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Historia de dos flores
Introducción
Hyalmar Blixen

En cierta ocasión, una muchacha de unos quince años fué a ver al Mago del Collar de Sueños porque su primito, de ocho años le había hablado de él tanto, que quería conocerlo.

-Señor...Hay cantidad de niños que vienen a verlo y le llaman mago. Bueno. Yo, en magos no creo. ¿Podría, por ejemplo hacer desaparecer esa jarra de café que veo ahí, en aquella mesa?

El Mago, que tenía grandes poderes hipnóticos la miró fijamente y la muchacha se olvidó de la pregunta; quedó como dormida unos segundos y luego, como el Mago retiró la jarra y la despertó, no se había dado cuenta de lo que había ocurrido.

-No sé qué me pasó...¿No tuve un mareo?

-No creo que estuviese mareada...¿Tiene algún deseo a propósito de algún problema? En general vienen niños pequeños a verme. ¿En qué puedo servirte?

-Bueno...creo que en nada. Cada uno tiene sus problemas; yo tengo los míos.

-Si quiere que la aconseje en algo puede hablarme porque los sueños y la realidad tienen un fondo verdadero; sólo que los sueños están disfrazados de alguna fantasía y la realidad, a menudo es directamente más clara.

Se quedaron mirando un momento y ella al observar su mirada iluminada, le dijo:

-Ahora no se por qué le dije...lo que le dije. Pero me inspira confianza. Sueño, o pensamiento de persona despierta, le contaré lo que me pasa.

Y le narró algo de su vida. La había dejado su novio, en el cual ella creyó demasiado. Había desdeñado a otro, no tan buen mozo pero serio e inteligente. Ahora, sin padre ni madre ¿qué hacer? No había venido por un sueño, pero sí, le pido, al verlo, un consejo.

El Mago del collar de Sueños le dijo, haciendo un buen esfuerzo mental:

-Verá cómo el consejo lo soñará esta noche.

-¿Que lo voy a soñar? Bueno. Me equivoqué al venir a verlo. Disculpe el reto que le hice perder. Buenas tardes.

Y se fue.

Pero se equivocó. Soñó lo que le mandó el Mago, que era la historia de dos flores.

Impresionada, escribió el sueño y se lo mandó al Señor Mago. Decía así:

Historia de dos flores

Narciso era un muchachito de nueve años y Rosa tenía ocho. El miraba a la niña, que a veces jugaba con las compañeritas del barrio, pero no se animaba a decirle nada; solamente en secreto le contaba a alguno de sus compañeritos de confianza: -"Es mi novia. Cuando seamos mayores se lo diré". Ellos se reían o no, pero a ninguno le importaba que Narciso tuviera novia.

Hacía mandados que le ordenaba el puestero de la esquina, porque algunas viejas, como doña Marta, se hacían llevar una bolsita de nylon con el pedido.

-¿Por qué no habrá muchas como doña Marta? -pensaba Jacinto-. Casi todas vienen al puesto y eso me quita trabajo.

Un día le dijo don Román:

-A los nueve años ya se es grande. Me ayudarás los días que voy al mercado de comprar frutas y legumbres. No es que tengas que cargar los cajones, pero sí vigilar mientras yo compro lo demás. Te daré una propina mayor.

-¡Qué suerte! -pensó Jacinto-. Si gano más, un día me casaré con Rosa, aunque ella todavía no lo sabe. Claro que falta mucho todavía para ser grande.

Iba de noche en el camión alquilado y cuidaba todo en el mercado, de la mejor manera; yendo con el puestero, hombre fornido, no sentía miedo a nada; sólo había que tener bien abiertos los ojos para que no le robaran algo de los cajones acumulados. Al volver con el puestero, le daba éste alguna fruta que Narciso comía con delicia, aunque pensaba:

-Me gustaría más regalársela a Rosa. Tiene unos ojos muy lindos y es muy buena. Creo que se pondría contenta si llegara hasta ella, le alcanzara un durazno y le dijese: "Para ti".

Pero las compañeritas se reirían de él...¿Y si también se reía Rosa? Caminaba a veces hasta donde estaba ella, pero luego no se atrevía a mirarla, o si no, lo hacía disimuladamente, como si no le importara la chica.

Un día, sin embargo, se atrevió a contarle todo a la mujer del puestero, que algo socarronamente, le había preguntado cuál de las niñas del barrio le gustaba más.

-Mi novia es Rosa, la chica que ahora está tomando el sol y juega con el perro blanco. Vive en el rancho de lata todo despintado de allá lejos y que no se ve bien porque hay muchos arbustos crecidos.

-Y ella ¿sabe que la considerás tu novia? ¿Se lo dijiste?

-Todavía no. Pero ya habrá tiempo ¿no le parece, doña Francisca?

-Creo que estás equivocado, -respondió la patrona para seguirle la burla-. Y no es porque piense que Rosa no quiera ser tu novia, sino porque no hay que ser tan tímido. Si no te animás a decirle que estás enamorado de ella, otro, de pronto, se lo dirá, y ése será el novio de Rosa.

Jacinto se puso rojo de la impresión que le causaron las palabras de Francisca y le pareció que le corrían por el cuerpo cantidad de hormigas invisibles.

-¿Usted cree que le haría caso o otro?

-Sí. Si no sabe que la querés...¿Pensás que te va a esperar toda la vida?

Jacinto luchaba entre el temor de ser rechazado y la vergüenza de hablarle a la chica. Con las demás conversaba a veces un poco, pero con ella...tenía miedo y se hacía el indiferente.

-Mirá: la cuestión no es que te cases o no con Rosa cuando seas grande. Es que si no te animás a nada, nunca llegarás a ser algo. Me das lástima, porque eres un buen chico. Tomá estas naranjas y ve al rancho de Rosa. Su madre es la más pobre del barrio y este barrio es el más pobre de todos. Quedó medio ciega porque le explotó una garrafa cuando trabajaba en la fábrica. Le dices a Rosa que yo se las mando a su madre como regalo.

Jacinto salió con las frutas y se encaminó hacia donde estaba Rosa, que todavía jugaba con el perro, pero a medida que avanzaba acortaba el paso porque pensaba que ella iba a adivinar todo y de pronto se enojaría. Al fin se paró delante de la chica. Le latía el corazón y tartamudeó:

-Para tu vieja...de parte de doña Francisca.

Ella lo miraba sin comprender.

-Es un regalo. Parece que doña Francisca las quiere mucho a ustedes.

-Debe ser para otros, porque apenas la conocemos. ¿No te habrás equivocado?

-No. Estoy seguro. Dijo: dáselas a Rosa, que es la chica que está jugando con el perro blanco.

-¡Ah! Bueno, entonces lleváselas a mi vieja. ¿Sabés dónde vivimos?

-Sí. En aquel rancho. Está muy despintado, pero yo te podría ayudar a pintarlo.

-¿Para qué?

-Y...para que quedara más bonito, más alegre...

-Es que no tenemos dinero para comprar pintura, ni pinceles, ni escalera. Parece que somos los más pobres de por aquí. Llevale las frutas a mi vieja mientras yo sigo jugando con "Pelo de loco".

-¿Y por qué le llamás "Pelo de loco"?

-Porque no tenía ningún nombre. Y todas las cosas deben tener uno. Y tú ¿cómo te llamás?

-Jacinto.

-¿Jacinto? -exclamó ella riéndose-. ¡Qué nombre te pusieron! Los nombres de flores son todos para mujeres, creo...Bueno, no te pongás triste; cada uno se llama como se llama. ¿Es tu culpa llamarte Jacinto? Tal vez le gustaba a tu vieja o a tu viejo.

-En este lugar, -pensaba Jacinto mientras se alejaba- casi nadie tiene viejo; no se sabe dónde están. Y yo no tengo ni viejo ni vieja, aunque sé que no nací dentro de un repollo, como me lo hacían creer cuando era chico. No sé quién me puso Jacinto. Después le preguntaré a Rosa cómo quiere llamarme...Pero que no me ponga otro nombre como el que le puso a "Pelo de loco".

Llegó a la puerta del rancho y llamó. Al rato salió una mujer, no anciana, pero sí achacosa, desarreglada, que tenía en el rostro las marcas de una gran quemadura. Jacinto le dio las frutas de parte de doña Francisca. Eran seis naranjas.

-¡Ah! Me vienen muy bien. Decile que le agradezco que se acuerde de cuando en cuando de esta pobre lisiada. ¿No has visto a Rosa?

-Sí. Se las dí, pero dijo que las trajese yo, porque estaba jugando con "Pelo de loco".

La mujer lo miraba con mucha atención.

-Yo tenía un hijo como tú, hasta que se enfermó...Y después...Por eso nadie me ayuda, porque Rosa no hace nada. Solamente habla con sus amigas y juega con el perro.

-Yo la ayudaré si usted quiere, doña...Le pintaré el rancho sin cobrarle nada...los domingos...Es fácil. No me resulta ninguna molestia. Rosa dice que no tiene dinero para comprar pintura, pero se puede conseguir. Escalera me presta doña Francisca. El tiempo ahora está seco.

La madre lo miraba alegre y hasta un poco socorrona, porque le maliciaba tanta solicitud del buen chico y se le ocurría pensar: Efectivamente, Rosa es linda, aunque apática, indiferente a todo. ¿Qué va a ser de ella? ¡Y en este barrio de malandras!

-Acepto tu ayuda, si podés dármela. Y le mandaré a Rosa que colabore contigo -agregó acentuando su sonrisa- porque no está bien que hagas todo mientras ella juega con "Pelo de loco", o habla de pavadas con las otras chicas.

Lleno de contento fue a contarle todo lo sucedido a doña Francisca, pero ésta frunció el ceño. Le parecía que la madre de Rosa abusaba de Jacinto, pero éste le explicó que la idea era suya, que él mismo la propuso para estar más cerca de Rosa. Y agregó:

-¿No me presta unos pesos para comprar pintura blanca y pinceles y lo demás?

-Sabés que mi marido te lo descontará de lo que ganes, chico loco. Mejor lo pensás esta noche y mañana hablaremos.

Jacinto se durmió en un rincón del puesto, como siempre, puso su cabeza sobre un montón de hierbas secas, encima de las cuales colocaba su camisa, y soñaba cosas alegres, porque sonreía. Sin duda se veía pintando la casita de latas; el techo sería rojo o de otro color. Todos los del lugar decían:

-¡Qué lindo está ahora el ranchito de Rosa! Lo ha pintado Jacinto, porque es su novio. Cuando sean grandes se casarán.

Al amanecer se despertó y al comprender que era sueño lo visto, quedó un poco desencantado, pero luego lo llamó el patrón y empezó a trabajar.

Llegó el domingo; era un día espléndido, y muy de mañana Jacinto se puso a la obra, bien en silencio para no despertar a Rosa. Le había explicado el ferretero bien lo que tenía que hacer y cómo pintar. Al rato la vieja se levantó y vio trabajando afanosamente a Jacinto. Ya había adelantado bastante. Luego, por la mitad de la mañana apareció Rosa y le dijo:

-¡Qué linda está quedando la casa! Va a lucir muy bien. Sabés pintar, Jacinto. Después le darás algún color distinto al techo ¿no?

-¡Claro! Pero no hoy: el frente, los lados, lo que alcance. Después otro domingo y si me alcanza la pintura, el techo. Haré lo que pueda.

Rosa se quedó mirando, las horas, cómo trabajaba Jacinto, y en un momento de alegría le dijo:

-Sos bueno, Jacinto. ¿Por qué hacés todo este trabajo? No es tu casa.

-Y...porque me gusta ayudar...¿qué tiene eso de raro?

-Yo nunca ayudé a nadie -murmuró como para sí misma, pensativa- ¿para qué, si nadie le dice a una "gracias"?

-No es necesario; a veces la gente está agradecida pero no pronuncia esa palabra, simplemente porque no le sale de la boca, aunque es mejor decir "gracias". No da tanto trabajo eso.

-Yo nunca lo hice, según creo. Pienso que me daría vergüenza decir eso.

-Pero el que te ayudara quedaría más contento.

A medio día hacía mucho calor y Jacinto estaba cansado; el sol le había puesto la cara muy roja. La vieja salió y le dijo:

-Mejor descansá un rato, Jacinto. Sin duda querrás ir a tu casa a almorzar. Te invitaríamos, pero apenas tenemos para nosotras dos.

-No se preocupe, doña. Traje un pan grande y es mucho para mí. Deme un cuchillo para cortarlo; con este pedazo, me sobra. Tomá este otro, Rosa.

Ella lo cogió, muy alegre, y lo empezó a comer.

-¿No me daría un poco de agua? Tengo bastante sed.

Bebió buena cantidad, de una botella y luego le dijo:

-Muchas gracias, señora. Me refresqué, porque tenía una sed muy grande, aunque no quería molestarla.

-No hay de qué, Jacinto. No faltaba más que te negáramos agua con lo que hacés por nosotras. Sos bueno, muy bueno; hay pocos así.

-Es bueno, Jacinto. Edgardo es más lindo y fuerte, pero Jacinto es más bueno.

-¿Y quién es Edgardo?

-Un muchacho alto, de pelo muy negro. Juega a la pelota en el campito y hace goles. Me gusta ver cómo patea el arco.

-¿Qué arco?

-Ponen dos latas y es el arco, dicen. Todo es muy divertido. Si lo contrataran en un club cree que ganaría mucha plata. ¡Ojalá lo contraten...sería muy lindo verlo con la camiseta de un jugador de verdad!

Entraron ambas y Jacinto se puso a pintar, pero ahora con rabia. Estaba disgustado con todos y hasta con él mismo. Entre dientes murmuraba:

-Así que es más lindo...así que ganará más plata...es más fuerte, más alto, juega bien a la pelota...¿Y yo? Yo sólo le pinto el rancho a Rosa. Pero lo terminaré hoy aunque me quede todo el día quemándome al sol. Así no vuelvo nunca más por aquí.

Y así lo hizo. Al anochecer ya no tenía más fuerzas y le parecía que iba a desmayarse. Estaba acalambrado. Rosa había salido dos veces del rancho para ver cómo iba el trabajo; después fue a jugar con "Pelo de loco" y a ver el partido de fútbol. Cuando volvió, estaba muy alegre y exclamaba:

-¡Edgardo hizo varios goles! ¡Qué lindo es verlo jugar! Me senté en unos troncos con tres chicas más. Cada una eligió ya su novio.

-¿Y el tuyo es Edgardo?

-¡Claro! ¿No tenés novia?

-No. Soy solo. Nadie me quiere. Por eso tengo que quererme a mí mismo.

-Eso es de persona muy egoísta, Jacinto. Está mal no querer a nadie, muy mal.

-Y bueno, sí. Ya está terminado de pintar el rancho.

-Está precioso, Jacinto. Sos tan bueno que deberías tener novia.

-Adiós. Estoy cansado. Adiós.

Se fue tan triste que le parecía que iba a llorar, pero no lloró. No. ¿Un hombre llorar? ¿Para qué? ¿Para que se rían de él?

Durante unos días trabajó en silencio en el puesto. Atendía todo y como de su sueldo, ya mínimo, le habían descontado el dinero que pidió para comprar pintura, no tenía nada de nada. Pero allí le daban algo de comer. Garbanzos con arroz, harina de maíz con queso rallado, algunas papas, con eso se arreglaba.

-La verdad es que no se necesita comer tanto. El gato, si está gordo, no se preocupa de cazar ratones.

Un día fue a ver al hombre viejo que estaba en la casita de madera pintada de verde. Cuidaba el jardincito del frente y plantaba un pedacito de tierra que le quedaba en el fondo.

-¿Usted era maestro de escuela, no? -le preguntó Jacinto-. ¿Y está contento aquí, tan solo? Me he fijado a veces...digo...no tiene hijos que lo cuiden.

El viejo maestro, quizá no tanto como le parecía al niño, lo miró de modo tierno, un poco sorprendido ante ese rostro inteligente y afectuoso que tenía plantado ante sí.

-En realidad no preciso que me cuiden. Estoy bien, pero me gusta conversar con amiguitos simpáticos como tú. La verdad es que tengo dos hijas, pero se casaron, y ahora viven en otros países. Mi esposa murió y ahora vivo solo. Pero siempre ocupo mi tiempo en algo, porque es muy malo no hacer nada; leo algunos libros que me prestan en la biblioteca pública y planto el jardincito del frente con flores, como ves, y en el fondito cultivo legumbres. Mi jubilación es escasa, pero me da para lo que necesito. Y tú ¿qué haces?

Jacinto le dijo que trabajaba en el puesto y al principio no se decidía a hablar mucho; más bien miraba con admiración al maestro porque se decía que era la persona más sabia en el barrio y cuando alguien tenía una duda sobre cualquier tema se acercaban a él y se la planteaban. Lo visitó varias veces y cada vez se familiarizaba más con "el señor que sabe todas las cosas" como a veces se refería a él, hablando con otros niños. Y un día la congoja que sentía se le escapó del alma y le confesó que el trabajo le daba alegría, pero que era una lástima que Rosa tuviera otro novio.

-No te preocupes por eso. Hay niñas mucho más lindas que Rosa y más buenas.

-Eso no, señor maestro. Rosa es la más linda. No es la más buena, pero tampoco es mala. Quiere a su madre y a su perro y parece que a Edgardo. Simplemente, no me quiere a mí.

-Eres buen chico. Incluso desairado la justificas. Pero dejando de lado por un momento a Rosa ¿puedo serte útil en algo?

-Sí, señor maestro. Querría aprender algunas cosas, saber más, ser mejor que Edgardo. Eso ¿es posible? Porque no tengo dinero ni para libros ni para...ni para nada.

-¿Por lo menos sabes leer?

-Deletreando, solamente.

-Bien. Todas las tardes ven a verme cuando te dejen libre en el puesto, si no estás muy cansdo. Aprenderás rápido y muy pronto serás mejor que Edgardo.

-¿Y entonces Rosa se fijará en mí?

-Bueno, eso ya no es tan seguro. Pero de todos modos lo intentaremos. Si te aplicas, en poco tiempo vas a ser mejor que Edgardo... que no sirve para nada.

-Eso no. Dice Rosa que será un buen jugador de fútbol y que lo contratarán en el extranjero y que ganará dinero en gran cantidad.

-Eso puede pasar aunque no siempre es seguro. Pero de cualquier modo siempre debes desear el bien de los demás ¿no te parece?

-Claro que sí, señor maestro, -respondió algo avergonzado, pero con bastante amargura.

Durante varios meses estudió día a día con Pedro Smith, que le explicaba todo de manera muy clara, y además, tal era el deseo de superarse que tenía Jacinto que hacía progresos notables. También lo ayudaba a trabajar la tierra del fondito, hecho que le hizo aprender cómo se cultiva cada planta.

-Si uno posee un pedacito de tierra y no deja un espacio sin plantarlo, cosecha más que quien tiene una extensión grande y no la trabaja. No es sólo la cantidad de tierra lo fundamental, sino el esfuerzo que realiza el cultivador.

-Pero también es bueno ser dueño de mucha tierra y además plantarla.

-Cierto, creo que tal vez te resultaría a ti más conveniente, pero por ahora, confórmate con lo que tenemos. Eres un muchachito y de momento, lo que haces te basta.

Aprendió en unos meses a leer, escribir con pocas faltas de ortografía, algo de geografía y de historia patria, y las elementales operaciones de aritmética. Al ir a iniciarse los cursos escolares, Smith fue a la escuela próxima y explicó el caso de Jacinto. Prometió enseñarle todos los días y solicitó que le pusieran a prueba en tercero.

-Al principio -admitió- será el más atrasado de la clase, pero les prometo que al finalizar los cursos resultará de los mejores.

Se le hizo un breve examen y se decidió tenerlo a prueba. Enseguida observó la maestra de tercero que Jacinto estudiaba con ahinco, y era respetuoso y puntual en la asistencia. El maestro Smith le daba clases suplementarias que lo iban colocando a la altura de los compañeritos. Y también, juntos, plantaban el pequeño fondo del terreno. Había dejado de trabajar en el puesto y vivía en la casa del viejo maestro de escuela.

-Me gustaría que fueses hijo mío, Jacinto. No sé qué te parece, pero si no lo tomaras a mal, podría reconocerte. Se buscaría la forma legal que alguna habrá. ¿Te disgustaría que me convirtiese en tu padre?

-¡En mi padre! ¡Sería la mayor felicidad! ¿Me daría su nombre, entonces? ¡El nombre del señor que sabe todas las cosas!

-Claro. Mi nombre. Es poca cosa mi nombre, pero tú lo honrarás.

-Se lo juro, señor -y para sí agregó- padre mío.

-Un tiempo después se encontró con Rosa y le preguntó por qué estaba tan triste.

-Todo me va mal...La vieja...

-Decí tu madre.

-Bueno. Mi madre esta tan acabadita...No tenemos qué comer. No sé por qué la puestera no nos ayudó más. Pido limosna a veces en las afueras del barrio para que nadie me vea mendigar, pero, o no me la dan o me dicen cosas feas.

-¿Y no plantás tu terrenito? ¿No sabés cultivar la tierra? Iré a verlo. Mirá: allí podrías tener mucho lugar donde sacarías para comer bastantes cosas: lechugas, tomates, zapallos, acelgas, zanahorias...Papas no, porque precisan mucho espacio. Te regalaré una gallina que compraré al vecino de casa y tendrá pollitos. La cuidarás para que no te la roben. Pero sin trabajo no podés esperar nada.

-Te agradezco todo esto, Jacinto. Eres muy bueno.

Lo miró un momento muy profundamente y como dudando, le preguntó:

-¿O es que me querés? A veces me parece que es eso. Pero yo estaba entusiasmada con...se fue. Anda por la ciudad de aquí para allá. No se porta bien, según dicen. Es malo. Algunos piensan que acabará mal.

-Siempre me decía, pero en secreto, que tú eres mi novia, pero me parecías tan linda que no me animaba a decírtelo.

-Es lo que opinaba a veces la vieja...mi madre; que yo te gustaba. ¿Ahora sos hijo del maestro Smith y estudiás?

-Y tú también deberías ir un poco a la escuela, aunque sea por un tiempo.

-Bueno, para hacerte el gusto. Tal vez sea lo mejor. ¿Me ayudarás a cuidar el fondito?

-Mañana mismo.

-Se sentaron sobre un tronco viejo. Era ya oscuro.

-Cuando seamos mayores y nos casemos...si es que lo querés...

-Claro.

-¿Nos iremos de este lugar? Porque aquí hay gente que es muy mala.

-Pero también hay buenos. Si los buenos se van y por cobardía dejan el lugar a los malos ¿qué se puede esperar de este barrio, después de todo?

-Esta bien. Nos quedaremos. Además, aquí, las estrellas nuestras son mucho más lindas que las de la ciudad, -dijo Rosa-. Mirá como brillan las nuestras. ¿Les pusieron nombre a todas? Son como hogares de luz. ¿Qué habrá arriba, que es tan espléndido?

Se habían asido de la mano, llenos de fe y esperanza. Juntos triunfarían. Y sin abandonar el sitio donde las estrellas eran como flores luminosas.

Señor Mago, no comprendo cómo logró hacerme soñar esta larga historia pero es justamente el consejo que precisaba. Cierto; no estudiaba en serio, no quería trabajar, desdeñé al joven que me ama de verdad. Lo aceptaré. Gracias para toda la vida; haré como Rosa cuando despertó de su tontería y no veía lo que debía ver. Gracias, repito, para siempre. Perdone que no le diga mi nombre y que firme Rosa, la muchacha del sueño que no sé cómo me mandó.

 

Rosa.

Hyalmar Blixen

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