Colabore para que Letras - Uruguay continúe siendo independiente

Reglas de geometría 
Andrea Blanqué

Aquella tarde habíamos ido a ver la momia del museo de Historia Natural , en el costado del teatro Solís. El museo era vetusto, pero olía a cera, y los animales no estaban apolillados. Antes de llegar a la momia nos habían interceptado el paso un par de cabezas reducidas. Yo ya las había mirado con detenimiento , entonces le hice  algunos comentarios acerca de la decapitación.

En realidad, era un tema que siempre me había intrigado, pues no podía dejar de pensar que durante un instante, la cabeza aún continuara pensando, con conciencia de haber sido separada de su  cuerpo.

El frío era intenso, y en aquellas calles soplaba un viento  infatigable. Ella insistió en mostrarme el edificio con forma de barco que, a tres cuadras de allí, se erigía frente al horizonte.

Nos sentamos en una plaza donde correteaban los niños. Desde nuestro banco de piedra se distinguía perfectamente el edificio, con sus ventanas oxidadas y sus asimétricas aristas como si estuviera siendo sometido al desasosiego de la tempestad y del viento. Los barcos reales colgados en el horizonte se mantenían allí, esperando para entrar al puerto.

Yo le dije que Montevideo era una ciudad espantosa, donde la basura abundaba por todas partes y donde el frío se te colaba hasta en los calzoncillos. Ella me habló de la posibilidad de ver el mar, de los amplios espacios donde se adivinaba el infinito. Yo le hablaba del tono marrón del agua inmensa: si no hubiese tenido olas, habría sido perdonable, le decía, porque todavía podía confundirse con un río. Aquel mar con aspecto de chocolate quitaba el deseo de ensimismarse en él. Ella respondía que a ciertas horas el mar absorbía el color del cielo y tenías el espejismo de que te encontrabas casi en el Egeo, en el Adriático.

Estuvimos largo rato sentados allí, algunos de los niñitos que se hamacaban tenían la cabeza rapada para que no se ensañaran en ella los piojos. Los borrachos, la noche anterior, habían dejado la plaza alfombrada de vidrios rotos y todos los niños corrían riesgo por allí. De todas formas no dejaban de correr, de todas formas nosotros continuábamos allí, ante el frío.

Frente al edificio en forma de barco había unas palmeras ralas que se inclinaban con el viento. Eran raquíticas y obstinadas, debían haber soportado decenas de tempestades y aún estaban allí, en el aire helado.

Yo le dije que tal vez sería bueno comprar una botella de vino, para calentarnos, pero era obvio que el vino lo que iba a hacer era calentarnos la lengua. Ella y yo, cada vez que nos encontrábamos, hablábamos hasta por los codos. Hablábamos de todo: de comida, de la infancia, del sexo, de los viajes, de las abuelas, de películas, de música, de historia, nos contábamos cuentos.

Muchas veces habíamos terminado al alba hablando así, de un tema a otro, sin parar. Lo nuestro era hablar por la calle, jamás nos habíamos aposentado en el sofá de alguna casa junto a una estufa, habíamos preferido siempre deambular y detenernos a observar las puertas, los zaguanes, el rostro de la gente. A ella le encantaba descubrir qué tipo de baldosa adornaba el zaguán en cuestión, si pas de calais , si baldosa inglesa, era experta en esos temas y podía pasarse un buen rato explicándote por qué uno era un azulejo raro y otro no, por qué uno era digno de campanario y otro de letrina. Como los seres humanos, le decía yo, unos hemos nacido para ver el cielo y otros las heces.

Ella era rubia y bajita y siempre aparecía por el mundo despeinada y despintada. Era inconcebible pensarla haciendo faenas de secretaria, como si en lugar de sus botines chatos hubiese tenido tacos altos, como si en lugar de sus buzos tejidos a mano llenos de bolitas , hubiera tenido  un sweter de algodón ajustado a los senos. Alguna vez me había confesado que estaba casi harta de aparecer por el mundo sin una pizca de sexo, droga y rock and roll, tan desabrida, tal vez si hubiese tenido dinero se habría ido a un shopping y se habría convertido en otra, así, por fuera , como sacarse una cáscara y descubrir que abajo hay un cuerpo ajeno , de un color  insólito, de un tacto insospechado.

Me gustaba que fuera mi amiga y no mi amante, y me sentía orgulloso de que ello fuera así, porque siempre había tenido en mi frente grabada a fuego la obligación de penetrar  a las mujeres con las que se comparte una confesión y un vino, pero ella era demasiado bajita y para besarla tal vez me debía agachar demasiado. Nunca he tenido hermanas y me agradaba conjeturar que tal vez una hermana fuese una mujer así, distraída y cercana.

Mi carencia de hermana me hizo ver las mujeres siempre como seres de otra raza. Estaba mi madre, claro, pero trabajaba muchísimo y por las noches se quedaba corrigiendo exámenes. No tenía tiempo de ponerse delicadamente delineador en los ojos, ni de hacer pasteles. Mi madre estaba divorciada, y ello era un estatuto peculiar, de niño siempre me sentí culpable por tener una madre que había sido de un hombre y lo había perdido, seguramente por su causa, ahora andaba por el mundo sin hombre al costado y eso me resultaba extrañísimo. Mi padre, en cambio, se había vuelto a casar, y tenía más hijos, dos varones, como yo,  así que la carencia de hermanas y de niñas se extendía por todas partes.

De niño añoraba el perfume dulzón de la colonia de las niñas, las observaba en el patio de la escuela jugar al elástico, a la cuerda, al pata-pata, daba cualquier cosa por espiarles un trocito de bombacha bajando la escalera de la escuela. Las maestras las hacían ir en pleno invierno en pollera, prohibiéndoles los pantalones y por lo tanto generando en sus muslos piel de gallina por doquier. Las niñas se sostenían el pelo con unas vinchas anchas y era un placer tirarles sutilmente de un mechón en plena clase por atrás y generarles enojos y protestas. Después pasó el tiempo y  comencé a acostarme con muchas chicas, pero dentro de aquellos cuerpos calientes y repetidos no encontraba las niñas de antaño, las que se peleaban con los varones y nos sacaban la lengua y a quienes hacíamos llorar tirándoles chumbitos.

Las mujeres se habían convertido en animales húmedos siempre sedientas de amor y angustiadas por la posibilidad del sida y del embarazo.

Ella era una amiga, solamente, y su cuerpo menudo y envuelto en un montgomery escocés no me producía el sentimiento obligatorio de seducirla.

Esa tarde pronto se convirtió en noche, y a pesar del viento pesado e insistente nosotros continuamos caminando por allí, teníamos hambre y nos pusimos a pensar en qué podríamos comer. Estaba agobiado de los carritos apestosos que impartían choripanes grasientos, las pizzas del barrio serían obviamente recalentadas, al final optamos por meternos en el Mercado: era viernes y ya estaban por cerrar. El Mercado olía a orines de gato, yo me quejé, por supuesto, siempre he sido un individuo quisquilloso e intolerante, lo cual me ha gustado mucho, pero ella que tenía un espíritu conciliatorio admirable  me explicó con serenidad que gracias a la presencia de ese par de gatos de pelajes inverosímiles las ratas no circulaban libremente bajo nuestros pies.

Decidimos comprar un gran salamín en una tienda donde estaban mirando el informativo -yo siempre llevaba conmigo una pequeña navaja y podía cortarlo-  un pedazo de queso, pan de bolsa y obviamente más vino tinto. Ella me comentó que una vez había dialogado con el dueño de la verdulería del fondo y que éste le había contado que tenía cuatro hijos propios y cuatro hijos adoptivos. Al salir del mercado nuevamente al frío intenso le confesé que siempre había tenido temor de ser un niño adoptivo, temor de no recordar el terrible momento en que una madre anónima me hubiese dejado en un orfanato; quizás mi madre adoptiva habría demorado en comprarme y yo tal vez habría pasado días, semanas, tal vez meses esperando el calor de un regazo, con un agujero enorme en el cerebro, yo bebé, ya perdido para siempre, aunque finalmente adoptado. Ella me aseveró que toda la gente tiene esos temores, o cuando menos la atroz fantasía de no ser hijo verdadero del padre en cuestión, como si todas las madres del mundo hubiesen sido casquivanas y hubiesen frecuentado los bajos fondos antes de quedar preñadas.

Nos comimos el salamín y el queso en la Plaza Matriz, ya vacía a aquellas horas. La Plaza Independencia sea la hora que fuese siempre tenía su gente, estaban los coreanos de los barcos y también los bichicomes que dormían con sus perros bajo el ceibo, pero la Matriz pasadas ciertas horas no era un hogar sino un extraño monumento.

Luego caminamos hasta la Plaza Zabala, allí apuramos el vino que nos quedaba y seguimos por la calle Washington, hasta el Hospital Maciel, hasta su pequeña capilla, cada día más bonita, especialmente en aquella oscuridad helada.

A pesar del frío y del entumecimiento nunca nos había dado por abrazarnos, lo nuestro era caminar por las calles y hablar, era tan bueno hablar, nos sentaba bien, resultaba armonioso, ninguno se oponía con fervor al otro.

Fue al doblar nuevamente la esquina de la calle Washington donde nos cruzamos con el poeta.

Yo lo conocía de antes, de noches de anfetaminas, de esas que parecen no finalizar jamás; en una oportunidad habíamos compartido juntos un cumpleaños de homosexuales que se desnudaron y corrieron por el pallier del edificio. En aquel apartamento los dueños de casa tenían una habitación donde dejaban escribir  las paredes con lápices de punta fina. El poeta allí grabó un autorretrato verbal y luego se emborrachó e  insultó a todo el mundo. Cuando nos fuimos de la fiesta el poeta no cabía en el taxi y mientras nos alejábamos nos maldecía hasta hacerse cada vez más pequeño.

El poeta estaba por regresar a Inglaterra, en donde vivía seis meses al año. Escapaba del lluvioso invierno, de la brumosa oscuridad, y se venía aquí, a rodar por las calles hasta la madrugada. Luego dormía.

Aquella noche ella y el poeta se presentaron cordialmente, él siempre parecía estar muy interesado en las  nuevas personas que irrumpían por su andar en la calle, preguntaba con perspicacia los detalles fundamentales de la persona, sonreía enigmáticamente. El poeta ya había pasado los cuarenta años pero siempre estaba igual, atractivo y repugnante, con su armazón de anteojos renovado cada tanto según las leyes internacionales del diseño.

Yo quedé un poco titubeante porque se rompía ya sin remedio el dulce devenir de la conversación, la compañía fraterna anhelada que ella me producía en el espíritu, el rondar por las calles del costado del puerto mientras el viento nos levantaba el pelo caóticamente.

El poeta nos instó a ir al Fun-Fun , a escuchar tango. Ella aceptó encantada, yo asentí. Como era viernes, el Fun-Fun estaba desbordante de gente. Las mesas estaban ocupadas desde hacía horas, había una gran cantidad de mujeres de más de cincuenta años con abrigo de piel y labios carmín. Había hombres de cutis violeta  apoyando el codo en la barra.

El humo era espeso y el poeta al aspirarlo sonreía . Yo sabía que el poeta se acostaba con todo tipo de ser humano, cualquiera fuera su sexo o edad. Era verosímil que practicara el sexo oral con aquellas mujeres de peinados oxigenados, el sexo anal con el borracho último de la barra, sadomasoquismo con los adolescentes heavy metal que en aquel momento pasaban delante del Fun-Fun, y masturbación con el espejo. Ella tal vez lo presentía, pero prefería preguntarle acerca de su obra o de la depresión del norte de Europa  en los tiempos en que no se veía el sol.

Estábamos allí los tres en el Fun-Fun, de pie, con las manos metidas en los bolsillos, viendo a toda aquella gente apiñada y sumergida en la noche y el deleite; los cantantes de tango se deshacían al cantar, dejaban el alma a merced de todos nosotros, escupían sin quererlo, sudaban y cerraban los ojos. Un sentimiento de ajenidad y de pertenencia muy fuerte me embargaba, no sabía si ese oscilar era yo mismo o el vino que había pasado a resolver por mí.

El poeta le hablaba y parecía muy dulce en esos momentos , nadie hubiera dicho que era un hombre capaz de armar camorras en los bares, de arruinar las fiestas y los  cumpleaños, de amenazar con picos rotos de botella a cualquier inocente que se topara con sus crisis.

Recordé los triángulos isósceles, aquellos tan bonitos que nos hacían calcular en la escuela, muy diferentes del equilátero, por donde se los mirara, porque lejos de ser democráticos como éstos, eran irremediablemente injustos;  había dos lados iguales, homogéneos , solidarios entre sí y luego un lado distinto, solitario. Cuando nos encontramos con el poeta así de improviso en la calle Maciel y Washington nosotros dos éramos los lados gemelos del triángulo, y el poeta el otro, pero ahora en el Fun-Fun, en medio del humo y de todos aquellos que eran felices en el tango , yo era el lado no correspondido, la parte aislada del isósceles.

Y como  triángulo isósceles continuamos aquella noche, yo situado en un andamio con un vértigo espantoso y ellos en cambio encaramados a un trapecio de circo sin un ápice de miedo ante el vacío.

Los tres bebimos mucho. Cuando los tangos se acabaron y la gente comenzó a ponerse los pesados abrigos, cuando las ojeras en los ojos cansados comenzaron a advertirse nítidamente pese al maquillaje, cuando los mozos comenzaron ensimismados  a barrer y a correr las sillas, el poeta continuaba detrás del humo del cigarrillo y el armazón de moderno diseño, detrás de su sonrisa  en donde se mezclaba la adulación y la ironía.

Nosotros fuimos los últimos en abandonar el Fun-Fun, habíamos mezclado uvita y medio y medio, habíamos continuado con el vino, habíamos pedido nuevamente salamín picado con pan, el poeta bebía whiskey, nosotros vino y el mozo  solicitó que nos retiráramos.

Yo le propuse acompañarla hasta su casa, aunque no tomábamos los mismos ómnibus , de todas formas luego yo podía seguir caminando. Estaba francamente borracho, pero no en el estado patético aquel de rodar por el suelo; la borrachera hacía que tan sólo viera al poeta adornado de fauces de cocodrilo; quería advertírselo, incluso en alguna  oportunidad  lo intenté, pero ella parecía haberse convertido en un pajarito posado en la cabeza del enorme lagarto.

El poeta había consumido mucho alcohol  pero daba la impresión de  estar sosegado : nos propuso cruzar a la parrillada de enfrente, a Los Montañeses, a comer . Nos dijo que allí hacían en la parrilla unos chinchulines estupendos. Yo odiaba los chinchulines, me habían hecho vomitar una vez de niño, había visto en un video cómo unos performancistas atosigaban al público revoleando por los aires chinchulines y y cómo los espectadores huían hacia los costados del escenario, aterrados.

Los Montañeses era una parrillada que de día permanecía casi vacía, a veces se veían canillitas del barrio que iban allí  a comer un trozo de asado y un vaso de vino tinto y a ensimismarse en la modorra mientras dejaban el fardo de papel en el piso. Pero de noche todo era diferente, muy diferente.

A las dos de la madrugada era posible encontrar numerosos marineros rusos, polacos, noruegos, mezclados con prostitutas. Aquella noche, sin embargo, los marineros eran de Asia. Ella dijo que a su entender eran chinos, el poeta se empecinó en que eran coreanos, yo barajé la hipótesis de que allí hubiese un poco de todo, todo el Océano Pacífico con sus genes mezclados allí, en aquellos biotipos horrorosos, hombres  carcomidos por el mar y la violencia.

Las prostitutas eran básicamente jóvenes: sentadas en la falda de aquellos hombres con camperas oscuras y pieles cobrizas, parecían lechosas, desteñidas, todo rastro chaná o guaná o guaraní había intentado ser borrado de aquellos rostros: pelo teñido de amarillo rojizo, ojos con párpados verdosos agrandados por el rimmel, boca fucsia. No había allí negras. Ninguna estaba embarazada.

Los hombres les daban de comer. Ellas tenían frío, las minifaldas eran totales, devastadoras, mostraban aquellos muslos aplastados contra sí, contra el  muslo compañero y la falda de cuero, qué frío resultaba el invierno en la calle, cuando había que mostrar inexorablemente la piel, la carne.

El poeta las observaba con detenimiento, yo presentía que podía haber camorra aquella noche, pero después de todo, quizás la histeria del poeta contra el mundo me salvara, me llevara lejos de allí con ella del brazo, huyendo nosotros dos de la bilis y de  los gritos, de la noche sin luna en la que el encuentro en la calle Maciel nos había embarcado.

Pero las prostitutas ignoraron al poeta y prosiguieron comiendo sus trozos de asado, su pan. La comida les hacía bien, les hacía bien el fuego de la parrilla y que  los marineros les acariciasen las rodillas.

Me desagradaba que el poeta se hubiese inmiscuido allí, en Los Montañeses, queriendo fisgonear la vida de las prostitutas, anhelando ser un coreano, un lumpen; en realidad, no se lo merecía, no valía ni la décima parte de aquellas vidas, en aquel momento yo lo odiaba. El poeta estaba ya tan borracho que era inevitable que algo sucediese, tal vez vomitara, tal vez amenazara a algún marinero con el cuchillo que le habían traído, tal vez comenzara a tirar los platos al suelo hasta que se hicieran trizas mezclados con los chinchulines. Yo quería irme, pero no podía dejarla bajo ningún concepto allí, con aquel hombre todopoderoso, con el alcohol , las prostitutas y los marineros.

En un momento me descuidé y cuando volví a mirar vi que el poeta y ella se estaban besando; aquello era terrible, vertiginoso: yo le dije, esperá un momento, no sigas, han tomado mucho vino.

Pero ella lloraba y recostaba la cabeza en el hombro del poeta, que en aquel momento le contaba cómo su padrastro lo sometía a castigos en la infancia, porque él había sido un pequeño huérfano , de sólo cuatro años, con una madre lasciva vuelta a casar con un espantoso sádico que lo desnudaba para azotarlo, le daba latigazos con la correa de ir a pasear su setter irlandés, se sacaba el cinturón y le clavaba la hebilla en donde fuese, luego lo encerraba durante horas en una alacena donde se guardaban las escobas y los insecticidas; el padrastro a veces abría la puerta súbitamente y entonces le echaba un balde de agua fría encima, volvía a cerrar la puerta y a veces hasta avanzada la madrugada lo dejaba allí, hecho un ovillo, aquellas noches de cucarachas y escalofríos el poeta había llamado a los gritos a su madre pero su madre no venía y el poeta,  pequeño y niño, la presentía haciendo el sexo con el hombre que lo había llenado de moretones y tajos en la espalda. Tembloroso, hinchado, el poeta esperaba a que lo sacaran de allí, al otro día debía ir a la escuela y explicar  a los curiosos que los moretones y chichones habían sido el resultado de un partido de fútbol.

Ella escuchaba al poeta y lloraba, le caía agua por las narinas , le tomaba la mano, le acariciaba la frente.

En aquel momento el triángulo isósceles se había hecho definitivo, inamovible, pensé en los triángulos que utilizaban los barquilleros para anunciar en los parques su mercadería, triángulos equiláteros de hierro brillante que sonaban alegremente tan tin tin tan para anunciar la dulzura y el sabor de los barquillos. El barquillero lo hacía sonar y se detenía el griterío de los niños, se detenía la subida al árbol cuando apenas faltaban un par de ramas, se detenía la charla de las madres con las faldas llenas de abrigos y bufandas de los niños. Era un triángulo equilátero poderoso, igual a sí, era perfecto.

Pero aquello ya era un triángulo isósceles para siempre. El poeta se la había ganado y la tenía apretada contra su corazón, había contado su historia, la que nunca aparecía en los poemas, la que no confesaba en las entrevistas de las revistas literarias, le había explicado incluso que cuando su padrastro le pegaba aquellas terribles palizas él se meaba siempre, no había forma de controlar los esfínteres a pesar de que se lo prometía a sí mismo  para la próxima vez.

A las cuatro menos cuarto de la mañana abandoné Los Montañeses, ya casi no quedaban marineros ni prostitutas, sólo ella y el poeta continuaban sollozando y riendo y hablando en un susurro caliente.

Yo caminé unas cuadras hasta Dieciocho y allí, absolutamente helado, a merced del viento del Salvo, tomé un ómnibus.

Una semana más tarde ella me llamó por teléfono para decirme que  se iba a casar con el poeta y que se iría a vivir con él a Londres. Sólo faltaba terminar  con unos papeleos. No volví a verla.

La semana pasada , un ex - compañero de clase que había ido a Inglaterra a visitar un pariente, me contó que se  había cruzado con ella en el metro de Londres . Estaba pidiendo dinero, sola, con un sombrero en la mano. Su rostro estaba embrutecido. Temía que le viniese el mono. Se lo explicaba a la gente. Era una yonqui, necesitaba como fuese inyectarse heroína.

Andrea Blanqué
La Piel Dura, 1999

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Blanqué, Andrea

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio