Ana María

 

Ese corredor largo comenzaba en la puerta de roble con dos enormes vidrios labrados. Tenían -cada uno- una flor de lis abierta. La puerta siempre se abría con una manija de bronce. En ese momento se veía dónde terminaba el corredor. Su final era otra puerta de madera de roble, la del dormitorio de Ana.
Lo bonito del corredor era ver por dónde transitaba. Recorría el jardín. El jardín fue siempre de Ana. 
Ana se ocupaba de cada hoja, cada tallo y cada flor en la mañana. En la tardecita, sentada en un sillón de hamaca, las acompañaba.
En octubre florecían las azaleas y el jardín cambiaba de color.
Una mujer realmente hermosa, debió ser Ana en su juventud. Alta y muy delgada. El cabello entre negro y blanco lo recogía en un pequeño moño ubicado muy cerca de su nuca. Vestía con sobriedad.
En su cara, llamaban la atención sus enormes ojos verdes. Los ojos verdes, transparentes, hablaban de su amor. Más cuando sonreía.
El corredor tenía dueño, al atardecer. Ella se sentaba en un sillón de hamaca, con dos almohadones y así pasaban las horas .
Aquí, Ana esperó el amor, los martes, jueves y domingos, al atardecer durante doce años y seis meses.
Un domingo de octubre -cuando florecieron las azaleas- Ana esperó su amor -como siempre- Esperó y esperó. El amor se olvidó de Ana.
Al atardecer, Ana bordaba. Sus finas manos tomaban la aguja, enhebraban el hilo de color y con mucha paciencia dibujaba una azalea en el mantel.
La hija de su hermana Silvia, llevó de nombre Ana María, fue su única sobrina y su ahijada.
Cuando Ana cumplió 45 Ana María tenía quince años.
El octubre, cuando florecían las azaleas el corredor siempre tuvo dueña.
Ana María tenía los mismos ojos verdes de su tía y las finas manos que sabían bordar.
La falda de la tía Ana fue el lugar preferido de Ana María. Juntas esperaban al mes de octubre, que florecieran las azaleas.
Un día la puerta del roble del dormitorio de Ana quedó cerrada. No se abrió más, como todas las mañanas. Ana María comenzó a extrañarla.
Al corredor, le faltó su dueña, al atardecer.
Ana María se sentó en el sillón de hamaca, con los dos almohadones y lloró.
Las azaleas siguen floreciendo en octubre. 
La puerta, con las flores de lis, se abre en la mañana.
El corredor recorre todos los días el jardín sin dueña y termina en la puerta de roble cerrada.

Graciela Blanco

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