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Mi sobrina Adela
Andrea Blanqué

Mi sobrina Adela  viene a visitarme una o dos veces por semana. Lleva una campera de cuero, últimamente, los pelos desgreñados y botas Peter Pan. Ayer traía consigo una cámara de video, que por cierto, debía ser muy pesada. Está haciendo trabajos para sí, filma gente y animales. Se ha presentado a cuantos concursos existen. Sólo una vez obtuvo una mención, sin dinero.

No tiene novio, a veces está presa de la euforia y yo presiento que ha vivido una  o dos noches de amor rabioso en esos días. Luego reaparece absolutamente melancólica. Yo nada pregunto, porque no necesito que me  explique su historia.

Mi sobrina Adela es muy parecida a mí, a su padre, a mi madre, a mi abuela. Cuando nació y vi ese rostro arrugadito supuse que todos habíamos sido así en otros tiempos, equivalentes.

En el álbum de fotos que he ido recopilando - que nada tiene que ver con aquellos primorosos de los daguerrotipos, sino que consiste en fotos en color más bien fuera de foco, tomadas con un flash intempestivo, fotos de descarte, las que de todo un rollo salieron mal- en este álbum los rostros se ven de refilón, casi de contrabando. Allí, entreveradas entre las modas, los cortes de pelo, las sombras verdes de los párpados  , los laciados , las minifaldas y  los vestidos a lunares, están las facciones, las huellas borrosas de una genealogía.

Cuando era joven me decían La Griega. Con el pelo negro  me hacía una banana en la nuca, mis cejas tenían el tamaño de un dedo pulgar. Nunca me quité el bozo. En 1961 viajé a Siena becada a estudiar italiano. Durante unos meses  estuve allí, en una universidad para extranjeros, mezclada entre hindúes, iraníes, costarricenses, alemanes y muchos , muchos griegos. En los pasillos, trataba de recordar frases elementales que me había enseñado mi abuela. Me contestaban y yo me sonreía bobaliconamente, porque en verdad no les entendía nada.

Tenía de griega un apellido, una fisonomía y un pasaporte. El resto era mitología en pastillas de enciclopedia.

Los estudiantes griegos formaban un nido compacto. Yo venía de Sudamérica y en realidad no logré hacer  amistad con nadie. Todos los compañeros de clase me parecían bastante estúpidos, y posiblemente debían serlo. Eran torpes y lentos a la hora de aprender el italiano, les resultaba lejano y fantástico el tiempo del subjuntivo, del deseo y la probabilidad.

Yo después de clase huía por las calles medievales de Siena, caminaba con dos o tres grados bajo cero durante horas, hasta la medianoche, finalmente me iba a acostar- la caminata había conjurado el frío- y yo que guardaba castidad desde hacía un par de años presentía que en cualquier momento iba a irrumpir  otra vez el sexo dentro de mí.

No es que tuviera pesadillas pornográficas, ni que observara con apremio a los muchachos que a mediodía devoraban polenta en el comedor universitario enfrente mío. Pensaba sencillamente que mi cuerpo poseía una sabiduría ejemplar,  un recurso casi telepático para reconocer el cambio, la metamorfosis, el traslado del sosiego y la caminata  al animalesco gemido del jabalí.

Visitaba muchas iglesias para admirar el arte románico, observaba Madonnas, ángeles que irrumpían en la vida tranquila de una muchacha, o también aquellos cuadros de degollinas como la que hicieron Salomé o Judith. Los museos abundaban por aquellas zonas. En el helado eco de mis propios pasos sabía que toda mi vida iba a recordar aquel deslizarse mío por entre los frescos y las columnas, por entre los retablos.

La abstinencia sexual había sido común entre los que habían hecho ese mundo, los cuadros reproducían una y otra vez a la virgen tal, al ángel cual, al santo aquél. Parecían todos saludables, todos bellos, sin aspecto de penetrados ni penetradores. En aquellos años yo comía muy poco, por naturaleza,  y no tenía buenas ropas de abrigo. La beca sólo me permitía compartir una habitación en la casa de una familia ahorrativa y yo de vez en cuando me permitía el lujo de comer chocolate. El chocolate me hacía recordar el sexo, pensaba, cada vez que deshacía una tableta con la lengua: "¿cómo he podido prescindir de él?" . Muchas veces además de los ángeles y de las madonnas , encerrados en los marcos de los cuadros, había enormes cuerpos desnudos, en exhibición. Comparaba aquellas masas de piel y carne, abiertas a los ojos de todos ( a la mirada de sus contemporáneos y también a los ojos fijos de seres provenientes del futuro, como yo) con mi propio cuerpo envuelto en camiseta de franela y medias hasta los muslos, sumergido en un abrigo marrón que mostraba mis rodillas. Mi cuerpo era lo que no se podía exponer, lo que no debía ser acariciado.

Ninguna de aquellas enormes masas de cuerpos desnudos me excitaba, pero la perspectiva de ser yo misma uno de ellos era francamente  perturbadora. Conjeturaba con mi  cuerpo reproducido por un pintor, con mi cuerpo copiado hasta la última vena, hasta el último músculo. Y miles de ojos delante de mí durante siglos.

Cuando recorría las basílicas de piedra vacías hasta el eco, sentía la convicción de que alguien estaba ahí agazapado detrás de una columna, dispuesto a desvestirme.

Era lógico que con aquellas sensaciones que me llegaban a cada momento, me acostara de un día para otro con mi profesor de Historia del Arte. No recuerdo exactamente cómo sucedió.

Su clase comenzaba a las ocho de la mañana , yo me sentaba en primera fila y él proyectaba diapositivas. Explicaba el románico, y con su brazo , al pasar por los pasillos, me rozaba el codo.

Lo consideré azaroso en un comienzo, luego me empezó a producir una vibración aguda en el vientre. Tenía casi veinte años más que yo.

Supongo que dar clase a jóvenes extranjeras cada año era un desafío a la fidelidad hacia su esposa. Porque estaba casado, y además tenía dos hijos. Pero me lo crucé en una de las caminatas hacia las siete de la tarde en la puerta  de una iglesia circular , nos saludamos, nos detuvimos y media hora más tarde estábamos haciendo el amor en su automóvil.

Fue extraño en un principio aceptar su piel de cuarenta años. El vello del pecho tenía canas. Me resultaba asombroso, nunca las había visto de cerca, allí. Luego, también su forma de besar era más lenta,  más cansada. Siempre me había acostado con muchachos de mi edad, aunque no llegué nunca a los extremos de Adela, que sale con chicos de liceo. Aquello era distinto.

Era mi profesor pero no mi maestro. Sus clases eran divertidas, eruditas, claras, pero yo no estaba allí para aprender. Por primera vez en mi vida no tomaba apuntes. Estaba suspendida entre la juventud y lo que vendrá. Después de los veinticinco años, la adolescencia ha dejado de ser, de molestar, la estadística de intentar un suicidio se hace cada vez más lejana, y el traje de baño no sienta de aquella manera que tanto embelesaba a los ancianos bañistas.

El profesor y yo comenzamos a encontrarnos al atardecer, cada noche, paséabamos por las calles de la pequeña ciudad que subían y bajaban. Alguna vez nos cruzábamos con estudiantes que nos miraban con rostro de reconocimiento y de asombro, el escándalo podía estallar siempre  por allí. En su automóvil, hacer el amor era engorroso y dulce. Sentía un placer agudo, pero algo no me gustaba del todo: su piel de cuarenta años, el olor a gasolina, la posición de mi pelvis, la idea de su esposa.

Un día me propuso ir a hacer el amor a la casa de un amigo suyo, a una cama. Yo debía llegar antes que él, su amigo era calvo y soltero y me abriría la puerta.

El amigo resultó ser  buen cocinero. Me esperaba con unos spaghettis picantes y un vino tinto traído del pueblo de sus padres. El profesor llegó un rato después  pero no cenó: ya lo había hecho en su casa.

Me gustó estar allí, con los dos. Estaba en un país extraño, hablaba en una lengua extraña, la casa donde me hallaba tenía más de quinientos años, estaba tomando un vino de un sabor indescriptible y pronto iba a hacer el amor, después de haber vivido dos años de castidad.

Pero el vino fue excesivo y pronto pasé de las risas a vomitar. Vomité mucho, el profesor me sostenía los cabellos, su amigo me limpiaba.

El profesor intentó hacer el amor conmigo aún en aquellas condiciones: teníamos un lecho. Hice el amor y volví a sentir un placer agudo pero aún experimentaba el cuerpo del profesor como ajeno y extrahumano. El decía constantemente que me amaba. Yo no lo creía. Después volví a vomitar. No parecía darle asco.

Se fue de madrugada, tenía que dar clase a mis compañeros a las ocho de la mañana. Yo en cambio falté a clase, y me quedé allí, aquella mañana, hablando con su amigo. Estaba acostada en una cama estrecha, y al otro lado del cuarto estaba aquel hombre, a quien yo no conocía, casi nada.

Pero me gustaba hablar con él, en esa lengua que no era la mía. Habló mucho, había tenido una amante, cerca de cinco años, ella se quería casar, y él no, porque a menudo se peleaban y aullaban. Rompían cosas.

Yo nunca creí que pudiera estar casada, de hecho nunca lo estuve, pero al menos hubiese podido tener como tantos la esperanza de una vida de a dos, cortar cebolla juntos, poner un disco, ir al cine al aire libre en verano.

Me resultaba francamente difícil imaginarme de otro modo que deambulando. Veía pasar por las calles de Siena las vespas con el muchacho erguido conduciendo, y la chica detrás, abrazada a la cintura. Podía ser hermoso dar besos en la nuca al novio, y éste girando la cabeza , arriesgándose, para reír y hablar. Podía ser hermoso dormir todas las noches de la vida abrazada a un cuerpo tibio.

En cambio, yo usé siempre bolsa de agua caliente y pastillas para dormir. No me preparaba la cena, hacía años que no amasaba un pastel.

El profesor volvió cerca del mediodía, yo ya me sentía un poco mejor y recordaba vagamente las horas de la noche. El estaba sumamente cariñoso, me miraba con dulzura y cuando su amigo se iba a la cocina me repetía que me amaba. Todo era muy extraño. Así transcurrieron seis meses. Mientras el profesor daba sus clases a otros  grupos yo faltaba a mis otras lecciones , me escapaba de la Universidad y recorría los monumentos una y otra vez . Era invierno y escaseaban los turistas. A veces algún estudiante buscaba mi mirada para hablarme, las extranjeras siempre tienen deseos de hacer el amor con un italiano, parecían decir sus ojos, yo cada día estaba más delgada y más me acostumbraba a pasar  mis horas en el frío. Algún chico me invitó a un salón de baile. Más de una noche mientras el profesor cenaba con sus hijos yo dejaba transcurrir el tiempo con un muchacho tímido  escuchando al unísono los temas de Luigi Tenco y Rita Pavone.

Muchos de los que acudían a los salones de baile a bailar twist habían nacido entre las bombas, en plena guerra. Pero yo no deseaba hablar con ellos más que de tonterías. A veces el profesor se escapaba de su casa, cuando su esposa estaba dormida, y se acercaba con su automóvil a los salones de baile, para ver si yo estaba allí. En dos oportunidades me halló, bailando ensimismada ,  después salimos juntos a las piedras heladas de la noche, riendo. No dejaba de ser ridículo el twist, después de todo.

Tarde o temprano nos encaminábamos al automóvil a hacer el amor. Cada vez me gustaba más aquello. Yo me reía y me burlaba de él, imaginaba al resto de los catedráticos súbitamente apoyando su cabeza contra el vidrio de la ventanilla, rodeando el automóvil, todos observando con asombro al colega con los pantalones bajos y a la alumna sudamericana que no les frecuentaba las clases.

Pero durante el día, fuera del aula, fuera de la Universidad, en las plazas y las fuentes, en los recovecos, observaba mi sombra de manos en los bolsillos azotada por el viento, pisando aquellas mismas piedras que cientos de años atrás habían sostenido a santos y herejes, monjas y curas sodomitas, frailes místicos, campesinos analfabetos aterrorizados por el fuego del infierno, y muchachas  que a los trece años ya estaban a punto de parir un hijo.

No dejaba de recordar que la gente que había levantado  aquellas iglesias  muchas veces no llegaba a los treinta años. A los veinticinco, que era la edad que yo tenía en  ese tiempo, llevaban más de una década trabajando duro, alimentando niños y escapando a la muerte. Cuando observaba con lentitud los rostros de los cuadros buscaba el aliento del modelo detrás de la imaginería del pintor. Todos ellos estaban convertidos en polvo. Aunque hiciera el amor todos los días con el profesor de Historia del Arte nada podía quitarme de la nariz el polvo traído de la tierra, de las piedras, confundido con mi olor, con la grasitud de mi cabello, dentro de mis uñas. Mirarme a los espejos era temible, mirar al profesor fijamente también.

Mi beca terminaba rápidamente. Mi proyecto era , una vez acabados los cursos, visitar  a mis parientes griegos en su isla. Tenía numerosos tíos y primos en Patmos, en Athenas, en el pueblo de Rethimon de Creta. Tal vez pudiera trabajar con ellos un tiempo, conocer sus bailes, sus comidas condimentadas, escuchar su griterío, pero yo sabía que más que nada iba a volver a recorrer las piedras de los muertos.

El profesor sabía que mi partida era inminente, lo mencionaba a menudo. Ahora me llevaba a hacer el amor a hoteles de pueblecitos cercanos, en el camino nos deteníamos a veces  a recorrer pequeñas capillas románicas donde entre la humedad aún podían advertirse los frescos.

El  decía constantemente que yo era bella, que me amaba. Yo le contestaba que no era verdad, que  ninguna de las dos cosas lo era. Por supuesto que también hablábamos de otros tópicos. El, en realidad, sabía muchísimo de la Edad Media, de columnas, arcos y técnicas de escultura, trataba de compartirlo conmigo, y yo, que siempre había sido una estudiante brillante y aplicada, me permitía el lujo de atenderlo a medias, como aquellos alumnos que se sientan en el último banco y están y no están.

A veces , en mitad de tales paseos, me besaba apasionadamente.Yo le preguntaba que cómo era posible para él regresar luego a su casa, besar en los labios a su esposa, la cabeza de sus hijos, él me lo explicaba pero ahora ya no consigo recordar sus argumentos. También hablábamos de cine, eran los tiempos de gloria de la Dolce Vita, de Visconti, de Alberto Sordi. Leíamos juntos versos de Montale. Nunca le creí demasiado aquello del enamoramiento, pero no dejaba de ser hermoso haberlo conocido, con su torso cubierto de vello encanecido y su rostro a medio afeitar.

Cuando me fui de Siena decidió acompañarme. Yo debía tomar el tren para Athenas en Trieste, un tren que atravesaba la Yugoslavia de Tito y que finalmente llegaba a la capital griega . Antes, deseaba detenerme para recorrer un día Venecia, que en el mes de mayo aún no atosigaban los turistas. Casi  no contaba  con dinero. El profesor me llevó hasta allí, en su automóvil. Pretextó ante su esposa un congreso, un ridículo intercambio de universidades. Han pasado muchos años y aún no he logrado concluir si  su esposa le creía todo aquello o no.

El  día que recorrimos Venecia   no dejamos de hablar un instante. El me hacía prometer constantemente que volvería, que después de Grecia, después de Uruguay, después de los años, volvería,  inevitablemente, volvería para él. Lo prometía pero sabía que  aquello eran palabras colgadas en el cielo de Venecia, sostenidas por la luz de las cúpulas donde se reflejaba el sol.

No volvería, no debía ser así.

El tren hacia Athenas partía a las 7 de la mañana.

Permanecimos toda la noche despiertos, hasta la madrugada, en la oscuridad de la pensión, haciendo el amor de todas las formas posibles, porque aquello se acababa, de verdad, se acababa. Los preservativos, que nos habían acompañado indefectiblemente en el automóvil, junto con la incomodidad, el ruido a plástico y los transeúntes indiscretos, aquella noche quedaron  erradicados en la impersonal mesita de luz.

Nunca creí que quedara embarazada, tal vez el profesor lo anhelara calladamente. Cuando comenzó a percibirse la claridad del sol, la niebla inundaba Venecia, cubría los canales y los puentes, no pude despedirme de la ciudad oculta en la bruma.

En la estación de tren , el profesor me abrazó, aquello era esperable, pero me temblaron las rodillas y me sentí aspirar el aire con ansiedad. Un dolor punzante me atravesaba directamente desde la garganta hasta el vientre. El tenía los ojos rojos. Dijo en un momento: ahora sí. Subí al tren y poco más tarde ya arrancaba. Finalmente, así, en un instante, me estaba yendo.

Me fui.

Tras dos días de un tren lentísimo , que se quedaba un par de horas detenido por doquier, que expedía un olor nauseabundo de los baños, que atravesaba maizales eternos, que se llenaba de pronto de taciturnos gitanos, llegué a Athenas.

Sucia , cansada, con hambre y sueño, llamé por teléfono  a mi primo hermano, el hijo de la hermana de mi padre, que cuando niño había estado en Montevideo y habíamos jugado juntos un verano.

Estaba allí, justamente, en su casa, porque trabajaba  para un periódico desde su máquina  de escribir. Dos años atrás había sufrido un terrible accidente; desde un automóvil destrozado lo sacaron rengo para siempre y con grandes cicatrices en el cuello y la mejilla. Mi primo , como muchos griegos universitarios, hablaba italiano.

Luego de la soledad  de Siena cruzada tan sólo por los besos y las palabras del profesor, resultaba extraño estar allí, instalada en el living de la casa de mi primo, un hombre joven lleno de cicatrices pero con un rostro muy similar al mío, que me sonreía constantemente  y me daba la bienvenida a cada paso.

Me llevó con su cojera por numerosos rincones de Athenas. Me hizo probar vinos y licores que me daban tos, me presentó a sus amigos, aunque con ellos no logré entender una palabra. La política les hervía en la sangre.

En la grata hospitalidad de mi primo me di cuenta de que estaba embarazada. No tuve más remedio que confesárselo. Entre citas y reportajes, tuvo tiempo de suspender su trabajo en plena tarde y acompañarme hasta una clínica.

Los días que siguieron me encontraron muda y somnolienta. Había llegado la muerte dentro de mí, y olerla era duro.

Mi primo me propuso viajar a Patmos, una isla bellísima, donde se decía que San Juan había escrito el Apocalipsis, muy cerca de la costa de Turquía. Así lo hice. Viví durante meses en una pequeña habitación sin puerta escuchando a mis tías hablar y reír a los gritos hasta la medianoche. La isla era aterradoramente bella. Desde cualquier colina se veía un mar dorado, negro, blanco, gris. Había días en que la belleza me hacía bien, otros me dañaba en lo hondo.

A veces paseando sola me topaba con pastores ancianísimos y con sus cabras. ¿Eran como yo, me preguntaba, eran verdaderamente como yo?

Al año siguiente viajé a Rethimon y trabajé en Creta en la cosecha de naranjas. Aprendí griego, las manos se me llagaron una y otra vez. De noche dormía como un fardo pero aún así soñaba con las piedras de Siena y el profesor. Cada tanto el barco del correo me traía sus cartas. Eran cartas de un romanticismo antiguo,  fulgurante. Yo apenas las contestaba con una postal.

Cuando contaba con veintisiete años volví a Athenas para despedirme de mi primo y llegar al aeropuerto.

En  la navidad de l963 regresé a Uruguay. La noche anterior a mi regreso hice el amor con mi primo, su cuerpo fallido lleno de cicatrices me resultó muy hermoso y aún me lo resulta en la memoria.

Por varios años el profesor me escribió aventurando la idea de atravesar el Atlántico y venir a verme. También me enviaba telegramas con mensajes cortos, intensos. Yo guardaba estos telegramas en los libros de texto . Durante treinta y cinco años di clases de italiano en varios espantosos liceos, y en los exámenes oscilaba entre la apatía y la cólera, entre el desprecio y la piedad por mis alumnos.

Hoy  Adela regresó y me pidió dinero. Yo le dije que sí, que por supuesto, fui hasta la biblioteca, y tomé de adentro del  forro de un viejo cuaderno trescientos dólares. Cuando regresé con los billetes la encontré llorando, desconsoladamente llorando, llena de mocos y con los párpados con forma de pelota.

Me dijo que estaba embarazada. Me dijo que tenía terror de ser madre soltera. Me dijo que tenía terror de quitarse el niño.

Yo la dejé llorar, hasta que se durmió vestida, sobre el sofá.

Cuando se despertó, horas más tarde,  le dije que yo podía ayudarla con el niño, cuidarlo mientras ella trabajaba, pagarle la guardería, quedarme con él los sábados de noche para que pudiera ir al cine, coserle la ropa y comprarle los pañales desechables. Tengo sesenta años y quizás pueda vivir hasta la adolescencia de su hijo.

Adela estaba desgreñada, hinchada, silenciosa. Tras unos diez minutos de hermetismo me dijo que sí.  

Andrea Blanqué
La Piel Dura, 1999

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