El verdugo

Laura Bissio

El sitio a Montevideo transcurría sin novedades. Ese domingo la tropa tuvo franco. López, Montiel y los hermanos Olivera, únicos negros en la guarnición, aprovecharon para arrimarse a la pulpería. Tomaron vino, fumaron, jugaron a las barajas y a la taba. Eran cuatro soldados diestros en el manejo de la lanza y el puñal, cansados de dos años de guerra civil y necesitando un poco de diversión. Se los oía golpear la mesa y reírse fuerte, siempre entre ellos, sin mezclarse con los blancos. Montiel, de veinticuatro años, el más fiero y fornido, tenía fama entre la tropa por su carácter irascible. Su risa profunda y su voz potente estallaban en ecos entre las paredes de barro cuando gritaba “¡truco!” o pedía otra ronda de vino. López era el más joven, apenas veinte años, alto y desgarbado. Se había ganado el respeto de la división gracias a su excelente puntería con la carabina. Al atardecer, mientras los otros seguían la juerga con mujeres, él montó su zaino y cabalgó cinco leguas para visitar a su compañera.

Volvió al cuartel de madrugada. La noticia corría de boca en boca: Ramón Montiel había matado a un teniente. Lo iban a someter al consejo de guerra, pero ya todos sabían que era hombre muerto.

- Fue una riña fuera del cuartel.

- El teniente lo provocó.

Poco importaba, ningún atenuante le salvaría la vida. Había matado a un superior y no se podía tolerar esa insubordinación, era preciso ejemplarizar. La sentencia solo tardó sesenta horas y se cumplió al amanecer del jueves.

Llegada la hora de la ejecución, la guardia lo condujo frente a la tropa formada.

El pelotón de fusilamiento esperaba en silencio. López estaba entre los ocho soldados designados. El fusil le pesaba en las manos, se le resbalaba entre los dedos sudorosos. Al recibir la señal, descargó su arma y sintió una puntada en el pecho cuando vio caer a Montiel.

Entró a la capilla del cuartel buscando al sacerdote. Nervioso, se arrodilló frente al altar y se persignó.

El cura se sentó en un banco junto a él. La voz del soldado sonó lejana, como si hablara con su conciencia.

- Padre, ¿los verdugos van al cielo?

El capellán lo miró sorprendido, se revolvió en el asiento y luego, recuperando el aplomo, asintió con convicción militar.

- Pero m’hijo ¿Dé dónde sacás esas preguntas?

- Es que todas las noches sueño con los ojos de Ramón: saliéndose de sus órbitas, fijos en mí mientras disparo el fusil.

- Vos cumplías tus órdenes, junto con otros siete. Y él fue condenado con justicia. ¿O no te acordás que mató a un teniente?

- Bueno… sí, claro… - Sus ojos se enturbiaron por los malos recuerdos.

- Él estaba vendado, no te miraba, ni a vos ni a nadie. Olvidate de eso.

Pero López no podía olvidarse, tenía la escena metida en la cabeza. Lo perseguía la imagen del reo ajusticiado con la venda caída y los ojos enormes, muy abiertos. Tragó con dificultad, tratando de mantener la compostura.

- Ud. rezó por su alma ¿no? antes de que lo fusiláramos…

- Sí, hijo, sí.

- ¿Y alguna vez también reza por la nuestra? La de los verdugos… 

Laura Bissio - marzo 2006

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