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El ultimo rayo de sol
Hugo Bervejillo

bemenor@hotmail.com
 

El hombre había llegado al bar media hora  después de  que ya era  noche.

Detrás del mostrador estaba el gallego, y atrás de la caja registradora, su mujer. Los dos eran bajos y usaban lentes.

Ella hablaba permanentemente y a ráfagas, como una larga protesta, y el gallego miraba silenciosamente la sala como si no la oyera, o como si ella pudiera estar hablando para otra persona; pero cada tanto, a veces, cuando parecía que ella callaba, él devolvía alguna frase y ella, entonces, retomaba el hilo de sus quejas.

El hombre ya había pedido grapa con jerezano y un vaso con soda.

No sabía bien por qué razón estaba allí, en ese lugar con olor a humedad, con  una media docena de moscas volando pegajosamente en círculos caprichosos, pero igual había hecho su pedido y ya tenía prendido un cigarrillo de tabaco negro, y lo fumaba como distraído, escuchando vagamente la radio del bar, una radio marrón oscura, de voz algo gangosa, que estaba irradiando a Angelito Vargas.

Cerca de los pies del hombre apareció corriendo, audaz, una cucaracha alada, que se detuvo bruscamente. El hombre la distinguió, sin moverse, y la espió.

La vió manejar las antenas como de niño vió manejar la espada a Douglas Fairbanks en las matinés del Doré.

Después la cucaracha inició una loca carrera con algo de desesperado, pero el hombre, rápido, la pisó. Hubo un crujido seco y el gallego tuvo un rápido gesto como de decepción. La gallega seguía hablando.

Entonces entró la muchacha.

Él la miró y supo que ya había conocido hombre y que estaba tranquilamente ansiosa por conocer otro.

Tenía un andar entre ingenuo y desafiante. Pollerita raída, pechos chicos y un paquete de cigarrillos de ínfima categoría apretada en la mano. Era delgada y los zapatos le quedaban algo grandes.

Fue hacia la caja y pidió algo a la gallega.

El hombre le adivinó las nalgas oscuritas y el vellón áspero entre las piernas delgadas.

Ella, con la ficha que le compró a la gallega, fue hacia el teléfono – ahí nomás, cerca de él, a dos metros- y discó y esperó y colgó y volvió a discar y volvió a esperar y volvió a colgar, con una mueca de impaciencia.

Tal vez ella ya sabía que él estaba allí.

Tal vez él no estaba todavía al acecho, sino simplemente tomando grapa con jerezano y escuchando tangos- ahora cantaba Corsini-.

Ella miró de reojo y volvió a discar, tarareando algo como por distracción.

Él encendió otro cigarrillo y se arrobó con otro sorbo de grapa.

Había conocido muchas mujeres en otros años, y se sentía como un viejo y sabio guerrero, ducho en la esgrima de las relaciones, pero nada de todo ésto lo tenía presente en este instante

Ella, mientras esperaba que alguien contestara del otro lado de la comunicación, levantó un algo una pierna, se pasó  un dedo de la mano con la que apretaba la cajilla de cigarrillos  por la lengua, y después lo llevó a la pierna que había levantado, como el hombre había visto hacer a las mujeres después que se enganchan una media. Pero en ese gesto el hombre vió algo más del muslo y hasta le pareció ventear el aroma tibio de la entrepierna, el viejo perfume silvestre.

Después ella colgó otra vez- otra mueca-, y, sin desplazarse, desarrugó un poco la cajilla arrugada de cigarrillos y sacó  uno, reumático, chato y ajado.

Cuando levantó la vista hacia allí, el hombre tenía encendido el Zippo y ya la estaba invitando a encender.

Ella sonrió y se acercó con el cigarrillo en los labios,  y entonces él, con la otra mano le estaba ofreciendo uno de los de él, que ella aceptó sin mayores remilgos y lo encendió dándose su tiempo y él, a la luz del yesquero vió que ella tenía bastante menos de los veinticinco años que aparentaba. 

piel fresca, aroma a cosa joven, pelo negro ensortijado, recién lavado, y una visión fugaz del valle del pecho y la blancura del sostén conteniendo suavemente la carne joven.

         era hija de alguien que no la cuidaba. 

Grasias, cabashero dijo ella, y él le completó la frase con un piropo que tenía un nosequé de improvisado y feliz que la hizo sonreír, y después aprovechó para demorarse con una queja para los teléfonos y otra para la  amiga que lo usaba todo el día, constantemente.

El hombre, mientras escuchaba, hizo una seña al gallego, que dejó a la mujer con su tema, y entendió tal vez mejor que si le hubiesen hablado. Ella se disculpó, se negó, vergonzosa, pero después del segundo intento del hombre, pidió un vermú.

Él, después, le habló de la juventud y de la picardía- ella siempre sonreía- y también de las mujeres y de un par de casos que había conocido.

Él hablaba con una voz grave y pastosa, entre amistosa y galante, y tenía un arsenal de gestos y chistes de vieja  y probada eficacia. Ella empezaba a  maravillarse de toda aquella pirotecnia y de la naturalidad con que él mandaba otra vuelta, y notó que él tenía un paquete de cigarrillos por la mitad en el bolsillo de afuera del saco y otro sin abrir en el de la camisa, y además no devoraba los platillos del copetín  como un angurriento sino que pellizcaba algo y después por un buen rato parecía ignorar que estaban allí, como si de verdad no estuvieran. Tenía buenas maneras y un suave perfume seco.

El hombre le contaba la anécdota de las dos hermanas alemanas y ella escuchaba tratando de no desentonar con él, sabiendo que estaba aprendiendo modales y que no podía comparar la fragancia de la colonia de él con su perfumito de feria de barrio, dulzón hasta la neuralgia.

Ella no tenía apuro: se lo dijo cuando él le preguntó. La amiga seguiría en el teléfono, y ella se aburriría.

El hombre caminaría en dirección a la Avenida, que quedaba como a ocho cuadras, ¿querría  ella caminar con él? Ella hizo una mueca coqueta, y dijo que bueno. Total, no tenía nada que hacer, y la noche estaba linda.

Caminaron.

Él llevó su distinción a ofrecerle el lado de las casas y ella se abrazó los brazos.

En el primer cruce de calles, él le ciñó la cintura y a ella no le importó que él dejara la mano allí, aunque la fuera atrayendo.

Antes de la tercera cuadra él creyó reconocer a un pariente indeseado, por lo que torció el rostro hacia ella, poniéndola al tanto, y, como parte del disimulo, la besó en la mejilla. Ella sonrió, halagada y entonces él, junto al árbol de la vereda, se detuvo y la besó un poco más en serio: primero algo rápido y después con más morosidad. La entalló, y ella se abandonó a la piel suave y lisa de la cara y a la colonia seca y varonil.

Después, él la llevó caminado las dos cuadras previstas hasta el hotelito, y ella, por detrás de la excitación y el rubor, apreció que él sabía qué decir y con las palabras justas.

En la pieza, él la informó que ella podía desvestirse en el cuarto del baño y ella, desde allí,  espió que él dejaba la ropa prolijamente doblada y colgada de una silla.

Después, ella salió del baño recién arreglada como mejor entendió, y fue a buscarlo a él, que la esperaba acostado. 

él la tomó como un artesano toma la  materia prima de lo que va a transformar, barro primigenio, y en su manos eso va tomando forma, se va depurando de su esencia bruta para ir alcanzando niveles de perfección que ni siquiera le estaba dado imaginar a la propia materia bruta por su sola razón de esencia.

así, de la misma manera él la había tomado y le enseñaba a descubrir sus propios sentidos de muchacha torpe e ignara, él abría el Libro de la Sabiduría y le mostraba, en función de su propio saber y- por qué no decirlo- con un dejo de condescendencia y hasta de piedad, cosas que ella recibía entre sorprendida y maravillada, secuestrada en un viaje mágico donde la admiración al iniciador, al taumaturgo, era un componente de no menor consideración.

el hombre la indujo a inteligir con qué vastos conocimientos se aplicaba a que ella descubriera inclusive sus propias zonas, las que recorrió, como si tratara de un territorio único;

y cuando se consideraba ya que ella estaba en el colmo supremo del goce y el disfrute, en el éxtasis, emocionada hasta las lágrimas, y esperando el final grandioso, ansiosa, expectante, 

(son versiones:

 tal vez él quiso ver eso, o creerlo o escucharlo o deseó que fuera así y ella no tuvo oportunidad de estar de acuerdo o no

nadie sabe

o no pudo opinar) 

         no estaba

         no había

         no

         no

            pero no. 

Y no.

Y no.

Y se echó hacia atrás, deshizo el abrazo, con un cierto ahogo, con un golpeteo en el pecho, con un vaho de transpiración y un vacío abrumador entre las piernas, allí donde faltaba lo que tenía que haber, la tensión, la vieja tensión que lo transformaba en el toro salvaje.

Ella lo miró- y él leyó la sorpresa, y también una cierta solidaridad, una cierta amistad, pero no quiso leer una fría compasión: se negó inconscientemente a eso-  como aprendiendo algo nuevo.

El hombre vió los ojos negros de ella en él, y ella todavía tenía la piel seca, y lo miraba y él todavía no había levantado la sábana, la sangre no había levantado, como era tiempo y ocasión, aquello que era su orgullo, su viejo orgullo de toda la vida.

Simplemente lo que tenía que ser era algo inerte, algo que estaba caído como un monedero viejo y vencido. Ni los pocos años de ella y su cuerpo firme y perfumado ni la visión de aquellas zonas oscuras ni la gracia de los pechos erguidos ni el tacto sobre los muslos  ni sobre las nalgas había conseguido que su valor, aburrido, se irguiera para hacer padecer a aquella hembra que estaría en celo por su sola causa.

No.

Nada.

El golpeteo en el pecho lo engrillaba a la cama. Quería descansar. Quería que aquella mujer se fuera. Quería morirse por un buen rato y despertarse otra vez con veinte años, con el miembro tenso y con varias mujeres para penetrar.

Pero solamente estaba en la cama, con la terrible sensación de vacío donde nunca debió haberla habido, buscando con la imaginación en los más íntimos entretelones de los nervios de su propio cuerpo una señal, un indicio de que aquello podía llegar, que era posible que llegara o por lo menos no imposible.  Sondeó su organismo buscando algo que le dijera que todo estaba terminado.

Ella se movió, después de un rato infinitamente eterno.

Él miró y vió que ella se apartaba, se erguía en un codo y se levantaba de la cama con una sonrisa rápida y falsa hacia él, y moviendo aquellas nalgas invictas hacia el cuarto de baño para- él lo sabía- volver a vestirse.

El hombre miró al techo, un rato largo, en el que creyó, a cada segundo escuchar tenues risitas burlonas por todos los rincones de la pieza, de la calle, del barrio, de la ciudad entera, hasta que ella abrió la puerta, lista para volver a su casa. Tenía una mirada fría.

Él entonces se levantó y se vistió, mientras ella fumaba silenciosamente sentada en la esquina de la cama, mirando a la nada.

Él pagó y salieron.

Ella quiso desandar el camino por el que habían llegado, pero él suavemente, la llevó por otras calles. Le dijo, torpemente que no sabía qué había pasado, pero con la rabia quemándolo por dentro. No habló mucho, tampoco.

Y entonces ella le dijo.

Porque el asunto fue lo que dijo y cómo lo dijo. Y además, se lo dijo a él, en ese momento y en esa situación.

Le dijo:

-No te preocupes. Otro día vemos.

Y quiso irse, cortar la entrevista. Y él sabía que ella se vería con otros del barrio, el barrio donde él vivía y había vivido toda su vida, donde tenía su prestigio, donde era respetado; y sabía que se acostaría con otros, hablaría y contaría que había quedado defraudada con él, porque ya era un cadáver en la cama, pronto a las lavativas, viejo, inofensivo para las mujeres, y los otros se enterarían. Sabrían.

Sabrían, todos, todos los de su mundo, que él, ya no.

Ya no.

Fue todo lo que su dignidad le permitió inferir.

Entonces sacó lo que él le llamaba la fariñera y la apretó a ella contra el árbol que estaba casi contra el cordón de la vereda, en lo oscuro de la media cuadra y frente al baldío. A ella le entró como un  frío en el pecho y le vinieron como calambres por todo el cuerpo, pero él la sujetaba por el cuello. De miedo y la sorpresa, apenas le quedaba un hilo finito y apagado de voz

Ella lloró- él lo sabía porque le mojó el costado de la mano- y le agarró la mano con que él la sujetaba, pero ya casi era demasiado tarde.

Después ella se aflojó, con una queja larga, un ronquido y él la dejó caer. Todavía la dejó yacer un rato, mientras recuperaba la respiración y se sentía más fuerte y mejor y empezaba a creer que todo aquello en realidad no había pasado.

Después fue que la arrastró hacia el baldío y la tapó con unas chapas acanaladas de algún techo desmontado. Y volvió, caminando hasta el boliche donde se acodaban los viejos y consabidos sesentones como él.

Llegó y pidió lo de siempre, todavía con la boca seca.

Y dos de ellos se acercaron a saludarlo, y mandaron la vuelta, tratándolo suavemente de “usted”.

Por eso es que  él siempre buscaba parar en ese boliche.

La sensación de que era respetado era como el calor suave de una frazada en un día crudo de invierno.

Entonces él les contó, con sus maneras de conocedor de la vida, que había tenido una muchacha ese mismo día y que, no obstante la diferencia en las edades- ella dieciocho y él sesenta y cinco-, él la había matado de placer.

Hugo Bervejillo
bemenor@hotmail.com
 

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