Un silencio lleno de polvo
Hugo Bervejillo

Fue un día claro de mediados de agosto cuando los vecinos que habían estado vinculados con la familia se allegaron, caminando lentamente y en grupos de conversación susurrada hasta el lugar donde estaba ubicado el panteón.

Caminaban por un sendero de piedras pequeñas que crujían bajo los pies, y el paso de tanta gente- más de la que pasaba habitualmente por allí- formaba un roce contínuo. Los cipreses dejaban velado el cielo de aquel lado.

No todos conocían a la persona a la que se homenajeaba ese día.

La mayoría eran descendientes de amigos o parientes, y otros, simplemente vecinos o descendientes de los vecinos, gente que oyó hablar alguna vez a gente allegada sobre la persona que se homenajeaba ese día, y consideraron un deber para con las reglas de la sociedad acudir aquel día hasta el panteón, antes que cumplir con los ritos de un día libre.

Fue un sábado, y estaba fresco.

Un anciano, fatigado, se había sentado apenas un rato antes en uno de los bancos que bordeaban la avenida, con la cara a medias envuelta en una bufanda y con un gorro de abrigo con orejeras; a través de sus lentes gruesos contemplaba el paso del grupo de dolientes, con las manos apoyadas en el mango del bastón.

La gente que no estaba hablando, miraba distraídamente el sendero de pedregullo y también los caminos laterales que bordeaban los otros panteones que iban dejando atrás, y también, con íntima admiración, las estatuas y monumentos funerarios que hablaban de tiempos remotos: ángeles con las alas dobladas, doncellas desfallecientes, efigies de pie o sentadas, bustos de expresión enérgica, cadenas gruesas, rocas falsas.

Cuando llegaron los primeros, se detuvieron, y detrás se fueron congregando los que llegaban.

Todos, silenciosos y de pie contemplaron el panteón de granito rosado donde estaba inscrito el nombre del titular- General Ebúrneo Villalonga- en una plaqueta de hierro sujeta con clavos espesos, y angulada por refuerzos en forma de estrella, que le daba una cierta apariencia de espuelas.

Del grupo se separó una señora de avanzada edad sostenida por un hombre grande. La dama ostentaba un cabello blanco incandescente y se cubría los ojos con lentes de sol, al igual que el hombre que la sostenía por el codo.

Al llegar hasta el borde del panteón, ella extendió un brazo y consiguió tocar el granito, y eso pareció ser un gran esfuerzo para ella, que gimió y obligó al hombre a sostenerla más fuerte, ya que se le quebraban las piernas.

Otras mujeres se adelantaron un paso, tocadas por la intención de ayudar, pero todas se contuvieron.

En la esquina de la avenida sobre la cual se encontraba el panteón del general Villalonga, estaba detenido el cuidador del cementerio.

Por debajo de la visera de su gorro gris, el hombre miraba la escena silenciosamente.

Cerca de él, el anciano que apoyaba las manos en el bastón y que todavía no se había repuesto de la fatiga, buscó entrar en conversación.

Desde su asiento transitorio en el banco, había percibido que la atención del cuidador estaba en el grupo de gente reunida:

-A cada uno le llega su momento, ¿eh?. No importa lo que haya hecho con su vida. Acá terminan tanto el ruin como el honesto.

Pero el cuidador ni siquiera parecía haberlo escuchado.

Finalmente, dos mujeres se decidieron y se encargaron de sostener a la anciana que desmayaba mientras que los demás congregantes se acercaron al panteón y lo ocultaron a la vista. Solamente resaltaba por sobre todos ellos, la estatua que representaba al general en actitud heroica, apunto de desenvainar, de pie frente al enemigo.

Después, paulatinamente, el grupo se fue abriendo y hasta llegó a formarse un espacio frente al panteón, lugar que fue ocupado por una persona que, de frente al grupo, comenzó a disertar, si bien al principio cerrándose el saco con una sola mano y gesticulando algo con la otra, después le dio amplitud de maniobra a los brazos.

Era el historiador.

-Ahora va a ver usted qué bueno que era el finado- comentó, infructuosamente, el anciano, ante el silencio del cuidador.

El historiador se ajustó los lentes en un gesto rápido.

Su voz, de a ratos inflamada, partió de la recreación de la infancia del general, prosiguió por la adolescencia y se adentró en la adultez, con profusión de datos pero principalmente con generosa participación de adjetivos que coloreaban valores invisibles para el resto de los contemporáneos, pero que eran nítidamente evidentes para el historiador: conceptos morales que formaban parte de lo universalmente aceptado como las mejores virtudes que pueden adornar a un hombre.

Dijo de fechas y circunstancias, de fechas y acontecimientos, de fechas y grados, de una voluntad inflexible en el estudio y el perfeccionamiento, del castigo al cuerpo y el disciplinamiento de la mente. Y también de la guerra, en el propio país y en el extranjero, del talento militar, del arrojo y el enardecimiento frente al enemigo y también del sacrificio de descanso, durante la noche, para continuar leyendo textos que purificaban su intelecto con obras consagradas.

Todo esto el historiador lo sabía por que había tenido acceso a la biografía del general según fuentes militares y también a los movimientos políticos de la época, según otros historiadores cuya palabra era cosa consagrada por todos los diarios que se ocupaban de los temas serios e importantes en la vida del país.

Pero no decía, no podía decir, de las impresiones que le fueron personales, del cansancio del cuerpo, de las diarreas antes del día de la batalla, cuando tenía por delante unas pocas horas antes de la disyuntiva entre la vida y la muerte, o la invalidez; nada de los nervios tensos al sujetarse el uniforme y las correas y las armas y subirse al caballo, ni de la espera antes de la orden de ataque, ni del éxtasis del matar o morir con el caballo lanzado al galope mirando lo que tenía que destruir al frente e ignorando conscientemente todos los peligros que aparecían y desaparecían a su lado, el aire violento, el ruido intolerable; nada, tampoco de los olores del campo húmedo en la madrugada, antes de que el clarín diera principio a la locura del vértigo, y nada, tampoco del olor del caballo transpirado, jadeante, perdiendo sangre por varias bocas, resollando antes de morir, y nada de las imágenes de los cuerpos heridos, como aquel camarada de la promoción, aquella cabeza que acumulaba datos y cifras y resolvía con facilidad los problemas de matemáticas, recostada en el pasto, a dos metros del resto del cuerpo, rojo, celeste y gris, y lo que quedaba de aquellas manos, crispadas todavía sobre los hierros inútiles, y entreverado con los miembros y los cuerpos ajenos de otros, camaradas y enemigos, tan yertos como él.

No podía decir, el historiador, de aquella primera vez en que vió la muerte de un ser con el que había compartido horas recordables, ni podía adjetivar de las nubes oscuras que cubrieron el campo y que lo sumieron en la certeza de lo que significaba la guerra y la carrera que había elegido;

Y tampoco de la luz que se hizo, finalmente, del sol que brilló sobre los reflejos metálicos y sobre el horizonte y hasta sobre el agua a ras del suelo, cuando levantó la vista, ocultando con la cara y el sombrero la certeza de que aquel muerto de su misma edad, en ese momento y en ese lugar y hora, le dejaba el camino libre a la promoción al grado superior.

El orador hizo una pausa, volvió a levantar la cabeza como en busca de inspiración y recomenzó una frase que no había empezado tan elegante como él quería.

Enfrente, el grupo guardaba un silencio que hacía resaltar el pasaje de la brisa por entre las hojas de los árboles, y también un cierto parecido, como de uniforme, que los igualaba de manera sorprendente: ellos de trajes oscuros y lentes para el sol, y ellas, también de oscuro, con pañuelo en la cabeza y lentes para el sol; ellos, con la cabeza erguida, ellas con la cabeza vencida y una mano en la boca, como conteniendo un sollozo.

Abajo, solamente el rumor de las hojas secas, arrastradas en impulsos vacilantes por la brisa, por sobre la calle de bitúmen.

El cuidador, lejano, miraba, recostado a otro panteón, a la sombra de la visera de su gorra gris.guardado- también se guardaban, desde siempre-, en otras formas fieles, como el recuerdo, y no como acto capaz de inmortalizar a la persona que lo recuerda sino en la forma más silenciosa y anónima de transmitirlo a los descendientes por tratarse de algo que tenía cosa de pertenencia, de minuto compartido, entre la persona que significaba algo para la comunidad y la persona que solamente significaba algo para su familia, y de esa manera esa cosa vivida, aquel estar en el allí mismo, en el momento exacto, pasaba al conocimiento de la familia como posesión, como certeza insospechable, porque venía de un protagonista, así lo fuera en carácter pasivo, y tenía tanta veracidad indiscutible como la que pudiera desprenderse del mejor libro consagrado por los prohombres de la Patria y el Partido.El documento que afirmaba o confirmaba un acontecimiento, una palabra, una actitud, era de la responsabilidad de la propia persona que lo había vivido al lado del protagonista, o bien, de quien estaba lúcidamente consciente de lo que estaba pasando en ese momento, y por lo tanto, tenía autoridad- en nombre de la verdad, que era una entidad de tanto respeto como la patria, sobretodo para los que no necesitaban desvirtuarla por intereses personales o beneficios políticos-, la misma autoridad que podía tener un cerro, inamovible en su altura, inconmovible a todos los vientos y las lluvias, insoslayable.

Pero esos asertos, esas versiones, esos dichos, no podían ser conocidos por el historiador que solamente debían verter unas palabras frente a un panteón algunas pocas veces al año, que tal vez era hijo de alguna generación de inmigrantes italianos o españoles llegado al país varios años después de los sucesos, desligado emocionalmente de las connotaciones, sólo testigo de la palabra escrita, partícipe menor por interpósita persona, sin ligazón parental con los meridianos y paralelos de otras formas de nacer y morir; esas versiones decían de cosas que otros ocultaban por doblez o ignorancia- así fuere la ignorancia inocente del que hace las cosas por encargo, como el historiador o como el que talló en el mármol, y aún con su técnica excelente, el nombre del general Ebúrneo Villalonga en la tapa de un panteón donde se supone que se guardarían sus restos gloriosos dignos de respeto y reverencia, a la sombra de los detractores-, pero igual que la humedad que se infiltra, así eran los decires de aquellas versiones, que eran cosa sabida en otras familias distantes, lejos de la autoridad de los libros, y ni aún éstos, con su estar en la capital y en bibliotecas consagradas, conseguía oxidar ni mellar ni desmerecer la certeza de que aquel cajón no guardaba los restos del general como se consideraba justo y de conformidad, sino los de otra persona, que alentó otra personalidad, que no era de piel pálida, como lo había sido el general Villalonga, sino con color de mestizo, y ni siquiera era connacional, sino argentino.

El historiador se limpió los lentes, y buscó en su inspiración un giro efectista para lograr un final en que sonaran los aplausos que justificaran el dinero estipulado por su dedicación para aquel homenaje.

Arriba se extendía un cielo agrisado y algo por debajo se desplazaban nubes gordas y rápidas de panza más oscura, que a veces se desflecaban y a veces se mezclaban, sumándose, sin detener la carrera.

Alguno de los congregados volvió a escuchar un sollozo contenido de parte de la anciana que estaba en primera fila y se preguntó cuánto dolor podría herir a esa señora ante el nombre del general, cuando el grado de parentesco- si bien en línea directa- era de biznieta y era evidente una brecha de sesenta años entre la muerte del general y el nacimiento de este último retoño familiar. Pero enseguida ocultó vergonzosamente aquella ocurrencia.

fue en aquellos días de una guerra en el extranjero, más propiamente en terreno paraguayo, cuando después de un empuje sostenido sobre el enemigo, éste se recompuso y contestó con un fugaz contraataque, donde una bala llegó hasta donde se apostaba el Estado Mayor de la División.

El general Villalonga, ante la cercanía peligrosa del avance paraguayo, determinó una retirada unos minutos antes que otra bala le matara el caballo: la retirada- y allí fue donde lo encontró la bala perdida, el azar de aquel disparo que estaba destinado a otro-, debió hacerse a pie por entre los esteros y los mosquitos, y aún, en ese mismo medio, esperar hasta la caída del sol para volver al campamento. 

La herida era, apenas, un roce a la altura de los riñones, pero era herida abierta, expuesta al calor y a las infecciones.

Unos días después, el general cayó desvanecido, solo, delante de su tienda, casi al mediodía, fue atendido por personal médico argentino, perteneciente a la Compañía de ese país que estaba acampada al lado, y antes de quince, falleció olvidado en su catre, mientras la atención de toda la División estaba centrada en la reciente llegada de todo un continente de muertos y heridos de una terrible batalla de varios días de duración.

Los médicos militares argentinos firmaron el certificado de defunción y se hicieron cargo, en nombre de su Compañía, a trasladar el féretro - una vez finalizadas las eventuales exequias que ameritara por parte de sus connacionales-, junto con sus propios heridos y difuntos, por barco, hasta Montevideo.

Y entonces, por segunda vez, se produjo ese tipo de cosa que no figura al alcance de los estudiosos en la materia de registrar y narrar los sucesos de la vida, tanto sea de una persona como de una comunidad o un edificio o un país, y es la cadena de circunstancias que determinan un rumbo en las cosas, que no tiene asidero en documento alguno y así hubiera algo que pudiera pasar por tal como para certificar lo que se tiene como suceso ocurrido fáctico, no habría en las latitudes de la región, historiador o estudioso que alcanzara a bosquejar una definición ni a sugerirla, cuanto menos glosarla, en virtud de ese tipo de circunstancias roza memorias y asuntos éticos que no son aconsejables de ventilar, aún a la distancia en años. 

Las resoluciones se toman muchas veces en función no de una norma rectamente aplicada, sino que en ocasiones obran como factor determinante la conjunción de opiniones, de cosas vividas que conforman la experiencia de una o más personas y aún la simpatía, animadversión o indiferencia que pueda generar la vida de otro u otros, cuando llega el momento de decidir la aplicación de una norma.

El general Villalonga, no obstante sus virtudes bélicas, sus estudios y su entrega a la causa por la que fue llamado a pelear, resultó ser, desde siempre, impermeable a las agrupaciones a que son proclives ciertas élites de las mílites fueran ellas de la clase que fueran, las unieran afinidades políticas, religiosas o simplemente de tipo masónico.

El general no integraba ninguna de ellas, lo que significa que tenía un grado menor de importancia con referencia a sus camaradas encriptados o asociados o relacionados con ciertos círculos de mutua promoción y amparo, y tan luego a esa hora en que devenía impotente para prevenir o disentir con el destino de sus restos, es decir, cuando en medio de una guerra, dentro de su uniforme, ya era un soldado inútil; y en esa intemperie fue sellado en su féretro, y con esos mismos golpes de martillo sobre el clavo, se lacró su foja.

El cajón, con todas las señales indentificatorias del general Villalonga, llegó al Puerto de destino y fue enterrado con todas las pompas que el caso requería, pero antes de una semana fue exhumado para aliviarlo de las pertenencias pecuniarias que contenía- propiedad de colegas que protestaron pertenencia del carcheo de hacendados paraguayos, muertos y asolados por delito de nacionalidad-, a falta de mejor correo, en billete y en especie, y que formaba el verdadero sudario de los restos del general, y que pasó, recién entonces, a pernoctar la eternidad en ese lugar.

Y esa circunstancia era conocida por familiares de algunos de los no complotados, que fueron no propiamente testigos oculares o auditivos sino sapientes -por conocimiento o por malicia- de la apropiación de aquellos valores en nombre de las leyes secretas de la guerra y del empleo de la única forma en que pudieron traerlo a casa sin someterse a un control, por mínimo que fuese, y que era haciéndolo algo oficial, homenajeable, algo que entró al país en medio de las fanfarrias, amparado por el Estado, con escolta, y saludado por salvas de veintiún cañonazos.

Aún así, otros pocos testigos de aquella guerra que cubrió de gloria a tantos soldados y a sus oficiales, no estuvo exenta de los apuros de un tipo de administración a la que los hombres de armas no estaban- por la novedad-, especialmente preparados. 

Venidos de otro tipo de guerra, que se practicaba en terreno conocido, y en forma muchas veces inorgánica, donde las voluntades del capitán de la montonera obraban con mayor peso sobre su mesnada, que la de un general lejano, por conocido que fuese- grado, por otra parte que se otorgaba muchas veces a viva voz, y donde al fin quedaban pocos documentos que certificaran su sanción, como no fuera la memoria del secretario del caudillo- y donde las acciones y sus detalles a lo sumo se presentaban en una síntesis que omitía y disculpaba lo que podía disgustar a los titulares del ejército mayor, encontraron como una novedad algo incómoda el deber de la administración y contabilidad de haberes y pérdidas, fuese de dineros, alimentos, municiones o tropa.

No abundaban, ciertamente, los letrados que estuvieran en condiciones de cumplir con las funciones notariales, a más de las bélicas.

Y así, en la confluencia de las limitaciones prácticas y de los apuros y urgencias de la guerra cercana, a más de las epidemias y su falta de medicamentos, y de las terribles condiciones, como el olor fétido que emanaba del propio campo del campamento, donde, al fondo de las barracas muchos cuerpos permanecían total o parcialmente insepultos, con el agregado del sol intenso y el calor consiguiente,

El historiador retomó la frase incompleta – él la sabía imperfecta-, y le dio, con súbita inspiración, un nuevo sesgo, un nuevo camino que desatascó el itinerario militar del general Villalonga, y volvió prístino el aliento mitológico de aquel centauro de Marte, que arrasaba con su brazo a los hoplitas del Tirano lejano, y a la noche, en lugar de caer extenuado- sus arreos son las armas; su descanso, el pelear, citó, con la incómoda sensación de que aquello ya había sido escrito alguna vez-, leía a Ovidio, a Cátulo, a Séneca.

Pero sabía que no debía extenderse mucho más, porque la anciana dama pálida empezaba a deslizarse de la silla donde la habían acomodado.

se gestó la confusión, cuando el atormentado escribiente, con un pañuelo apretado contra la nariz y un cansancio que venía de meses, tuvo en su mano dos papeles que señalaban dos cuerpos y los números que les correspondían.

A la sombra del techo de toldo el calor se concentraba, las moscas se apiñaban tanto en la cara de los muertos como en la de los vivos, los mosquitos se ensañaban, y el escribiente tenía dos papeles manuscritos, cada uno con un nombre, un capitán que lo apuraba para despachar todos aquellos trámites tan tristes, y un pujo de vómito que crecía, incontenible.

Entonces se inclinó y escribió, con tiza sobre cada tapa, el nombre que le correspondía o el que en ese momento y en esas circunstancias el destino eligió.

Años después, sus descendientes tenían la convicción que su ancestro estaba exento de culpa, porque fue después de unas cuantas horas cuando, todavía con los papeles en el bolsillo, se dio cuenta del error, apreció, a la luz del sol, la diferencia entre un 20 y un 26 y la otra diferencia más grande: entre un Ebúrneo y un Elanís, de un mismo apellido Villalonga, pero de ahí en más, ya repuesto de aquella situación, no obstante la molestia por la conciencia su responsabilidad, se sintió incapaz de hacer notar el error, y hasta convivió con él, sin traumas, en el entendido de que, al fin de cuentas, no tenía la menor importancia, ni le afectaría su empleo ni su jubilación, porque a nadie perjudicaba el cambio si cada muerto tenía un lugar de reposo, y al final, tanto daba aquí o allá.

El cuidador, en tantos años de oficio, había escuchado muchos discursos y casi por la música que le imponían los énfasis de los oradores, sabía cuánto faltaba para que los finalizaran. Cuando percibió los prolegómenos del final, se dio vuelta para volver a la pieza donde tenía sus herramientas. Mientras caminaba, con las manos tomada atrás, recordaba a aquel Villalonga, del cual le había hablado su predecesor en el cargo, muchos años atrás.

Cuando entonces él era más joven y hasta tenía esperanzas de mejorar en su puesto, y quizás hasta conseguir un cargo en la misma oficina del cementerio, de manera de usar corbata, estar pulcro y no tener que cargar cajones, ni usar palas ni cuerdas, entonces conversaba con el que le enseñaba los vericuetos del puesto de cuidador. Pero también, al caer el sol, mientras tomaban té con caña para mellar el frío, el hombre mayor contaba anécdotas recogidas durante su gestión en el cargo.

Una de ellas volvió a la memoria de este hombre que buscaba el té en la misma lata que ya usaba su predecesor, porque se trataba del mismo general Villalonga: el hombre mayor recordaba que varios años después de fallecido y enterrado- tal vez con motivo de algún aniversario, el entonces presidente de la república, que era muy proclive a los homenajes militares, decretó que se esculpiera una estatua del fallecido en pose marcial. El secretario encargado encontró un escultor para el caso, pero tropezó con una dificultad: el encargado de la estatua, para la debida similitud fisonómica debía basarse en fotos del homenajeado, y no había ninguna.

Una recorrida discreta por los familiares y amigos arrojó el desesperante resultado de que no había en qué basarse para el modelado. Y el escultor se impacientaba.

Entonces fue que el secretario tomó conocimiento de una historia desconcertantemente verídica.

En 1871, el entonces presidente uruguayo, general Lorenzo Batlle, nombró como Agente Confidencial en Buenos Aires al doctor Andrés Lamas, hombre, éste, caracterizado por una marcada pedantería.

En el curso de una reunión festiva, entre copas y almidones, y rodeado de colegas diplomáticos, principalmente argentinos, declaró enfáticamente que estaba seguro de poder encontrar- a los efectos de legar al Estado uruguayo-, un retrato de época con las facciones verdaderas de don Bruno Mauricio de Zavala, fundador, en 1726, de la ciudad de San Felipe y San Tiago de Montevideo, devenida capital del Uruguay, a los solos efectos de marcar la diferencia con los bonaerenses, que no podían hacer otro tanto con Pedro de Mendoza, fundador de ésa, lo que motivó, por parte de los huéspedes, un amistoso deseo de disciplinar su suficiencia.

A fines de 1875, ya entonces Ministro de Hacienda y Relaciones Exteriores uruguayo, el doctor Andrés Lamas fue avisado por un amigo porteño- alguna versión proveniente de la servidumbre de la casa sugiere que se trató del ex presidente Bartolomé Mitre-, de la aparición sorpresiva, en el comercio de un ropavejero de la calle Entrerríos, de un retrato de época con la efigie verdadera de don Bruno Mauricio.

Lamas, entonces, se trasladó allí, y en compañía del amigo solícito examinó el cuadro, que satisfizo todas sus dudas y exigencias y pagó por él cinco mil pesos, que era una suma considerable, y lo guardó en su casa, en lugar destacado, y jamás se privó de exhibirlo ante autoridades de su país y de países vecinos y aún de familiares y personalidades a quienes quería impresionar con su hallazgo, sin dejar , tampoco de expresar públicamente su deseo de legarlo, a su muerte, al Estado uruguayo.

Incluso, permitió, magnánimamente, que un estudioso de su país, don Francisco Bauzá, lo diera a la imprenta para ilustrar su Historia de la Dominación Española en el Uruguay.

Pero diez años después de aquel suceso, un hombre muy conocido en el Buenos Aires de aquella época- el doctor Carlos J. Salas-, visitó, por casualidad, el taller del pintor Manuel Contrucci, un italiano ducho en cuadros por encargo y también en la mixtificación de antigüedades. Allí, el docto doctor Salas encontró una extensa gama de retratos del fundador de Montevideo, todos de una maravillosa similitud, con apenas detalles de diferencia: en los cuadros que se encontraban más fondo de la fila, las condecoraciones eran inequívocamente francesas, algunos retratos más adelante eran mixtas, en otros algunas eran argentinas y de una anacrónica actualidad, y en los más recientes, francamente españolas.

Tres de estos cuadros- llamados estudios porque significaban, para el pintor, un paso previo a la versión definitiva- eran réplicas del que poseía el doctor Lamas, pero en distintos grados de envejecimiento artificial.

El doctor Salas, que vislumbró lo que había sucedido, le enrostró al pintor su actitud, pero éste se limitó a asegurar que fue una obra por encargo, y que el responsable era alguien- y expuso su nombre- que sabía lo que hacía. 

Referente al modelo en que se había inspirado para semejante superchería, el pintor exhibió una edición de Los Tres Mosqueteros, de Dumas, en edición francesa, y al mostrar la ilustración donde el grabador ayudaba a la imaginación del lector acerca del aspecto de los mosqueteros famosos, resultó claro para el visitante que allí estaba, en flagrante presencia, el Zavala primigenio que era orgullo del doctor Lamas y de Montevideo.

La anécdota circuló por todo el ambiente político y diplomático de Buenos Aires, y el rumor estruendoso de aquellas carcajadas despertó el sueño pacífico, fatuo y suficiente del doctor Lamas en Montevideo.

Pero la manera de echar agua sobre aquel incendio, era que, efectivamente, fuera, de alguna manera verídico: tenía que ser verídico, aunque para eso tuviera que escribir algunas cartas. Y entonces escribió al alcalde de Durango, ciudad natal de don Bruno Mauricio, para ofrecer a quien fuese el principal descendiente, una copia de aquel hallazgo verídico, a condición de que el pintor que hiciese la réplica fuera español y de la zona de Vizcaya. El designado fue Antonio de Lecuona, que viajó y se alojó en casa de Lamas hasta terminar los bocetos, y, vuelto a Durango, lo envejeció y lo terminó, y figuró, desde entonces, como el original rostro verídico, el que se guardaba en la casa familiar, y también en tal carácter y gracias al celo y al empeño del doctor Lamas, el único retrato conocido- y oficial- para el Estado uruguayo, ya que, además, no se conocía otro.

De manera que el secretario, sin otro confidente que su propia urgencia, tomó un daguerrotipo del padre de su propio abuelo y lo entregó al escultor, y ese rostro septuagenario alcanzó para ilustrar a los paseantes, en los años venideros, sobre la apariencia del rostro del general, fallecido poco después de cumplir los cincuenta y cinco.

El anciano apoyado en el bastón, contemplaba de lejos el final del discurso del historiador y escuchó con un cierto frío en el alma el aplauso final, previo a la disolución de aquella reunión de homenaje.

El anciano recordó bruscamente su propia proximidad al misterio final, se autocompadeció suavemente- era consciente de sus méritos, y era tanta la indiferencia de sus familiares y amigos-, y no pudo evitar pensar, mientras veía desfilar a los que habían participado en aquel acto recordatorio del general Villalonga:

-Ojalá a mí me tengan, algún día, esa consideración.

Hugo Bervejillo
Puertas que dan al patio

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