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Haz tú lo mismo

- II - 
Hyalmar Blixen

Había en Atenas un filósofo muy venerado llamado Sócrates. Cumplía todos los deberes exigidos entonces a los ciudadanos y se le consideraba un modelo de virtud. En esa época no había cantidad de libros, como ahora, de modo que para estudiar, Sócrates se dedicaba, en sus ratos libres, a detener a los otros atenienses para preguntarles acerca de muchas cuestiones y así se le veía conversar en las plazas y en las calles. Creía que si dos personas dialogaban, no para imponer, presionando, una idea, sino para ayudarse mutuamente por medio de una discusión donde fueran intercambiados de modo amistoso determinados puntos de vista, podría llegarse a la solución de un problema moral o social, o por lo menos a aproximarse al fondo de una verdad.

-¿Qué es la virtud? ¿Qué es la caridad? ¿Qué importancia debe dársele al lenguaje y cuál fue su origen? ¿En qué consiste la valentía? ¿Cómo se logra la inspiración de los poetas? ¿Qué es el amor? El alma ¿supervive aun sin el cuerpo?

Y así él aclaraba sus propias dudas y especialmente las de los demás.

Pero si bien tenía muchos admiradores y discípulos, se había granjeado también enemigos, porque quienes pasaban por sabios sin serlo, quedaban desairados cuando Sócrates les demostraba, sin querer ofenderlos, que sus razonamientos estaban equivocados.

Había abierto una escuela de filosofía, pero no enseñaba en un local determinado, como ahora se hace, sino caminando con sus alumnos por las calles, plazas y parques de Atenas o a veces a orillas de un río, cuando un paisaje encantador podía inspirar de modo más bello el tema a discutir.

Un día sus enemigos se unieron contra él y lo acusaron ante un Tribunal en el cual ellos tenían mayoría amplia. Sócrates expresó primero que su mejor defensa era el considerar lo intachable de la conducta llevada durante toda su vida, pero acusado de corromper con sus ideas, demostró que lo que buscaba era hacer mejores a los ciudadanos, y no peores como se le decía.

-¿Quién desearía vivir entre perversos? Por su propia seguridad, nadie. Entonces ¿cómo podría yo tener la intención de convertirlos en malos?

Sin embargo, el Tribunal decretó que Sócrates era culpable y le condenó a beber un veneno llamado "cicuta" de modo de causarse la muerte.

Sus discípulos, que lo querían profundamente, ofrecieron, mediante el pago de una alta multa, cuya suma juntaron entre todos, que se permitiera a Sócrates evadirse de la cárcel donde se le custodiaba. Llegó entonces hasta su celda, Kritón, uno de sus alumnos a comunicarle que podía escapar de su prisión; venía muy alegre porque creyó que Sócrates aceptaría esa propuesta, pero el sabio Maestro rechazó afectuosamente la oferta, con una larga serie de razonamientos:

-¿Qué se diría de un anciano que a los setenta años demuestra tener miedo a la muerte? Sería un mal ejemplo para los que deben arriesgar su vida en defensa de Atenas. Los haría cobardes.

Pero como Kritón insistía, Sócrates le explicó poco a poco la importancia que tiene para el funcionamiento de una república, el cumplimiento de las leyes, aun de aquellas que nos perjudiquen. El buen ciudadano debe tratar de mejorar una norma, un decreto, pero mientras se hallen vigentes, tendrá que cumplirlos, aunque le resulten un mal para él. Es la última enseñanza que puedo dejar a mis conciudadanos: la obligación de cumplir las leyes, porque sin ellas ¿habría república?

Sus discípulos, que lo rodeaban en la prisión para acompañarlo en ese instante supremo, vieron como el sabio Maestro tomaba el vaso lleno de cicuta, y aún a momentos se detenía para aconsejar algo.

Quizá recordaron entonces unas palabras suyas:

-Puede ser que el alma sobreviva al cuerpo y puede ser que no. Pero su inmortalidad debe ser, por lo menos, una esperanza de la que debemos enamorarnos.

Uno de sus discípulos, Platón, recogió, en admirables "Diálogos", las palabras de Sócrates, y con tanta nobleza de pensamiento y tanta belleza de estilo que mientras la humanidad exista no serán olvidadas.

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