, tampoco las fieras se acercaban al campamento, porque instintivamente huían del fuego.

Poco a poco, mientras hacía la guardia fué invadido por una modorra lenta. El silencio se acentuó sobre los bosques y la campiña, y hasta el Tiempo, pareció inmovilizarse. A largos intervalos, se oía el silbido de una víbora, ya en las espadañas, ya en los secos y amarillos pajonales. Tawató observó atentamente su brazo nervudo. En él había recibido una herida pequeña, pero que le molestaba a pesar de ello. El centinela extendió entonces su brazo, fuera de la sombra del arazá y sobre él cayó Guidri deidad de la luna, el ipora protector de los heridos y de los tristes. Los rayos benéficos de Guidri fueron poco a poco dulcificando la herida, y el guerrero centinela salió entonces de la sombra del árbol, y contempló el cielo, el Iporaima, el Vacío interminable. En él, brillaban las pálidas hogueras de los astros, las que él y otros llamaban Inou-it, porque les parecían los ojos del fuego que desde lo altísimo lo contemplaban.

Para Tawató, ellas eran los fuegos de un campamento inmenso y lejano. A él iban, sin duda, los espíritus de los muertos, a vivir la otra vida de la que hablaban los viejos abarés.

Tesayá sostenía que el espíritu de los guerreros cuyos cuerpos dormían el sueño frío, erraba por los bosques del Añaretá hasta encontrar el árbol que sería su morada eterna. Tawató no osaba contradecir abiertamente al más prestigioso de los abarés, pero creía que los muertos iban a las tolderías invisibles, cuyas hogueras se encendían de noche. ¡Cómo brillaban esos amarillentos fuegos, mientras rodeaban a Guidri! En ese campamento, estaba sin duda Abaraitá, aquel a quien los charrúas creyeron invencible, hasta que Samoú, tubichá de los tupíes, lo abatió con sus armas. En aquel fuego brillante y lejano, quizás velaría Amapitumbí. Tal vez en aquel otro, estuviese Amortarey antiguo jefe de los ara-chane. ¿Cuál alumbraría el toldo de Caburé, el guerrero que estaba más allá de los hombres?

Y pareció que una voz lejanísima, verdad o ilusión, quizá la de Oyedan, la Memoria, se acercó hasta él y le dijo:

-Y tú lejísimo antepasado, Madram ¿en cuál de ellas estará?

-Su duda es la más grande de las nuestras. Porque ¿qué hazaña no hizo? -recordó Tawató.

Pero, de pronto, refugente como el pez de las lagunas, cruzó el espacio una estrella errante. El jovén la reconoció al momento: era el yaguabebé, el jaguar que vuela. Habría estado agazapado muy lejos, probablemente en medio de una selva obscura de nubes, hasta dar de pronto, su salto formidable. Y ahora, hambriento y lleno de saña, cruzaba inmenso campamento, del que sólo se distinguían las hogueras.

Tawató no temblaba jamás, pero sintió que una angustia honda le oprimía el pecho. ¿No arrastraría la fiera tras de sí, a alguno de los guerreros que velaban allá lejos? El charrúa no pudo decirlo. Creció la selva de nubes, ocultando las peripecias de la cacería astral, y el guerrero siguió aún durante largo rato, tratando de descubrir al yaguareté.

Entonces, de entre la penumbra que formaban los árboles del bosque, apareció Tamó.

Tawató, presa de inmenso asombro al ver al ipora, al que, sin embargo, no conocía, se levantó del lecho de hierbas que su cuerpo había aplastado con el peso. Temiendo que fuese enemigo, empuñó rápidamente su lanza de punta de sílex, y se disponía a llamar a sus dormidos compañeros, pero Tamó lo detuvo con un gesto y le dijo:

-¿Ya no sabes distinguir a los amigos de los contrarios? ¿Tu inteligencia se ha oscurecido, como se ennegrecen los cielos por la noche?

El guerrero lanzó sobre él, una mirada interrogante, a la que contestó el ipora:

-Yo soy quien armo los brazos de los hombres; yo, quien los hago hablar sagazmente en el Consejo. Cuando, herido por la flecha de asta de guaviyú y de punta de sílex o de pórfido, va a expirar el guerrero, y ya sus ojos empiezan a perder el dominio de las cosas, sólo yo sigo alentándolo. Y cuando Añang ruge rabiosamente en el fondo de la selva, y a su alrededor estalla la tormenta, es porque siente que yo le falto.

-Entonces eres Tamó, la Esperanza -replicó el guerrero.

Sonrióse el ipora y, acercándose más aún al joven le dijo:

-Tú conquistarás el payé, y Tupá, por él, te dará su lanza. Así lo ha declarado el genio de los augurios. Quizá Madram, tu lejanto antepasado lo ha solicitado a los dioses justos y bondadosos. Yo, Tamó, seré tu guía, y te conduciré por entre los enemigos, hasta las selvas del Hum, en las cuales se halla el payé que teme Añang. Y cuando se lo ofrendes a Tupá a cambio de su lanza, el enemigo hurá a la vista de ella, como el guasubirá ante el yaguareté o el puma.

El estupor se apoderó del guerrero al oir esta revelación, y Tamó, mirándolo fijamente, comenzó a iluminarle el alma. La luz de la esperanza penetró en ella, primeramente débil e indecisa, cual la del fuego fatuo; después, creciendo, alcanzó brillo deslumbrante, como la luz de Dioi, el Latar.

Luego, el ipora se alejó, con su andar misterioso, hasta desvanecerse tras los árboles, como un sueño.

El guerrero tendió entonces su vista hacia el apartado campamento, cuyos fuegos iluminaban las riberas del Uruguay. Allí estaba Ivaga, la virgen de larga y reluciente cabellera. Su boca tenía la frescura del arazá, y su mirada, la profundidad de los ríos. Mboraihú dios del amor, se sentía orgulloso de ella, porque era esbelta, graciosa y ágil. Era Ivaga, hija de Asurúa, a quien el Consejo había nombrado tubichá, en reermplazo de Amapitumbí.

Asurúa odiaba al enemigo, como jamás lo había odiado ningún charrúa. Varias de sus mujeres pertenecían ahora a guerreros tupíes o carios, y de sus hijos varones, sólo Indayé sobrevivía a la interminable guerra. Por eso, soñaba el tubichá con el aniquilamiento de los invasores, y en su espíritu amontonaba ideas de venganza, y prometía a su hija, Ivaga, como premio a quien le trajese la cabellera de tubichá enemigo.

Tawató desvió su vista del campamento, y la tendió en dirección al lugar donde debía hallarse el payé. ¿Estaría reservada para él, su conquista? Tendría, en tal caso, que enfrentar a Añang.

En ese momento resonó, muy cercano, el grito estridente del chajá. El centinela levantó la cabeza, y se ahuyentaron todos sus sueños. En seguida se agachó, y escuchó atentamente, con su oido pegado a la tierra... Ningún ruido turbaba la tranquilidad del bosque. El enemigo estaba muy lejos, encerrado en su campamento, más allá de las colinas, y no rompería la tregua.

-El chajá vigila por Tawató -pensó el guerrero.

Y entonces, su imaginación, más nómade que el viento, volvió a correr al campamento charrúa, donde estaba Ivaga; y luego se deslizó hasta las selvas del Hum, donde el payé dormía su sueño interminable, para seguir después a Tamó, el ipora de la Esperanza, en su marcha de misterio, a través de los árboles.

Su espíritu -semejante al viento andariego- vislumbraba el triunfo de su raza, a la que el alma de Tupá haría invencible. El bosque callaba, como un desierto...

Y el chajá, vagando, ya entre los árboles, ya entre las breñas, a ratos en los barrancos escondidos o entre los amarillos pajonales, tomando a su cuidado la protección del campamento, lanzaba su grito de alerta, a la más leve apariencia de peligro.

Pero Añang, desde muy lejos, desde la cumbre de una loma, reía con la risa del mal, diciendo:

-Engáñese ahora Tawató, pensando en lo que no ha de obtener jamás. ¡Ya caerá Añang sobre él, y sus sueños se harán polvo, como su lanza!

El guerrero, sin embargo, no escuchaba la voz de las lomas, donde resonaban las amenazadoras palabras del ipora, y sólo pensaba en la promesa de Tamó.

Canto IV

Concentrados en el vasto campamento, las diversas tribus aborígenes se preparaban para librar la última batalla. El coraje crecía y se amontonaba más aún en sus indómitos pechos, como se juntan las nubes antes de estallar la tormenta. Y en aquellos instantes decisivos, muy pocos tenían ya esperanzas en que uno de ellos pudiera conquistar el payé. Por eso, Tesayá había perdido gran parte de su antiguo prestigio, y sufría crueles burlas.

Ninguno igualaba en osadía a Abaguairú. A menudo, éste se dirigía al toldo del abaré, y, simulando respeto y profunda curiosidad, le preguntaba cuándo obtendría la gran lanza, el guerrero protegido por los iporas.

Una mañana, fingiendo gran exitación, le anunció que un charrúa, que hacía varios soles había partido en busca del arma, acababa de regresar con ella.

El viejo Tesayá, seguro de que tarde o temprano se cumpliría su profecía, creyó cuanto le dijo Abaguairú, y salió temblorosamente de su garupá; pero, varios charrúas que lo esperaban fuera de él, le dirigieron amargas y mortificantes palabras.

Abaguairú, en el fondo de su salvaje espíritu, reconocía en Tesayá a un hombre superior; y si lo zahería cuando pasaba a su lado o en el Consejo de las Tribus, era porque deseaba rebajar, ante los ojos de los demás, a aquel que se sentía tan poderoso, como para comprender la palabra del Iporambaé, el genio de los augurios.

Pero Abaguairú era mal mirado entre las tribus, por su carácter siempre dispuesto a mofarse, y tal vez por eso es que aun cuando tenía grandes cualidades para el mando, y era uno de los más valerosos charrúas, no había sido jamás elegido tubichá por el Consejo de las Tribus. Este se conformaba con la promesa de Asurúa, de aniquilar a las grandes tribus enemigas, y lo mantenía en el mando.

El tubichá, deslumbrado con la idea de una venganza aterradora, daba órdenes a los guerreros del campamento, para que se preparasen a la batalla próxima, pues ahora, arrinconados ante el Paranaguasú, no tenían otra persepectiva que la de combatir o atravesar el río hacia la región de los querandíes,y abandonar estos territorios.

Se habían decidido por la batalla, y Asurúa enviaba pareheros en rápidas piraguas a todas las tribus que moraban del otro lado del Uruguay, exhortándolos a que acudiesen con todos sus guerreros.

Una tarde, Tawató, junto con el viejo Amaberá, fue a observar los preparativos bélicos. Como apenas conocía a los grandes jefes, porque éstos, volviendo a la táctica de las guerrillas, no se habían reunido desde la batalla en que los dirigió Amapitumbí, y en aquel tiempo, Tawató era demasiado joven para juntarse con ellos e ir al combate, Amaberá se los iba señalando, y contándole algunas de sus hazañas.

Muchos de ellos eran ya muy viejos, y, sin embargo, conservaban casi intactas las fuerzas de antaño.

De alta estatura y de esbeltas proporciones, los aborígenes habitantes de la zona entre el Uruguay y el Paraguay se distinguían de las demás tribus por su cutis más claro, casi amarillento, pero todos miraban con pupilas negras, tan negras, como el alón del uribú, el ave merodeadora de los campos de batalla.

Y Amaberá, señalando a un guerrero, dijo:

-Aquel que está probando la elasticidad de su arco, es Ñá, el más valiente de los mbohanes. Antes de la invasión de los tupí-waraníes, sus tribus lo eligieron tubichá, en una guerra sostenída contra los wenoas. Conserva una larga y profunda cicatriz, que la lanza de Samoú le ha hecho en la frente.

Los dos guerreros pasaron por delante de él. Era alto y recio, y sus fuerzas sobrepasaban a las de sus compañeros de tribu. A su alrededor, varias de sus mujeres preparaban pinturas, triturando tierras gredas o experimentando hierbas tintóreas, y, como la mayoría de los aborígenes de la región, ellas preferían, a todas las otras coloraciones, la amarilla, la roja y la azul.

Un poco más lejos, bajo su toldería de varas de junco y pieles de puma, un guerrero chaná dormía tranquilamente, de espaldas a la tierra.

-Este otro -continuó Amaberá- es ya tan viejo, que el tiempo ha logrado al fin ablandar sus músculos y emblanquecer su pelo. En el Consejo de las Tribus, es siempre escuchado con interés, porque ha visitado muchas tierras lejanas, a donde pocos chanás han ido. Su nombre es Niná y recuerda a menudo las grandes hazañas del antiguo jefe de esas tribus, el invencible Maiwalve, que combatió a los gigantes que poblaron este suelo antes de ganarlo nosotros.

A su lado, con sueño tan tranquilo como el del chaná reposaban sus armas. Los dos guerreros las contemplaron un instante, y el espíritu del viejo Amaberá se llenó de recuerdos. Debido a ellas, el sueño frío se había apoderado de Chuña, cuyo cuerpo era tan duro, que parecía tallado en sílex. Comandando a los agaces, había bajado en sus piraguas hasta las islas del Paraná. Los ara-chané combatieron contra ellos, llamados por los guerreros minuanos, hasta que Niná, de un flechazo, hirió a Chuña en el pecho. Por el agujero de la herida, Añang introdujo rápidamente a los Malos Espíritus, y en vano los abarés trataron de arrojarlos, chupando el cuerpo del guerrero. Los agaces se retiraron en sus piraguas frágiles, y durante incontables lunas no volvieron a merodear por el bajo Paraná.

Pora, la más hermosa de las hijas de Niná, velaba el sueño del guerrero, y el sueño de las armas. Como ya le había pintado en la frente las tres rayas azules, varios aborígenes deseaban tomarla por mujer. Abaguairú y Popenó disputaban frecuentemente por esa causa, y también la pretendía el viejo Ibitú, cuyo toldo estaba lleno de trofeos de enemigos vencidos. Confiaba éste, que Pora lo eligiese a él, pues era astuto cazador y en su hogar jamás faltaban víveres; pero ignoraba que ya Añang lo había señalado con su mano helada, y que un yaguareté le arrancaría la vida.

La hija de Niná cosía lentamente un viejo y agujereado quillapí. Utilizaba para esto, un punzón de hueso, con el que iba perforando el borde de los blandos cueros, para unirlos después por medio de filamentos vegetales.

Tawató le preguntó:

-Hermosa, dicen que tu padre procede de las regiones del río Pilcomayo, desde donde muchos ara-chané han venido hasta aquí. Pero ¿hay alguna más hermosa que tú? Eres la hija menor de Niná y sin duda la más bella.

-Quizá no hayas mirado bien. Creo que tus ojos van más vece s hacia otra que hacia mi. Los dioses sabrán cuál ha de ser tu mujer, pues son muy sabios.

Miró distraída hacia el Sol Poniente, pues su alma estaba llena de tristes presentimientos. Antes de dos lunas, ella sería quizás la cautiva de algún repugnante cario, y, viviendo una vida llena de miserias, contemplaría el exterminio de su raza. Un silencioso suspiro nació en su pecho de virgen, pero éste fué tan débil, que apenas pudo ser percibido por los dos caminantes.

Amberá y Tawató siguiron su camino y contemplaron numerosos guerreros, entregados casi todos a la tarea de proveerse de armas.

De pronto, tras la humareda de varias fogatas que entorpecían la vista, vieron a un grupo de mujeres puestas en cuclillas, muy juntas unas de las otras, y hacia ellas se dirigieron. Su número era mayor a tres veces dos manos. Allí había charrúas, minuanas, mbohanes, guenoas y también algunas arrebatadas al enemigo. Tenían grandes yapepós de barro, y en ellos fabricaban los licores fermentados, que tanto gustaban a los guerreros. Casi todas eran ya viejas; y, sin embargo, enmarañadas cabelleras les caían sobre los hombros, como el follaje que bordea los ríos.

Con el fruto de la palma yataí, preparaban una bebida alcohólica. Otras elaboraban jugos con las frutas del guabiyú y del ñangapiré.

Acurrucadas silenciosamente delante de los yapepós, cuidaban que ninguno se acercara a arrebatárselos, mientras una modorra lenta y pesada iba envolviendo sus espíritus. Cuando las mieles estuviesen fermentadas, los hombres se embriagarían en medio de alegres gritos y bailes; ellas, en cambio, no podían beber más que agua.

Una fuerte gritería atrajo de pronto la atención del campamento. Algo apartados, y rodeados de un grupo de charrúas, luchaban dos guerreros. Ambos creían tener derechos sobre una misma presa, a la que habían derribado hacía unos instantes, no lejos del lugar donde ahora se hallaban. Por eso, siguiendo la costumbre charrúa, decidieron dejar las armas en el suelo, y atacarse, golpeándose con los puños, porque, como eran de una misma raza, no debían jamás luchar con armas.

Amaberá mantenía firme amistad con uno de ellos. Llamábase Cusubí, y fue quien, junto con Ibitú y Tubayuca, formó la embajada destinada a obtener la alianza de los minuanos.

El otro, era un charrúa muy joven, al que llamaban Catupirí.

La lucha entre ambos guerreros debía de prolongarse hasta que uno de ellos se considerase vencido. Pero ambos eran iguales en astucia y agilidad, aunque Cusubí resultaba algo más fuerte.

Muchos eran los que, alrededor de los dos luchadores, observaban curiosamente el combate. Aun cuando las pendencias abundaban mucho entre ellos, jamás se cansaban de contemplarlas, porque esto les resultaba una diversión, en medio de aquella vida siempre monótona, a pesar de las guerras y las cacerías.

Los ocasionales adversarios luchaban en absoluto silencio, y se daban fuertes golpes, generalmente dirigidos a la nariz. A medida que se prolongaba la contienda, se iba acentuando el dominio de Cusubí. Su antagonista, sangrando por la nariz y los labios, se mantenía sin embargo firme, porque su orgullo no le permitía ceder ante el contrario, hasta quedar exhausto.

Entonces, de este grupo de aborígenes que contemplaban la pelea, surgió Tesayá. El abaré avanzó lentamente hacia los dos luchadores; sus hombros aparecieron más encorvados, y su frente, más huraña y sombría. Su espíritu -más allá del de los demás hombres- le hacía ver que las rivalidades serían desastrosas en aquellos momentos. Ambos eran fuertes guerreros, y tenían numerosos amigos; por eso, Tesayá quería impedir que el odio los dividiese.

Como había salvado la vida a Cusibí, cuando el cario Yuracaba, en medio de un combate, estuvo a punto de arráncarsela, se dirigió a él; el guerrero se detuvo al escuchar la voz del abaré, y Catupirí retrocedió unos pasos.

Y el viejo Tesayá, encorvado por el peso de las lunas dijo:

-¿Han olvidado acaso los guerreros que el enemigo va a volver a atacarnos? Si dos charrúas se pelean, ¿cómo podremos hacer que las distintas tribus mantengan la amistad entre sí?

Ambos luchadores permanecieron callados, sabiendo que Tesayá tenía razón; pero sus semblantes hoscos, revelaban el fatidio que sentían al ser reprendidos. Entre los demás indígenas se produjo un largo silencio, hasta que el abaré se dirigió a todos ellos:

-Cuando se cumpla la profecía de Iporambaé, el gran dios cuyas anuncios son siempre verdaderos, el guerrero poseedor de la lanza de Tupá, querrá dirigir a guerreros, que, olvidando rencores y rivalidades, busquen sólo la destrucción del enemigo.

Callóse Tesayá, el abaré de larga vida. Y Abaguairú, lanzando sobre él su escrutadora mirada, semejante a la de Guidri, la luna, cuando escudriña curiosamente la profundidad de la selva, le dijo con voz burlona.

-Tesayá se engaña, si cree que puede transmitir a los hombres, órdenes de Iporambaé. Ha tenido un sueño, o algún espíritu malo bailó sobre su cabeza la danza de la fiebre. Jamás veremos a ese guerrero, a no ser que sea el poderoso Tesayá quien llegue a conquistar la lanza.

Y una mueca siniestra de burla, animó el rostro de Abaguairú.

El abaré clavó su vista en él, y un extraño fulgor renació en su mirada cansada y turbia. El pecho, encorvado y escuálido, se irgió imponente, y en sus blandos músculos, crecieron endurecidos nudos.

Avanzó hacia Abaguairí, y su mirada fué tan severa, que el guerrero retrocedió unos pasos, y apretó instintivamente su dardo, de punta de pórdido.

-¡Abaguairú tiene demasiado rápida la lengua! -exclamó el abaré-. Tesayá es mucho más viejo que él, y conoce muchas más cosas. Es un poderoso abaré, aun cuando hoy sus oídos y su vista se debiliten y las fuerzas se le duerman en sus músculos. Si al conjuro del que está más allá de los hombres, los malos espíritus se apoderan del guerrero, ¿de qué le vale a éste tener infatigable el cuerpo, y el espíritu rebelde como las tormentas?

Abaguairú era de un valor extraordinario; pero, al ver que una fuerza inmensa vigorizaba el cuerpo de Tesayá, comprendió que se hallaba ante un poder singularmente extraño, y por un momento creyó en las facultades sobrenaturales del abaré. Se escabulló, pues, entre los asombrados hombres, como se oculta el sol entre las nubes.

Tesayá se dirigió lentamente a su toldería; pero, al llegar a ésta, fatigado por aquel esfuerzo, se dejó caer sobre las pieles de pumas y de nutrias que le servían de lecho.

El grupo de guerreros se disolvió; ambos contendores, ya reconciliados, se repartieron los despojos de la fiera, y, al lado de cada una de las tolderías, las mujeres comenzaron a encender fogatas, para asar la carne de guasuí, de tatú o de capibá, que traerían los cazadores.

Para ello, ya éstos se habían lanzado, armados de sus arcos de urunday y de sus lanzas de puntas de pórfido y granito, a vagar por los bosques de algarrobos y yabíes, donde el mburucuyá se cubre de flores amarillas como estrellas, y los jacarandáes de flores lilas, y donde abre el ñangapiré sus frutos, rojos, como la sangre regalada a la tierra por los que antes la pisaron, gigantes tremendos que en algún momento hicieron temblar a los dioses.

Indayé, Asurúa y el wenoa Kaiguá, fueron a cazar a la campiña, poblada de ñandúes y de guasubirás. El gigantesco y taciturno Popenó comenzó a vagar solo, como siempre, sin tener preferencia por ningún cazadero, pues ora daba muerte a la yacú en los montes, ora acechaba al carpincho en los ríos, o al ñurumí entre las matas.

Pero la mayoría de los guerreros se dirigieron a la campiña abierta.

Canto V

Y a la vez que las mujeres prendían los fuegos en los toldos, Tupá, el Latar, el iluminador del mundo, fatigado empezó a encender la hoguera del Poniente, mientras el cielo, por el extremo opuesto, se fue tiñendo de un triste gris azulado. El bosque comenzó a iluminarse de anaranjada luz; y a esta señal, que revelaba la aproximación de la noche, el ipecú dejó de golpear en los troncos; la taimada micuré se ocultó en su madriguera, y el pájaro de fuego ganó las altas ramas de los árboles.

Las últimas bandadas de torcazas abandonaron la campiña y los barrancos, y en las lagunas, la garza rosada se inmovilizó sobre una de sus patas zancudas.

Entonces los Espíritus de las Sombras, los Tau, soplaron sobre la inmensa hoguera del Poniente, obedeciendo al mandato de Añang, y la luz se evaporó de la tierra, y jugueteó un momento entre las nubes de amatista y cuarzo. Después se fué diluyendo paulatinamente, y con las primeras sombras azules aparecieron los mbopíes, que comenzaron a ejecutar locos vuelos.

Había llegado el momento en que el ñacurutú pasea su mirada llena de asombro por el bosque, y en el que Añang suelta los Espíritus del Mal.

Bajo los árboles, tres cazadores estaban en acecho. Eran Ibitú, Tawató y Tubayuca, el matador.

-Cacemos a orillas del río -propuso Tawató. Entonces, los tres guerreros comenzaron a hundirse en la selva. Avanzaban silenciosos, sin dejar de mirar cuidadosamente las enredaderas, los arbustos y la tierra que iban pisando, para evitar la picadura de las víboras y de las gigantescas y venenosas arañas, de ojos saltones.

El cocuyo comenzó a guiñar su ojo de luz y gran cantidad de insectos, ocultos en las matas, o entre los amarillos pajonales, afilaron sus voces monótonas.

Por último, tras una vorágine de molles, semejantes a colas de aguaráes, de sarandíes luminosos, de virarós, de espinillos y de ceibos, divisaron al anchuroso y encrespado río, que levantaba sus anillos de culebra, y donde Guidri, la luna, había posado su mirada blanca.

El follaje que bordeaba el río era semejante a la lacia cabellera de Ivaga. Por eso, el guerrero evocó a la joven charrúa y la imagen de ésta se presentó ante él, ya jugando a esconderse entre los matorrales o en los barrancos, con otras muchachas ya sentada a la lumbre de las fogatas, que teñían su cuerpo con reflejos rojos o amarillentos.

Muchos hombres deseaban tomarla por mujer, y llevarla a sus garupáes o tolderías de pieles. Pero Asurúa, su padre, sólo la entregaría a quien le trajese la cabellera del tubichá tupí-waraní.

Tawató a causa de su extrema juventud, no había podido combatir en ninguna de las grandes batallas, tomando solamente parte en la guerra de escaramuzas que continuó después de la derrota de Amapitubí, su padre; pero ahora que los guerreros se preparaban para librar una, buscaría a Samoú en medio de sus tribus y con su lanza le arrancaría la vida de su pecho y con el hacha de piedra, lo despojaría de su sangrante cabellera. 

Y al pensar esto, el pecho del guerrero se dilataba, bajo la mirada de nieve de Guidri, ipora de los tristes.

Pero, de pronto, los cazadores se enderezaron sobre sí mismos, y se miraron unos a otros, porque el viento trajo hasta ellos el olor del yaguareté, al principio débil, pero en seguida más perceptible.

-El yaguareté viene a beber en el río -anunció Tubayuca.

Con sus ojos rasgados, perforaban los cazadores la penumbra de la selva, mientras sus manos apretaban nerviosamente las flechas, y probaban la elasticidad de los arcos.

Tubayuca extendió bruscamente su lanza, y su compañeros, siguiendo la dirección que ésta señalaba, distinguieron, a través de los árboles, en un claro iluminado por la luna, cómo se recortaba la sinuosa y furtiva silueta del yaguareté.

Los charrúas no podían distinguir su color amarillo rojizo ni sus manchas negras, pero lo reconocían por sus movimientos sigilosos y suaves, y por sus dimensiones superiores a las del puma.

La fiera se movía silenciosa, como los espíritus malignos, cuando, obedeciendo al mandato de Añang, se deslizan entre los árboles, en busca de alguien sobre quien descargar sus furias volcánicas. Con la cabeza baja, olfateaba los débiles y casi borrados rastros de los animales, y sus elásticas y poderosas patas se apoyaban en la tierra con tal cautela, que no crujía ni una sola rama, ni tropezaba con las enredaderas que encontraba a su paso. Imprimía un ligero vaivén a su cola, cuya extremidad se retorcía con movimientos espasmódicos, como los de una serpiente moribunda.

El yaguareté no podía distinguir a los cazadores porque éstos se hallaban ocultos tras unos tupidos arbustos. Por otra parte, el viento, que soplaba de la fiera a los charrúas, no permitía a aquélla olfatear el peligro.

Se hallaba a más de dos tiros de flecha, cuando llegó al río, y los charrúas le perdieron de vista, debido a la densa vegetación que crecía en la orilla.

Tubayuca se dirigió a sus compañeros y les preguntó en voz baja:

-¿Esconderemos el valor de nuestros pechos, y fuerza y resistencia de los brazos en el momento de combatir?

Entonces dijo el viejo Ibitú, lleno de prudencia:

-El yaguareté tiene poderosos colmillos, y bien armadas zarpas. Con ellas abrirá nuestra carne y triturará nuestros huesos. Para defender el suelo charrúa, se necesitan muchos guerreros valientes y por eso, no debemos luchar con la fiera, mientras podamos retirarnos sin ser vistos.

Pero al oir las palabras de Ibitú, Tawató clavó en él, su mirada de tormenta:

-¡Un hijo de Amapitumbí no puede temer las garras de las fieras ni las armas de los hombres! -exclamó-. Mi cuerpo tiene la dureza del yabí y la agilidad del guasubirá, cuando corre en la campiña, aterrado por el silbar de nuestros saiusams. Si Ibitú no tiene fuerzas para combatir, que vuelva solo al campamento.

Los ojos de éste se encendieron como brasas, al mirar a Tawató; pero se sobrepuso, y las palabras se adormecieron en sus labios.

Cuando los cazadores avanzaron hacia la fiera, Ibitú no se separó de ellos; pero ignoraba que Añang, oculto tras las ramas de un árbol lo señalaba -con sus manos finísimas- a los Malos Espíritus que tenía a su alrededor. Era fría y burlona la risa de Añang, pero los charrúas no alcanzaban a oirla.

Caminaron un corto espacio entre los árboles, y divisaron entonces al yaguareté. Este, con sus oídos agudos, había sentido los pasos de los guerreros, y avanzaba hacia ellos.

Al verlos, se detuvo, y los charrúas hicieron lo mismo.

Cuando se enfrentó a sus enemigos, la fiera no atacó inmediatamente, sino que hizo un pequeño rodeo. Sin duda conocía por experiencia, lo peligrosos que eran los cazadores, que sabían herir a la distancia con sus palitos voladores.

Por otra parte, no eran de carne sabrosa como la del guasubirá, a quien hubiera preferido.

Tenía fijos en los guerreros sus ojos amarilloverdosos, y comenzó a rugir en una forma que era casi un maullido. Su cuerpo y sus músculos se encogieron; bajó la cabeza, y mostró los enormes y afilados colmillos.

Los charrúas observaban atentamente los movimientos de su cola; sabían que ésta les delataría el instante del ataque.

El yaguareté, dudando todavía, lanzó una mirada de relámpago a la penumbra de los árboles, buscando una presa más de su gusto. Pero la selva estaba desierta, lejana la campiña y el hambre torturaba sus entrañas.

Su cola empezó a dar más rápidos y nerviosos latigazos, y a esta señal los charrúas fueron levantando sus arcos.

De pronto, la fiera lanzó un maullido agudo, y dió un primer salto hacia los charrúas. Y en seguida, su cola se puso erecta, y el animal emprendió tan rápida arremetida, que parecía que sus pies no tocaban el suelo.

Entonces los cazadores soltaron las cuerdas de sus arcos. Una flecha le hirió una pata; otra, le rozó un flanco, pero el yaguareté continuó embistiendo. Era difícil el manejo de las armas, en medio de los matorrales.

Ibitú no había arrojado aún su flecha, y se adelantó unos pasos, para tomar puntería con más facilidad. La saeta, dirigida por sus hábiles brazos, voló, más veloz que el águila, y se enterró entre la paleta de la fiera. Esta vaciló, a causa del dolor; se retorció enloquecida, lanzando un aullido pavoroso, y dentro de su ser estalló el vértigo de la destrucción.

Saltó de nuevo hacia los flechadores, e Ibitú, empuñando su formidable hacha de piedra, le salió al encuentro. La blandió en el aire, ejecutando un pequeño molinete, y la abatió con fuerza sobre el yaguareté. Pensaba abrirle el hocico, y romperle los incisivos colmillos, pero la fiera saltó sobre él, irresistible.

El charrúa perdió el equilibrio y cayó de espaldas, mientras la bestia, ebria de furor, le abrió a zarpazos el pecho y el vientre.

Tubayaca y Tawató, con su lanzas, acosaron al yaguareté por ambos flancos. Un relámpago de odio brotó de los verdes ojos de la fiera, al lanzarse sobre el hijo de Amapitumbí, pero éste la hirió con su lanza en el cuello, y Tubayaca le introdujo la suya en el blanco vientre.

Entonces la fiera lanzó una queja desesperada; sus patas se paralizaron y se aflojaron los poderosos resortes de sus músculos, mientras los guerreros volvieron a hundir en ella las puntas de sus lanzas, triangulares y planas, como cabezas de serpiente.

El yaguareté quedó inmóvil, la cabeza apoyada en la tierra, y extendido largamente su gracioso y manchado cuerpo, que la noche de luna redonda había tornado celeste.

Jadeaba con ronca respiración y la sangre de sus heridas caía sobre la tierra, culebreando en diminutos ríos; la flecha introducida entre la paleta, se sacudía temblorosa, a cada movimiento del animal.

Los dos charrúas se acercaron al guerrero moribundo. Este, después de observar la victoria de sus compañeros, se sentía vengado.

Miró fijamente a Tawató y quiso decirle algo, pero las palabras no subieron hasta su boca; entonces, hizo girar penosamente la cabeza y contempló al yaguareté un breve instante. Apretó sus mandíbulas, para no lanzar un solo gemido. Luego, su cuerpo se retorció como la llama de la hoguera y el guerrero quedó rígido.

Tawató inclinó confusamente la cabeza sobre el pecho, mientras golpeaba con la punta de su lanza las raíces de un fuerte y añoso árbol, que asomaban a la superficie de la tierra, como las patas de una araña inmóvil y monstruosa. Una ola de sombríos pensamientos barrió todo su ser, y el remordimiento -como un cuervo maldito- pasó graznando lúgubremente, en los cielos nublados de dolor, de su alma.

El viejo Ibitú, le había enseñado a él, joven charrúa, el valor de la cautela, y cómo debía morirse sin retroceder un paso y sin lanzar un gemido.

Cuando vieron que ya nada podían hacer por Ibitú, se acercaron a la moribunda fiera. Esta, al verlos venir, levantó la cabeza con inquietud; sus ojos se iluminaron de angustia e intentó hacer un movimiento para huir.

Al ver esto, Tawató sintió que su pecho se endurecía, y que el desprecio y la cólera entraban en él. Agitó con rabioso frenesí su hacha de piedra y la abatió con fuerza sobre el yaguareté, al mismo tiempo que gritaba:

-¡Que aprenda a morir como un charrúa!

La fiera lanzó un aullido agudo y desesperado; su vientre se abrió y salieron por él, las rojizas y azuladas entrañas.

Movimientos espasmódicos, cada vez más débiles, convulsionaron todo su cuerpo; luego, la luz de sus ojos comenzó a helarse y éstos se volvieron opacos.

Tubayuca se adelantó hacia Tawató, preguntándole:

-¿A quién corresponden los despojos de la fiera?

El hijo de Amapitumbí tendió su brazo armado del hacha en dirección a Ibitú, y le contestó:

-Cuando aquel guerrero duerma su sueño frío en la cumbre de algún cerro, rodeado de vasijas con alimentos y de armas para defenderse en la otra vida, ceñiremos a su cuerpo, la piel del yaguareté.

Tubayuca asintió con un gesto a las palabras de Tawató, y dirigiéndose a donde estaba el cadáver, lo colocó sobre sus hombros, mientras el hijo de Amapitumbí comenzó a arrastrar el cuerpo de la fiera. Y así, marchando calladamente a través de los árboles, y siguiendo la orilla del encrespado río, se encaminaron al campamento.

Durante el camino, los charrúas pensaron en su victoria, obtenida sobre tan temible animal. Pero cuando Tawató divisó a las gigantescas y suplicantes fogatas, que desde las lomas convocaban a los últimos charrúas, lamentó en silencio su imprudencia, y en vano trató de disipar sus tristes pensamientos, tomando parte en un simulacro de combate alrededor de las hogueras y embriagándose con licores de plumas y ñangapirés, en medio de una orgía salvaje.

Canto VI

Guidri, la luna envejecía noche a noche en el fondo del cielo, y su cuerpo, antes lleno de vida y de luz, se encorvaba cada vez más, como el de los viejos y enjutos charrúas, de voces apagadas, y de ademanes temblorosos y lánguidos. Cuando se eclipsara su última lívida palidez, y el cielo se hiciera negro, como una tumba gigantesca, terminaría la tregua pactada por ambos bandos.

Los charrúas y sus aliados, después de reunir numerosos contingentes, esperaban todavía el refuerzo de nuevas tribus. La excitación del gran combate próximo, chispeaba en sus ojos, escrutadores como los del águila, y el odio ahondaba en sus almas, sus raíces gigantescas.

Esperarían al enemigo, para caer sobre él, cuando vadease algún arroyo, de taciturnas aguas, o atravesase los bosques de talas y algarrobos, o la campiña abierta, y luchar sin retroceder un paso, como resisten los árboles a la tempestad.

La fiebre del combate los devoraba. Unos afilaban las puntas de hueso o de piedra de sus flechas, o el pórfido de las tajantes hachas. Otros, construían cuchillos, o fabricaban puntas de lanzas, rompecabezas, o redondeaban las piedras para que les sirvieran de saiusáms. Los tubichás, recorriendo el vasto campamento, animaban a los hombres, relatándoles hazañas de sus antepasados, o recordándoles el valor con que habían resistido a ese mismo enemigo en anteriores encuentros; los centinelas escudriñaban ahora atentamente la lejanía; los pareheros, recorrían otras tribus, exhortándolas a la alianza contra los tupí-waraníes; los abarés, preparaban hierbas medicinales o consultaban a los iporas.

Entre las tolderías del campamento, vagaba Tawató, meditando la conquista del payé, a cambio del cual, Tupá le daría su lanza.

Le había revelado Tesayá, que aquel que lo quisiese obtener, tendría que retenerlo entre sus manos -a pesar de que éstas se le cubrirían de espantosas llagas, y los brazos parecerían secarse como las ramas muertas- hasta que el payé, vencido, perdiese su ígneo poder. Recién entonces podría ser utilizado contra Añang.

Tawató quería partir a las selvas del Hum, cuando el Poniente se encendiese en llamas, para atravesar por la noche las tierras ocupadas por el enemigo, pero antes deseaba ver una vez más a Ivaga, y por eso se encaminó a la toldería del viejo tubichá Asurúa; mas, al llegar a ésta la encontró desierta, y entonces el guerrero, indeciso, buscó alguien a quien preguntar por su amada.

Un poco más lejos, se levantaba el toldo del yaro Popenó, bajo el cual se hallaba la hermosa Mbaeté, de voz arrulladora como la de la paloma, y de andar sonámbulo, como el de un avigurú. El gigantesco tubichá de los yaros la había arrebatado a los agaces, cuando éstos bajaron furtivamente por las aguas del Panamá -hacía ya de esto incontables lunas- y ahora, ella curtía las pieles bajo su toldo, y le daba hijos que serían temibles guerreros.

Cuando el charrúa se dirigió hacia Mbaeté, ella fabricaba un yapepó de barro mezclado con caolín. Luego, dibujaría en él líneas quebradas de algún vistoso color, y allí bebería Popenó hasta embriagarse, los jugos de las palmas, las mieles del mamangá, y el licor que desprende el algarrobo.

-¿No sabe, Mbaeté, dónde se halla la hija de Asurúa? -le preguntó Tawató.

La joven levantó la cabeza, en la que una pluma de ñandú se movía torpemente, como un guerrero ebrio, y le respondió:

-Mbiyuí, la hija de Arandú, la llevó a su toldo, para hacerle admirar los tipoys de pieles, que ella misma ha cosido con el punzón de hueso, y para mostrarle también las pieles de animales que su padre cazó en los bosques.

Tawató se alejó en dirección al toldo del tubichá; pero, apenas había andado unos pasos, cuando sintió que lo llamaban.

Volvióse el guerrero, y distinguió a Indayé, que le hacía señas para que se acercase. Este se hallaba rodeado de varios hombres que estaban absortos en el juego del saiusám.

En una pequeña explanada que dejaban los toldos, habían clavado una estaca; y puestos los guerreros a más de treinta pasos de distancia, arrojaban sobre ella, sus saiusáms. Sería declarado vencedor, quien lo ciñese más ajustadamente. Este ejercicio los hacía aún más diestros cazadores y constituía, junto con los frecuentes y largos baños que tomaban en la época de soles largos, cuando las tribus bajaban hasta el océano, o bien en los ríos, en la época fría, las dos grandes diversiones de esos pueblos.

Tawató se acercó al grupo de guerreros.

Cusubí, considerado el más hábil de todos en el manejo del saiusám, había sido, sin embargo, aquella mañana, derrotado repetidas veces. En cambio, Indayé demostraba suma destreza en los tiros, y por eso llamaba a los guerreros para que lo admirasen, y poseído por ingenua alegría, se jactaba de ser hábil como ninguno.

-¿Quién se atreve a competir con Indayé? -clamaba-. Apostaré pieles de fieras, puntas de lanzas, o cambuchíes de decorados bordes.

Cusubí estaba confuso y no comprendía cómo él, que en ese juego era siempre el primero, se encontraba ahora torpe.

-Tupá está descontento con él -explicaba Acahé, la arrugada y flaca hechicera.

Entonces se adelantó el jefe de los yaros, hombre muy alto y fuerte, y dijo a Indayé:

-Popenó maneja desde pequeño las boleadoras, tan hábilmente como el hacha, la lanza o la maza de piedra. ¿Cómo ha de desoir el desafío de Indayé?

La silenciosa risa apareció en el rostro del charrúa; la confianza hinchaba su vasto pecho. Por eso, respondió, mostrando un quillapí:

-La joven Tabey fué quien hizo este quillapí, curtiendo con manteca de pescado las pieles de animales que Indayé cazó en los bosques. ¿Cuál de las jóvenes sabe, como Tabey, coser fuertemente las pieles y darles hermosos coloridos? Si Popenó venciera, abrigará con él su cuerpo, cuando llegue la época de los fríos.

Los demás jugadores miraron el largo quillapí, extendido en el suelo. Estaba formado por trozos de piel de guasubirá, los cuales conservaban el pelo sedoso. En él habían sido pintados toscamente, aunque con cierto gusto, cuadrados, triángulos y líneas de variados colores.

En seguida Popenó mostró un largo collar de dientes humanos con el que adornaba su pecho y su cuello, y exclamó, lleno de orgullo:

-Dientes de guaraníes valerosos forman este collar, y no los de aquellos que recibieron muerte por la espalda, huyendo como la garza o el ñandú. En él están los colmillos de fiera de Iyaguarava, temible guerrero de las tribus tapés, y también los de Ibiraguasú, el hombre de piel de tortuga, que fué tubichá de los carios. Si Indayé consigue vencer, recibirá el collar.

Colocóse el gigante Popenó a la distancia convenida; levantó su brazo armado de las bolas de piedra, y, después de revolverlas un momento en el aire, las arrojó sobre la estaca. Estas se ciñeron tan ajustadamente, que era imposible sobrepasar el tiro.

Luego Indayé arrojó las suyas, y aun cuando lo hizo hábilmente, fué vencido por Popenó. La cólera y el despecho relampaguearon en el fondo de su ser, pero no se asomaron a su rostro impasible. Se acercó al gigantesco guerrero yaro, y, después de tenderle el quillapí de pieles suavísimas, se separó de los guerreros, sin pronunciar una sola palabra.

Entonces Tawató, que había estado observando atentamente la escena, distinguió a la hija de Asurúa, en medio de un grupo de jóvenes. Se hallaban éstas bajo el toldo de Arandú, el antiguo tubichá.

Casi todas las mujeres que formaban el grupo, tenían aún muy frescas las rayas celestes de la frente y eran muchos los guerreros que se detenían para escuchar sus voces suavísimas, y contemplar sus jóvenes cuerpos que copiaban los tímidos movimientos del guasubirá.

Al verse objeto de la atención de los guerreros, se miraban las unas a las otras, con sus miradas hurañas y asustadizas; abatían las cabezas y hablaban entre sí en voz más baja.

Quejábase Pora, con su sonrisa más triste que las lunas:

-El enemigo es tan numeroso, que al fin logrará aniquilarnos. ¿No habrá un guerrero capaz de conquistar el payé? Ya lo intentaron Amaberá, Ibitú, Cusubí, y muchos otros. ¿Tendremos que curtir las pieles y fermentar la miel del camoatí, bajo los toldos de los tupíes o los carios?

La quejumbrosa voz expiró en los labios de Pora, y el desánimo abatió a las vírgenes charrúas, que inclinaron aún más sus lacias cabelleras de lluvia.

Entonces se adelantó Tawató y, deteniéndose cerca de donde estaba su amada, la llamó por su nombre. Volvióse Ivaga, y al verlo, levantándose ágilmente, se dirigió hacia él. El guerrero posó en ella su mirada, y le dijo:

-¡Hija de Asurúa! Quiero partir en busca de la lanza de Tupá. Para eso, deberé atravesar ríos y campiñas, donde ahora pescan y cazan las tribus enemigas, y burlar la acechanza de las fieras que caerán sobre mí, al verme solo, y aun vencer las añagazas de Añang. Pero, si después de tantos peligros obtengo la lanza, arrancaré a Samoú la cabellera en medio de sus tribus, y la entregaré a Asurúa, para que tu me pertenezcas. ¿Entonces se alegrará tu alma al acatar lo dispuesto por tu padre?

Respondióle la joven charrúa:

-¡No fatigues el ánimo, Tawató, ahora que vas a luchar por el payé! Ivaga no pertenecerá a ningún otro hombre, porque ¿quién será capaz de derribar a Samoú, que combate rodeado de tantos guerreros adictos? Solo tú, si conquistas la gran arma. Y si los contrarios obtuvieran la victoria, me hundiría en el pecho un cuchillo sílex, o el asta de una de las flechas, de punta de hueso, antes de ser la cautiva del enemigo, a quien odio. ¡Abre las alas de tu ánimo, Tawató, si quieres despertar al payé de su profundo sueño!

El guerrero irguió aún más su orgullosa cabeza, en la que ondeaba el penacho altivo, y respondió a la bella joven, con alegre voz:

-Para ti he de arrancar la dentada cornamenta al guasubirá; acecharé a la nutria, eterna moradora de los ríos, y quitaré a la garza taciturna las plumas de sus alas, que tienen el color de las auroras. Me introduciré en la espesura de los bosques, para tomar del guayacán, las flores más grandes y más blancas, y del ñangapiré los dulces frutos, y al puma, nocturno merodeador de los campamentos, arrancaré su tibia piel, que tiene el colorido de las lunas.

Luego, volviéndose en dirección al lugar donde debía hallarse el payé, exclamó:

-Me va a acompañar un guía al cual no detienen los peligros, ni la furia de los guerreros más temibles. Es un ipora lleno de poder, y todos los hombres quieren tenerlo a su lado. Él es quien conduce a los guerreros hasta donde se halla el payé; él, quien aumenta sus fuerzas, para combatir a Añang. Mi guia será Tamó, la Esperanza. 

Ivaga contempló al charrúa, y su mirada se hizo honda, bajo las pestañas negras.

-Quizás tengas, Tawató, por compañero, un ipora más poderoso aún que Tamó -dijo-. En medio de los bosques, donde se abren las flores de fuego de los ceibos, donde crece la planta que hace dormir, la amapola, y fabrica el camoatí su miel más amarilla que los soles, vaga, constantemente solo, el ipora del Amor. Lo llaman Mboraihú, y aunque jamás se le ha visto esgrimir un arma, es poderoso como nadie, porque blande en sus manos la antorcha del fuego mágico. Con ella enciende, en el alma de los hombres, la hoguera que devora, pero que no se ve. Él es quien hace que las aves se atraigan con sus cantos, y que esparzan las flores el polen amarillo; y cuando un guerrero es tocado con la antorcha, su valor y su fuerza son tan irresistibles, que los propios iporas le ceden el paso. Esta noche llamaré a Mboraihú, y le pediré que te proteja, cuando vayas a combatir por el payé y la lanza de Tupá.

El charrúa tomó un largo collar fabricado con los dientes de las fieras que derribara tras penosos combates; colmillos de pumas, de yaguaretés, de gatos monteses y de terribles serpientes -que en otro tiempo se habían empozoñado de veneno- y lo colocó, lleno de orgullo y de ternura, en el suave cuello de la muchacha a la que tanto amaba.

Contemplóla una vez más, y su mirada profunda acarició el alma de la jóven; y en seguida se encaminó a su garupá, para hacer más cortantes sus formidables armas, pues estarían en guerra con las fieras, con los guerreros y con Añang, cuando, bajo la pálida faz de Guidri, protectora de los heridos y de los tristes, abandonase el abigarrado campamento.

Al día siguiente, Dioi-Yara, el Sol apareció luminoso y los guerreros creyeron que la bondad de la deidad solar los invitaba a ir a combatir contra los invasores y que esta vez la victoria sería de ellos.

El abaré movió la cabeza y dijo:

-He oído a Akanguapí, la Prudencia que me ha aconsejado esperar. Conversó en mis sueños mágicos con Oyedan, la memoria, y me ha hecho recordar cómo ante el número inmenso de quienes nos invaden debiamos esperar la ocasión propicia, y más aun con Etriek, la verdad, que me ha enseñado que no hay que enfrentar lo que es imposible. Hay que esperar la ocasión que se presentará; tal vez sea la conquista de la lanza mágica de Tupá. Son nuestros dioses y tenemos que acatar su consejo. Cuando alguien obtenga esa lanza, se alejará de nosotros Hallen, la muerte, que tanto se empeña en causarnos el mal.

-¿Y todos esos dioses hablan contigo? -le preguntó socarronamente Popenó.- a mí no me han dicho nada. ¿Por qué obedecerte?

-Porque sólo tienes la fuerza que hay en tus brazos, pero ¿dónde está lo que tendrías que pensar? Allí, en el Ivaga se asoma Guidri, la deidad de la Luna. Mira cuan delgada está ¿combatirá ella ahora? No. Observa los árboles que nos rodean ¿ves que se mueva alguna hoja? No lo verás porque Ibitú el dios del viento descansa. Iporambae, el dios de las profecías no se te ha anunciado; ¿crees que te hace caso?

-¿Y qué sabes tu, hechicero? Mira el Iporaima, el vacío sin límites. Vete a dormir y deja que yo convoque a la guerra, que es lo que sé hacer.

-Si Aratiri, el señor del rayo te regalara uno para que lo arrojes contra los enemigos, entonces te creería, pero por ahora, calla y obedéceme, Popenó, y guarda las fuerzas que se que tienes para cuando Dioi-Latar el señor Bueno, nos de la seguridad de vencer.

Los hombres comprendieron las razones del Tesayá, el gran hechicero que hablaba con los dioses según se decía. Querían combatir, pero ¿cómo hacerlo si Tesayá decía que no era el momento?

Tawató, algo apartado, había oido la discusión y pensaba:

-Dioses, dejadme a mi intentar la hazaña o matadme. Os lo ruego en nombre de mi padre el gran Amapitumbí, descendiente del invencible Madram, lejano antepasado, pero no olvidado.

Canto VII


Tubayuca y Yapacaní arrastraban sus canoas -curvas como la luna semi escondida- sobre las arenosas riberas del Paranaguasú, para botarlas en las aguas ennegrecidas del río. No se escuchaba más que el roce de la madera sobre la arena; el campamento estaba dormido. Los oñangarecovas, mudos, ocultos estratégicamente en barrancos, lomas y apartados montículos, eran los únicos que velaban.

Las tribus dormían bajo los garupás de varas de junco, tendidas sobre pieles de pumas, de aguarás, de yaguarés o yaguanticas y envueltas en los quillapíes, para protegerse del frío nocturno. Algunos, sin embargo, se acostaban sobre hamacas trenzadas con tiras de cuero o con cuerdas de cipó, que colgaban de las ramas de los árboles más corpulentos.

El sueño iba también invadiendo a las fogatas, y éstas se amodorraban sobre el lecho gris de las cenizas. La suave brisa que llegaba desde el río grande como el mar, se mezclaba al perfume de la selva umbría, en la que vagabundeaban los rayos de Guidri la deidad lunar.

¿Por qué Tubayuca dejaba también el resguardado campamento? ¿Por qué seguía al hijo de Amapitumbí? Las indiferentes tribus no se lo habían preguntado y Tawató, apenas prestó atención a las palabras de su compañero, cuando éste le explicó el motivo por el cual iba a partir con él.

Tal vez lo supieran los ríos, o las nubes, o los bosques... Quizás lo hubiera escuchado el ñacurutú, ave agorrera, o la yacú, selvática y huraña.

Los guerreros depositaron sus armas sobre las canoas, y luego saltaron sobre ellas, ágiles y livianos como las micurés. Los remos hendieron las aguas del gran río; los charrúas se alejaron remando y remando y los hocicos de las barcas dividieron la superficie líquida.

Desde las canoas, las pocas fogatas que aún iluminaban los hogares, parecían arder sobre el agua, a la que encendían con reflejos amarillentos, y hacia allí iba, engañado el pez que celebra sus nupcias a la luz de la luna.

Las hogueras se empequeñecieron desde el horizonte, hasta perderse a lo lejos, y después de largo rato, las piraguas entraron en el río de los pájaros pintados. Tubayuca iba adelante, y, como a una distancia de dos canoas, avanzaba Tawató. Las dos embarcaciones se deslizaban cerca de la costa yara, poblada de bosques, y a intervalos se escuchaba el chapotear del yacaré, y el ruido que hacía el carpincho al arrojarse al agua.

-¡Cómo bailan y se acrecientan las olas! -exclamó Tubayuca-. El más ágil de los charrúas no sabría imitarlas.

Pero Tawató no se preocupaba del yacaré, ni del carpincho, ni del baile de las olas, y no contestó a su compañero. Sus anhelosos ojos se fijaban en la costa y creían adivinar, en la penumbra; la borrada figura de Tamó, la Esperanza, que le iba marcando el derrotero con sus armas. Por eso, el taciturno charrúa no separaba su vista de la enmarañada orilla, mientras, distraidamente, iba masticando el sisí.

La luna continuó -con paso inválido- su larga caminata y los dos charrúas, siempre aguas arriba, fueron dejando atrás los últimos arbustos de la costa yara.

Y así, la aurora los sorprendió en el río, que empezó a teñirse de un gris azulado, como los cielos, como el aire y como la esfumada selva.

Entonces dijo Tubayuca, extendiendo sus brazos en dirección a la costa:

-Dejaré mi piragua atada a los arbustos que bordean los labios del mar, y atravesaré la selva, para llegar a aquella lejana loma, límite de mi viaje.

En seguida se puso a remar hacia la ribera y se despidió de Tawató, con lacónicas palabras:

-Tubayuca confía que tu fuerza y tu astucia te hagan poseedor del payé, y que traigas para nosotros la gran lanza de Tupá.

-Y yo espero que la venida de Tubayuca a ese lejano cerro sea beneficiosa -le contestó el hijo de Amapitumbí.

Cuando Tubayuca saltó sobre la ribera, se volvió hacia donde estaba su compañero, al cual contempló alejarse remando, hasta perderlo de vista.

Volvió en seguida sus espaldas al caudaloso río y se hundió en la selva, donde el gran urunday, el algarrobo, el ñadubay y el yabí ahogan la maraña de espinillos y chircas, donde entablan la guerra por la luz y el espacio, los sarandíes, los ceibos, los virarós y los molles, y donde, algo más apartado de los demás, algún ahué -árbol aliado de Añang- derrama sobre la tierra su sombra, que produce venenoso sueño.

Al paso del charrúa, se levantaban entre los árboles, nubes de pájaros de todos colores, cuyo piar poblaba la espesísima selva.

Allí vió el guerrero al tutuncá rojo y al tutuncá amarillo, al pitagüá, de cejas negras, la sabiá, al chuña, a la suave picuí, al terú-terú y al camazaraguá, pájaro músico.

Bajo un cielo invadido de nubes, Tubayuca atravesó la selva, ahuyentando a la astuta micuré, al pequeño y tímido apeará y también al sanguinario yaguatinca, que maullaba oculto en la intrincada maleza, mientras miraba al intruso, con sus ojos verdes, como dos luces. Este, tras franquear luego la campiña, llegó al pie de una loma, en cuya cumbre los hombres habían amontonado piedra sobre piedra, hasta formar un parapeto de cuatro paredes. Después de subir hasta lo alto, el charrúa se introdujo en él, por una abertura que dejaran sus rudimentarios constructores.

Allí debía permanecer Tubayuca -sometido al ayuno y a la flagelación- hasta que, debilitado su cuerpo, en estado de éxtasis se apareciera en su alma la figura de algún ser, que resultaría desde entonces para él como un genio protector, al que debía invocarse en los momentos de peligro, como si fuera un ipora.

El charrúa comenzó por quedarse inmóvil durante un largo rato, para ser poco a poco invadido por una extraña nerviosidad. Abrió desmesuradamente sus ojos -esos ojos para los que no existía la noche- y, con las uñas afiladísimas, se empezó a desgarrar el pecho, sin que pareciera sentir dolor.

Con una flecha de sándalo negro y un cuchillo de sílex, se hirió repetidas veces la bronceada piel, hasta llenarse ésta de puntos sangrientos, que, al secarse luego, la dejarían manchada como la del yaguareté.

De cuando en cuando, Tubayuca lanzaba débiles, pero prolongados aullidos, semejantes a los de un animal enfermo. Nada más lúgubre, nada más imponente que esa súplica, en la que parecía que el charrúa iba a dejar su alma. Sin temor a la probable aparición de un enemigo, ora arrodillado o en cuclillas, ora levantándose alelado, ora revolviéndose sobre sí mismo, como si ya sintiera la proximidad de las visiones, continuó durante todo el día, hiriéndose el ensangrentado cuerpo y manteniéndose en ayuno.

Lleno de nerviosidad, anudaba una tras otra incoherentes frases, mezcladas con gritos extraños:

-¡Que venga! ¡Ya lo siento! ¡Ya lo siento!... Uru-Aguará y Añang lo acechan y no lo dejan llegar a mi lado. Pero mis brazos se estiran como las ramas de un árbol malo y van a atraparlo. ¡Cómo huyen los espíritus negros! ¡Cómo se eriza el aguará en sus antros! ¡Cómo se repliega aterrada la serpiente, silbando, silbando!...

El alma del charrúa, sensibilizada por el ayuno y las heridas, se poblaba de rumores. Ya vislumbraba vaguísimas formas; pero, a pesar del éxtasis que por momentos se apoderaba de él, aquéllas volvían a esfumarse, sin que Tubayuca lograra dominarlas.

Entonces Pughayé, la noche, obscureció un cielo sin lunas, cuyas nubes lloraron sobre el charrúa, frías, muy frías. Esto lo hizo reaccionar; pero una vez que cesó la lluvia, Tubayuca se sumió de nuevo en su sopor de fiebre.

Y así, volvió a brotar la luz, para esconderse de nuevo bajo la tierra, y él continuó su ayuno y su mortificación. Y durante toda la nueva noche, exclamó, con voz cada vez más débil:

-¡Ya llega! ¡Ya lo siento! ¡Avigurú! Mi vista se ahonda para recibirte. ¡Avigurú! ¡Avigurú!

Y su cuerpo se adormecía, como si la sombra del ahué lo envenenara, y sólo velaban -como oñangarecovas- sus ojos, sus oídos y su voz.

Pasó la noche, y otra aurora emblanqueció el Levante, hasta que el Sol, ya subido sobre el cielo, asomándose un momento entre las nubes de color, pizarra y cuarzo, iluminó, con un haz de rayos, la frente trastornada de Tubayuca. Este levantó entonces la cabeza, al sentir la tibia luz, con su espíritu rayano en la locura, lleno de estupor ante el prodigio, divisó a la triunfal figura de Dioyara, ipora del Sol, que, envuelta en el haz luminoso, extendía hacia él su protectora lanza.

Canto VIII

La piedra resonaba sobre la piedra. El sílex, el pórfido y el granito, sufrían la implacable carcoma de los alisadores, y, tomando variadas formas, se convertían, por la experta mano de los hombres en yunques, en morteros, en cuchillos, en punzones, en saiusáms silbadores, como el ofidio, en puntas de flechas, en rompecabezas puntiagudos, y en lanzas que penetrarían en la carne, como el rayo de los astros en la voraginosa selva.

Las astas de madera nueva, se endurecían al fuego. Cuando éstas hubieran adquirido la elasticidad y la resistencia necesarias, los guerreros les aplicarían cuerdas, ya de cuero o de entrañas de animales, ya trenzadas con hierbas, y así fabricarían sus arcos, curvos como una delgada luna.

Unos ponían en el extremo de las flechas, las plumas de águilas o de cuervos, otros, construían las aljabas de pieles, y, aquellos que ya tenían completo su arsenal de armas, conversaban en voz baja alrededor de las hogueras, o se tendían bajo los garupás, bebiendo a lentos sorbos las mieles del camoatí, fermentadas en agua, o los jugos de palmas y ñangapirés.

El frío daba profundas dentelladas en los muslos de los guerreros, durísimos como el yabí, y en sus anchas y poderosas espaldas, a las que trataban de proteger los quillapíes de pieles Cuarahug cazaba en el cielo, pero sin que nadie pudiera divisarlo, porque lo hacía más allá de la selva de nubes.

Sobre las brasas de las fogatas moribundas, aún se notaban los restos de las carnes de tatú, de guasubirá y de ñurumí, que habían servido de banquete a los hombres y las mujeres.

Asurúa caminaba lentamente entre las tolderías del campamento, y con él iban, Arandú, el astuto guerrero, que había tenido el mando de las tribus en otro tiempo, y también Tesayá, el abaré de ojos despiertos.

Discutían los tres las tácticas bélicas que deberían exponer luego ante el Consejo, cuando Asurúa divisó a Ivaga, la que, entretenida en jugar con Caarú, su pequeña hermana, olvidaba la parte de trabajo que le correspondía.

Al ver esto, se tornaron severas las facciones del tubichá, el que, dirigiéndose a su hija, le dijo:

-¿Por qué tienes Ivaga, el alma atolondrada, como la de un pájaro? ¿Por qué dejas sin concluir el yapepó de barro? ¿Cuándo construirás un collar con los dientes de fieras que te dí? Pora, en cambio, sabe bien cuál es su trabajo y no necesita que se lo indiquen.

Levantó la joven hacia el tubichá sus ojos asustadizos, como los del ciervo, y soltó inmediatamente a su pequeña hermana Caarú.

Entonces, Asurúa, Arandú y Tesayá, cuya alma se elevaba más allá de las de los hombres, se perdieron entre los distintos grupos.

Ivaga miró entonces a Pora, que se hallaba en una toldería cercana. Modelaba la hija de Niná, una figura de barro, y muchas mujeres, a las que Tupá había dado tosquedad en las manos, iban a contemplarla con curiosidad.

Había recogido Pora la tierra arcillosa de las barrancas, y, lentamente, íbale dando la forma que deseaba, con la ayuda de dos utensilios: un cincel de terminación afilada y curva, y otro agudo, para los trazos profundos.

Una cabeza de yaguareté iba saliendo de aquella pequeña masa de barro. Y las muchachas con sus pupilas chispeantes de alegría infantil, veían dibujarse poco a poco los ojos, las orejas y el hocico de la fiera.

Ivaga tomó entonces el yapepó de barro que ella misma había construído mezclando arcilla con arenas cuarzosas y al que el fuego había dado ya un grado de cocción conveniente.

La hija de Asurúa, era la más hábil de todas las charrúas en el arte de la cerámica. Nadie como ella sabía darle más vistosos colores al yapepó de barro e imprimirle rasgos llenos de gracia con el cincel de hueso.

Los charrúas y los chané eran los mejores alfareros, y la rivalidad que entre ellos existía, alcanzaba a Pora e Ivaga. Una gran diferencia había entre ambas. Ivaga tenía en el alma la risa de la aurora; la hija de Niná era triste y gustaba de la soledad.

Ivaga deseaba siempre distinguirse de las demás muchachas; por eso, era frecuente verla colocarse en la cabeza una pluma de garza, ya rosada, ya blanca, en vez de la de ñandú. Y la piel que usaba ceñida a la cintura y que le cubría los muslos hasta casi las rodillas, era de nutria o de yaguareté.

Tanto Pora, como Ivaga, sabían tallar en la piedra o modelar en el barro, cabezas de yacarés, de pájaros o de pumas; y en los guarupás, tenían gran cantidad de ellas.

Ivaga barnizaba ahora lentamente la superficie exterior del yapeyó, con un pincel construído con plumas de aves, siendo el barniz fabricado con el limo ocre tomado de la costa de un río.

Y mientras el pincel se deslizaba sobre el barro, guiado por la experta mano de la joven, ésta seguía con el pensamiento al guerrero que, el día anterior, partiera a conquistar el payé, y depositaba en él, más confianza que la que se tenía el propio Tawató.

Durante la pasada noche, ella alejóse sigilosamente del campamento y se introdujo en el bosque, para llamar a Mborahiú, con su más suave voz, y rogarle que protegiese a Tawató en su lucha contra Añang. No dudaba Ivaga que el ipora del Amor la había escuchado, y por eso esperaba tranquila la vuelta del guerrero.

Cuando hubo terminado también de barnizar la superficie interna, comenzó a decorar el borde exterior del yapepó, con líneas de colores amarillos, azules y rojos.

Pero el cielo se obscureció más aún; la lluvia, que comenzó a caer al principio suave, se tornó más fuerte, y las muchachas guardaron bajo los garupás, las obras no concluídas.

Tornaron las verdinegras nubes; y entonces, los hombres, llenos de superstición, dirigieron sus miradas al abaré, que había detenido su paso pesado.

-¡La cólera de Tupá! -exclamó el que estaba más allá de los hombres, señalando los cielos, con su mano afilada por el tiempo.

-¿Por qué Tupá muestra su ira? -le preguntó una temerosa anciana.

Tesayá, clavando su mirada de abaré en las nubes, parecía querer atravesarlas, como si aquélla tuviera más poder que el Sol. Entonces dijo:

-La traición se cierne sobre nosotros, y a causa de ella brama Tupá, ipora del Bien. Los guerreros se miraron unos a otros, llenos de sorpresa, y aún no se había extinguido el eco de las palabras del abaré, cuando de entre los árboles del bosque apareció Abaguairú, que estaba de centinela.

-Pareheros tupí-guaraníes vienen a hablar contigo -dijo a Asurúa.

El tubichá frunció su altivo ceño, meditó un instante y respondió al guerrero:

-Condúcelos hasta aquí, mientras yo reúno al consejo de las Tribus.

Partió Abaguairú, y Asurúa, levantando su maza, llamó a grandes gritos a los guerreros.

Cuando llegaron los emisarios, se encontraron ante un número de enemigos inferior al que habían supuesto, pues, con la guerra de escaramuzas que participaban los charrúas y sus aliados, aquél parecía ser mayor.

Y Yuracaba, Mboreví y Nouk-Coara, los tres emisarios tupí-guaraníes, atravesaron el vasto campamento y llegaron a donde estaba Asurúa.

Tenían los rostros sombríos y burlones, y escudriñaban atentamente a sus contrarios, para ver si sus almas encerraban valor.

Asurúa los observaba con su mirada de dureza granítica.

-¿Qué quieren los pareheros? -preguntó a Nouk-Coara.

Las miradas de ambos chocaron como dos hachas. La nariz aplastada de Nouk-Coara pareció ensancharse más aún; se enderezó luego el guerrero sobre sí mismo, como la serpiente que va a saltar, y por fin habló. Sus palabras parecían las de Añang.

-Samoú no quiere extinguir vuestra raza, que es valiente -dijo-. Pero quiere cazar en estos territorios, que son ondulados, que están cortados por suaves arroyos y rodeados de bosques donde abunda la caza. Si los charrúas y sus aliados se retiran de estas tierras y cruzan el río Uruguay, no volverán a ser atacados por nuestras tribus, ni en el momento en que se ocupen en los preparativos para la partida, ni después, cuando se hayan establecido en las nuevas tierras.

El abaré adivinó que el enemigo deseaba atacarlos, cuando los encontrara desprevenidos, en el momento de la partida, para poder exterminarlos más fácilmente, y por eso, acercándose a Asurúa, le dijo en voz baja:

-Ahí está la traición.

Asurúa sonrió, asintiendo con la cabeza, y junto con la mueca burlona que apareció en su rostro, surgieron sus dientes, semejantes a colmillos de puma.

-¿Tenéis algo más que decir, pareheros? -preguntó a tubichá.

Nouk-Coara hizo un gesto negativo y Asurúa dijo entonces:

-¿Qué hace el yaguareté, cuando, en medio de los bosques, es perseguido por un grupo numeroso de cazadores? Ante el número superior del enemigo, rehuye el combate y trata de darles caza uno a uno. Pero, si se ve rodeado por un círculo de hachas y de lanzas, entonces hace frente, desgarra, ruge, muerde, hasta caer sin vida, o atravesar el compacto grupo de cazadores, para seguir nuevamente la lucha. Decid a vuestro tubichá, que los charrúas han aprendido de las fieras el modo de combatir.

Los emisarios ya se retiraban, cuando oyeron entre los hombres, una fuerte gritería. No todos los guerreros que escucharon a Asurúa, se conformaron con sus palabras. Había muchos que pertenecían a tribus más débiles, como los mbohanes y guenoas. Y éstos, al oir las palabras del emisario, protestaron, creyendo que podrían vivir tranquilamente del otro lado del Uruguay, pues tenían fe en que el enemigo cumpliría la promesa de dejarlos preparar para la partida, sin molestarlos. Añang los había colocado en mayoría en el Consejo, haciendo que en ese momento faltaran muchos charrúas y minuanos, a quienes concitió a cazar en la campiña y en el bosque.

Y algunos hombres, que no habían recibido de Tupá ni músculos elásticos, ni tórax de piedra, se envalentonaron, al verse apoyados por el número.

Los emisarios sonrieron para dentro, al ver el poco ánimo del enemigo.

Mientras tanto, la lluvia había cesado de caer, y Cuarahug, el Sol, desde el ocaso, asomó su faz redonda y amarilla entre las nubes, y asimismo Yíi, el Arco Iris de Tupa, de magníficos colores, cruzó, de un extremo a otro, el vasto cielo.

Al divisarlo, Tesayá, el viejo y reposado abaré, exclamó, señalando a Yíi, con su mano temblorosa como una rama:

-¿Por qué sentís temor, si para daros confianza Tupá os muestra su arco desde el cielo?

Los guerreros levantaron atónitos su vista y los emisarios se miraron unos a otros, llenos de miedo y de sorpresa.

Asurúa, aprovechando la indecisión de las tribus, les preguntó entonces:

-¿Hay alguno que quiera huir? La canoa lo espera en la playa.

Pero ninguno se animó a hablar; y entonces, el tubichá dirigióse a los emisarios, diciéndoles:

-Id al bosque de talas que crece en la falda de aquel cerro y esperad a que mañana, después de haber convocado al Consejo, uno de nuestros guerreros vaya a llevarles la respuesta.

Los tres emisarios se alejaron, y sus recias siluetas se fueron borrando entre los árboles, mientras se apagaba lentamente el moribundo día.

Canto IX

Dioiyara el Señor del Sol había salido ya de la negra y lejana cueva del horizonte, para encender, con su pecho cubierto de plumas de fuego, la hoguera del Levante, que era límite del poderío de las tribus.

Los cielos se hicieron celestes y diáfanos; los lagos y los ríos irradiaron una suave claridad, y la ondulada campiña recobró su luminoso verdor.

Entonces la calandria rasgó los aires, y, perdida en la inmensidad del azul, donde no podrían alcanzarla las miradas de los hombres, cantó la alegría de la aurora nueva. Comenzaron sus arrullos las torcazas entre el ramaje perfumado y umbrío; el carpincho y la nutria se introdujeron en las aguas; la serpiente se desplazó de su nocturna somnolencia, y el yaguareté, el aguará, y la taimada micuré, invadieron, seguidos de sus crías, los intrincados caminos naturales de la selva.

También apareció sobre la faz de la tierra, el lagarto -cuyo verde quillapí tornaba brillante el rocío- y comenzó a buscar huevos de aves y mieles de lechiguanas.

El bosque y la campiña resucitaron, cuando la poderosa luz cayó sobre ellos, y se abrieron las flores de suaves perfumes, y las hojas brillaron, con el verde más nuevo.

Los hombres y aun antes, las mujeres fueron también, lentamente, despertando de la modorra que entorpecía sus miembros y sus espíritus astutos como el aguará.

Un hálito vital sopló sobre los campos y los bosques, y a su influjo, en ansia de vivir, se estremeció el abigarrado campamento.

Entonces Asurúa, el viejo tubichá, deseando reunir el Consejo, para discutir la respuesta que debía de darse a los emisarios, ciñóse el cinturón de plumas de ñandú, adornó su cuello con un collar de dientes de fieras y ajustóse en el hombro un quillapí de piel de guasubirá, pintado con triángulos rojos y cuadrados amarillos y grises. Se colocó luego en la cabeza las plumas danzadoras y altivas, y, después de armarse de una lanza y un hacha, y tomar la macana de piedra, que era también símbolo de mando, salió de su garupá de pieles.

A su paso por el campamento, los hombres fueron agrupándose a su alrededor. Condújolos el taita a un vasto calvero en medio del bosque; y una vez reunidos, agitó la temible y pesada macana de piedra en señal de mando e impuso silencio.

Los guerreros se colocaron en cuclillas a su alrededor, y el tubichá, elevando los brazos hacia el luminoso azul, exclamó:

-¡Vosotros, pueblos charrúa y chaná! ¡Vosotros pueblos yaro y mbohan! ¡Guerreros que cazáis en los bosques que bordean al río de los ensueños de colores! ¡Tribus canoeras que habitáis las islas! Grandes persecuciones sufre hoy nuestra raza. Sólo podemos intentar una última batalla, cuyo resultado es difícil, o abandonar, para siempre, estas tierras que conquistaron nuestros antepasados cuando, enviados por los dioses para destruir el mundo de los gigantes que obedecían a Setebos, se lanzaron desde el Caribe hasta aquí, en luchas difíciles, incluso al cruzar el país de las Aikeambenanas. ¿Os habéis olvidado de Madram, que logró armas mágicas tras hazañas incontables? ¿Y de los demás Wimen? Recordad a Trofoni, el gran yaro, que creó las boleadoras mágicas que inmovilizaron a Setebos, y que decir de Maiwalve el invencible gran jefe chaná. ¿Están en el mundo de Pitungui, le tiniebea? Tal vez pero temed que sus ojos os miren. Vinieron de allá lejos -y señaló al norte-. ¿Qué deseáis ahora? ¿Alimenta aún Tamó en vuestros espíritus, las brasas de la esperanza?

Entre los indígenas se produjo un murmullo de indecisión, semejante al de las abejas que bullen alrededor de la colmena, hasta que tomó la palabra Cusubí.

-Asurúa nos ha prometido la más roja de todas las venganzas, y sabrá cumplirla, -dijo-. Por eso, debemos rechazar las falsas promesas de los tupí-guaraníes. ¿No habéis escuchado -cuando las noches son tempestuosas y amenazadoras, y suenan en la selva extrañas voces- la queja de los avigurúes? Son las almas de los guerreros muertos en esta guerra, que llegan hasta nosotros pidiendo venganza.

Los charrúas aprobaron estas palabras; pero ignoraban que las demás tribus, excepto la de los chane, tanto los de las islas y los del amanecer, como se habían complotado durante la noche, para pedir, en medio del turbulento Consejo, que se quitase el mando a Asurúa, por haber perdido la confianza de ellas. Por eso, entre los yaros, los mbohanes y los guenoas, comenzaron a aclamar al gigante Popenó, solicitando que los dirigiera en la próxima contienda.

Y el yaro Popenó, irguió entonces su cabeza, de nariz aplastada y ojos de iribú, y levantó los brazos, para apagar con un gesto la gritería. Su inmensa musculatura resaltaba bajo la luz del sol; su pecho ensanchábase ante las miradas llenas de asombro de los demás guerreros, cuando, paseando arrogantemente sus miradas por todo el Consejo, comenzó a decir:

-¿Por qué ha de ser Asurúa, quien mande a las tribus aliadas, cuando tantos lo superan en destreza y valor? Si hubiésemos tenido un tubichá poderoso y astuto, el enemigo ya habría sido rechazado hasta más allá del Arapey...

La gritería de los indígenas volvió a estallar imponente y vasta. Y los yaros, dominando el enorme vocerío, clamaban:

-¡Popenó tubichá! ¡Que sea Popenó quien nos dé la victoria!

Asurúa sintió que su espíritu se sublevaba, impetuoso, como un río torrencial. Sus ojos brillaron, como el granito pulido; la emoción, hizo jadeante su voz:

-¡Habéis visto frecuentemente la huída del amarillo puma; habéis contemplado también, cómo se repliega la serpiente; pero nadie dirá que vió a Asurúa medir el peligro! ¿No recordáis cuando seguía impávido en los combates, a pesar de que las lanzas enemigas le desgarraban la carne, con sus dientes de piedra? ¿Quién derribó a Tucú, taita de los querandíes? ¿Quién arrancó la larga cabellera a Aipané, aquel guerrero destructor, bajo cuya figura los hombres débiles, creían reconocer a Añang? ¡Si queréis otro tubichá, elegidlo! ¡Pero reconoced que en el pecho de Asurúa, mora el valor!

Entonces se levantó Arandú, el antiguo taita de los charrúas, que era hábil ñangará, y dijo a los hombres:

-Los jóvenes guerreros apenas saben quién es Asurúa, porque eran aún muy pequeños, cuando él ya probaba sus fuerzas con las más poderosas fieras, y con los hombres de músculos de yabí o de algarrobo. Muchos viejos han olvidado también sus hazañas, pero yo, Arandú, tengo larga memoria. ¡Oidme!

Los indígenas prestaron atención a las palabras del antiguo tubichá, porque eran de índole curiosa y deseaban escuchar siempre los relatos de los viejos combates.

Y, con su voz temblorosa, continuó el anciano Arandú.

-Los charrúas atacaban a las aguerridas abaretáes de pueblos invasores del norte como había acontecido. Obedecían nuestros enemigos al fiero Curiyú, guerrero de formidables fuerzas, que ganó la admiración de sus compañeros, después de numerosas hazañas. Los charrúas no lo llamaban Curiyú, sino Amortarey, porque lo consideraban el más terrible contrario. Una mañana se presentaron ante nuestro campamento, emisarios de nuestros enemigos, para desafiarnos, de parte Amortarey, a que combatiéramos con él, uno a uno. ¿Cuántos fueron entonces los que se atrevieron a responder al reto? Tan pocos, que el más torpe de los nuestros hubiera podido contarlos. Acamparon ambas tribus, muy cerca una de la otra, y, aquella misma tarde, derribó Amortarey a dos poderosos charrúas. También Caburé -que estaba más allá de los hombres- cayó ante sus armas. Fué Asurúa quien detuvo a Amorotarey en medio de sus victorias. Con la maza de piedra le aplastó la enjuta frente; y luego, cuando los últimos estertores del moribundo se apagaron, le arrancó, con el cuchillo de sílex, la cabellera, que la sangre había vuelto roja, como la flor del ceibo.

Muchos viejos charrúas recordaron entonces el combate, y bajaron sus cabezas, en actitud pensativa.

Pero los yaros, los mbohanes, y los guenoas, siguieron aclamando a Popenó. Los chane apoyaron a Asurúa.

Como era el Consejo de las Tribus quien debía resolver cuál de los dos guerreros tendría el mando, ambos enumeraron ante él, la larguísima serie de victorias obtenidas, y trajeron los trofeos que adornaban sus garupás.

De pie, en medio de las tribus, dominando la entusiasta gritería de los guerreros, que estallaba a cada instante, extrajeron, del fondo de sus espíritus, los ecos de sus pasadas hazañas, y embriagaron a los guerreros hasta muy entrada la mañana.

No en vano habían pasado los inviernos para Asurúa; pero era hábil en el mando y sabía hablar a las tribus.

Popenó no era tan diestro ñangará, pero sus gigantescos músculos resaltaban bajo la piel, dibujándose como las vetas de los cuarzos.

Viendo Ñá, tubichá de las tribus isleñas, que ambos tenían aproximadamente igual número de partidarios, dijo:

-Si Asurúa y Popenó fuesen de un mismo abaretá, no podrían luchar con las armas; pero, siendo el uno charrúa y el otro yaro, combatan entre sí, y el que logre vencer, será taita.

Entonces el Consejo aceptó la propuesta del guerrero chaná, y por eso, apartáronse los indígenas, dejando una amplia explanada, donde se colocaron los dos adversarios.

Ambos se quitaron los quillapìes de pieles de guasubirá y, después de probar el filo de las hachas de piedra, avanzaron hasta encontrarse casi en el medio del campo dejado para la lucha.

Pero de pronto, el charrúa, golpeado por súbito recuerdo, detuvo a Popenó con un gesto, y dijo a los indígenas:

-Asurúa está seguro de vencer a su adversario. Le abrirá la cabeza con el hacha y le arrancará los blancos dientes, que llevará como trofeos a su toldo. Pero si Popenó, con el auxilio de Añang y de los Malos Espíritus, lograra la victoria, recuerden todos que sólo obtendrá a Ivaga, quien ponga sobre la tumba de Asurúa, la cabellera del tubichá de los tupíes.

Cuando terminó de hablar, se encaminó hacia Popenó, que hizo lo mismo. Con sus ojos rasgados y brillantes, acechó los más leves movimientos del yaro, y de pronto, lanzando un grito salvaje, cayó sobre él. Abatió su hacha, tratando de herir a Popenó en el cuello, pero éste, apartando la cabeza, detuvo con su arma el golpe.

Popenó dió un paso atrás y Asurúa, rápidamente, volvió a abatir el arma con su enorme fuerza; tanta, que, a pesar de que el yaro interpuso su hacha, no pudo evitar que la de su contrario lo hiriera en el hombro.

Un hilo de sangre corrió por el brazo del yaro, semejante a una roja serpiente, y entre los indígenas se oyó un prolongado murmullo; pero Popenó soportó tan bien el dolor, que ni cambió la expresión de su rostro, ni se aflojaron los músculos durísimos de sus miembros.

Volvieron a chocar las hachas, y el fuego asomó entre ellas su ojo de luz, hasta que Popenó, encontrando abierta la defensa de su adversario, logró golpearlo en la cabeza. El golpe, aunque muy débil, aturdió completamente al charrúa. Vaciló éste como si se hubiese embriagado con los jugos fermentados de las palmas, y las fuerzas se evaporaron de su cuerpo. Se llevó ambas manos a la cabeza y dió algunos pasos torpes por la explanada.

Popenó lo espiaba con su mirada salvaje, y gozaba hasta el fondo de su ser, al ver a su adversario vencido.

Y cuando Asurúa comenzó a recobrar las fuerzas, el yaro abatió sobre él, su hacha pesadísima.

Aun se mantuvo un momento de pie, el charrúa, herido mortalmente en la cabeza, pareció no querer darse por vencido su espíritu de lucha; pero en seguida se aflojaron sus piernas y el guerrero se desplomó pesadamente.

Popenó se inclinó sobre el cadáver, para mirar por última vez, al que había sido su ocasional adversario; luego, dirigiéndose a quienes lo aclamaban entusiastamente, les dijo:

-El fin de este guerrero, es el de todos mis enemigos. Los tupíes que se pongan en mi camino caerán como Asurúa, y nuevos trofeos irán a enriquecer mi garupá. Por eso, cuando termine la tregua, al comenzar la nueva luna, veréis a vuestro nuevo tubichá aniquilar a sus más fornidos contrarios. Pero tendremos que esperar aún, porque ¿qué guerrero, por poderoso que fuera, podría hacer huir al Tiempo? ¡Guerra a los tupí-guaraníes! Esa es la respuesta que debemos dar a los pareheros que Samoú nos ha enviado.

Los guerreros, deslumbrados por el triunfo del nuevo tubichá, aprobaban sus palabras. Popenó avanzó orgullosamente entre ellos y se dirigió hacia el campamento. Desde allí enviaría la respuesta a los emisarios, que estaban aguardando en la falda de los lejanos cerros, y luego prepararía la fiesta del triunfo.

Tras el taita avanzaron casi todos los hombres. Sólo quedaron en el calvero, los charrúas, sombríos y huraños.

Canto X

Los charrúas se acercaron, silenciosos y graves, al lugar donde yacía Asurúa. De la cabeza del vencido seguía manando sangre, que, al caer sobre la explanada, se ennegrecía rápidamente; aun no se había apagado el fuego de sus venas.

Su cuerpo, de alta estatura, parecía haberse agigantado todavía más; el brazo izquierdo, extendido, se asía a un pequeño arbusto. Su hacha, tinta en la sangre de Popenó, se hallaba a la distancia de una lanza.

Los charrúas lo miraban consternados. Su tubichá, su camarada, había sido derribado ante ellos, sin que nadie le pudiera prestar auxilio. Y sus viejos compañeros, bajando la cabeza, meditaban. ¡Cuántas cabelleras colgaban ahora en su toldo! ¡Cuántos collares de dientes humanos había fabricado, con los despojos de los hombres caídos ante él! Y en la memoria de ellos, surgieron, como fantasmas, Tucú, Amortarey, Aipané, y todos los poderosos guerreros cuyas vidas cortó, durante largas lunas, el brazo de Asurúa.

La sangre se detuvo entonces, y formó un coágulo sobre la piel. Tesayá llegó a su lado, llevando un gran cambuchí con agua, y, ayudado por una piel suavísima de nutria, le levantó el rostro. Entonces apareció ante los charrúas, la amenazadora mueca, que -alfarera mágica- le había grabado la muerte. Al lado del vencido tubichá estaba Indayé, el último de sus hijos, el único que había logrado escapar de la furia de los guaraníes. Inmóvil, huraño, convulsa su alma por la angustia, no lanzaba sin embargo ninguna queja. Vacilaba entre el deseo de arrojarse sobre Popenó, y el de reservarse para combatir con Samoú en la batalla próxima, y tratar así de vengar a todos sus hermanos.

Si el yaro se hubiese acercado, dispuesto a mutilar a Asurúa, Indayé habría luchado con el hacha que ya empuñaba; pero Popenó se había retirado, sin despojar al tubichá muerto, ni de su cabellera, ni de sus dientes, ni de sus armas, para no herir el inmenso orgullo charrúa.

Entonces Indayé hizo una seña a Cusubí, y ambos, levantando el cadáver de Asurúa, avanzaron hacia el campamento.

Cuando llegaron al garupá del tubichá vencido, salieron de él, su mujer, Mbegüé, y sus hijas, Ivaga y Caarú, las que al divisar el triste cortejo, prorrumpieron en lastimeras quejas.

Indayé introdujo el cadáver de su padre dentro del garupá de pieles de guasuí, y el tubichá fue rodeado por todos sus parientes cercanos, puestos en cuclillas. Los demás charrúas empezaron a alejarse poco a poco, silenciosos.

Entonces comenzó bajo el garupá, el severo ceremonial del luto charrúa. Indayé y los demás guerreros, que hasta entonces habían permanecido mudos delante de los hombres de las demás tribus, se pusieron a lamentar y a gemir amargamente, mientras la vieja Mbegüe contaba, entre quejas y suspiros, antiguas historias de Asurúa.

Luego, Mbegüe cogió la lanza del tubichá y se hirió varias veces los brazos y el cuerpo. De las heridas manó abundante sangre, que la viuda del guerrero no intentó detener. Luego, ésta pasó la lanza a Ivaga, la cual se hirió también los brazos y se atravesó la blanda piel del cuerpo. Cuando hubo concluído, Ivaga la entregó a Caarú, su pequeña hermana, y así, el arma pasó sucesivamente por todas las parientas cercanas del gran guerrero.

Mucho tiempo estuvieron alrededor del cadáver de Asurúa, lamentándose y gimiendo desconsolados, sin comer ni beber; la desesperación barría el alma de aquellos seres, con sus oleajes negros.

Entonces pusieron en los ojos del tubichá, pequeñas astillas de madera, para hacer que éstos se mantuvieran bien abiertos, de manera que el guerrero pudiese ver con claridad todo lo que ocurre en la otra vida; y cuando llegó la tarde, los charrúas fueron acercándose poco a poco alrededor del toldo que había sido de Asurúa, dispuestos a acompañarlo hasta su última morada.

Dos hombres levantaron entonces el cuerpo rígido del tubichá, y lo introdujeron en una urna de barro; en seguida colocaron dentro de ella las mejores armas del charrúa: su lanza, su saiusám, y sus flechas agudas, que habían sido ágiles como los pájaros. Con ellas, el guerrero se defendería en la otra vida, mucho más peligrosa y difícil que ésta.

La urna de barro fué levantada por poderosos brazos, que la condujeron lentamente en dirección a un lejano cerro, en el que los charrúas poseían muchos túmulos. Junto a ella, y rodeándola, avanzaron todos los charrrúas, y éstos, para espantar a Añang y a los avigurúes, lanzaban el grito de guerra.

Cuando empezaron a escalar el cerro, la ascensión se hizo dificultosa a causa de los matorrales; así es que, trabajosamente, fueron ganando la enmarañada altura, cuya parte superior estaba cubierta por las tumbas que formaban el cangüerupá.

Detuviéronse entonces los tristes guerreros y comenzaron a abrir entre las piedras un foso; y una vez que éste hubo sido concluído, hicieron descender el "cuerpo que fué", es decir, el cadáver, hasta el húmedo fondo, cuidando que su cabeza quedara en dirección al este, por donde el dios del Sol hace su aparición.

Sobre la urna colocaron luego los grandes cambuchíes con alimentos y con jugos de arazáes y algarrobos, para que el guerrero no dejara de alimentarse, y en seguida empezaron a cubrir el pozo con piedras y con tierra.

Alrededor de la tumba, los demás compañeros, diseminados en el cangüerupá, lanzaban largas exclamaciones, que vibraban con monótona cadencia.

Entonces avanzó Tesayá, el viejo abaré, y sus ojos brillaron, semejantes al cocuyo en la noche. En sus manos, puntiagudas y flacas, como las garras de las aves de rapiña, llevaba un payé que él mismo había fabricado, entre extraños sortilegios, con plumas de caburé.

Con él comenzó a hacer en el aire signos mágicos, mientras imitaba a intervalos el graznido del caracará; y aunque su voz estaba casi apagada por el tiempo, resonaba sobre los gritos de los hombres, porque éstos se lamentaban ahora en coro muy suave.

Largo rato estuvo Tesayá agitando en todas direcciones el payé fabricado con las plumas del ave mágica, ahuyentando a Añang, para que no se acercase al guerrero muerto.

El coro de lamentaiones se fué haciendo cada vez más imperceptible; los charrúas bajaban del cerro. Un nuevo guerrero quedaba allí, en el refugio donde se duerme el sueño frío, dispuesto a luchar en guerra eterna contra el que persigue las almas.

Cuando llegaron al vasto campamento, Pûghayé, la noche, más ágil que el yaguatinca o el yaguareté, había trepado al cielo, y los guerreros de las tribus menores, obedeciendo alegremente al llamado de Popenó, se disponían a festejar, con salvaje orgía, la elección del nuevo tubichá. Por eso, bajo la luz de Guidri, alrededor de las fogatas temblorosas como serpientes, los mbohanes, los guenoas, y los yaros, ebrios con los licores de ñangapirés, de ceibos y de palmas, giraron en caravana, dando saltos y prorrumpiendo en monótonos gritos.

Los charrúas y gran parte de los chané se abstuvieron de intervenir en la fiesta. La mayoría de ellos se alejó del campamento para cazar en los bosques, otros, simulando indiferencia que en realidad no sentían, se tendieron bajo los garupás y trataron de dormir. Los parientes de Asurúa continuaron lamentándose, sin probar ningún alimento.

Así transcurrió la noche; y, cuando llegó la segunda tarde del entierro, un guerrero amigo atravesó los brazos de Indayé de parte a parte, con una vara de guayabo de un palmo de larga. Esta, que fué hundida lo más cercanamente posible del hueso, no logró hacer que el rostro del guerrero revelara desfallecimiento mi dolor.

Concluída esta ceremonia de extraño luto, el hijo de Asurúa se dirigió pesadamente a la desierta campiña, extenuado por la pérdida de sangre y por el dolor que le causaban las heridas. Golpeando la tierra con un garrote puntiagudo, y, ayudado por sus uñas -semejantes a las garras de los pumas- logró abrir un pozo; e introduciendo en él su cuerpo hasta la cabeza, esperó la llegada de la nueva noche.

Las varas de guayabo le producían dolores terribles; pero, a pesar de que no eran obligatorias tales manifestaciones de luto, el charrúa no pensó abstenerse de hacerlas, porque los demás lo hubieran considerado un cobarde.

Entonces comenzó a lanzar prolongados aullidos, que retumbaron, lúgubremente en la noche, como los de una fiera hambrienta.

El viento y el frío contraían su cara, semejante a un espectro, e Indayé seguía lamentándose, acompañado por los gritos de asombro de los chajás y del terú-terú, de alas tajantes, como pequeñas lanzas.

Apenas los primeros rayos de luz gris iluminaron un cielo, salió fuera del pozo, y se dirigió al bosque; en él habíanle preparado un garupá, bajo el cual se desplomó pesadamente, y un charrúa que lo esperaba allí, le quitó las varas de guayabo.

Algunos jóvenes pequeños le trajeron luego, como único alimento, perdices y huevos de esa ave, y se retiraron sin dirigirle la palabra, porque no podían profanar con ella, la austera y dolorosa meditación del charrúa.

Indayé quedaría así, durante catorce días, aislado de todos, en medio de la selva, sin que nadie osara acercarse al lugar que había elegido para hacer su luto.

Por último, cuando la carne del tubichá muerto desapareciera del cadáver, los charrúas desenterrarían sus blancos huesos, para pintarlos con los más variados colores, con lo que se alegraría el alma del guerrero, desde las tristes regiones en las que estuviera.

De esta manera fué cómo se cumplieron los funerales de Asurúa.

Canto XI

-"¿Por qué estallan en el cielo, los nubarrones violetas y negros? ¿Por qué roncan, con sus espesas voces? ¿Por qué brama y se acrecienta el Hum voraginoso?

El frío da zarpazos en la dura piel de los hombres y de las bestias, con sus potentes garras; sobre la selva se abate el viento salvaje -que tiene alas de pájaro y voz de serpiente-, aplastando los verdinegros matorrales y doblando los árboles, orgullosos como los tubichás. Añang amontona sobre las selvas del Hum, nieblas compactas, para hacerlas impermeables. Ha llegado el instante supremo que vislumbró Iporambaé a través de los tiempos. Tupá y Añang se aprestan a luchar por la posesión de los hombres y de las cosas."

Así cantaba Iporambaé, genio de los augurios, en medio de la tormenta imponente y magnífica, y a su voz, se estremecieron de espanto los animales de las campiñas y de los bosques. Los yacarés, guiados por el obscuro instinto de conservación, hundíanse, después de chapotear pesadamente, en las aguas del río; los pumas, rugiendo, seguidos de sus crías, se refugiaban en las agrestes madrigueras, y se apoderó de los rebaños de guasubirás un terror contagioso; huyeron bajo la amenazadora noche, pisando apenas, con sus patas finísimas, la grama de las campiñas, y parando sus orejas nerviosas y acanutadas.

-"¿Por qué estallan en el cielo, los nubarrones violetas y negros? ¿Por qué roncan, con sus espesas voces?" -seguía cantando Iporambaé, ebrio de visiones.

Pocos relámpagos se aventuraban entre las nubes sombrías, y los bosques y los cielos eran tan negros, como el sueño frío.

Resonó entonces un trueno entre los árboles; y envuelto en un nimbo de luz azulada y tristísima, surgió Añang. Sus pasos resonaron en el bosque, cada vez más fuertes -como una progresiva pesadilla- cuando se dirigió hacia donde estaba el payé, y la tempestad se arremolinó a su alrededor.

El ipora apoyó sobre la tierra su arco -negro como la noche y como el mal- y levantó aún más la desafiante cabeza, en la cual ondeaban las plumas con destellos azules. Y el azul quillapí parecía querer volar de sus hombros, cual si el viento le hubiera prestado sus salvajes alas.

Su rugido resonaba, como el de un puma amenazador, en la selva dolorosa de su alma, porque una vez más debía llegar hasta el Hum, para ahuyentar a un nuevo enemigo. ¡Cuántos habían tenido que retroceder ante él, y cuántos habían perecido! ¡Qué cantidad de osamentas de guerreros, que no midiendo bien sus fuerzas se consideraron capaces de tomar el payé, poblaban ahora la selva, después de haber servido de festín al aguará y a los voraces yaguantincas!

El alma de Añang pareció dilatarse, al recordar el largo collar de muertes, que, como aguja fatal, había engarzado su lanza; y, pronto para un nuevo combate, su cuerpo de descomunal altura se enderezó sobre sí mismo, desafiante, como las rocas que bate el bramador océano.

La tormenta sorpendió a Tawató, cuando penetraba en la selva. Venía de cruzar campiñas y colinas, de vadear arroyos, y esquivar numerosos peligros, pero avanzaba confiado y tranquilo, porque su guía era Tamó, la Esperanza.

El ipora y el joven guerrero caminaban entre los árboles, a los que sacudía la tempestad.

Tamó lo guiaba en medio de la obscuridad, porque los ojos del ipora atravesaban las tinieblas más densas. Tras él, Tawató se movía trabajosamente, pero era impávido su pecho y su voluntad, inquebrantable.

Por último divisaron a Añang, que resplandecía envuelto en su luz azul. Era tan imponente su figura y sus miradas tan amenazadoras, que el mismo Tamó sintió que sus fuerzas flaqueaban.

Tawató se volvió hacia el ipora de mirada astral, y le preguntó, señalando a Añang con la lanza:

-¿Quién es ese que lleva sobre el penacho de plumas un halo de luz mala? ¿Es el que disputa a Tupá el dominio de la Tierra? ¿Es quién persigue a los hombres más allá de la vida?

Respondióle Tamó:

-Es el ipora Añang, ante quien tiemblan los hombres y ante el que huyen las fieras de las selvas.

La reacción del guerrero se produjo en seguida, como lo esperaba el ipora:

-¡Ningún charrúa conoce el miedo! -exclamó-. ¿Por qué he de ser yo quien lo sienta?

Avanzó hacia el ipora enemigo, pero su paso fué pesado y torpe, porque éste, sonriendo con siniestra burla, lanzó a los Espíritus de la Tempestad, sobre el hijo de Amapitumbí.

Entonces, entre las nieblas que llenaban la selva, apareció Mboraihú. Era el ipora del Amor. Resplandecía como una estrella en la noche, y sus brazos no esgrimían, ni la lanza, ni el hacha, ni las flechas; pero iba blandiendo en su diestra la antorcha del fuego mágico, y, con ella, encendía el amor en el alma de los hombres.

Dirigióse rápidamente hacia Tawató, y Añang tembló al verlo. Ninguno de los guerreros que tentaron la conquista del payé, había tenido un aliado tan poderoso. Mboraihú podía vencer a Añang, si lograba arrimar al pecho de éste, la gran tea.

Cuando, ágil como los fuegos fatuos, Mboraihú llegó hasta Tawató, con la antorcha mágica, le encendió el pecho, diciéndole:

-Yo soy quien ilumino las almas, o las torno marchitas y ensangrentadas, como una flor de ceibo. Ante mí, los pumas y los yaguaretés, abaten sus orgullosas cabezas, y la serpiente que se arrastra sobre el barro, reconoce mi ley. Por mí, sonríen los cielos; por mí, irradian los árboles su verde luz... por mí, hoy Tawató conquistará el payé, y será poseedor de la lanza. Yo soy Mboraihú.

El fuego de la antorcha devoró el alma del gran guerrero, y éste recordó al instante, la lánguida mirada de Ivaga, sus graciosos movimientos, su pecho palpitante, lleno de vida.

Entonces se apoderó de él un irresistible afán de triunfo. Blandiendo sus armas, avanzó decididamente hacia Añang, y éste, al verlo venir se dispuso a cerrarle el paso que debía de conducirlo hasta el payé.

Pero, en seguida, dudó el ipora del Mal. A pesar de que sus fuerzas eran descomunales, se hallaba ante un guerrero de inmenso valor, tras el que estaban, Mboraihú, empuñando la formidable antorcha, y Tamó, augurándole el triunfo, con su mirada astral.

Añang sintió la presencia de Ñemondí el Señor del Espanto, rehuyó entonces el combate y se retiró lentamente, en medio de los árboles, y de las nieblas que había amontonado entre ellos. Buscaría otro medio de lucha, si Tawató lograba, para Tupá, el poderoso payé.

Las tinieblas comenzaron a dispersarse y el charrúa penetró en el calvero del bosque, en medio del cual se hallaba el amuleto. Tawató se acercó a él, y reconoció en éste, la punta de una lanza. Pero ella ardía como si recién hubiera sido sacada de una hoguera; desprendía un hilo de humo, y la tierra estaba agrietada y seca a su alrededor.

El guerrero tomó entre sus manos la piedra humeante, y trató de retenerla, hasta vencer su poder, pero le fue necesario soltarla. Sus manos se paralizaron, y el dolor corrió por los brazos hasta el pecho.

Pero Mboraihú, lanzando un grito extraño y salvaje, golpeó la espalda del charrúa con su antorcha, y éste se inclinó y recogió el payé. Sintió como si todo su ser fuese devorado por una llama avasalladora, pero Mboraihú le hizo perder la noción de dónde estaba; sus ojos no distinguieron ya a los árboles, ni a los iporas, ni al payé, y sólo se representaron a Ivaga, con sus cabellos más lacios que las lluvias, con su mirada dulce, como los cielos.

El payé fué perdiendo poco a poco su sobrehumano poder, hasta que, al fin, después de larga lucha, en la que resistió la presión de aquellas manos que parecían también de piedra, se extinguió completamente su fuerza ígnea.

Entonces Tawató salió de su éxtasis y vió que en sus manos tenía el payé, por el cual combatían Tupá y Añang, desde el comienzo del tiempo.

Buscó el charrúa con su mirada a Mboraihú, pero éste había desaparecido. Tal vez ahora, corriese ágilmente en las campiñas o acechara, oculto en los frondosos bosques, nuevas presas. Hombres, fieras, aves, reptiles, a todos daba caza con la antorcha. Y el ipora, golpeando también con ella a los árboles y a las pequeñas plantas que encontrara a su paso, las llenaría de flores.

Tamó se dirigió al hijo de Amapitumbí y le dijo:

-Ya tienes, Tawató el payé que tanto desea Tupá. Ahora puedes hacer con él, lo que quieras. ¿Prefieres entregarlo al Gran Bienhechor a cambio de su lanza, o utilizarlo tu mismo contra Añang?

-Daré el payé a Tupá -respondió Tawató, y en seguida agregó: -¿Dónde puedo encontrar al ipora?

-Vamos en su busca -respondió Tamó.

Y haciendo una seña al charrúa para que éste lo siguiera, partió en dirección a la morada de columnas de piedra, donde lo esperaba Tupá.

Canto XII

En medio de los páramos, desiertos de árboles, elevaba la gruta de Tupá sus columnas, en desafío al tiempo.

A su lado pacían el guasubirá y el guasuí; los cenicientos ñandúes, persiguiéndose unos a otros, daban vueltas a su alrededor, mientras que bajo los cielos que simulaban granito rosa, amatista y ágata, volaban los pájaros de pintadas plumas. La negra y amarilla yambú aparecía de pronto entre las matas, para perderse nuevamente en ellas; la yacú ensayaba su canto triste como una queja, y sobre la gruta, silencioso y quieto, posábase el caburé, ave mágica.

Y hasta allí llegaba también el hambriento y esquelético puma, de patas acolchonadas y cola juguetona, para afilar sus uñas en las piedras, o el yaguatinca, de maullidos destemplados y agudos. La serpiente mboi-chiní solía abrazarse a las columnas, para poner en ellas su venenoso beso.

La noche había agigantado la figura de algunos viejos y solitarios árboles, que crecían no lejos de la gruta, cuando Tawató llegó hasta ella, conducido por Tamó. Desde la conquista del payé, sólo una vez había brillado Cuarahug.

Cuando el hijo de Amapitumbí hubo penetrado entre las columnas, su espíritu fué invadido por el recuerdo de los relatos que había narrado Tesayá, el abaré de larga vida.

Allí, Tupá había tenido su morada; los oídos de piedra de la gruta escucharon en otro tiempo sus palabras llenas de nobleza y de bondad, pero no los de los hombres, que eran imperfectos. Por eso, ¡cuántos eran los que desconocían sus enseñanzas sabias!

Eso lo decía frecuentemente el anciano abaré; y Tawató, mientras revolvía en la memoria confusos pensamientos, esperaba la llegada de Tupá.

Tamó continuaba al lado del guerrero y seguía sus pasos fiel, como una sombra.

Al ver esto, con alegre voz, el hijo de Amapitumbí interrogó al ipora:

-Cuando guíe a mis tribus en los combates y huyan los hombres ante la gran lanza; cuando aceche en el breñal al puma; cuando obtenga a Ivaga -que tiene la suave dulzura de las flores-; cuando juegue al saiusám o capture al escamado pez que brilla como una luna, ¿tendré siempre a Tamó por compañero?

Y el ipora respondió:

-Tawató podrá no cazar al puma en los breñales; podrá encontrar en el combate a un enemigo superior, o no obtener a Ivaga, que tiene la dulzura de las flores. Podrá no coger peces brillantes como lunas, o no jugar al saiusám con otros compañeros. Mas no dirá jamás, que Tamó no esté a su lado.

Tawató recorrió entonces toda la gruta y vagó luego por sus alrededores, hasta que al fin, cansado de esperar a Tupá, se acostó entre dos grandes columnas.

El cansancio aplastaba al charrúa con su peso de piedra; y éste, aún continuaba meditando las palabras de Tamó, cuando Diabun, el poderoso dios que manda a dormir con solo hacer sentir su nombre, le robó sus últimas fuerzas.

El ipora se acercó a él, y le dijo con suave voz:

-¡Duerma Tawató el tranquilo sueño del guerrero! Reposen sus miembros, que resistieron el fuego del payé; repose su alma, vencedora de Añang, porque -aun desde más allá de la vida- su triunfo será más brillante que el de Cuarahug, el sol. Duerma Tawató el sueño tranquilo del guerrero y deje que vele ahora Tamó, la Esperanza.

Entonces surgió, entre las sombras de la noche, Iporambaé el genio de los augurios. Él era quien guardaba, en el fondo de su espíritu, transparente como la luz, el pasado, el presente y el futuro. Él era quien hablaba en voz baja a los abarés, y los más poderosos iporas anhelaban conocer sus profecías.

Iporambaé llegó hasta Tawató y sus palabras tomaron, para el dormido, las figuras de un sueño.

Así comenzó el ipora:

-Más allá de los mares y de las lejanas selvas; más allá de la morada de Guidri; en la región de las lunas de fuego remotísimas, y aún más lejos, viven los Urupiás. Son los Gérmenes, de ellos ha nacido todo. Son tan antiguos como el tiempo. Cuando aún no existían, ni la tierra, ni los cielos, ni los astros, volaban locamente, como el mbopí, en medio de la noche inmensa. De ellos nacieron los iporas. Tupá, Mborahiú, Payé, Tamó, Cabigyara, Guidri, Iporambaé, Cuarahug y Añang, tuvieron ese origen. Y también Zumé, el pay de la bondad, y -que tenía el cabello rubio como la luna- nació de ellos. Pero aun antes, los Urupiás crearon los cielos, y los cubrieron de estrellas, que hoy llenan de perplejidad a los hombres. Y después crearon la tierra, y la poblaron de bosques, de ríos, de abaretás numerosísimos, de fieras y de pájaros.

Entonces nacieron, el yabí, de resistente tronco, el algarrobo, hijo del relámpago, y la planta del sueño abrió sus flores color sangre. También aparecieron, sobre la faz de la tierra, el yacaré, señor de los ríos, la serpiente mboi-chiní, el tatú, el capibá, la nutria, y el guasubirá, veloz como los vientos.

Y surgieron los pájaros de fuego, y los mirlos más negros que la noche, y el picaflor, azul viviente, voló de planta en planta y de flor en flor.

Apenas apareció la vida, nació la guerra. Cabîgyara, ipora de los bosques, buscó conquistar la campiña. Los ríos desearon acrecentar su poder y se salieron de su cauce; los animales que recibieron afilados dientes desgarradoras zarpas y músculos elásticos, persiguieron a los más débiles. Y los iporas lucharon entre sí, por la conquista de los hombres.

Tupá llegó hasta donde estaban los hombres, y en sus espíritus inculcó la simiente del bien. Mborahiú los golpeó con la antorcha mágica y les dió el Amor. Tamó hizo nacer en ellos la Esperanza. Guidri, entretanto, curaba sus heridas y consolaba su tristeza.

Tupá moraba entonces en la gruta de columnas de piedra, y al comprobar que los humanos obedecían sus palabras, su espíritu se iluminaba como una aurora.

Caminaba un día por las riberas del poderoso Hum, cerca de las cuales tenía su morada, cuando observó que las aguas del río comenzaban a subir cada vez más, y que, penetrando en la selva, iban inundando las cuevas de los animales y obligaban a los hombres a retirarse.

Tupá, con voz encolerizada y vasta como el trueno, llamó al viejo genio tutelar del río, que reposaba bajo las aguas; pero éste, sin obedecerlo, continuó invadiendo la selva.

El ipora comprendió que el espíritu del Hum había quebrado la Ley del Bien, que el propio Tupá le había enseñado; pero no podía combatirlo en su elemento, porque a aquél, estando en el río, le era fácil convertirse en rapidísimo pez o en planta acuática, o en piedra, agua o arena, para volver a recobrar luego su primitiva forma. Por eso, Tupá se propuso utilizar la astucia.

Condujo entonces, hasta la orilla del río, a Eteboráh -mujer de cabeza hechicera- y le ordenó que permaneciese sobre un tronco caído en medio del bosque.

Apenas el espíritu del Hum divisó a la joven, decidió apoderarse de ella y arrastrarla hasta el fondo del río. Por eso la llamó con su voz más suave:

-¡Tú, por cuyas venas corre la sangre! ¡Tú, que en tus ojos posees la vida, y en tu alma el resplandor de Cuarahug! ¡Escúchame! Yo soy Hum, genio tutelar de este río. Poseo en él, inmensas selvas acuáticas; tengo también cuevas y moradas incomparables y peces de colores sorprendentes. Pero hasta mi dominio sólo han bajado los inviernos. Los peces acarician mi cuerpo, pero con escamas de escarcha; las plantas acuáticas me tienden sus brazos verdísimos, pero sólo encuentro en ellos, frío y dolor. Por eso me faltas tú, hija de los hombres, tú, que juegas con el amor y con el fuego, para que el tiempo de los soles largos llegue también hasta mis aguas.

Así habló Hum, el viejo espíritu, pero Eteboráh continuó impasible, como si no hubiera comprendido la voz del río.

Las aguas de éste se hincharon más aún; pero, como seguían creciendo muy lentamente, Hum, lleno de impaciencia, salió fuera de ellas y avanzó hacia donde estaba Eteboráh. Ésta lo vió acercarse, y a pesar de que tembló como una hoja, no hizo ni un movimiento para huir.

Hum seguía aproximándose, deslumbrado ante ella, cuando Tupá, tendiendo su arco de siete colores, despidió una flecha agudísima, que se clavó en el pecho del viejo genio.

Cuando éste cayó herido, Tupá se arrojó sobre él y, arrancándole la saeta, lo condujo hasta su morada. Allí fué curado por las propias manos del dios.

Entonces contó el espíritu del Hum, cómo Añang, intimidándolo con terribles amenazas, lo había obligado a rebelarse contra Tupá. Y en seguida agregó, dirigiéndose al ipora:

-Si me concedes la libertad, jamás volveré a quebrar tus mandatos; y a cambio de ella petrificaré tu lanza de madera, hundiéndola en mis aguas, de manera que ella sea irrompible.

El Gran Bienhechor aceptó; acompañado del Hum llegó a la orilla del poderoso río, y el genio, al que Tupá tenía asido fuertemente, introdujo la lanza en las aguas.

Pero el astuto y desconfiado Hum, temiendo que el ipora tratara luego de vengarse, abusando del poder que le daría la terrible arma, hizo a la lanza irromplible contra todo, pero siempre que defendiese una causa justa. En caso contrario, desaparecería el poder que el río le daba, y ella se haría polvo.

Cuando Hum previno esto a Tupá, el ipora sonrió, porque ¿cómo iba a defender él, una mala causa?

Permitió entonces al espíritu volver a entrar en el lecho del río y marchó en seguida al encuentro de Añang. Estaba éste rodeado de numerosos seres a quienes inculcaba los principios del Mal, y que huyeron llenos de terror al divisar a Tupá.

Añang, en cambio, le salió al encuentro. Cuando estuvieron a corta distancia, se miraron un instante, y, reconociéndose tan distintos, comprendieron que uno de los dos debía excluir al otro.

Ni una sola palabra cambiaron entre ellos, porque hubiera sido innecesaría. Al cabo de un momento, Tupá avanzó hasta donde estaba su mortal enemigo, y comenzó entre ambos la lucha. Los dos demostraron poseer fuerzas semejantes, igual astucia e idéntico valor.

La guerra de los iporas empezó en el principio de las épocas; el Tiempo voló de luna en luna, con sus eternas alas, pero ninguno de los dos combatientes pareció sentirlo.

Añang llamó a las aguas en su auxilio y éstas invadieron la tierra tras él. Y cuando obligaba a Tupá a retroceder, ellas, que seguían los pasos del ipora del Mal, devastaban bosques, invadían campiñas, y hacían que la vida se extinguiese a su paso. Y cuando era Tupá quien avanzaba, las aguas huían ante él.

Por último, en lo más recio del combate, la lanza de Añang, gastada por el Tiempo, quedó rota. Entonces el ipora del mal huyó humillado y Tupá lo persiguió tenazmente por bosques, barrancos y lomas.

Cuando Tupá volvió al lugar donde estaba la lanza de Añang, vió a Payé, ipora de los amuletos, el cual, después de arrancar la punta del arma rota, fabricaba con ella un payé o amuleto contra el mal. Aquel que lo poseyese, vería huir a Añang.

Cuando llegó Tupá, Payé le tendió la piedra, pero el ipora del Bien le contestó:

-Este amuleto no me pertenece, porque no lo he ganado. Añang huyó ante mí; y yo puedo considerarme su vencedor. Pero esa lanza no la rompí yo, sino el Tiempo, mordiéndola constantemente con sus dientes invisibles, pero eternos.

Entonces Payé introdujo dentro de la piedra un poder ígneo tan grande, que era imposible tomarla sin sufrir quemaduras dolorosas, y dijo a Tupá:

-Aquel que por su valor y su resistencia, soportando el poder de este payé logre dominarlo, será su dueño y no temerá jamás la acechanza de Añang.

Cuando se alejó el genio de los amuletos, Tupá contempló tristemente la punta de lanza. Tenía a su alcance el poder de vencer definitivamente a su gran enemigo, pero a él, el más grande de todos los seres, le era imposible recoger un despojo que no había conquistado.

Tendría pues, que esperar a que un guerrero, elevándose a la altura de los iporas, se apoderara del payé o amuleto, y entonces podría negociar con él.

El tiempo siguió volando de luna en luna con sus eternas alas...

¡Cuántos guerreros de distintas tribus aspiraron a la obtención de esa piedra, y cuántos tuvieron que renunciar a ella!

Porque, a cambio del payé, podrían obtener de Tupá, la lanza, y, el poseedor de ésta, acaudillaría a sus tribus como tubichá perpetuo, vencería constantemente a sus enemigos, de los que sería temido. Y el sueño frío y su hermano, el mal, podrían acercarse, porque esa lanza lo preservaría de ellos.

Pero ¡ay de aquel que defendiese una causa mala! Su cuerpo se extinguiría antes de que volviera a brillar el sol; la numerosa abaretá que acudillara sería exterminada, y la gran arma se haría polvo, como sus sueños...

Aquí terminó Iporambaé su largo relato, y se alejó cada vez más, hasta perderse en medio de la noche.

Cuando Tawató despertó, brillaba la aurora. No estaba ya a su lado el payé, pero Tupá le había dejado su lanza.

Empuñóla el guerrero con ademán alegre. ¿Quién podía ahora arrebatarle la victoria? Él arrancaría a Samoú la cabellera sangrante.

A su lado, fiel como su propia sombra, le sonreía Tamó.

Canto XIII

Orgulloso de poseer la gran lanza, que Hum había petrificado, Tawató siguió primeramente el derrotero de Dioiyara, para torcer luego su camino y dirigirse al Paranaguasú, donde estaban sus turbulentas tribus.

Las breñas, en las que mora enroscada la serpiente, ya no inspiraban cuidado al charrúa. La traicionera mboi-chiní, y la venenosa culebra mboi-chuná, de mortal picadura, huían ante la presencia de la poderosa lanza. Por eso, el charrúa atravesó las breñas, saltando de piedra en piedra, ágil como el yaguatinca; después ganó la campiña abierta, porque la fatiga no entraba en su pecho durísimo:

Cuando divisaba un pequeño destacamento de enemigos, el charrúa les gritaba:

-¡Tawató no quiere rehuir a los tupí-guaraníes! Muchas vidas de hombre lleva esta lanza sin beber sangre; por eso, está sedienta y quiere embriagarse. ¡Venid! ¡Tawató guarda también para vosotros el hacha de pórfido! ¡Con ella aplastará vuestras frentes; romperá vuestros colmillos, y hará de vuestras cabezas, masas sangrientas! ¡Venid! ¡Venid!

Y una vez más volvía a graznar el uribú. Y nuevamente se alegraban el caracará y todas las aves de rapiña.

Dioiyara, el Sol había ascendido muy lentamente -como un anciano que trata de ganar la empinada cumbre de un cerro- cuando Tawató, que buscaba sediento un arroyo para hacer un alto en su camino, descubrió a lo lejos un bosquecillo de arbustos enanos. Hacia éste se encaminó el guerrero, y de pronto se detuvo, al observar que, de entre las voraginosas ramas, surgía el penacho de humo de una fogata, girando en espirales, como una fabulosa serpiente gris.

Cuando el hijo de Amapitumbí, continuando su camnino, llegó hasta el bosquecillo, se encontró con un arroyo casi oculto en la maleza y allí bebió hasta apagar su sed.

Mientras tanto, oyó unas voces suaves y dulces; e incorporándose, divisó a lo lejos a tres muchachas que se bañaban en las aletargadas aguas. Tawató se preguntó a qué raza podían pertenecer, pues, como la corriente les llegaba hasta los hombros, no podían distinguirse, ni sus formas, ni el color de la piel. Pero el guerrero comprendía que eran jóvenes aquellas mujeres, por la agilidad con que se movían en el agua, por sus voces frescas y por sus deseos de jugar y perseguirse las unas a las otras nadando.

Por último, una de ellas subió a la orilla, y el guerrero, al contemplar su alta estatura, su esbelto cuerpo y cutis claro, reconoció, lleno de asombro -pues estaba en territorio ocupado por los guaraníes- que se trataba de una mujer charrúa. Pero no pudo saber a qué raza y a qué tribu pertenecían las otras dos, porque éstas se alejaron nadando con sorprendente rapidez y desaparecieron en un codo del arroyo.

-Alguno de los guaraníes ha robado una de nuestras mujeres -pensó Tawató.

Inmediatamente concibió la idea de ir al encuentro del enemigo y rescatar de esa manera a la hermosa cautiva de su raza; y así, encaminándose al lugar de donde salía una humareda, divisó un garupá de pieles de yaguareté, de un tamaño mucho mayor al de cualquiera de los que había visto hasta entonces. Al lado de éste, colocado de cuclillas, junto a dos fogatas, un hombre quitaba cuidadosamente, de uno de los cuatro asadores de madera que colocara alrededor de los fuegos, un trozo de carne de guasubirá.

Tras esto levantó la cabeza al ruido que hizo el recién llegado; y al verlo, se incorporó y lo miró en actitud de expectativa.

Tawató creyó reconocer en él, a un charrúa; sin embargo, algo tenía el desconocido, que hizo que el hijo de Amapitumbí no pudiera tener de ello, absoluta certeza. Era de alta talla, más alto aún que Popenó, el gigante yaro; se hallaba en la plenitud de sus fuerzas y tenía imponente aspecto. Su semblante era grave y dulce; sus rasgados ojos, llenos de serenidad acariciaban como dos lunas.

-Soy Tawató -le dijo el gran guerrero-. He vencido en fatigantes combates, y luché con enemigos que los Espíritus del Mal enviaron contra mí para destruirme. Y ahora vuelvo al Paranaguasú, donde mis tribus, acampadas en las riberas arenosas, tal vez me esperen, después de hacer huir en los bosques del Hum a Añang, y de despertar al payé de su pesado sueño.

Así habló el hijo de Amapitumbí y el desconocido le respondió en dialecto charrúa, con voz tranquila y dulce como un canto:

-Yo soy andariego como la nube, e infatigable como los vientos que corren por los Grandes Llanos -y señaló la región de los querandíes-. Mi piragua se ha remontado por ríos que desconoce el charrúa más audaz, y he visistado lejanas comarcas en las que moran pueblos de extrañas costumbres y de complicados ritos. Por eso, los que me ven vagar, me llaman Atahara.

En seguida, viendo éste que su interlocutor permanecía indeciso frente a él, agregó:

-Entra a mi toldo, que yo te ofrezco la hospitalidad.

Penetró el hijo de Amapitumbí bajo el garupá de pieles de yaguareté, y Atahara, dirigiéndose al río, llamó a sus mujeres, anunciándoles que un huésped había llegado hasta la toldería.

Entonces surgió, de entre los arbustos del bosquecillo, un grupo de jóvenes. Dos o tres se adelantaron rápidamente, las demás avanzaron con andar delicado, haciendo un leve movimiento de vaivén, con la cabeza y el busto. Eran las esposas y las hijas de Atahara.

Tawató colocado en cuclillas en medio del garupá, las contemplaba curiosamente. Cualquiera de esas jóvenes era tan hermosa como Ivaga; pero, como en el alma del guerrero ardía la antorcha de Mboraihú, aquél no podía darse cuenta de ello.

Las mujeres fueron entrando una tras otra dentro del garupá, y, poniéndose también en cuclillas, rodearon al recién llegado, mientras que Atahara, colocado tras de ellas a la entrada del toldo, miraba con insistencia la gran lanza que poseía su huésped.

Tawató observaba en silencio las largas cabelleras, los delicados contornos y los hermosos y suaves pechos de las jóvenes.

Entonces comenzó el ceremonial que, entre los charrúas, antecedía a la hospitalidad.

Una de las mujeres empezó a simular un muy amargo llanto; al cabo de unos instantes la imitó otra, y luego una tercera, hasta que todas se pusieron a sollozar. Lamentábanse por los peligros que pudiera haber pasado el recién llegado; y éste, por cortesía, también empezó a suspirar y a quejarse.

Sin embargo, los lamentos, aunque hondos, eran muy suaves, y las voces de las mujeres en ningún momento llegaron a pasar de un tono mediano.

Al quejarse, las muchachas preguntaban solícitamente al guerrero, si había sufrido las persecuciones de las fieras, o soportaba, oculta, la herida de algún combate, y qué peligros lo acecharon durante su solitario viaje; y Tawató sin contestar aún a las preguntas, seguía lamentándose. Por último, las voces de las mujeres se fueron apagando, y el charrúa también las imitó.

Entonces resonaron, por encima de las casi extinguidas quejas, las palabras de Atahara:

-¿Quién eres tú, que empuñas esa lanza, cuya madera ha sufrido el influjo de los Genios del Agua?

Tawató respondió:

-Soy el hijo de Amapitumbí, el guerrero de alma de risco, que desafió los peligros más grandes, y que fué tubichá de nuestras tribus, en la guerra contra los guaraníes. Los abaretás charrúas le confiaron el mando; pero Añang, ipora del Mal, lo obligó a entrar en las regiones donde se duerme el sueño frío -de las que nadie vuelve- porque temía que conquistase el payé, que los bosques del Hum guardaron hasta ahora, con el mismo amor que el aguará cuida sus crías.

Así comenzó a hablar Tawató ante Atahara y sus mujeres, y luego narró su amor por Ivaga, la hija de Asurúa; la lucha por la obtención del payé, y el pacto con Tupá, por el cual había recibido la lanza.

Después confió a quien lo recibía sus esperanzas de vencer a Samoú, y de aplastar para siempre el poder de los guaraníes.

Atahara seguía las palabras del charrúa y lo miraba con expresión vaga; las mujeres lo escuchaban curiosamente, y muchas de ellas se hallaban poseídas de entusiasmo.

Cuando terminó el largo relato, le dijo Atahara:

-El Genio de los Augurios ha hablado con vaguedad sobre el destino de la lanza. ¿Añang logrará hacerla polvo? ¿Tawató la poseerá para siempre? ¿Por qué no ha querido decirlo Iporambaé?

Las miradas de Atahara parecían perderse en el espacio, más allá de los cielos, y hablaba consigo mismo, como si no tuviera delante de él a Tawató.

Luego agregó:

-El payé fue creado con la punta de la lanza de Añang, que quebró el Tiempo. El recuerdo de la derrota sufrida es lo que hace huir al ipora del Mal; si éste lograra romper la gran lanza de Tupá, habría vengado la suya, y el payé perdería su ascendiente sobre él. Pero también yo he escuchado la voz de Iporambaé y sé que si el poseedor de la lanza de Tupá, al obrar mal, la rompiese, ella podría soldarse, si toda la sangre de una raza de guerreros que no conocieran el miedo, cayese sobre ella, a modo de expiación. Y entonces, nuevamente, el payé sería poderoso contra Añang.

Tawató lleno de asombro y de desconfianza, preguntó al guerrero:

-¿Quién eres, Atahara? ¿Tus oídos saben también escuchar a Iporambaé? Acaso pertenezcas a las tribus guaraníes, aun cuando por tu figuara pareces ser de nuestra raza?

El interrogado lo observaba ahora fijamente, con extraña expresión, y no le respondía.

-¿Debo tratarte como enemigo? -volvió a preguntar Tawató, que apretó instintivamente la lanza.

Pero el desconocido le respondió, siempre benévolo:

-Nadie debe romper la ley de la hospitalidad. Estando amparado por ella, Tawató no puede esgrimir contra mí su lanza, ni yo debo intentar hacerle mal.

El charrúa guardó silencio, cohibido ante la nobleza de aquellas palabras, y el desconocido sonrió, agregando:

-Yo me asemejo a los hombres de todas las razas y soy un ipora bueno, poderoso y grande. Nadie puede sorprender mi pensamiento -cuando lo oculto en las cuevas de mi alma-, ni aun Iporambaé, para cuya vista no existe el tiempo. Por eso, los que mejor me conocen me llaman: ¡Ah! ¿Quién eres?.

Canto XIV

Grande era la agitación en el vasto campamento, desde el que los charrúas y sus aliados se disponían a resistir una vez más al enemigo, en esfuerzo desesperado y tal vez estéril. Grandes era la inquietud y el desasosiego de todos, pues, perdiendo la confianza en los más fuertes y valientes guerreros, no juzgaban a ninguno digno del mando de las tribus.

No habían transcurrido aún cuatro soles desde que el yaro Popenó era taita, y ya entre los charrúas se hablaba de quitarle el mando, para conferírselo a Abaguairú, de las eternas burlas, que tenía el alma astuta como la de un zorro.

Pero Abaguairú, riendo con su risa silenciosa, decía a sus más entusiastas amigos:

-Mientras no sea tubichá, las tribus me respetarán, a pesar de mi carácter, y seré la esperanza de todos; pero si obtengo el mando, el más torpe de los guerreros se creerá digno de censurarme.

Y esto era verdad, pues los hombres débiles y poco valerosos de las tribus, uniéndose entre ellos, y robusteciéndose por el número, exigían a cada instante a Popenó, a Tesayá, y a los grandes guerreros, que redoblaran sus cuidados, a fin de que el enemigo no los hallara desprevenidos. Y a causa de ellos, en tan poco tiempo transcurido, el tubichá había tenido que presentarse dos veces ante el Consejo de las Tribus, para calmar a los aprensivos guerreros y darles ánimo. Por eso, nunca como entonces fué tan elevado el número de centinelas y nunca se hizo mayor selección de ellos.

-Para ser oñangarecova, -explicó Tesayá- es necesario poseer la vista de las águilas, el oído del guasubirá, y la astucia de las serpientes. Además, el elegido deberá tener la serenidad de quien está acostumbrado al peligro.

Dioiyara, ipora del Sol, hostilizado por Añang y los Espíritus de las Sombras, descendía lleno de fatiga de la región azul, cuando Abaguairú, el más avanzado de los centinelas, divisó en la lejanía al hijo de Amapitumbí. Su asombro creció considerablemente cuando vió que este empuñaba la lanza de Tupá, el arma cuya existencia él tanto había negado.

Cuando vió partir a Tawató hacia el frondoso río Hum, sonrió con desprecio y burla; pero ahora ya no podía dudar que era aquélla la lanza cuya conquista Tesayá profetizaba.

Entonces, volviéndose en dirección al campamento, imitó el grito del cureá, en señal de alerta, y en seguida anunció:

-¡Tawató ha conquistado la gran lanza!

Tanto el grito de Abaguairú, como la exclamación con que aquél fué acompañado, fueron imitados por los demás oñangarecovas; y cuando en el campamento se supo la noticia, se produjo enorme revuelo y muchos hombres se dispusieron a salir al encuentro del charrúa.

Cuando Tawató pasó al lado de Abaguairú en dirección al campamento, le gritó, mostrándole la lanza:

-Abaguairú dudaba de su abaré y del valor de los charrúas, pero Tawató, confiando en sus fuerzas, conquistó la lanza poderosísima. ¿Quién de los dos ha sabido servir mejor a nuestra causa?

El centinela permaneció inmutable al escuchar al hijo de Amapitumbí, y sólo se limitó a decir:

-Sea bienvenido Tawató, y sea bienvenida la gran lanza.

Y se mantuvo inmóvil, indiferente, sin abandonar su puesto de oñangarecova.

Cuando el hijo de Amapitumbí penetró en el campamento, todos lo rodearon llenos de infantil asombro, lanzando exclamaciones de entusiasmo:

-¿Dónde está Asurúa, el tubichá? -preguntó el guerrero-. Tawató quiere mostrarle el arma que ha hecho suya, con la que derribará a los enemigos, uno a uno.

-Asurúa reposa para siempre en la cumbre de aquel cerro -respondió Cusubí, señalando con su brazo la tumba del que había sido gran taita de los charrúas-. Luchó con Popenó por el mando, y ahora, provisto de sus mejores armas, se defiende de Añang en la otra vida.

Al escuchar estas palabras, la frente del hijo de Amapitumbí se volvió sombría.

-¿Dónde está Ivaga? -se limitó a preguntar.

-En una toldería apartada, junto con Mbegüé, Caarú y otras parientas cercanas de Asurúa, se mortifica el cuerpo y sufre largos ayunos. Pero, como tal vez mañana tengamos batalla, porque hoy terminó la tregua, va a ser necesario que se retire, junto con las mujeres y los niños, a lo más intrincado de los bosques.

-¿Y el yaro Popenó es el tubichá? -interrogó de nuevo el hijo de Amapitumbí.

Pero Tubayuca exclamó.

-Si Tawató nos ha traído la lanza, debe ser él quien nos guie en el combate.

Los guerreros, aprobando estas palabras, lo aclamaron taita de todas las tribus aliadas. Tesayá, entre tanto, contemplaba, lleno de admiración y de alegría, el arma que el hijo de Amapitumbí empuñaba en la diestra, y exclamaba:

-Muchos dudaron de Tesayá en el momento de la derrota, pero el abaré no mentía. ¿Por qué no se acerca ahora Abaguairú, con sus interminables burlas?

Mientras tanto, Tawató, reuniendo a los tubichás de las distintas tribus, los exhortaba a que convocaran a todos los guerreros, porque él quería dirigirles la alocución con la que los jefes charrúas animaban a sus hombres, antes del combate.

En seguida, volviéndose hacia su amigo Tubayuca, le pidió que fuera a buscar a Mbegüe, viuda de Asurúa, y a Ivaga y Caarú, para indicarles que debían abandonar el toldo apartado en el que guardaban luto, y reunirse con las demás mujeres y niños de las tribus, que ya se preparaban a ocultarse en lo más espeso de los bosques.

No pasó mucho tiempo, sin que se presentaran ante Tawató, la viuda y las dos hijas del antiguo tubichá; y el charrúa, dirigiéndose a su amada, le dijo:

-¡Hija de Asurúa! Ahora pesa sobre mí la responsabilidad del mando. He conquistado el payé, y Tupá, a cambio de él, me ha dado su temible lanza, con la que combatiré por ti, durante la batalla. Bien sé que no debo molestar a quienes están practicando el luto; pero será necesario que todas las mujeres se oculten con los niños en los bosques, para que los guerreros puedan luchar mañana libremente.

En seguida, dirigiéndose a Indayé, que había abandonado su apartado garupá, donde guardaba severo luto, al saber la noticia de que el combate se realizaría tal vez al otro día, le preguntó el tubichá:

-¿Quiere el hijo de Asurúa acompañarnos mañana, o desea continuar su duelo?

Y le contestó Indayé:

-Gran dolor he sufrido viendo a mi padre adormecerse en el sueño frío cuando más necesitaba la vida para cumplir sus venganzas, por eso, no quiero agrandar mi dolor, faltando al combate. A pesar de las heridas con que me he mortificado, mañana lucharé entre los primeros, y si doy muerte a Samoú -confío en que mi padre, desde las tristes regiones donde mora, guie mis armas- mi hermana Ivaga será tuya.

Y sombrío, se alejó en seguida, mezclándose entre los combatientes.

Los guerreros ya habían acudido al llamado de Tawató; y éste, levantando su lanza, les impuso silencio. Aquéllos se colocaron muy cerca uno de los otros, frente al taita, y, como a una distancia de veinte varas atrás, las mujeres se pusieron en fila.

Tawató lanzó por tres veces el grito de combate de su tribu, y luego, frente a la expectativa general, comenzó la arenga.

Expuso primeramente, como era costumbre en tales casos, los agravios inferidos por el enemigo; cómo éste había hollado sus bosques -esos en los que nadie, sin morir, hubiera debido penetrar- después de clavar en ellos, una lanza, como declaración de guerra. Luego, para producir mayor indignación contra el enemigo, pasó a relatar injurias provocadas a determinados guerreros a los que iba nombrando por sus nombres, de esta manera:

-¿No recuerdas tú, Cusubí, a Hesaîg, tu dulce y bella mujer? ¿Sabes que es el bestial Nouk-Coara, quien la tiene en su toldo, y que ella espera que la reconquiste tu armado brazo? Y a ti, Niná, ¿no te mataron a tus dos hijos? ¿Y Popenó no fué herido tres veces? ¿Y no derribaron los guaraníes a Abayagua, el hombre fiera?

Y exclamaciones de dolor y de cólera partían de todos los lugares, como contestación de las palabras de Tawató. Por eso, cuando éste preguntó a los guerreros, si tales agravios no merecían venganza, el vocerío de las tribus, pidiendo el aniquilamiento del enemigo, pareció que llegaba hasta los cielos.

Mientras el tubichá los arengaba, las mujeres habían comenzado a entonar un himno extrañísimo y salvaje, para levantar aún más el valor de guerreros. Estaba formado por un conjunto de gritos en todos los tonos, que enlazaban con cadencia triste y monótona. Algunas de ellas, como sumidas en un sopor pesado, repetían indefinidamente la misma nota; otras las variaban, pero siempre dentro de un ritmo extraño y bárbaro.

Ese himno, en nada se parecía a los de los hombres de otras razas. Ora se volvía melancólico y suave, como una súplica dirigida a los guerreros, para que no permitieran que el enemigo las arrebatase; ora estallaba vasto y triunfal, como el canto de un océano.

Pero aun así, sus voces, eran dominadas por la de Tawató. Este continuó la alocución, relatando la conquista del payé y la obtención de la lanza; y quienes lo escuchaban, pasaron entonces de la furia al asombro, y el entusiasmo desbordó en sus almas como los ríos impetuosos cuando se salen de su cauce.

Tawató relató también hazañas de los más venerados guerreros muertos. Les recordó cómo Ibitymbó había derribado a Aratag en lejanas épocas. Les narró la muerte de Amapitumbí, y también la de Abaraitá, quien, desangrándose en medio del combate y no pudiendo mantenerse en pie, se abrazó al cario Hepeñá hasta ahogarlo entre sus brazos y morir junto a él.

Y tras esto, relató infinidad de victorias, que, aunque no presenciara, las había oído de boca de los viejos: cómo Abambeyú luchó, solo, contra el yacaré gigantesco que le enviara Añang; cómo Aráh robó a Mboraihú la tea del fuego mágico, para encender, en el alma de Haití, la hoguera del amor.

-Pero ¿y antes? -les preguntó un hombre, al más anciano, tanto que ya no combatía.

-El invencible jefe, Madram, hizo prodigios y ahora nos mira desde donde esté.

Y otro, un chaná le replicó:

-Está bien lo que dices, pero no te olvides de Moochum, el grande entre los mbohanes, ni de Maiwalve el jefe chaná invencible. Hallen la muerte, los escondió. Con ellos no necesitaríamos tu lanza mágica.

Pero los jóvenes, que no los recordaban bien, se reían de estas palabras y dijeron:

-Nos basta esta lanza invencible. Si aquellos que nombras quieren ayudarnos; que vuelvan desde donde los han escondido. Y además, cuando lucharon contra los gigantes ¿no usaron también armas mágicas?

-Los que realizaron estas hazañas fueron no sólo charrúas sino de grandes pueblos que están aqui -agregaba-. Nuestra raza ¿habrá decaído tanto, que le sea ya imposible defenderse del enemigo?

Y las tribus, clamando con la voz de las nubes coléricas, prometían luchar con valor.

Entonces Tawató les aconsejó que afiliaran una vez más sus armas, y que se preparasen para atacar al enemigo. Cuando terminó de hablar, los guerreros, a pesar de su carácter taciturno, se dispersaron por el campamento, lanzando el grito de guerra, mientras las mujeres desarmaron las tolderías, y, recogiendo los cambuchíes tallados, y todos los utensilios de trabajo, se dirigieron a los bosques, junto con los niños, y escoltadas por un pequeño destacamento de guerreros.

Los demás apagaron las hogueras; y luego, a la voz de Tawató avanzaron silenciosamente al encuentro del enemmigo, en medio de la obscuridad, que, después de invadir la tierra, iba apagando la luz del cielo.

Delante de ellos marchaban los exploradores, y éstos, con sus ojos agudísimos, trataban de distinguir a las tribus invasoras. Tras ellos avanzaban luego los combatientes, ocupando un amplio campo, y cuando pasada la noche la aurora despuntó en el Levante, Tawató fué avisado por los que iban a la descubierta, que el enemigo estaba a la vista.

Canto XV

Cuando los espías o exploradores previnieron al nuevo tubichá de los aliados, que los guaraníes se encontraban cerca de ellos, Tawató dirigió a las tribus una pequeña arenga, exhortándolas de nuevo a combatir con valor.

Los guerreros, levantando las armas, prometieron morir, antes que abandonar el campo de batalla.

Y, casi en seguida, divisaron a las tribus enemigas, que se desplazaban lentamente por la campiña; Tawató alzó entonces la lanza, dando la señal de ataque, y los charrúas y sus aliados, emprendieron hacia los contrarios, velocísima carrera.

Avanzaron por la campiña con la agilidad del yaguareté y la majestad del águila, desenvolviéndose en un amplio frente de batalla. Las plumas de ñandú se doblaban hacia atrás por la rapidez de la acometida, y parecían matas salvajes. Esgrimían las armas en sus brazos elásticos y golpeábanse la boca con las manos, lanzando alaridos y haciendo espantosas muecas, para causar pavor al enemigo.

Delante de ellos, corría Tawató; y tras éste, iban Tubayuca, Indayé, Cusubí, y los más ágiles y jóvenes de todos los charrúas.

A los yaros los comandaba el gigantesco Popenó; Ñá exhortaba a las de la costa e islas del río Uruguay y del lugar donde aparece el ipora del Sol, tribus ara-chané y el viejo Niná, a los mbohanes. Pero, aun cuando éstos y los demás grupos marchaban separados, todos obedecían a la voz de Tawató.

Entre los contrarios había también orden: a los tupíes los acaudillaba Samoú, el guerrero más poderoso de cuantos habían invadido los cazaderos charrúas. El taciturno y bestial Nouk-Coara, dirigía a los tupí-nambúes, de labios horaderos. El flechador Mboreví, de espíritu sagaz como el del aguará o el yaguané, encabezaba las tribus de jóvenes que habían venido a combatir; los antropófagos carios seguían al enano y repugnante Karapé, cuyos músculos se retorcían bajo la piel morena, y sus fuerzas se asemejaban a las del puma.

De piernas cortas, y poco elásticas y de cuerpos más pesados, los guaraníes se movían con cierta lentitud. En cambio, las tribus del Paranaguasú, corriendo con asombrosa rapidez, cayeron sobre el enemigo, como el mar cuando estalla sobre las rocas. El choque fué formidable. Para resisitir la acometida de los charrúas -que venían organizados en grupos de a diez combatientes- hubieran debido ser más cerradas las filas de los invasores. Samoú reconoció el error, pero ya era tarde. Éstas fueron quebradas; muchos de sus guerreros cayeron derribados por la brusquedad del choque, y una momentánea indecisión pareció dominarlos. No dudaban, sin embargo, del triunfo, aunque se hallaban ante tribus que combatían con un entusiasmo inigualado hasta entonces. En la confusión, muchos guaraníes se molestaron, unos a otros, y hasta algunos, equivocadamente, cayeron heridos por las armas de sus propios compañeros.

El primero en reaccionar fué el taciturno y terrible Nouk-Coara, tubichá de los tupí-nambúes. De un golpe de maza, derribó a Kaiguá, que venía a la cabeza de los guenoas, guerrero que se encontraba en la plenitud de sus fuerzas. El herido se revolvió sobre la hierba amarillenta y trató de levantarse y huir; pero Nouk-Coara, golpeándolo repetidas veces con su maza de pórfido, le deshizo el duro cráneo.

Entre los wenoas se levantó un gran griterío, y, Tabey-Tecuará, que era diestro en el manejo del hacha,trató de vengar a su compañero. Dando un fuerte aullido, cayó sobre el tupí-nambú; pero éste evitó la temible arma del contrario, y, rápidamente, golpeó con fuerza la frente del wenoa, y un nuevo combatiente de esa tribu ensangrentó aún más el triste campo.

Retrocedieron entonces los que moraban hacia el río de los ensueños de colores, y los tupí-nambúes, recobrando su confianza, se afirmaron alrededor de Nouk-Coara.

Samoú, en lo obscuro de su espíritu salvaje, tenía condiciones de jefe. Al ver la derrota de los wenoas, que paralizaba la impetuosa acometida del enemigo, decidió valerse de la ventaja del número y ejecutar un movimiento envolvente; por eso, llevándose a los labios su bocina, que fabricara con el aspa de un ciervo, ordenó a los guaraníes que combatieran más separados. La maniobra amenazaba encerrar a los charrúas en un círculo erizado de lanzas; y éstos, no queriendo ser rebasados, tuvieron que extender aún más filas, que perdieron empuje.

Entonces, Tawató se lanzó en medio de los enemigos, como el yaguareté cae sobre un rebaño de guasubirás. Un pecho se le interpuso y un guerrero cayó en contra de un golpe de la gran lanza. Y ésta, después de haber bebido la primera sangre, abrió un nuevo pecho, y en seguida otro, y los guaraníes, involuntariamente, volvieron a retroceder.

-Ha obtenido el arma de Tupá -exclamaron algunos, y el desánimo enfrió sus almas.

Al ver esto, Sununú, hermano del fuerte Mboreví, levantó su voz y gritó a los guerreros que empezaban a flaquear:

-Antes que vuele la luz que está en los cielos y se vaya a las regiones donde nadie puede verla, se apagará la vida de los ojos de quienes intentarán oponérseme. Esa lanza no tiene más valor que las otras; pero ha encontrado en su camino, hombres cobardes y débiles.

Corrió Sununú hacia donde estaba el hijo de Amapitumbí; y éste, después de esquivar el filo de sus armas, le hundió en el vientre la lanza de Tupá. El herido cayó hacia adelante, gritando y ejecutando convulsos movimientos. Apoyó con gran esfuerzo una rodilla en la tierra y trató de levantarse aún; pero Tawató ya se había alejado, persiguiendo a Puidobaré, guerrero que también pertenecía a las tribus enemigas.

El herido llamó en vano a sus compañeros, porque éstos huyeron ante los charrúas y entonces llegó hasta él Catupirí, quien, levantando el hacha de pórfido, la abatió sobre Sununú. Este se desplomó sobre las rojas hierbas, y, por encima de su cuerpo, pasaron los charrúas, persiguiendo a los fugitivos.

Pero, del otro lado del campo, Samoú, a cuyo lado combatía su sobrino, Ibiracuá, iba inclinando la victoria a favor de los guaraníes. Por eso, el viejo Tesayá llamó con su bocina a Cusubí, y , cuando lo tuvo a su lado le dijo:

-Samoú combate rodeado de los más fuertes guaraníes y abre claros en nuestras tribus. Reúnanse Cusubí con charrúas de probado valor, para destrozar ese grupo de hombres, y darles muerte.

Cusubí comprendió que era acertado el consejo del abaré. Junto con Tubayuca y el minuano Piaguasú y seguido de varios guerreros, avanzó en dirección a donde estaba Samoú; pero, aún no había recorrido la mitad del camino, cuando el recio Ibiracuá tendió su arco en dirección a ellos.

La agudísima flecha rozó la cabeza del viejo Tesayá y fué a clavarse en el hombro de Cusubí. Este cayó sobre las hierbas, lanzando un rugido, como un puma; se revolvió rabiosamente; un furor de fuego ardió en sus venas y de un manotazo se arrancó la mordedora flecha. La sangre salió a borbotones de la herida, pero a pesar de ello, el charrúa se levantó, blandiendo su hacha de pedernal, porque tan grande como su dolor, fué el deseo de venganza.

Ibiracuá, que había empuñado también su hacha, tuvo que retroceder ante él, pero Samoú le salió al encuentro y hundió su lanza en el pecho del charrúa. La fuerza que éste guardaba en sus brazos se adormeció para siempre y cayó a los pies del gran tubichá invasor.

Tubayuca y Piaguasú retrocedieron; y al ver esto, Tesayá les gritó:

-¡No dejemos en manos de nuestros enemigos el cadáver de Cusubí! Luchemos por aporderarnos de él, para ocultar a nuestras tribus, que ha muerto uno de los más valientes guerreros.

Los charrúas se lanzaron entonces sobre Samoú e Ibiracuá, pero éstos, protegidos además por numerosos y fieros invasores, les impidieron reconquistar el cadáver. Sobre él se entabló entonces lo más encarnizado del combate, y los guerreros cayeron allí en número más elevado que en cualquier otro lado del campo.

Pero, entretanto, ¿cuántos ya habían perecido ante la gran lanza?

Primero cayó Yepug, el de las grandes venganzas, y tras él, Angaró, Caracutú, el más sagaz de todos los carios, el hábil Ñangará, Ampalagua, Mbiriki-Guasú y muchos otros. Tawató veía huir a sus enemigos, como las bandadas de ñandúes, cuando corren en las campiñas, espantadas por el trueno. Y también los tapés fueron por él completamente derrotados, después de haber caído Poyabá, su más valiente guerrero.

El desastre comenzó a aparecer entre los guaraníes y muchos fueron los que trataron de detener la marcha victoriosa del taita charrúa. Entonces, hasta donde estaba el hijo de Amapitumbí, se encaminó el bestial Nouk-Coara, seguido de los tupí-nabú, devoradores de hombres.

Nouk-Coara, consideraba imposible su derrota; el recuerdo de una larga serie de victorias sobre adversarios poderosísimos, y el terror y el respeto conque era mirado dentro de sus tribus, le habían dado una seguridad como muy pocos guerreros podían tenerla.

Tawató lo reconoció en seguida, porque era el único tubichá invasor que no llevaba en su cabeza plumas de ñandú o de guacamayo; una sola vincha de cuero le sujetaba el cabello.

Tawató lo abatió con la gran lanza y Nouk-Coara cayó como tantos otros ante el charrúa. No volvería ahora a aterrorizar a las tribus, con sus miradas más duras que las piedras; no abriría jamás el pecho del contrario con su lanza agudísima, ni robaría a las mujeres del enemigo para llevarlas a su toldo y someterlas, por medio del terror.

Los tupí-nambúes fueron deshechos; los charrúas quebraron y desmoralizaron sus filas, y el pánico empezó a apoderarse de todos los guaraníes.

Tawató buscaba ansiosamente a Samoú, temeroso de que otro guerrero lograse derribarlo, arrebatándole de esa manera la hija de Asurúa. Pero cuando se dirigía al grupo de quienes combatían sobre el cadáver de Cusubí, Añang, tomando la figura del tubichá guaraní, le salió al encuentro.

El charrúa, poseído de salvaje alegría, avanzó hacia el ipora, creyendo que iba a combatir contra Samoú; pero Añang fingió rehuirle, hasta que, perseguido siempre por Tawató, abandonó el campo de batalla. Entonces, el ágil y resistente conquistador del payé, comprobó, lleno de asombro, que a pesar de que el guaraní, con su cuerpo pesado y sus piernas encorvadas, parecía inepto para la carrera, no lograba ser alcanzado por él.

-Corre más que un charrúa; sólo Tawató puede darle caza -pensó el guerrero, haciendo un nuevo esfuerzo para acortar la distancia.

De esta manera atravesaron la campiña, sin que ni uno ni otro pudieran sacarse ventaja.

Por eso, deseando hacerlo detener, el hijo de Amapitumbí le dirigió burlas y palabras humillantes:

-El más débil de los guaraníes, podrá enseñar a Samoú, lo que es el valor -le gritaba-. Ñangará, Yepug y Caracutú, eran menos fuertes y, sin embargo, no rehuyeron el combate. ¿No fué el taita de las tribus invasoras quien derribó a Abayagua y a los hijos de Asurúa?

Y riendo, agregaba:

-El valor ha volado del pecho de Samoú, como un pájaro al abandonar su nido.

Añang, silencioso como un avigurú, se alejaba cada vez más del lugar del combate. Así corrieron largo rato, hasta que el ipora del Mal comenzó a escalar un cerro, cubierto de espesos matorrales, y en cuya pedregosa falda crecían los talas. La cumbre estaba cubierta de peñas y allí anidaban las águilas.

Añang trepó con agilidad sorprendente, agrandando la ventaja que llevaba al charrúa, y cuando llegó a lo alto, volvióse hacia su perseguidor, y recobró su verdadera forma.

El hijo de Amapitumbí se detuvo perplejo, y Añang se echó a reir. Era la risa del Mal, que estallaba vasta y amenazadora sobre el guerrero. Este, devorado por la angustia, trató todavía de combatir; pero el ipora desapareció del otro lado del cerro, y aun entonces, siguió la risa resonando en el eco.

Tawató comprendió que una gran desgracia había de sucederle a él, o a sus tribus, cuando Añang quería alejarlo del campo de batalla.

Entonces corrió, lleno de desesperación, al lugar de la lucha, y su espíritu se fué obscureciendo cada vez más, al sentirse perseguido por la risa del ipora, que el eco llevaba de loma en loma.

El cielo se había vuelto ceniciento y triste y las primeras sombras de la noche se asomaban tímidamente en vértices agudos, como asoma su hocico el astuto aguará, antes de salir de su madriguera.

Canto XVI

Cuando Tawató se alejó en la pesecución de Añang, la suerte del combate estaba decidida a favor de los confederados del Paranaguasú y del Uruguay. Sin embargo, el cario Karapé se acercó a su compañero Mboreví, diciéndole:

-Los poderosos iporas nos ayudan, porque han hecho alejar al tubichá de la lanza, a quien matarán, seguramente, más allá de las lomas. Ataquemos con más brios al enemigo, al que tal vez ahora podamos vencer.

Contestóle el flechador Mboverí, que era muy sagaz, y tenía gran experiencia en los combates:

-La causa de los guaraníes ya está perdida. La idea de la derrota se introduce en nuestras almas, como las antenas del pez mandú en la carne de los desprevenidos pescadores.

Pero aún así, Mboverí unió sus hombres con los carios de Karapé, y, juntos, avanzaron en dirección a los charrúas.

Dos grupos de a diez, fueron aniquilados por los guerreros de Mboverí y de Karapé; y al ver esto, Amaberá salió al encuentro de éstos, rodeado de varios compañeros.

Mboverí, que lo vio venir, sacó de su carcaj de pieles una flecha de bien pulida punta de piedra y la colocó en su arco. Este se encorvó por la presión de los fuertes brazos del guerrero, y la flecha, despedida, fue a clavarse en el hombro de Amaberá, quien retrocedió lleno de dolor y de asombro, pues la distancia recorrida por la saeta de Mboreví había sobrepasado todos los cálculos.

Al ver el estupor de Amaberá, le gritó el heridor, aun sin la esperanza de ser escuchado, a causa del griterío de la batalla:

-¡Cómo no ha de ser voladora mi flecha, si un águila le dio las plumas de sus alas!

Contra Mboverí avanzaron entonces Tubayuca e Indayé, ávidos de vagar la herida que había postrado a Amaberá, viejo guerrero. Mboverí volvió a tender su arco, pero Piaguasú, tubichá de los minuanos, que estaba cerca de él, abatió su hacha sobre él. Venía dispuesto a abrirle la cabeza con el arma; pero el arquero, con rápido movimiento evitó el golpe, aunque no pudo impedir que la filosa arma le quebrara su flecha. Retrocedió desarmado, Mboreví, y el remolino de los diferentes guerreros alejó inmediatamente a los dos contenedores. En vano el minuano lo buscó con su vista, más penetrante que la del negro iribú; el flechador, tras sus guerreros probaba la elasticidad de su temible arco y sacaba de su aljaba de pieles, nuevas flechas.

El ánimo valiente y exaltado de Piaguasú, lo llevó a medirse con Karapé, el enano devastador de tribus. Las hachas de ambos chispearon al entrechocar con ruido seco, guiadas por las expertas manos de los dos combatientes, y, durante el corto espacio de tiempo, la victoria pareció indecisa, hasta que Karapé -rápido como el mono negro de las lejanas selvas del norte- golpeó, con gran ímpetu, la frente del minuano. Éste, antes de caer, dió dos o tres pasos, como un sonámbulo; pero un hombre que pasaba huyendo del charrúa Tubayuca, tropezó con él y lo derribó al suelo. Piaguasú quedó, rígido sobre las hierbas, el triste sueño empañó la luz de sus pupilas, y dos minuanos retiraron apresuradamente, el cuerpo inanimado del tubichá, antes de que cundiera la noticia de su muerte.

Con estas victorias sobre grandes guerreros, el ánimo volvió al alma de los tupí-guaraníes, primero débilmente, como una esperanza tenue; luego más fuerte, semejante a las fogatas que comienzan por devorar ramas pequeñas, arrojando una luz tímida, hasta empenacharse en llamas.

Abaguairú, viendo esto, comprendió que era necesario asestar a los tupí-guaraní un golpe definitivo. Entonces se propuso a buscar a Samoú entre los contrarios; quebrar las filas que rodeaban al gran tubichá invasor y darle muerte.

Para ello, decidió unirse a los mejores combatientes, y, tendiendo su vista a su alrededor, divisó a Popenó, que combatía con increíble ímpetu.

¿Quién mejor que el gigante yaro, para ayudarlo a atravesar las cerradas filas contrarias? Lo llamó con su cuerno de madera, y cuando lo tuvo a su lado, le dijo:

-Los guaraní nos atacan con renovado entusiasmo, desde que Tawató se alejó del campo de batalla, persiguiendo a un guerrero enemigo. Si nos reuniéramos los hombres más valientes y fuertes podríamos quebrar las filas de los tupí-guaraní, llegar a Samoú, que es el alma de la resistencia, y darle muerte. Entonces la batalla habría terminado.

Popenó aprobó las palabras del charrúa. A los dos guerreros se juntaron entonces, Tubayuca, el mbohán Niná, Indayé, hijo de Asurúa, y muchos otros combatientes. Formáronse en seguida a modo de cuña, y en el vértice de éste, se colocaron Abaguairú y Popenó.

Avanzaron hacia el compacto grupo de guaraníes; el combate se tornó allí violentísimo, y la cuña formada por Abaguairú fue rechazada dos veces. Como era imposible utilizar las lanzas y las flechas, los hombres combatían cuerpo a cuerpo, con rompecabezas y con hachas.

Toda la melancolía y la dulzura que los guerreros poseían en su holgazana y libre vida, había desaparecido ahora. Ya no hablaban con voz débil y suave; ya no tenían serenas las miradas, ni desdeñosos y soberbios los ademanes. Animados por el vértigo de la rabia, como si dentro de sus almas morara Añang, con los ojos terriblemente duros, e inyectados de sangre, eran semejantes a las fieras que defienden sus crías, acorralados en sus guaridas de las selvas. Las hachas abrían sobre la piel, tajos enormes; las mazas de piedra aplastaban los duros cráneos.

Y entre los charrúas, exaltado, con los músculos temblando en espasmos de rabia, Indayé, el único de los hijos de Asurúa que aún podía vengar a su desaparecida estirpe, exclamaba, ebrio de alucinaciones:

-¡Dejad combatir a Indayé, que el brazo vengador de Asurúa es quien guía mi lanza, desde la región de los sueños tristísimos! ¡Dejad combatir a Indayé ¡Nadie ose atacar a Samoú, mientras el calor del sol encienda mi sangre!

Inayé cayó sobre el tubichá de los invasores, gritando:

-¡Asurúa! ¡Asurúa! ¡Ahú! ¡Ahú!

Triste fue su fin, como el de todos los de su estirpe. También él fué derribado por Samoú; y, postrado en el suelo, moribundo, comprendió que la venganza en la que hasta entonces pensara, había sido solamente un acariciador sueño. Las exclamaciones débiles del guerrero fueron apagadas por el vocerío de la batalla.

Los tupí-guaraní huían, sin embargo, en todas direcciones -como las nubes que dispersa el viento de las pampas- y sólo se mantenía firme el grupo que rodeaba a Samoú. Y los charrúas, formando un círculo a su alrededor, se dispusieron a exterminarlo hasta el último guerrero.

Tubayuca, llevado por su salvaje arrojo, semejante al del yayasú herido, que arremete rechinando los amarillentos colmillos, penetró en el grupo que aún resistía. Ante su empuje cayeron Ibiracuá y Yuracaba; pero cuando se enfrentó a Samoú, el tubichá guaraní le deshizo el hombro izquierdo con el rompecabezas. Tubayuca retrocedió, debilitado por el dolor, y habría muerto a manos de su contendor poderosísimo, si no hubiera invocado a Dioiyara, el sol, su ipora protector. Por eso, en el momento en que Samoú abatió sobre Tubayuca su rompecabezas, éste encontró en su camino la lanza brillante de Dioiyara, que detuvo el golpe, y el herido logró así retroceder hasta donde estaban sus compañeros.

Cuando del grupo de guaraníes no quedó más que Samoú, acribillado de heridas, los charrúas dejaron de atacarlo, porque eran sensibles al valor; pero el tubichá, levantando los ensangrentados brazos, retó a sus enemigos:

-¡Charrúas! ¡Rodeáis a Samoú, como los débiles aguaráes, que rondan alrededor del puma, sin atreverse a disputarle la presa que él ha cazado! ¡El tubichá de los guaraníes os desafía a que luchéis uno a uno! ¡Venid!

Y el guerrero levantaba su pesado rompecabezas de piedra, única arma que no le habían logrado quebrar.

Ocho hombres se disputaron entonces el derecho de combatir con Samoú, y más de uno recordó, que la recompensa del triunfo sobre el tubichá, era la hija de Asurúa.

Tesayá, deseando que fuera el guerrero que había traído la lanza -con el que soñara durante incontable cantidad de lunas- quien conquistara a Ivaga, dijo a los que habían aceptado el reto:

- Esperad a que vuelva Tawató. A él más que a ninguno, corresponde combatir el primero.

Pero los guerreros, deseosos de más sangre, no quisieron escucharlo.

Abaguairú, Popenó, Ñá, el mbohán Niná y Tubayuca, a pesar de estar heridos, eran los más interesados en luchar.

-Que sea Samoú quien elija a su contrario -propuso Niná.

El tupí-guaraní paseó su mirada sobre los ocho rivales, y la detuvo, más que en cualquiera de los otros, en Popenó y Abaguairú, a quienes consideraba los más fuertes. El charrúa lo provocaba con una sonrisa de burla, como era su costumbre; Popenó, en cambio, lo miraba deseoso de ser elegido y en sus ojos casi brillaba una súplica.

Samoú se decidió por el gigante yaro, y éste, dando un grito de alegría, arrojó al suelo la lanza y el hacha, y, sacando del cinturón de plumas su rompecabezas, avanzó hacia el tupí-guaraní.

El arma de Samoú medía un tamaño igual al antebrazo de un guerrero, desde el hombro hasta el codo, y había sido tallada con mucha habilidad; poseía cinco agudas puntas que estaban empapadas en sangre. La del yaro era más gruesa, pero sólo tenía cuatro puntas.

Los dos contendores comenzaron a lanzar gritos salvajes para tratar, cada uno de ellos, de espantar al contrario. Popenó, manejando su rompecabezas con las dos manos, lo abatió contra Samoú. Este detuvo el arma con la suya, pero el golpe dado por el gigante yaro fué tan fuerte, que doblegó los brazos del tubichá enemigo, y una de las puntas del rompecabezas de Popenó le abrió un sangriento surco en la piel, desde el hombro hasta más abajo del codo.

Quiso entonces el guaraní neutralizar la desventaja de esta herida y arremetió con todo su empuje; pero su fuerza, que los charrúas habían considerado tan grande, después de la fatiga del combate, resultaba ahora impotente, frente a Popenó, que era como una montaña de músculos de vitalidad inextinguible.

Mientras tanto, algunos charrúas que estaban en lo más apartado del campo de batalla, despojando de sus armas y de sus cabelleras a los vencidos, comenzaron a exclamar, mirando hacia la lejanía:

-¡El hijo de Amapitumbí vuelve hacia nosotros! ¡Corre màs rápido que los ñandúes; corre ágil como los vientos!...

Estas palabras volaron de boca en boca y Popenó, al escucharlas, se dispuso a terminar con su enemigo. Reuniendo todas sus fuerzas, abatió su rompecabezas sobre Samoú; el arma volvió a vencer las manos del tubichá invasor, y le hundió la frente, la nariz y los ojos que habían sido brillantes, como dos cuarzos.

El guaraní cayó fulminado y su cuerpo golpeó sordamente la tierra, ante el estupor de los espectadores, que no recordaban haber visto un golpe semejante.

Popenó paseó por ellos sus ojos encendidos como dos brasas, y luego, apoyando con fuerza su desnudo pie sobre la faz ensangrentada del vencido, se irguió, temblando aún de cólera, levantados sobre la cabeza ambos brazos, y lanzó esta exclamación, en la que puso todo lo que guardaba en su salvaje espíritu:

-¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!

Canto XVII

Cuando Tawató llegó al lugar en que se había desarrollado la lucha, los vencedores prorrumpieron en clamorosa gritería, y aún muchos heridos se incorporaron con dificultad, deseosos de verlo pasar.

Algunos guerreros, saltando, daban vueltas circulares en caravana, y ejecutaban bailes guerreros, para festejar la victoria; otros socorrían a los heridos; muchos descansaban de la terrible lucha, pero todos, con los ojos ardientes de entusiasmo, aclamaban al taita charrúa.

Este pareció no oír nada. Había atravesado los compactos grupos, anheloso, como la hembra del puma que ha perdido un cachorro en la selva.

-¿Dónde está Samoú? -iba preguntando a los guerreros.

En vano Tubayuca quiso detenerlo, cogiéndose a su desgarrado quillapí, y señalándole los cadáveres de Yepug y de Nouk-Coara, al mismo tiempo que decía:

-Despoja de sus enrojecidas cabelleras a estos guerreros que venciste, antes que otro compañero se apropie de ellas, o que sus cuerpos sirvan de festín al caracará, o el urubú, de tristes alas.

Pero Tawató pasó a su lado sin querer escucharlo, y, con un brusco movimiento, arrancó de las manos de Tubayuca, su flotante quillapí.

Por último, se detuvo ante el cadáver del tubichá de los guaraníes, al que Popenó acababa de arrancar la cabellera.

El yaro, después de clavar ésta en la punta de su lanza, se había alejado rodeado de guerreros amigos; por eso, cuando el hijo de Amapitumbí lo buscó, con su mirada que el pesar había vuelto turbia, no lo halló ante él. Los combatientes que lo rodeaban retrocedieron y callaron, porque Tawató se asemejaba al yayasú, acorralado por numerosos cazadores.

Su espíritu se nublaba cada vez más, y, dentro de él, crecía ese furor sordo, salvaje, devastador, como el pampero formidable, que sólo poseía su raza. La amenaza se agazapaba en la negrura de sus ojos.

El tubichá no podía pedir a Popenó que renunciase a Ivaga, porque era un charrúa y su raza no sabía rogar. Tenía que respetar lo que poseían sus aliados y sus compañeros de tribus, y sólo le era dado arrebatar lo que fuese del enemigo, después de ganarlo luchando.

Por eso, revolvía dentro de su ser, dolorosos pensamientos... Allá lejos, oculta entre los bosques de urunday, de yabí y de algarrobo, estaría Ivaga. Palpitante, temblorosa como el agua de las lagunas, esperaría a que algún guerrero fuese hasta allí, anunciando el triunfo. Ivaga, que no podía suponer el engaño de Añang, no dudaría que Tawató arrancase a Samoú la cabellera, para ponerla sobre la tumba de Asurúa.

Mientras tanto, los abarés, con sus miradas inteligentes y escrutadoras, señalaban a los vencedores, aquellos guerreros que podrían sobrevivir.

Muchísimos no pasarían la noche. Ellos lo sabían muy bien, y, por eso, no pronunciaban una sola palabra; no emitían la más leve queja, para no distraer a los encargados de curar a los que tenían heridas leves. Colocándose de espaldas a la tierra, miraban la blancura de los astros, con sus ojos visionarios de fiebre.

De pronto se oyó un ruido sostenido y lejano, hasta que los guerreros divisaron, entre la penumbra, los grandes grupos de niños y de mujeres, que, sabedores de que la victoria había sido de ellos, venían a reunirse con ellos.

Desparramáronse por el campo de batalla, y muchas lloraron entonces la pérdida de un padre, de un marido o de un hermano.

La hija de Asurúa se llegó hasta Tawató, y, al verlo junto al cadáver del tubichá enemigo, y al contemplar que a éste le faltaba la cabellera, asomó a sus labios una alegre sonrisa.

-¿El enemigo ha sido derrotado completamente? -preguntó-. ¿No tendremos que temer entonces, que nos arrebate de nuestros toldos, y extermine una a una nuestras tribus?

Y luego, contemplando el arma poderosa, exclamó.

-¡Cuánta sangre habrá bebido su lengua de piedra!

En seguida, al ver a aquél a quien amaba, impasible, preguntó, con voz insegura:

-¿No es esta lanza la que ha derribado a Samoú?

El charrúa posó sobre la joven su mirada de niebla.

-¡Añang me ha engañado! -exclamó con voz sorda-. Tomó la figura del tubichá tupí y vino a combatirme. Yo le salí al encuentro, animado por el deseo de vencerlo, pero el ipora del mal fingió huir ante mí, y me hizo alejar del campamento. Cuando, desengañado, volví a él, otro había muerto a Samoú.

Ivaga abatió su magnífica cabellera negra y la noche entró en su alma. Se quitó luego el collar fabricado con los poderosos colmillos de las fieras que había derribado Tawató, y lo arrojó, con tristeza, a los pies del guerrero. En derredor de ellos, sus compañeros habían formado amplio círculo.

Ivaga, volviéndose hacia éstos, les preguntó:

-¿Quién arrancó, pues, la cabellera del tubichá tupí?

El gigantesco Popenó se abrió paso entre los guerreros, llevando el mortal despojo clavado en la punta de la lanza.

-Fué el yaro Popenó quien quitó la vida al más fuerte enemigo -exclamó-. Llevará este trofeo a la tumba de Asurúa, y entonces Ivaga vendrá a su toldo y será la primera entre sus mujeres.

La hija de Asurúa lo observó profundamente, y en su mirada brilló todo el odio de su raza.

-¿Se atreverá Popenó a llegar a la sepultura del guerrero a quien despojó de la vida, para poner sobre ella, ese trofeo?

-¡Popenó no teme a los avigurúes ni a los iporas más poderosos! -dijo éste-. Se ríe de Añang y de Uruaguará, el pájaro-zorro, y de todos los Espíritus Malos. ¿Cómo ha de retroceder ante la tumba de un hombre que fué más débil que él?

Y el yaro se abrió paso entre la multitud, y, seguido de muchos de sus compañeros, se alejó hacia el lugar donde yacía enterrado Asurúa.

La noche había borrado el contorno de los cerros, pero éstos no se hallaban lejos; no tardaría mucho en volver Popenó para llevar a Ivaga a su toldo.

Los guerreros vencedores habían instalado el campamento, no lejos del campo de batalla; ya estaban encendidas las fogatas y armados los guarupás. Algunos salieron en busca de caza, pero ésta resultaría difícil, ya que el ruido de la lucha la había espantado.

La hija de Asurúa se acercó a Tawató, que estaba silencioso y solo, y abrazáronse a él, le dijo:

-¿Dónde está el valor que siempre ardía en tu pecho? ¿Dónde está la fuerza que hinchaba tus músculos, más duros que la piedra? ¿Ha perdido la lanza su poder? ¡Lucha con Popenó, que te será fácil vencerlo!

Tawató respondió:

-Esta arma fué de Tupá, ipora del Bien, y sólo en defensa de una causa justa puede ser esgrimida. En caso contrario, ella perdería ese poder, y se haría polvo, como mis sueños. La lanza es impotente contra Popenó, como el guasubirá ante el puma.

-¿Y no es nuestro amor una causa justa? -preguntó Ivaga-. ¿Por qué va a oponerse entre nosotros esa odiosa figura, que ni siquiera es de nuestras tribus?

-Popenó ha vencido y le corresponde el premio que tanto he deseado, pero no creas que es el brazo de ese guerrero lo que temo.

-¡Toma el hacha de pórfido que cuelga de tu cinturón de plumas! -suplicó Ivaga-. El hacha es libre como nuestra raza; ninguna fuerza la ha sometido. Toma el hacha de pórfido que cuelga de tu cinturón de plumas, y derriba a Popenó, que dice no temer a nadie. ¿No merece Ivaga ese esfuerzo?

-Si yo diese muerte a Popenó, aún con otra arma, no osaría volver a tocar la lanza, porque ésta, no pudiendo ser manejada por un brazo que ha obrado mal, se quebraría con imponente ruido. Entonces Añang habría vengado la derrota que Tupá le infringió cuando el Tiempo limó sus armas y el payé perdería su hechizo. Yo no puedo combatir contra Popenó, mientras no devuelva a Tupá, la gran arma.

-¿Tawató renunciaría por mí a ella? -preguntó conmovida la joven charrúa.

-¡Huye conmigo, Ivaga! -propuso el guerrero. Llegaremos hasta la gruta que tiene Tupá, no lejos del lugar en que el Yí entrega al poderoso Hum, el tributo de sus aguas. Allí dejaré la lanza, y entonces, cuando llegue Popenó a buscarme, me encontrará libre y dispuesto a la lucha.

Pero aún no había terminado de hablar el charrúa, cuando los dos jóvenes distinguieron al gigantesco Popenó, que, rodeado de sus guerreros yaros, volvía al campamento.

Tawató dijo en voz baja a la hija de Asurúa:

-Embriágalo, Ivaga, durante el festín, con los jugos fermentados de las palmas, y luego, prepárate para huir conmigo.

La joven, asintiendo, se alejó de él, y se acercó a donde estaba el tubichá de los yaros.

Tawató quedó solo y apartado del campamento. ¡Cómo le pesaba el alma al guerrero! ¡Cómo vibraban ahora sus nervios que no se conmovían ante Añang!

Bajo un árbol negrísimo, espiaba los movimientos del gran campamenato, poblado de fuegos.

El garupá de Popenó no podía ser distinguido por el charrúa, porque aun cuando aquél estaba muy apartado de los demás toldos de los yaros, se elevaban, sin embargo, otros garupás detrás de él, que lo ocultaban de los ojos de Tawató.

Al lado del guerrero había un cadáver. El hijo de Amapitumbí se acercó a contemplarlo y reconoció a Nouk-Coara, el más formidable de cuantos había enfrentado durante la batalla y cuyas fuerzas se asemejaban a las de Samoú.

La muerte había endurecido sus miembros y su mirada. La helada rigidez dominaba ahora sus músculos y sus vértebras; su diestra estaba crispada sobre el hacha que no había querido soltar.

¿Qué quedaba ahora de su inmensa arrogancia? Un montón de vértebras y de carne que habían animado a un cuerpo joven, lleno de ansia de vivir.

Tawató desdeñó arrancar la cabellera del vencido. Sus miradas se dirigían al lugar donde Ivaga trataría de engañar a Popenó.

Añang también rondaba el campamento y su silencio era semejante al de un avigurú.

Popenó habíase colocado en cuclillas cerca de una fogata en la que se asaba la carne jugosa del guasuí y estaba rodeado de muchos guerreros yaros.

Junto a él, Ivaga íbale escanciando, en cambuchíes labrados, o pintados con colores vistosísimos las mieles fermentadas y los jugos alcohólicos, y el gigante bebía a largos sorbos, mientras relataba las peripecias del combate.

Entonces se llegó, hasta los embriagados indígenas, Tesayá, el astuto abaré. Había escuchado la conversación sostenida entre Tawató y la hija de Asurúa, y, deseando favorecer a los dos amantes, habíase encaminado a su garupá, para preparar allí el más activo de los narcóticos, con hierbas de las que sólo él conocía las ocultas propiedades. Acercándose luego a Ivaga, le hizo una seña y le mostró el cambuchí donde llevaba el brevaje.

Ésta vió cómo el abaré entrecerraba los ojos y echaba un poco hacia atrás la cabeza y comprendió lo que el anciano quería decirle.

Entonces Tesayá se acercó al grupo de guerreros y dijo a Ivaga.

-¡Hija de Asurúa! Tesayá quiere beber jugos de arazá, y como no los tiene en su toldo, te da, a cambio de ellos, este licor de ñangapiré.

Los yaros ni siquiera se apercibieron de la presencia del abaré, ¡tan embebecidos estaban en el catado de ello, nada habrían dicho, porque les hubiera parecido todo muy natural.

Muchos licores apuró todavía Popenó con sus compañeros. Por último, levantóse el gigante yaro, y, volviéndose a Ivaga, la tomo por un brazo bruscamente, sin dirigirle una sola palabra.

La hija de Asurúa, presa de mortal angustia, le dijo entonces:

-Beba Popenó estos jugos de ñangapiré, que para él han sido expresamente hechos. Son tan suaves y tan dulces, que ningún otro guerrero debe probarlos, sino Popenó.

Y le ofreció el brevaje del abaré.

El gigante yaro respondió.

-Beberé primero la alegría que hay oculta en el licor del ñangapiré; luego, beberé del amor en el cambuchí de tu cuerpo.

En seguida apuró el brebaje de Tesayá y se alejó de sus compañeros, arrastrando a la hija de Asurúa.

Cuando llegó a su toldo, entró bajo él, y quiso introducir también a Ivaga, pero ésta comenzó a forcejear para soltarse.

Popenó perdió entonces sus últimas fuerzas; cayó de rodillas dentro de su garupá y quiso llamar, pero su voz no le fué obediente.

Ivaga logró soltarse y ya se inclinaba para tomar un tipoy y echárselo sobre los hombros antes de huir a donde estaba Tawató, porque la noche era muy fría, cuando Añang, que los espiaba, cayó sobre ella.

La virgen charrúa lanzó un grito de horror y de angustia al ver al ipora y éste abatió sobre ella, su hacha mortal.

Tawató oyó el llamado terrible, y corrió hacia el toldo de Popenó, dispuesto a defender a su amada. Llegó antes que ninguno, aún antes que los yaros, y quedó petrificado ante el cadáver de Ivaga.

Frente a él estaba sólo, Popenó, que lo miraba con sus ojos embrutecidos y turbios, porque Añang se había ocultado tras del garupá. Los yaros se detuvieron aterrados, lejos de ambos guerreros, y los demás hicieron lo mismo.

El dolor y la cólera inundaron el alma del charrúa, quien, creyendo que era el gigantesco tubichá el matador de Ivaga, levantó la gran lanza, gritándole.

-¡Defiéndase Popenó, que Tawató quiere vengar a la hija de Asurúa!

El sopor que entorpecía el espíritu del yaro fué ahuyentando por Añang; y el guerrero, inclinándose, recogió el hacha que la sangre de la joven había vuelto roja.

El golpe de la lanza de Tawató fué detenido por el hacha de Popenó; ésta quedó rota y aquélla continuó intacta, porque sólo golpeó el arma que Añang había utilizado para el mal.

El charrúa, con la enorme hidalguía de su raza, esperó a que Popenó tomase una lanza, y volvió a abatir la suya sobre él. Pero esta vez chocó con una arma que el mal no había empeñado; y entonces, la lanza de Tupá se quebró con formidable ruido. Todo el poder escapó de ella, y Tawató retrocedió, lleno de estupor y de angustia. Ahora el payé había perdido su poder, sobre el mal triunfante.

El vértigo de la locura brilló en los ojos del hijo de Amapitumbí, quien, lanzando incoherentes exclamaciones, huyó del campamento, ante las conmovidas tribus.

Alucinando, creía ver la poderosa lanza clavada en cada árbol del bosque; y, cuando iba a tomarla, ésta se le escapaba de sus manos. Así, delirando, golpeándose con las ramas, e insensible a las espinas de las chircas que entraban en su piel durísima, corría locamente, en medio de la lúgubre selva, y exclamaba con desfalleciente voz:

-¡La lanza! ¡La lanza!

Añang reía con la risa del mal y repetía burlonamente:

-¡La lanza! ¡La lanza!

Canto XVIII

Añang se lanzó tras de Tawató, y el horror de su risa pobló la espesísima noche.

El charrúa se había detenido en lo profundo de un bosque para tomar aliento, y allí fue alcanzado por el ipora. Añang temía que a pesar de que el guerrero no empuñaba ya la gran lanza, fuera difícil vencerlo, porque en el pecho de éste ardía la llama que le encendiera la antorcha de Mboraihú, y que le daba fuerzas sobrehumanas.

Pero la muerte de Ivaga y la pérdida de la gran arma, habían anonadado el alma de fuego del charrúa y el estupor entraba en ella, como la marea cuando invade las arenosas costas. Cayó, pues, bajo un inmenso ñandubay -de ramas semejantes a las patas monstruosas de las arañas- y los genios de la fiebre empezaron a bailar, alrededor de él, su roja danza de vértigo.

Frente al guerrero, surgió entonces la taimada y furtiva silueta de un yaguareté, al que la noche había teñido de negro. Esquelético, posó sus acolchonadas patas entre los matorrales, y vagó silencioso, como una sombra. Las chispas verdes de sus ojos se movieron en la obscuridad, semejantes a los fuegos fatuos; pero Tawató no pudo decir si se trataba de una fiera verdadera, o era un yaguareté de sus visiones.

Y así estuvo largo rato el guerrero bajo el gran árbol, siguiendo con su mirada extraña y fija -como la del uribú o del cureá- los movimientos de la inmensa bestia, mientras que en sus oídos seguían resonando la risa de Añang y el lamento de Ivaga.

Entonces el ipora del Mal surgió entre los confusos matorrales, muy cerca del charrúa. Su figura parecía haberse agigantado todavía más, como si el triunfo hubiera obrado sobre él, un prodigio. Más brillante que nunca era el nimbo azul que le rodeaba el cuerpo; su terrible risa, alada como el cuervo, voló, al contemplar al guerrero abatido, hasta anidar en las lejanas lomas.

El charrúa, cuando vió al ipora, sintió que todas sus fiebres desaparecían; se sacudió el cuerpo y la larga cabellera, como el puma después de atravesar un río, y ahuyentó las visiones que lo acosaban.

Por un poderoso esfuerzo de voluntad, su cuerpo exhausto adquirió aparente fuerza; sus músculos se hincharon, y Añang se detuvo en su avance, ante el guerrero que empuñaba el hacha.

Pero en seguida, dándose cuenta el ipora que la fortaleza del guerrero no era real, cayó sobre él, blandiendo sus armas.

La lucha duró muy poco. Añang, girando alrededor de Tawató logró por fin hundir su cuchillo de piedra en el vientre del guerrero.

La herida era mortal, pero no lo hizo caer. Apoyóse sobre el ñandubay y aún esperó el ataque de Añang y levantó con dificultad su formidable hacha -su hacha que no conocía las derrotas- pero el ipora desapareció entre los matorrales, ante el estupor del charrúa.

Tawató, entonces, arrastrándose a ratos como el yacaré, al rato como el herido puma, que busca un lugar agreste para morir tranquilo, llegó hasta el límite del bosque. Tras éste comenzaban los arenales, y, al final de ellos, el charrúa divisó al inmenso mar, cuyas olas brillaban ahora, fosforecentes.

-El mar, el compañero de mis juegos infantiles, ha embrujado sus olas para recibirme -pensó el guerrero.

Entonces cayó exhausto sobre las grandes rocas, y, levantando la mirada a Guidri le rogó que le curase la enorme herida.

El ipora lo escuchó desde la región astral, y en seguida sintió el charrúa que la sangre que manaba de su cuerpo comenzba a detenerse, y que el dolor se le apagaba lentamente.

Pero eso fué sólo un instante, pues Añang, que espiaba al charrúa desde lejos -más fuerte ahora que nunca- amontonó nubes delante de Guidri y la benéfica luz del ipora no pudo llegar hasta el guerrero.

Volvió la sangre a correr de la profunda herida; volvió el dolor a morder la carne de Tawató, con sus dientes superiores a los del yacaré; volvió la fiebre a bailar sobre sus sienes.

Entonces, de entre los confusos matorrales, apareció un grupo de charrúas. Vagaban éstos buscando a su tubichá, y ya desesperaban encontrarlo, cuando Tamó, la Esperanza, los condujo hasta allí.

Cuando llegaron hasta él, el asombro se pintó en sus rostros, y lanzaron exclamaciones de cólera; pero el tubichá los hizo callar.

-Quiero morir sobre las altas rocas, para ver por última vez al mar, mi viejo camarada -se limitó a decir.

Dos guerreros lo transportaron entonces sobre una peña más alta, y a los lados de ésta, en los huecos que ella dejaba, encendieron dos grandes fogatas, con ramas que los demás charrúas trajeron del bosque.

La sangre seguía escapando por el agujero de la mortal cuchillada; el sueño frío jugueteaba ya en sus pies entumecidos y sobre las puntas de los dedos, que iban adquiriendo rigidez...

El guerrero miró al cielo. En un amplio claro que dejaban las nubes, asomaba -como un brillante pez que sube a la superficie de las aguas- una estrella magnífica.

-Ivaga ya ha encendido el fuego de nuestra nueva morada y me espera -explicó Tawató a sus hombres.

Y, retorciéndose de dolor, como la serpiente moribunda, trataba de distinguir la vaga forma de la que había encendido la fogata lejana.

-La hija de Asurúa ha prendido esa hoguera con el fuego de sus ojos -volvió a decir el guerrero a los callados compañeros charrúas.

Entonces, Tamó, la Esperanza, surgió ante él y lo miró con su mirada dulce, y Tawató recordó en seguida las palabras de Tupá, cuando éste se le interpuso en su camino, bajo la figura de Atahara:

-Rota la lanza, el payé ha de perder su poder sobre Añang, porque el ipora del Mal habrá vengado entonces a su vieja lanza, que limó el Tiempo. Pero el arma de Tupá podrá soldarse si cae sobre ella, a modo de expiación, toda la sangre de una raza de guerreros que jamás hayan conocido el miedo. Vuelto el poder a la lanza, el payé recobrará el que poseía sobre Añang, a quien Tupá ha de vencer definitivamente.

Apenas hubo comprendido Tawató lo que en sus miradas le decía Tamó, cuando adivinó que era la raza charrúa, la que estaba condenada a desaparecer. Porque ¿había alguna otra que no conociese el miedo?

El tubichá fijó su vista en el más joven de los charrúas, y le dijo:

-Te he visto luchar serenamente en la batalla, en el lugar más peligroso. ¿Quién eres?

Y el joven respondió:

-Me llaman Zapicán. Este ha sido mi primer combate, y en los que luego vengan, aún sin la lanza de Tupá, guerrearé en la primera fila. Pero, ¿quién nos dirigirá ahora, cuando vuelvan los tupí-guaraní?

-El enemigo está vencido y no osará volver a invadir nuestras tierras. Pero, en cambio, la raza charrúa ha sido condenada a desaparecer...

Los guerreros ahondaron sobre el jefe sus miradas interrogadoras, y éste continuó:

-La gran lanza debe soldarse, y sólo la sangre puede hacerlo. Por eso, aquélla recobrará su poder, y el payé hará huir definitivamente al Mal, cuando toda la sangre charrúa hasta su última gota, haya sido vertida.

Las frentes de los guerreros se ensombrecieron y en sus espíritus asomó la rebeldía de su raza. Todo quedaría: bosques, colinas, animales y ríos; sólo ellos tenían que desaparecer. Sintieron la enorme injusticia que pesaba sobre su destino y sus almas se oprimieron, ante la visión de la raza moribunda, persegida en sus últimas guaridas, exterminada por las fieras asesinas. ¡La raza que había escuchado a Pay Zumé, el de la bondad invisible, pero aun viva!

Pero Tawató veía más lejos que ellos. Vislumbraba la derrota de Añang y la venganza charrúa. Con voz apagada, pero serena, profetizó a los indígenas.

-El enemigo que vendrá, será poderoso. Arrollará vuestras tribus, masacrará a vuestros hijos y robará vuestras mujeres. Uno a uno, caerán los más temibles charrúas y la raza será rechazada hasta más allá del Ibicuy. Pero cuando el último de los nuestros caiga sobre la ensangrentada tierra, y se apaguen sus ojos, y su voz se le hiele en la garganta, entonces se soldará la lanza, y Tupá nos vengará de Añang.

El joven Zapicán exclamó entonces:

-No importa que los charrúas seamos exterminados si nos vengamos del ipora del Mal. Pero -agregó- ¿por dónde debemos esperar al enemigo?

El tubichá no contestó; mas, levantando el brazo, con gesto desfalleciente, en el que concentraban las últimas fuerzas que había guardado hasta entonces, señaló la inmensidad de las fosforescentes olas.

Sus ojos, abiertos, fueron perdiendo brillo, mientras miraban las estrellas, hasta que éstas les robaron la última luz.

Entonces dijo Zapicán:

-¡No enterremos a Tawató en el cangüerupá de una triste loma. Arrojémoslo al mar, desde una canoa, atándole una gran piedra a sus pies, porque a él corresponde ser el primero en hostilizar al enemigo. Las piraguas del nuevo invasor sufrirán, cuando sean roídas por los dientes del gran guerrero, y el mar charrúa penetrará en ellas, porque es aliado de Tawató.

Tamó dijo entonces:

-Yo dios de la esperanza, rogaré lo siguiente: "Este pueblo ha de desaparecer pero espero que los dioses hagan que alguien, un día, los haga recordar, tanto como si estuvieran vivos. Dioses, cumplid mi deseo."

En tanto, los charrúas levantaban el cuerpo de Tawató y éste se hundió en las aguas, todo pareció conmoverse: hombres, cielos, selvas y mar. Sólo Opauayma, el Tiempo sin principio ni fin, indiferente y frío, siguió volando de luna en luna, con sus alas eternas.

Epílogo

Las deidades supremas se acercaron unas y otras, alegres las malvadas y tristes las buenas y se miraron reunidas todas en la isla Pakahokaf.

-He vencido -dijo Añang-. Confesadlo, dioses que creén dominar el mundo.

-¿Lo crees, Añang? Siempre habrá en esta tierra algunos descendientes de estos pueblos sacrificados a los dioses del Bien. Se mezclará su sangre con la de los que vendrán, nada más, y ya no serán enemigos ni unos ni otros. A nosotros, simplemente nos cambiarán los nombres, sólo eso. En todos los pueblos que veo, los hombres me llaman de distinta manera. No seré más Tupá ni tú serás Añang. Seguirás haciendo el mal, destruyendo todo lo que puedas. Yo seguiré creando el Bien, la Justicia, el Amor...

-Y yo, bien lo sabes, Tupá, haré lo que hago en todos los pueblos; convenceré a unos que maten a los otros, los saqueen, los hagan desaparecer. Un día todo lo que existe aquí, y fuera de esta tierra que pisamos desaparecerá. Y cuando nada exista...

-Yo lo volveré a hacer de nuevo. Sábelo, Añang, nada de lo que destruyas dejará de ser nuevamente creado por mí. Hasta has hecho desaparecer estrellas y yo las he hecho nacer de nuevo.

Y los dos dioses tras esto desaparecieron entre las estrellas, y se escondieron en el infinito, en medio de tremendas muertes y resurecciones.

Los Iporas
Hyalmar Blixen

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