El juego

Laura Bissio

El calor del mediodía me agobia mientras espero el tren de las 12:15 que me lleve a la capital. En todo el andén no hay una sombra donde guarecerse, y el hormigón del piso refleja el sol obligándome a entrecerrar los ojos. No hay nadie con quien intercambiar una queja que ayude a sobrellevar la espera.

Busco un poco de freso en el interior del local, pero allí la temperatura también es sofocante. El único ventilador, en el techo, mueve sus aspas con una lentitud que desafía mi paciencia. Me siento en un oscuro banco de madera, que ha visto pasar todas las generaciones de mi familia. Dos hombres, acodados en el mostrador, conversan con el funcionario de la boletería. Miro el reloj: faltan 5 minutos.

Vuelvo al andén, como si desde allí pudiera adelantar la llegada del tren. Recostada en la columna de un farol, veo las copas de los árboles de la plaza, el campanario de la iglesia y el mirador del edificio municipal, que asoman sobre los techos de las casa vecinas a la estación. Es un pueblo pequeño y asfixiante, que me aprieta como un corsé. Tengo cuarenta años y la vida pasó de largo a mi costado.

El sonido del tren acercándose corta el hilo de mis pensamientos.  Mecánicamente levanto el bolso del piso y busco el pasaje en mi bolsillo. El tren se detiene sólo para mí. El vagón está fresco. Me ubico en un asiento al fondo y disfruto del viento que entra por las ventanillas abiertas.

Al cabo de unos minutos estoy lista para empezar el juego. Lo vengo practicando desde hace un año. Al principio era sólo una manera de matar el tiempo durante el viaje, ahora se ha convertido en un ritual. Lo he sistematizado: centro mi atención en las personas que viajan conmigo, comenzando por el frente a la izquierda y avanzando hacia la derecha por las filas de nucas, como leyendo. El juego es simple: consiste en imaginarle a cada nuca un rostro, un cuerpo, un nombre y una situación.

Llevo conmigo una libreta en la que anoto el nombre, la descripción y la historia de algunos personajes. Se debe cumplir una de las siguientes condiciones para que alguien sea incluido en la libreta: que sea un viajero frecuente, al que al cabo de muchos encuentros le haya inventado una vida que pretendo seguir, o que sea un individuo sumamente carismático que me impulse a conservar su registro.

Las personalidades son variadas: las expresivas, se abren cuando las indago, ofreciéndome sus secretos sin recelos; pero las cerradas, guardan su anonimato y se resisten a mis intentos de descifrar sus enigmas.

Algunas nucas son muy particulares, con cortes y colores de pelo originales o atrevidos, o incluso totalmente peladas. Unas llevan gorros, sombreros o accesorios muy reveladores del carácter de sus dueños. Otras son insípidas e impersonales, idénticas a otras miles que he visto; pero aún en estos casos está presente el desafío de imaginar el rostro.

Hoy no viaja mucha gente. Me concentro en mis nucas. La primera candidata es una nuca femenina con cabello canoso, muy corto, ondeado y elegante. Llego a ver un cuello pálido, algo arrugado, con una cadena dorada y unos hombros cubiertos por una blusa en tonos de rosa y lila. Imagino una mujer de unos setenta años, que conserva la chispa vital en los ojos y una sonrisa en el rostro. Se llamará Esperanza Vidal. Presumo que fue bailarina y todavía dirige una academia de danza en la capital. Ha tenido incontables amores y posiblemente hoy va a encontrarse con uno de ellos, que con los años se ha convertido en su mejor amigo. Inicio una nueva página en mi libreta, Esperanza merece un lugar.

Un señor se levanta de su asiento y viene a sentarse a mi lado. Empieza haciendo un comentario sobre el calor abrumador del mediodía, y comprendo que pretende entablar conversación. Esto va totalmente contra las reglas del juego: sólo puedo conversar con los extraños. Él, en cambio, es un viajero habitual y tiene una ficha en mi libreta, en la que se llama Carlos García. Tenerlo sentado al lado, ver su cara, analizar sus gestos y su voz, aporta demasiados datos reales a mi ficción. Si me cuenta cualquier anécdota personal, podría tentarme de teñir con ella la trama de su historia, estropeando mucho trabajo de fabulación.

No es la primera vez que me sucede, por eso ya tengo una estrategia para estas situaciones: lo miro con mi mejor expresión de indiferencia, como si él formara parte del asiento, y finjo quedar absorta en la lectura de mi libreta. Santo remedio, él se acomoda en su butaca y se dispone a dormir. Ahora puedo concentrarme otra vez en el juego.

Hay un personaje recurrente, que captura mi atención, lo llamo Juan. Es un hombre de mediana edad, sin rasgos sobresalientes, prolijo, que lleva el pelo corto con raya al costado y traje oscuro. Imagino que siempre carga bajo el brazo un portafolios gastado. Según su ficha en mi libreta, trabaja en una oficina, es divorciado, tiene dos hijos a los que ve poco, algunos amigos con los que va al fútbol los domingos y amantes ocasionales que no logran aliviar su monotonía.

En cada viaje descubro nuevas nucas que continúan la historia de Juan, o su versión femenina: María (aunque bien podría llamarse Soledad). Cuando los veo, me esmero para encontrar en ellos un elemento nuevo que me permita darles brillo: un gesto inesperado, delator de un quiebre en sus rutinas, sugiriendo que ese día fueron felices.

La voz metálica del altoparlante del tren anuncia la próxima estación, allí me bajo. Guardo la libreta en el bolso, vuelvo a mirar las nucas en el vagón a modo de despedida y despierto a García para que me permita pasar.

La estación es grande y bulliciosa. El aire está caliente y el sol reverbera en el pavimento. Me integro a la muchedumbre anónima de la capital; aquí nadie tiene  nombre, ni historia, ni siquiera un rostro.

Camino algunas cuadras, mirando el piso gris de las veredas. Trato de evitar las baldosas flojas y las suciedades de los perros.

Desde que salí de la estación siento que alguien me sigue, sus pasos son firmes y sonoros. “Disculpe,” – me llama - “se le cayó el lápiz en el tren”. Me detengo y lo miro, agradeciéndole con un gesto. Él continúa: “Me gustaría presentarme, aunque hace mucho que nos conocemos... del tren, digo...” Trato de reanudar la marcha, tengo que llegar a la fábrica en hora, y sólo me quedan unos minutos. Él insiste: “Me llamo Juan, trabajo en una oficina a un par de cuadras de acá. ¿cuándo la puedo invitar con un café?”  

No tengo prevista esta situación. Lo miro un instante, sabiendo que no puedo romper las reglas del juego. “Nunca”, contesto, y corro las últimas cuadras para no llegar tarde a trabajar.

Laura Bissio - junio 2005

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