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Sabina sin música

Todas las letras del viejo truhán
Andrea Blanqué

En España existe una expresión habitual (“irse por los cerros de  Úbeda”), que significa  irse por un lugar muy remoto y fuera de camino (en criollo, “por donde el diablo perdió el poncho”), y que también, en lenguaje familiar -según el DRAE- da a entender que lo que se dice es incongruente, “o que uno se divaga o se extravía en el raciocinio o discurso”.

Pues fue por los cerros de Úbeda en donde nació Joaquín Martínez Sabina, en el invierno de 1949, en plena posguerra española, en una España aún tercermundista y carcomida por el hambre, el estraperlo y la mediocridad del fascismo en su versión más barata, el franquismo. Úbeda es una ciudad/pueblo ubicada en Jaén, una provincia de la Andalucía sin mar y sin las bellezas moras de Córdoba, Granada o Sevilla. No nació Joaquín Sabina, sin embargo, entre  aceituneros heroicos y altivos,  inmortalizados por Miguel Hernández en el poema que musicalizara Paco Ibáñez, sino que su padre fue nada menos que un policía -¡de la policía secreta!-, y su madre, una señora ama de casa.

El devenir del destino o del azar haría que el hijo de aquel gris funcionario de trabajo tan desprestigiado se transformara en una superestrella del rock español , del pop en castellano, y un gurú de la progresía de España y de Latinoamérica. Un salto social y cultural que la peculiar segunda mitad del siglo veinte español pudo permitir a más de uno: en realidad, a miles. Ha circulado la anécdota de que, en plena agonía del franquismo, Joaquín era uno de los muchos jóvenes que volanteaban o ponían cocktails molotov. Lo que tuvo de singular su situación fue el modo en que lo llevaron detenido: su propio padre fue a despertarlo a la cama matinal a decirle que debía llevarlo consigo.

En las canciones de Sabina, es posible encontrar múltiples referencias a los cuentos infantiles: “el pirata cojo” (tópico de una maravillosa canción), Peter Pan ( el chico que no quiere crecer –como él- es citado en varias oportunidades), Cruela de Vil, princesas, hadas, cenicientas, brujas, Robinson, Gulliver, el flautista de Hamelín, Barba Azul y varios otros. Pero no hay ningún ogro que represente a ese padre.  No parece haber sido con su hijo el filicida, el Saturno goyesco devorándose a su hijo. 

Ese policía, Jerónimo Martínez, además de fisgonear la vida de los estudiantes de izquierda como el que tenía en su casa, poseía otro hobby: la poesía. Leía y daba a leer a su hijo a Fray Luis de León, a Jorge Manrique. Y también escribía versos: Sabina recuerda que el policía secreto tenía mil tomos encuadernados con “cientos de poesías a cualquier cosa”. Cuando el ya casi treintañero Joaquín realizó el servicio militar (la “mili”), en 1978, en  Palma de Mallorca -a su regreso de su semiexilio en Londres-, recibía las cartas de su papá con los datos personales en forma de versos rimados sobre el sobre. Y, por cierto, pasaba gran bochorno por ellos porque su superior, al repartir el correo, lo hacía leyendo el destinatario  en voz alta.

Ser del Sur.

Podría decirse que los andaluces tienen inscrito en su código genético un don endemoniado para hacer versos. La lista de los principales poetas españoles incluye a un pelotón de andaluces: desde las antiquísimas y anónimas jarchas, pasando por Góngora, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, y varios etcéteras que estarían  llegando hasta el propio Joaquín Sabina.

En un comienzo, todo parecía indicar que el chico que escribía versos en cuadernos rayados en su época de liceal, y que elegiría como carrera nada menos que Filología Románica en la Universidad de Granada (una forma castiza algo ampulosa de llamar a la vulgar carrera de “Letras”), pasaría su vida dando lecciones de literatura española, o de francés, en institutos (liceos) de provincia, al más puro estilo Antonio Machado.

Pero a los catorce años, junto a los granos y la masturbación, llegó a la vida de Sabina una guitarra. En los años 60 el rock sonó hasta en los cerros de Úbeda: el granujiento adolescente tocaba con sus amigos temas de Elvis en español. Luego la vida en Londres haría el resto de la ingeniería genética: a los ancestrales talentos andaluces se le sumarían siete años ingleses , nada menos que la década del 70 con sus Beatles recién disueltos, sus Rolling Stones y su Bob Dylan. Sabina llegó hasta Londres con un pasaporte que no era el suyo, huyó de los sabuesos como su padre, y se instaló a hacer vida de exiliado y de okupa o de squatter. Se ganó la vida cantando en el metro y en la calle, y se enamoró de una sudaca, Lucía, una argentina con quien se casaría y a quien es posible rastrear en la melancólica canción  “Eva tomando el sol” y en la oficinista de “Caballo de Cartón”.

Madrid me mata.

En el cruce del Sur (la Andalucía milenaria, árabe, judía, gitana y cantaora), y el Norte (el gélido Londres punteado de pubs), está Madrid. Madrid es la gran capital -central- que no puede desprenderse de la memoria de haber sido hasta hace muy pocas décadas una ciudad rodeada de chabolas, a pesar de su Museo del Prado y su Hotel Ritz, de sus torres de cristal y su autopista meridiana. Joaquín Sabina se instaló en ella en 1978, con el cadáver de Franco casi fresco y una euforia política, sexual y cultural excepcional a la que poco después sucedería el llamado “desencanto”. Nadie puede identificar a Sabina con suerte alguna de patriota: nada más lejos de ese personaje que él ha creado de sí mismo que la manida palabreja  “patria”. Sin embargo, Sabina ha compuesto verdaderos himnos a Madrid, al mejor estilo nacionalista, épico y heroico.

Uno de ellos es una canción sencillamente inolvidable, titulada “Pongamos que hablo de Madrid”, con dos versiones contradictorias, que justamente dan con el dedo en la llaga de la identidad. Parafraseando a Simone de Beauvoir: ¿uno nace o se hace? Sabina nació en los cerros de Úbeda pero el asfalto de Madrid es su tierra. La eligió él, o la vida por él, que viene a ser muy parecido. El conflicto entre Sur y Madrid (si es que lo hay) ha sido resuelto por el compositor de un modo muy sencillo: haciendo dos finales para su himno, quedando bien así con ambos costados de su corazón. Así, una de las versiones finaliza con  “Cuando la muerte venga a visitarme/que me lleven al sur donde nací/ aquí no queda sitio para nadie.../pongamos que hablo de Madrid.” Y la segunda versión, que añade con su puño y letra en el libro que recopila sus canciones, dice: “Cuando la muerte venga a visitarme/ no me despiertes, déjame dormir/ aquí he vivido, aquí quiero quedarme/ pongamos que hablo de Madrid.”

Las menciones en sus letras a la estación de Atocha –la mole de hierro y vidrio contigua al Retiro que recibe en Madrid a los trenes que vienen del Sur- no sólo son numerosas y simbolizan su peripecia vital , sino que cristalizan en el segundo gran himno a la ciudad, “Yo me bajo en Atocha”, editado dieciocho años después en el disco compuesto a medias con Fito Páez, canción en la que se percibe una necesidad de salir corriendo de las garras de uñas pintadas del rosarino hacia la tibieza acogedora del carro de la Cibeles.

El pasajero.

La retahíla con que termina el tema, y que permite que siete versos comiencen con la anáfora “pero siempre hay un” algo que es atraído inexorablemente hacia Madrid, menciona las palabras “tren”, “barco”, “coche,” “vuelo”. Aquí y en muchos otras canciones, obsesivamente, Sabina utiliza como metáforas obvias de la existencia vehículos que viajan (¡incluye hasta lomos de yegua!). Nada más bonito que imaginárselo con sus lentes oscuros y un cigarrillo apagado en la comisura de los labios, meciéndose en el movimiento del vagón del metro, pensando un verso como “el tiempo es un microbús”, o una lista de comparaciones “Errante como un taxi por el desierto”, “(Huraño) como un barco sin polizones” o “oscuro como un túnel sin tren expreso”, mientras las estaciones de la línea azul se suceden: Bilbao, Tribunal, Gran Vía, Sol, Tirso de Molina, Antón Martín, Atocha...

En el jugosísimo homenaje que su amigo y colega Luis Eduardo Aute compuso a Sabina “Pongamos que hablo de Joaquín”, se encuentra el inefable hallazgo “Aunque andaluz de fin  de siglo/universal, quiero decir/ no sé qué tiene de rabino/cuando le miro de perfil”.  Y mucho tiene de judío errante el personaje que Sabina crea y que nos hace creer a todos que es autobiográfico.

Por sus versos pululan las maletas, los cajones vacíos, los bolsillos en donde se busca algo que se ha robado. Sin embargo, frente a tanto desarraigo y tanta metáfora de transitoriedad en sus versos , frente a tanto símbolo de desintegración de la identidad, frente a tanto espejo (las canciones están llenas de ellos) en que tanto personaje se mira para ver quién está ahí, hay un sólido mundo que hace las veces de hogar, dulce hogar,  con una raíz profunda en el corazón de la tierra, o más bien del cemento: son los bares. El bar, el bar nocturno, es en Sabina la verdadera cueva del animal llamado ser humano. 

Endemoniado poeta. 

Sabina se mueve siempre en la polaridad de las paradojas, de las antítesis, de los quiasmos y los oxímorons. Un profesor de literatura podría volver locos a sus alumnos de quinto año de bachillerato si Sabina estuviera en los programas de Secundaria. La paradoja (mayor aún que la ecuación “hotel, dulce hotel, hogar , dulce hogar”), que tiñe obsesivamente la poesía de las canciones de Sabina, es que entre los desconocidos de la barra de un bar se produce la mayor intensidad posible de contacto entre la especie humana, y, por el contrario, en la vida rutinaria es cuando se produce el mayor alejamiento.

Aquí el cantante se enrosca en un discurso adolescente, pro-lumpen, que no le ha sido pocas veces recriminado: idolatra ladrones, putas, drogadictos, travestis, presos, suicidas y toda fauna viviente que se aparte de la convención. Es la apología del “macarra de ceñido pantalón”: en el libro que recoge sus letras, Sabina agrega anotaciones con su puño y letra y, justamente a la canción “Qué demasiao”, del disco Malas compañías, le apunta: “Aquí encontré un camino suburbial luego transitado ad náuseam”. Un camino que sin duda transitan también tradicionales personajes fatídicos, como Belcebú (que suele aparecer bajo diferentes rótulos, como por ejemplo “Mi amigo Satán”) y hasta realiza en él un buen trecho con Sade, con quien opina que “al deseo los frenos le sientan fatal”. También se cruza con Casanova y por supuesto con Drácula.

Juez, parte y cuentista.

Este “malditismo” tiene su justificación en la hermosa canción “Princesa”, dedicada a una heroinómana, uno de cuyos sus versos le pone título al disco: “¿Con qué ley condenarte/si somos juez y parte/ de todas tus andanzas?”

Muchas veces se ha dicho que en realidad Sabina es un fotógrafo, un retratista tecnologizado que toma instantáneas de los “nacidos para perder” con la ciudad de fondo, con ese  paisaje urbano de espaldas al mar y a la primavera, bajo un cielo teñido de humo y enredado de antenas y chimeneas y cables.

Sin embargo, la lectura de este libro de trescientas veintiocho páginas, donde se registran dieciséis álbumes y decenas de letras de canciones, muestra a Sabina bien lejos del testimonio. Por supuesto que lo que escribe tiene un fuerte efecto de “realidad”: así la chica  de Eva tomando el sol, mientras Adán emborronaba partituras, “  freía las patatas”, en un verso de un prosaísmo pocas veces superado en toda la obra de Sabina.

Pero mucho más que periodista amarillo, que ojo perspicaz siguiendo el rastro de ladronzuelos y traficantes de droga del bajo mundo, él es un contador de historias. Cada canción es un cuentito, un cuentito breve hasta a veces con moraleja. Y cada estrofa a menudo evoca las rimas cantadas en corro por los niños. Los juegos de palabras, las rimas consonantes más machaconas, donde los finales de verso coinciden con los finales siguientes de modo sorpresivo y juguetón, las retahílas donde se repite una palabra mágica hasta el cansancio, nos llevan directamente a la poesía popular andaluza, al romance que se regodea en el sonido mágico de las palabras pero que también nos narra una historia.

Literatura antiliteraria.

Estas canciones son literatura... el problema está en dilucidar qué literatura. Están bien lejos de la poesía de libro. En primer lugar, porque son mucho más divertidas. El humor es un ingrediente fundamental en los textos de Sabina, y hasta algunas veces  toda la canción es una gran carcajada . Es imposible escuchar o leer “Pacto entre caballeros” sin reírse, imaginando a Sabina y a los ladrones tomándose una foto carnet y pareciendo “la cuadrilla de la muerte”. Pero aún en las canciones más tristes y patéticas el humor aparece en la comisura de los labios, como en el homenaje que le hace a Cristina Onassis y a todas las mujeres desgraciadas del mundo. Salvo unos solemnes y panfletarios textos de su primer disco ( como por ejemplo el imperdible “Canción para las manos de un soldado”), Sabina se mofa de todos y de todo, aún con lágrimas en los ojos.

Estas canciones tienen también una desvergüenza que la pudorosa poesía de libro ha perdido hace tiempo: el compositor no tiene ningún complejo a la hora de usar las rimas, por más machaconas que sean. Juega con el lenguaje, incorporando a sus textos decenas de palabras de la calle, rastros de una oralidad que se sabe efímera: las palabras como “colega”, “talego”, “tronco”, son las del argot  madrileño y quizás no se entiendan al otro lado del Atlántico, o quizás ya no se usen en un par de décadas. Del mismo modo, en sus últimos discos, con la latinoamericanización de su producción, Sabina ha incorporado palabras del lunfardo, por ejemplo, sin ningún prejuicio. Si en Madrid no entienden, allá ellos.

Recupera el sabor de la palabra como “cosa”, la mística de la palabra dicha, en oposición a la lectura silenciosa del libro de poemas. Son textos para ser cantados, fueron concebidos simultáneamente a su música, y el propio autor ha tenido miedo de que , sus textos sin música, “puedan ser desabridos como puchero de pobre”.

Los cantos del santurrón.

En sus textos Sabina realiza una reconversión de aquellos rezos insoportables que todo niño español educado en la posguerra había de incorporar. Así, sus textos se transforman en verdaderas “letanías”, reiteraciones  de frases mágicas o palabras talismán, como la anáfora “Hay mujeres que...” en la canción “Mujer fatal”  y el “Ahora que...” de la canción que usa esta reiteración como título.

Un tema interesante sería investigar todo el trauma religioso que tiene Joaquín Sabina moviendo los hilos secretos de su corazón. Se confiesa ateo, pero sus textos rockanroleros tienen la cadencia de los rezos y los tópicos de la Biblia: por allí pasan constantemente las referencias al Génesis y son citados en varias ocasiones Adán y Eva, Caín y Abel, y ni qué hablar de la serpiente, Judas, Jesús, la Virgen, la Magdalena y numerosos lugares comunes de las prácticas religiosas más fetichistas. Seguramente, toda esta herencia y parafernalia católica le llegan más por su fascinación por lo popular que por la credibilidad que lo sagrado tiene en su alma escéptica.

Diosa poesía.

Y sin embargo, no es posible separar a este Sabina cantador y juguetón del Verbo, con el Sabina que ha leído multitud de libros de poesía. Sin los grandes libros de poesía de Vallejo, de Neruda, de Alberti, de Lorca, de Sor Juana Inés de la Cruz, y sin las horas que se ha pasado leyéndolos, este libro Con buena letra , cuyo autor es el escritor Joaquín Sabina, sería inconcebible. Los versos de Sabina están llenos de quiasmos y retruécanos al más puro estilo barroco. Así, en “Una canción para la Magdalena”, encuentra un  maravilloso hallazgo digno de Sor Juana: “la más señora de todas las putas/la más puta de todas las señoras”, pero también están llenos de enumeraciones, de modo nerudiano: hay estrofas enteras que son acumulaciones de rótulos, de sustantivos, de nombres de calles.

Este libro incluye los textos de puño y letra del autor, pero no incluye –no puede- incluir la delicia de la voz de Sabina leyendo en recitales ante un clamoroso público, poemas de otros. Ha quedado grabada la lectura durante un concierto, de un emblemático texto de Neruda, “Oda a la crítica”. Cuando se lo escucha, se percibe el placer de la lengua húmeda de Sabina rozando los labios, pronunciando aquello verso por verso, con un goce  infinito. Es el lector absoluto de poesía, es el lector que escribe y que canta.

CON BUENA LETRA, de Joaquín Sabina. Prólogo de Benjamín Prado.

Temas de hoy, Buenos Aires, 2003, 328 páginas. Distribuye Planeta.

(Incluye numerosos dibujos y fotografías del autor).  

Andrea Blanqué
El País Cultural s/f

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