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Regreso
Hugo Bervejillo

Todavía con rastros de sueño en los ojos y en la cara fue que Mirta abrió, apurada, la puerta de la casa, y entonces.
     
Enrique, el marido, que estaba calentando café para desayunar, escuchó, en el silencio de la casa- y mientras se preguntaba quién carajo podía ser el que tocaba timbre a esa hora de la mañana-, la voz como ahogada de su esposa diciendo algo parecido a la locura. Pero: el tono, la voz quebrada: algo en la exclamación hizo que dejara la cocina y acudiera a sostener a Mirta.
     
Tampoco él pudo entender. Mirta estaba como congelada y a él no le fue mejor. Por la puerta abierta estaban entrando sus suegros, los padres de Mirta.
     
El viejo Daguerre, cabrero como siempre, entró protestando, mientras miraba a todos lados como tratando de conocer.
     
-¡Pero Mirta!: ¡qué hiciste! ¿qué hace esta mesa acá, y así? ¿Y estos muebles? ¡¿qué pasó acá!?
     
Ahí fue que se dio vuelta para hacerse acompañar, en la queja, por su esposa:
     
-¡Vos!: ¡mirá lo que hizo tu hija con la casa! ¿Eh?, ¿qué me decís? ¡Una joyita, tu hija!
     
La mujer paseaba los ojos por la sala y se le notaba el escándalo y una pena contenida. Mirta desistió de establecer comunicación con su padre dado el estado de exaltación que tenía, el mismo que tuvo siempre.
     
-¡Mamá!- casi susurró en forma desgarrada-: ¡¿qué pasó!? ¡decime!
     
Enrique se apartó un paso para dejar pasar al viejo Daguerre, con la sensación de que el mundo ya no era lo que siempre había sido, ni lo sería jamás de allí en adelante. Allí estaban los padres de Mirta, y tanto Mirta como él eran conscientes que estos viejos que tenían delante habían fallecido diez años atrás.
     
-¡Mamá, por favor!
     
El viejo Daguerre se fue para la cocina y desde la sala se oían las exclamaciones indignadas a medida que iba encontrando cosas que no conocía. Estaba demostrando tanta bronca que Enrique pensó ojalá siga así: capaz que se le dispara la presión y se muere de nuevo.
     
Mamá miró a la hija por encima de los lentes, con bastante de reproche:
     
-Tu padre tiene razón, Mirta, ¡mirá lo que hiciste con la sala! ¿Dónde pusiste el cuadro del abuelo que te regalamos? ¿Y el centro de mesa aquél, el verde, divino, que siempre estuvo aquí? ¿Y estos muebles, que son una porquería? ¡Y no quiero ver el resto de la casa!
     
Mirta estaba a punto de llorar. Todavía no se había soltado: desde que abrió la puerta un rato antes, se abrazaba a sí misma y al salto de cama, que entrecerraba, seguramente buscando mitigar el frío interior.
     
-Mamá, ¿qué pasó?
     
El viejo Daguerre, en la cocina, daba vuelta los cajones, tiraba cubiertos al suelo, abría y cerraba puertas de armarios, sacaba ollas y las ponía en el suelo, carajeaba.
     
Mamá miró a Mirta, y de repente, al acordarse, le cambió algo el humor.
     
-¡Ah, sí, te cuento! Es algo así como una franquicia. Hay tantas guerras por ahí, y de repente entró tanta y tanta gente allá, que alguien decidió hacer una franquicia, no sé. De sorpresa. De repente alguien, así, ¿viste?, fue y dijo ¿quién quiere volver? Y justo estábamos con tu padre por ahí, y dijimos ah, sí: bueno: nosotros. ¿No es de locos?
     
Justamente pensó Enrique, que ya tenía una puntada en el estómago.
     
En eso volvió el viejo Daguerre.
     
-Ah, no, m´hijita: no te podemos dejar sola. Andá- le dijo a su mujer-:fijate: tu hija tiró la casa por la ventana, y en cambio la llenó de mamarrachos. ¡Decime! –se dirigió a su hija-: dónde está la cama de matrimonio? ¿dónde está el ropero de casamiento que teníamos con tu madre? ¿Eh? Y la loza y la platería, ¿dónde están?     -¡Papá!- trató de contener Mirta- el ropero se lo quedó Cristina, la cama se la quedó Adhemar, el juego de cama…¡yo que sé quién se lo quedó! ¡Cómo querés que me acuerde!     Y ahí fue que se hizo un silencio grave, pesante, aniquilador.
     
La vieja Daguerre se puso al lado del marido y miró por primera vez a Enrique, casi como para darle a entender que, a pesar de que en vida jamás lo había aceptado, sí se había dado cuenta de que estaba presente en ese momento.
     
-Miren- los agrupó por primera vez el viejo-: la casa es mía porque la heredé de mis padres, así que vayan buscando dónde vivir. Todo lo que era nuestro se lo repartieron entre los tres hijos, de manera que saquen lo de ustedes y dejen la casa. Nosotros vamos a ir ahora a lo de Cristina y a lo de Adhemar a que nos devuelvan lo que tengan. Queremos todo lo que teníamos.
     
-Queremos todo lo que teníamos- repitió Mamá-.
     
Por esta noche- siguió el viejo-, pueden quedarse en la piecita del fondo, pero van a tener que dormir los dos en la cama chica- y ya iba a terminar pero se lo ocurrió algo más y lo dijo-. Ah, tu madre y yo queremos cenar solos.
     
Y se fueron.
     
Mirta corrió al baño y Enrique la escuchó llorar. El llanto de a ratos se parecía a las notas largas de un violín. Enrique fue a vestirse y a avisar a la oficina.
     
Mucho rato después Mirta salió del baño, todavía con los párpados inflamados, y fue a encontrar a Enrique, que fumaba sentado en una silla, la única que él recordaba haber comprado. Y por primera vez desde que vivía en esa casa, estaba tirando la ceniza al suelo.
     
Él se levantó y la abrazó silenciosamente.
     
-Tranquila, nena- le dijo después-. Tranquila. 

     
Al día siguiente, Enrique se despertó tarde: había dormido poco y mal y solamente cuando estaba por salir el sol consiguió un sueño profundo.
     
Mirta estaba haciendo los bolsos: doblaba ropa y canturreaba con la boca cerrada, y a Enrique se hizo recordar a Madame Butterfly.
     
-¿Estás mejor?- le preguntó-.
     
-Sí- dijo ella, con una sonrisa-.¿Querés que te haga un café?
     
-¿Todo está bien?- preguntó Enrique, desconfiado de aquella paz- ¿Se solucionó algo?
     
-No- dijo ella, terminando de doblar una funda de almohada. Lejos, en la cocina, se oían gritos y voces airadas-: todo está casi igual, pero ya no me importa.
     
Enrique la miró, suavemente intrigado. Ella dobló otra funda.
     
-Llegaron los abuelos.

Hugo Bervejillo

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