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Haz tú lo mismo

- XII - 
Hyalmar Blixen

En un pequeño lugar de Francia nació un niño de origen humilde, hijo de un simple curtidor de cueros. Tenía, sin embargo, gran talento y más aún el deseo de desarrollarlo, porque la inteligencia viene en cierta medida, con el nacimiento, pero, de la misma manera que los músculos, se desarrollan con el ejercicio basado en la fuerza de voluntad y el noble deseo de ayudar a los otros. El chico fue al colecgio municipal y después hizo un bachillerato en letras. Pero al mismo tiempo se interesaba por las ciencias; creía que las matemáticas deberían dar grandes frutos a la humanidad y lo mismo sucedería con la química. Ese niño aun desconocido se llamaba Luis Pasteur. Asistió a algunas clases libres que se dictaban en la Sorbona y tanto se interesaba por el estudio, que mientras sus compañeros iban a descansar en el momento del recreo, él permanecía sumido en meditaciones, en el laboratorio de química. Un descubrimiento inicial le dio bastante pretigio, por lo que se le nombró "agregado" en el laboratorio de física y dos años después, en el de química. Se doctoró luego en ciencias, fue catedrático de la Universidad de Dijon, luego integró el famoso Instituto de Francia, después fue profesor de Química de la Sorbona y Miembro de la Academia.

Su afán de investigación le llevó a vencer toda clase de dificultades, pues aunque sufrió una hemorragia cerebral que le produjo una hemiplejia, no cejó en sus investigaciones. Porque ¿cómo detenerlas a causa de sus sufrimientos personales? Ya no se debía a sí mismo, pensaba; se debía al mundo. Estudiaba en ese momento la causa de la fermentación de algunos alimentos y comprobó que era debida a ciertos micro organismos. Descubrió también el modo de lograr que la cirujía fuese antiséptica y por tanto que las heridas no se infectaran tanto. También investigó la enfermedad del carbunclo y preparó una vacuna contra él.

Pero uno de los terrores de aquella época era la rabia. La mordedura de un perro rabioso causaba indefectiblemente la muerte. El mal era corriente en Europa, pero especialmente en las estepas de Rusia, donde había muchos lobos hidrófobos. Pacientemente buscaba Pasteur, en una gran casona llena de jaulas con conejillos de Indias, experiencia tras experiencia, una vacuna contra la rabia.

Al fin la halló, pero la gente y aun los médicos no creían que ella diera resultados. Unos rusos mordidos en Smolensko por unos lobos fueron traídos a París para hacer pruebas de la vacuna. Pero murieron y cayó el decrédito sobre la experiencia de Pasteur.

Este, sin embargo sabía que la vacuna era buena; lo que había ocurrido era que desde Smolensko, primero en trineo y luego en carruaje hasta París, había transcurrido mucho tiempo y la vacuna ya no podía surtir efecto. Pasteur se dispuso entonces, ante la incedulidad, a inyectarse la rabia y luego vacunarse. Ante ese acto cundió de nuevo el respeto. Y no hubo de pronto necesidad de tal sacrificio. Le trajeron algunos casos y probada la vacuna, PAsteur demostró al mundo que esa temible plaga había sido vencida.

Parte del éxito de ese sabio se debía a su fe en las virtudes que debe cultivar el hombre, y en la grandeza de los ideales: quizá sin ellos, hubiera fracasado; por lo menos él así lo creía.

Como este sabio hay muchos otros descubridores de la cura de enfermedades que fueron en una época incurables y vendrán otros que curarán las que ahora no lo son. No saber quienes han sido los grandes sabios de la humanidad no dejan de resultar una injusticia: ya muchos no están en la tierra, pero ¿tendrán que no ser guardados en las mentes?

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