Alicia Goyena

La pedagogía del respeto. Un cálido testimonio
por Hyalmar Blixen

Referirse a Alicia Goyena es cosa muy necesaria, porque para las nuevas generaciones de alumnos, tal vez este nombre signifique, por ahora, sólo un nombre, aunque asociado sí, a la idea de valores. A los estudiantes liceales en general, les pediría particularmente, pues a ellos van especialmente mis palabras, que hicieran un esfuerzo por evocar todo lo más hermoso que conciban en los planos de la espiritualidad, de la energía conciliada con la dulzura, de la sabiduría sin afectación, de la emoción limitada por un acertado sentido del decoro, de la generosidad invisible... Si pueden los alumnos concebir todo esto, dentro de una figura como de abuela que mira al nieto con el más afectuoso cuidado, tal vez tengan un atisbo de lo que era esa profesora y directora que se nos fue un día por un camino sin retorno.

Ese nombre sagrado de madre y luego de abuela espiritual de tantas generaciones de jóvenes alumnas, encarnado en el de Alicia Goyena, es el que el alumnado debe recibir y levantarlo muy alto como una bandera hecha con los más hermosos colores. Porque bien sabemos que así como una flor perfuma generosamente lo que está junto a ella, el nombre de Alicia Goyena nos da mucho de su presencia delicada, de su prodigioso vuelo hacia las más altas idealidades. En un poema de Saadí (uno de los más grandes líricos persas de todos los tiempos) dice el poeta que recogió en el camino una hoja que aún tenía el aroma de una rosa. Y el poeta le dijo: "¿Perteneces a algún rosal?" Y la hoja le contestó: "No, pero estaba al lado de uno de ellos, y de una rosa recibí el perfume que he conservado siempre". Y traduciendo el sentido de esta parábola persa, esperemos que mucho de esa virtud excelsa de Alicia Goyena impregne de idealidad a la actual juventud estudiosa, como el perfume de la rosa a la hoja que recogió Saadí.

Aproximación a su personalidad

Para evocar a Alicia Goyena -y como me es difícil expresar algo digno de ella- pienso que tal vez un silencio meditativo, como el que Pitágoras aconsejaba a sus discípulos, silencio que la fuerza de ahondarse nos permitiera vislumbrar su luz interior, en un volar de sugestiones e impresiones imprecisas, sería el mejor homenaje. Quizá una sonata, de notas delicadamente perladas por un virtuoso del plano, se aproximaría al lenguaje que ella hubiera deseado, pues la profesora no gustaba de los elogios, ni de los homenajes, ni de las palabras de reconocimiento. Si hacía un favor y se le decía "gracias", respondía con una sonrisa entre sorprendida y divertida, como si dijese: "pero ¡si es eso lo que debo hacer! No es necesario decir gracias".

Esa actividad tan firme en su suavidad, tan desproporcionada respecto de su aspecto físico (daba la impresión de fragilidad, como si tuviera, de sustancia corporal, sólo lo necesario para apoyar en ella un espíritu) resultaba una lección viva. Hacía el bien a escondidas, porque no quería que su mano izquierda conociera la dádiva que efectuaba la diestra. Siendo yo profesor en el instituto Batlle y Ordóñez tarde había bajado a la cantina del subsuelo y estaba ante el amplio mostrador, cuando una alumna se acercó a decir que tenía una beca de la Directora para recibir algún alimento. Le pregunté luego a quien, muy simpáticamente por cierto atendía la cantina, a qué beca se refería la alumna, y aquélla me explicó que la señorita Goyena daba su sueldo para que los estudiantes de escasos recursos pudieran reforzar su precaria alimentación, pero me previno que ella no quería que eso se supiera. También destinaba parte de su sueldo a fin de adquirir libros necesarios para enriquecer la biblioteca.

A pesar de su edad avanzada, llegaba al Instituto a las ocho de la mañana, ni un minuto más tarde, aún en los días de frío más cruel, y permanecía hasta altas horas de la noche. Aspiraba (eso era apreciable a través de las conversaciones que con ella se mantenían) a la creación de una cultura superior e incluso suprauniversitaria porque, más allá de la enseñanza impartida a todos los niveles (tan fundamental en sí misma), el egresado debía seguir autoeducándose con un espíritu receptivo a todo lo que fueran valores, sin dogmatismo, sin escepticismo tampoco -al que Vaz Ferreira llamaba acertadamente "dogmatismo de la ignorancia"- y sabiendo, como lo enseñaba este filósofo (cuyo retrato, junto al de María Eugenia y Rodó estaba presente en el despacho de la Dirección) que sobre ciertos problemas ajenos a lo mensurable no caben afirmaciones demasiado rotundas, sino la necesidad de pensar y actuar por "probabilidades", o por lo menos, por un sentido común hiperlógico. El idealismo de Alicia Goyena se proyectaba como el de Rodó, en el plano de la axiología, y su defensa del laicismo la hacía sin alardes. Incluso quizá fuera algo cristiana sin saberlo ni proponérselo; el sembrador de la célebre parábola evangélica ¿no arrojaba, como ella, semillas al boleo, sobre todas las tierras, las aptas y las escasamente laborables? La culpa de que, de pronto la cosecha no fuese buena del todo no era de la semilla, sino de la calidad de la tierra.

Recordaba los nombres de todas sus alumnas y también los problemas que ellas les habían contado, cuando bastantes años después, ocasionalmente la visitaban. A veces se formaba una cola de diez o quince estudiantes y profesores durante el recreo y cada cual traía sus problemas de los más variados, pero en el caso de las muchachas, se acercaban dejando un espacio respetuoso, entre ellas, al llegar cerca de la Directora, para que ninguna supiera, ni lo que la alumna planteaba, ni el posible acto de generosidad o justicia con que era respondido el planteo.

No creía que la enseñanza debiera ser, como también lo hacía notar aquel gran profesor que fue Osvaldo Crispo Acosta, carga inútil de la memoria, ni demostración vana de ingenio, ni búsqueda de la minucia ni de las rarezas rebuscadas que hacían perder de vista lo esencial de un autor o un personaje. Luce Fabbri de Cressatti subrayó que Alicia Goyena tenía la "pedagogía del respeto", y efectivamente, si bien insistía en la orientación hacia valores irrenunciables, comprendía que éstos debían nacer, no por imposición, sino de adentro hacia afuera, y ésta, que era una idea fundamental también en el Sócrates que nos presenta Platón, estaba en Alicia Goyena profundamente arraigada. Algunas veces formé con ella tribunales examinadores de Literatura: formulaba preguntas casi siempre destinadas a hacer pensar o sentir (independientemente de los libros de crítica) pues si comprendía la necesidad de la compulsa de crítica para cotejar las lecturas que hacía cada estudiante, prefería el contacto directo de éste con los poetas, narradores, dramaturgos o ensayistas. Daba tiempo a pensar, a buscar, y evitaba acosar a la alumna; el examen oral resultaba así bastante largo, pues ella cambiaba la formulación de la pregunta, o buscaba un problema conexo que pudiera hacer que la estudiante hallara por sí el camino, si no el exacto, pues en Literatura no caben las certezas de las ciencias puras, por lo menos la respuesta que indicara que el texto literario había sido leído hasta producir un florecimiento de emociones e ideas en fluir continuo.

El secreto de su siembra en las almas consistía en que sembrara semillas de su propio corazón; frutos de veneración por todo lo que fuera bello, noble, fecundo, fermental, como si repartiera chispas de su ser luminoso sin que la claridad del mismo perdiera nada de su resplandor.

 

por Hyalmar Blixen

Diario "Lea" - Montevideo

16 de setiembre de 1988
 

El 10 de octubre del año 2006 se efectuó un homenaje al Prof. Hyalmar Blixen en el Ateneo de Montevideo. En dicho acto fue entregado este, y todos los textos de Blixen subidos a Letras Uruguay, por parte de la Sra. esposa del autor, a quien esto escribe, editor de Letras Uruguay.

 

Ver, además:

 

                      Hyalmar Blixen en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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