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Historia de un viejo traje narrada por él mismo
Hyalmar Blixen

-Pero, ¿tú crees que puedes hablar, pensar, recordar? -le preguntaron el niño Manuelito y el pequeño Burro que cumplía un año-.

-Sí, -respondió el gastado traje,dado a un viejo muy pobre- porque las cosas están animadas y forman parte de la sustancia infinita, que solamente cambia su forma, no su esencia. Todo está animado; cada cosa, hasta una piedra que de momento parece ser materia bruta, espera pacientemente el instante de transformarse en algo superior: edificio, estatua, camino, e incluso dejar de ser piedra. Simplemente es cuestión de tiempo. Y si es así, como te expreso, la sustancia animal, la lana de la que estoy ehecho, y con la que fui transformado en traje ¿cuánta más vida tiene que la piedra? Y además, aunque ahora esté viejo, un traje posee forma humana. ¿Quieres saber mi historia?

-Si la recuerdas y ya me vistes, me parece que por lo menos me distraeré. Es invierno y hace frío. En este barrio, donde el pobrerío se agolpa como enjambre de moscas y sufre en silencio, ya que sabes narrar, cuéntame lo que viste mientras enciendo el fuego y tomo mate.

A varias cuadras a la distancia se decía que el viejo era medio loco, que conversaba solo o hablaba con los árboles, con el techo de su rancho, con su perro, con sus tres o cuatro gallinas y por eso no hay que extrañar que conversara o creyera conversar con su traje. Y por otra parte ¿a quién iba a quitar el sueño la chifladura de un viejo tan callado y hasta hosco, que casi siempre, si hablaba, lo hacía con los que según los cuerdos carecen de voz?

-Recuerdo -empezó a decir el traje- cómo hacían el hilo de lana y luego la tela de que me formaron. Y pensé: ¡qué sabiduría tienen las máquinas! Pero luego reflexioné mejor y pensé: -La sabiduría está en el ser humano, que supo inventar las máquinas. Luego eso me llevó a preguntarme: pero la verdadera sabiduría ¿no está en quien hizo al ser humano? ¿Alguien o algo? No me gustó seguir por el camino tan difícil y me dediqué a ver, con mucha curiosidad cómo me convertía en tela de color. Es cierto que me puse furioso porque me gustaban los colores alegres y me teñían de un gris a rayitas claras, pero ¿quién se va tomar el trabajo de preguntarle a una tela de qué color quiere ser teñida? Y eso me hizo considerar que la libertad de todos los seres y cosas no deja de ser un tanto limitada. Bueno -pensé- al fin y al cabo, aunque gris, soy tela; me parece eso más importante que ser simple vellón de oveja. Tela fina -agregué con un poco de prudencia- porque después, comparándome con otras, llegué a la conclusión de haber sido un poco exagerado en mi juicio -pero la experiencia me ha enseñado una cosa: ¿quién no se valora más de lo que es?

Pero dejemos de filosofar, porque ésa no es la tarea de un traje. Cuando de tela me transformaron en saco, pantalón, y chaleco, a la medida de un caballero que me eligió, no pude menos que pensar: -He aquí un caballero de buen gusto. Debe ser, por lo menos, algún ministro. ¡Claro! ¿Cuesta algo soñar? Cuando después resultó que no era ministro, no me amilané por tal contratiempo y seguí igualmente pensando que quien me usaba no dejaba de tener buen gusto para elegir su ropa, lo cual ya era algo. -Porque -me consolé- ¿quién puede asegurar que un ministro deba forzosamente ser el de mejor vestir? Un ministro -y pensándolo con buena voluntad- lo que sabrá serán los asuntos de un ministerio. Así que puse buena cara a mi dueño, el cual me colgó en un perchero de su armario, y tuve la ocasión de entablar amistad con cuatro o cinco trajes, los que me contaron que el hombre los usaba alternativamente, por lo que nuestro trabajo era bastante liviano.

Como era yo el más nuevo de entre los del armario, me sacaba de paseo de cuando en cuando y en buenas ocasiones. Recuerdo que una vez me llevó a la Facultad de Derecho.

-¡Ah, caramba! Entro nada menos que a la Universidad. Me parece que soy importante; estoy vistiendo a un catedrático. Si me vieran mis hermanos de la misma tela no podrían menos de alabarme. Mi decepción bajó un tanto cuando nos sentamos, no ante el pupitre del docente, sino en un banco de alumno. Desde luego que enseguida me consolé, porque es bueno que a un fracaso suceda una esperanza; sólo los vencidos de la vida no se rehacen. Y pensé: mi dueño puede o no llegar a ser catedrático, pero eso no es lo fundamental de nuestra existencia. A la inteligencia se le abren muchos caminos. Será abogado...aunque no se lo recomiendo, porque en este país tendría tantos competidores, que cabe preguntar: ¿de qué puede vivir un abogado? Por más que hay gente irascible, complicada y que gusta de discutir, de pronto hay más abogados que pleitos y entonces ¡vaya problema! Si no entran en la Cámara de Diputados o por lo menos no consiguen un puesto público...Mi dueño me hizo caso, lo que prueba que mi creencia de la comunicación entre las cosas tiene algún fundamento.

La vida, en fin, me resultaba agradable, porque me codeaba con trajes de gente importante, y en aquel entonces era yo algo vanidoso. Una vez fui al palacio presidencial ¡nada menos!. Eso sí que no le ocurre a un traje cualquiera, aunque no nos dio la audiencia pedida el señor Presidente porque estaba muy ocupado, sino que nos atendió el funcionario, pero para mí resultó una experiencia extraordinaria. Y otra vez estuve, con varias personas bien vestidas, en el despacho del señor Intendente Municipal. Cierto que le dio la mano a mi dueño con aire distraido, sin mirarlo, mientras saludaba sonriendo a otras personas, pero ese era problema de mi dueño, no mío. Estuve, pues en el mismísimo despacho. ¡Qué lujoso y amplio y de buen gusto! Salí maravillado y pensé:

-No hay duda que soy un traje de alcurnia.

En fin: recuerdo que en un atardecer fuimos al teatro a escuchar un concierto. Un maestro extranjero, de fama mundial, dirigía la orquesta. En la primera parte escuchamos a Vivaldi y a Beethoven. ¡Qué maravilla! Muchas gracias, dueño mío. Esto sí que es vida.

Al bajarse el telón mi dueño saludaba a personalidades, a artistas, y a damas lindas y a otras no tan lindas, pero todas bien vestidas, que para mí era lo importante. Oía opinar a la gente a propósito del concierto y pensaba: -¡Cómo saben todos los que aquí están! Critican esto y aquello, y lo de más allá no les gustó. Y yo que no me había dado cuenta de todos esos errores. Cierto que el público ovacionó al maestro y las objeciones eran sólo de los entendidos, de otros músicos. Mi amo y señor aseguraba que el concierto había sido bueno, pero la verdad es que tiene un corazón de oro y le duele hablar mal de alguien. Desde luego que mejor corazón posee su madre, una fina y espiritual señora, de cabellos blancos.

Un día ella le dijo a mi dueño que tenía mucha ropa en su armario, más de la que precisa un hombre para andar decentemente vestido, que había muchos necesitados, que la gente padecía del frío del invierno, muy riguroso, y en sustancia, que debía dar bastante de la ropa acumulada: lo principal no es acumular ropa en grandes cantidades, sino tener buen corazón. Aclaremos que yo estaba algo más usado, pero todavía, bien planchado, lucía bastante.

Mi dueño trajo ropa hasta el cuarto de su madre, y ella le dijo:

-Tienes que dar más.

-¡Caramba! ¿Más? -preguntó extrañado.

-Sí, bastante más. Hay muchos indigentes.

El hijo fue al armario y volvió con varias prendas, especialmente camisetas, camisas, corbatas; de éstas tiene una colección grande, porque como se sabe que las aprecia, todos sus amigos, amigas y parientes le regalan esa prenda de vestir, lo que hace que en realidad, y durante años, no haya comprado ninguna. Sin embargo, la madre, con sonrisa indulgente pero con acento de cierta firmeza le dijo:

-Hay que dar más.

El se empezó a fastidiar y traía ropa que tiraba al montoncito, al que un poco después no le correspondía tal diminutivo. La madre insistía aunque cada vez más suavemente:

-No es suficiente todavía.

Mi dueño se enfureció, lo que le ocurría no más de una vez al año y a veces cada dos o tres, por su carácter generalmente apacible, pero ahora estaba fuera de sí; tomó un montón de ropa, me llevó a mí también y tiraba con violencia al suelo,pieza tras pieza. -¿Esto? ¿y esto? ¿y esto?

La madre entonces lo detuvo, siempre con ese tono delicado y sus ojos que transparentaban luz:

-Ahora está bien.

Se hizo un atado con todo y fui llevado a una sociedad de beneficiencia. Y en el reparto me regalaron a ti, viejo medio loco que conversas conmigo, con los árboles, las gallinas, las piedras aunque todavía no hablas con las moscas.

Pero me doy cuenta de una cosa: eres afectuoso, me diriges la palabra como haces con las plantas, porque sabes que a ellas hay que conversarles, regarlas y ponerles música suave y agradable; así, según se dice, crecen mejor; con una música estridente, golpeante e inarmónica parece que mueren.

En fin, eres bueno y ahora soy más útil a ti, que sólo posees un traje, que a mi antiguo dueño, que nunca me habló, que me sacaba a pasear sólo de cuando en cuando. Y contigo aprendí una ley fundamental: vale más ser útil que importante.

Sólo te recomiendo una cosa: que te bañes más seguido, porque algo me queda todavía de la experiencia adquirida con mi anterior dueño; estoy acostumbrado a la pulcritud y además la higiene es uno de los adornos del hombre. Un poco más de limpieza personal; es lo único que te reprocho.

Además, piensa en esto: yo te abrigo bien y tú debes plancharme, y tratar de no ensuciarme con manchas de vino y de grasa, porque de ese modo demostrarás que eres agradecido, y el agradecimiento no tiene precio en los tiempos que corremos.

Querido viejo loco: creo que contigo hago labor humanitaria, aunque la expresión debería pronunciarla un hombre y no un traje. Ya no tiritas de frío, y aunque tu educación no es de las mejores, conversas con todas las cosas, porque crees que todo tiene un poco de alma. Y no te seguiré hablando, no sea que se te enfríe tu mate.

Hyalmar Blixen

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