El reclamo
Hugo Bervejillo

-Vea usted, dijo el hombre de gris, comenzando una pausa que empleó majestuosamente en encender un cigarrillo con el cuidado que ponen los que lo encienden por primera vez en su vida: vengo a que se me haga justicia. Voy a entretenerlo un tiempo más prolongado del que pudiera usar un querellante común, por la exclusiva razón de que mi caso es muy especial; y tanto, que no dudo que dentro de un tiempo, Usía será seguramente distinguido entre sus pares por su participación en este caso.

No dude Usted que, de entonces en más, su sola presencia será objeto de homenajes.

Pero tenga la seguridad de que, explicado lo que vengo a demandar, dejaré a Usted el tiempo suficiente para acostumbrarse a su nueva condición, y también y sobre todo, para que pueda efectuar los cálculos pertinentes- y ya verá Usted en qué grado-, según su docto saber, a fin de reparar esta anomalía que sin duda se estuvo produciendo hasta ahora, pero que ya es tiempo de enderezar, puesto que los papeles que traigo dicen su indiscutible verdad.

Me hago cargo de que querrá ver con sus propios ojos lo que afirmo y en este punto desabrochó la carpeta de cuero oscuro, grande y gastada, que llevaba atada con una cuerda de colores idos con el tiempo, y la abrió y sacó efectivamente un legajo de papeles amarillentos atados con cinta de seda que un tiempo fue azul, y donde campeaba, sobre el nudo de la cinta, una mancha de lacre negruzco con un sello barroco que el Abogado no pudo discernir a simple vista, desde el otro lado del escritorio, donde estaba. Y es por eso que le adjunto las razones, acreditadas por persona honorable y profesional de la fé.

El Abogado había desconfiado de aquel cliente de mirada afiebrada y magro de carnes, de ropa gastada y zurcida, pero la falta de trabajo y el deseo de ganar prestigio ante su secretaria lo hizo introducirlo en su estudio con cierta avidez, de la que ahora se estaba desprendiendo, desencantada y silenciosamente.

Se preguntará Usted y aquí fue que el Demandante hizo una pausa para deleitarse con el indudable buen sabor que debería tener el cigarrillo que estaba paladeando, o bien para ser más efectista en su exposición, indudablemente, cuál es el fuero que determina los obrados que encargo a Usía y sé que le sorprenderá el tenor de la reclamación, puesto que no es nada común.

También le advierto que no tendrá posibilidad de consultar Código alguno en su socorro que legisle en tal materia, o fuente jurídica que fundamente una sustancia propietaria de esta naturaleza.

Pero, al fin, admitirá Usted que me asiste tanta razón como la que invoca cualquier propietario que reclama por su pertenencia, cualquiera ella sea y no obstante su naturaleza, siendo, como está, debidamente acreditada por la fé de un notario, como tendrá ocasión de ver.

A favor de una nueva pausa, el Abogado se permitió carraspear para aliviarse de una flema perezosa y ya bastante fastidiado por la prosa pedante del cliente, entrevió la hora en el reloj de la pared del estudio, que tenía enfrente.

-Por lo tanto continuó el hombre de gris, acomodándose en el asiento y cruzando, como pudo, la pierna me permito auxiliarlo con algunos fundamentos, a falta de fuentes más calificadas, para que, al poner en práctica la ejecutoria, no se permita vacilaciones de índole técnica que debiliten la fuerza de su investidura, ni la justicia que pretendo.

Estos papeles que Usted está viendo son un título de propiedad.

Por espacio de muchos años- ya se lo voy a explicar-, permanecieron ignorados: no solamente para mí, su beneficiario, y para muchos de mis ancestros, sino para el mundo en su totalidad, como fácilmente se inferirá de su delicado origen y circunstancia.

Solamente como resultado de un milagro fue posible acceder a estos papeles aquí fue que un gusano de ceniza se precipitó sobre la alfombra, al lado de la silla que ocupaba el hombre de gris: el Abogado la siguió en su caída mientras fue visible, hasta que el borde del escritorio puso un manto de discreción, pero igualmente el Abogado imaginó el impacto suave y gris sobre la alfombra color borra de vino, y dominó un suspiro de incomodidad , y ello se debió al hallazgo que se hizo en aguas del Río de la Plata de los restos de un galeón español, el "Nuestra Señora de la Infinita Misericordia", donde, dentro de un cofre lacrado y alquitranado, y a salvo, por lo tanto, de los avatares del mar y del tiempo, se encontraban tan ilustres documentos, que conforman la sustancia de la querella que vengo a demandar de la Justicia.

Lo abreviaré para Usted: el pendolario que signa, sella y firma, acredita que me pertenece toda la lluvia que ha caído sobre estas tierras desde la expedición del presente Certificado, 23 de julio de 1730, a la fecha; sus beneficios sobre la tierra fértil, a partes iguales con quien detente ocasionalmente esa propiedad o la haya detentado en el período mencionado, así como, resulta lógico, las medias partes de perjuicios en los casos extremos de inundación o desmadre de ríos, arroyos, lagos o lagunas, producidos por esta causa, únicamente en los casos de demostrado perjuicio o daño económico en terreno marcado y registrado y al día con los impuestos, y siempre que ese dueño transitorio no hubiere fallecido intestado y sin descendencia, y sus tierras no hubieren sido, por ello, pasto de alimañas por falta de mano varonil en su sustento y cuidado.

No puedo dejar de admitir y aquí sus manos dibujaron en el aire un gesto de condescendencia y sus ojos perdieron la dureza inicial del querellante común pero ésto no pareció obrar en el ánimo del Abogado, que permanecía petrificado que pongo ante Usted una tarea no poco engorrosa, y puedo intuir que ve abrirse ante Usted un abismo de complejidades, que, por lo mismo, le propongo atenuar con un voluntario aporte de datos que lo llevarán a simplificar una parte, al menos, de la empresa.

El Abogado tuvo un impulso, efímero, de saltar sobre el escritorio y acogotar al hombre de gris y sacarlo a patadas del estudio, pero algo le dijo que era mejor mantener la calma, porque alguna parte de su mente seguía pendiente de cómo lograr una actitud comprensiva y complaciente por parte de su secretaria, que estaba, seguramente, del otro lado de la puerta del escritorio. Pero era tanta la demasía de aquella propuesta, que había quedado francamente incapaz de pronunciar palabra. El Demandante, proseguía, impertérrito diciendo que Aquí tiene estos apuntes, que son estudios sobre las medidas pluviométricas de los últimos ciento quince años, con más el estimativo oficial de los niveles acaecidos en los últimos treinta años y que servirán como base de sustentación de mi derecho.

Me complazco en agregar que cuento con la buena voluntad de dos tratadistas– colegas míos del bar-, que pronto harán conocer un anteproyecto de Código, el cual, una vez aprobado, reglará mis derechos y obligaciones y los de los particulares y del Estado, en tanto socios eventuales o partes contratantes, con lo que hallará un soporte jurídico de primer nivel, que será en adelante, como una Biblia para usted en lo futuro.

Noto en su mirada y aquí fue donde se estiró la raya ficta del pantalón, como si lo estuviera estrenando únicamente para aquella ocasión de hablar con un entendido en Leyes, y además verborrearlo como si él también lo fuera, y quisiera conservar aquel pantalón, de ahí en más, como un recuerdo o como un trofeo, con un ademán de sacar una pelusa y aún entonces, en su gesto de alisamiento, el Abogado notó la actitud con que evitó mirar al hombre de Leyes que era él como si temiera decirle una verdad desagradable, o como si se viera en el amargo trance de tener que explicarle algo que por la profesión y jerarquía que le correspondía al Abogado, no debiera éste ignorar y serle informado o explicado o recordado por un extraño y tan luego por el propio Querellante, el Beneficiario que no llega a comprender el origen y fundamento de mis atestaciones.

Ello se debe, presumo, a que, a falta de fuentes jurídicas o canónicas, es preciso proceder por analogía.

Tomemos por ejemplo la propiedad de la tierra.

Se preguntará Usted- o quizás me extralimito, y este cuestionamiento ya se lo habrá hecho Usted en tiempos de estudiante universitario-, cómo es posible que alguien pueda ser propietario de un metro cuadrado de tierra, siquiera. Sea un natural o extranjero- que tanto da- ¿en qué medida funda su derecho?.

En la compraventa, dirá Usted.

pero lo que más irritaba al Abogado eran los gestos, la impostación de la voz y el palabrerío técnico: más de cuatro colegas ya le habrían saltado encima de la espalda, y le habrían hecho tragar la lluvia y los certificados

Y ¿en qué lo fundó en anterior propietario?.

También en la compraventa, contestará Usted.

Pero por ese camino llegaremos a que las iniciales mensuras de terrenos fueron hechas a pedido de un Gobernador, a beneficio de algunos señores a quienes deseaba dotar el Virrey, que era la representación misma del Rey lejano de las Españas y titular indiscutido de estas tierras y por ello único admitido y aceptado para donarlas, como lo hizo, con su firma, a Capitanes y Almirantes y Adelantados.

Y aquí llegaremos a la esencia última del Derecho.

¿Por qué podía donar el Rey todas las tierras?: porque era el único propietario. Propietario, si.

De todas las tierras; las suyas, conocidas, mensuradas, legisladas y administradas, y también de aquellas que él mismo no conocía, pero que otros conquistaron para él, y también- y por qué no decirlo,- aquellas que él mismo no sabía que iban a ser suyas en un futuro. ¿Y por qué?.

Por gracia divina.

Nadie más que él podía concederlas a un súbdito, siempre que ese súbdito lo fuera en el terreno político, jurídico y religioso, porque el Rey era de esencia divina: era como si el mismo Dios la confiriera o concediera, y nadie podía discutirle a Dios la potestad de hacerlo, bajo pena de excomunión, tormento y muerte en la pira en la Plaza Pública. Ése fue el fundamento primigenio de la ley de Propiedad, ley no escrita pero aceptada y tomada como fuente de derecho, como pilar fundamental, sólido e inamovible e incorruptible.

Y bien: esta persona que Usted tiene delante como causahabiente, es heredero, por línea paterna debidamente documentada, de un real papel -una Cédula que podrá encontrar en esta carpeta que le he acercado-, firmado por un Rey- allí encontrará su real rúbrica -, que debiendo testar y no teniendo con qué, por encontrarse ya testadas todas sus pertenencias entre los hijos legítimos habidos con su Señora Reina, y quedando en real débito con otro hijo, habido éste con Señora ajena de contrato pero propia de concúbito- bien que circunstancial y fugaz-, cedió para este discreto descendiente lo único que halló pertinente otorgarle. Y que era la pertenencia de las lluvias, que eran su propiedad de Él, en la patria peninsular o en otra cualquiera bajo su reinado, de grado o por fuerza de la jerarquía de la Corona, por hallarse la lluvia entre los artículos que le eran adjudicados por gracia divina, como la tierra, los séquitos o cortejos, las naves mercantes y las de guerra, los lagares, los campesinos y las riquezas que produjeren, las montañas y sus secretos, las cosechas, las nuevas tierras que pudieran ser adquiridas- como él las había adquirido-, las mujeres- por contrato matrimonial- y también las doncellas o no tanto, que también había adquirido, pero por braguetazo Real.

y aquí fue que encendió otro cigarrillo, lo que ameritó otra pausa y dentro de ella fue que el Abogado alcanzó a distinguir el pucho extinguido, como un gusano reumático, yaciendo fuera del cenicero de vidrio tallado, que era lo suficientemente grande como para albergar cuatro manzanas de estación.

Detrás de sus ojos, como obnubilado, el Abogado entrevió al Rey, recién puestos sus Reales Calzoncillos, tomar la pluma y en tintero y escribir un papel con algo para contentar a la rústica doncella que acababa de someter y que, todavía en cueros, le pedía una gracia para pagar el favor y no desamparar la posible descendencia.

Percibió, también, la maldad refinada de los reyes. Debió haber sido una broma, pensó, pero la doncella, con aviesa ingenuidad, se lo hizo acreditar, contra todas las previsiones.

El demandante proseguía su razonamiento:

Y si podía otorgar las tierras que nunca había visto ni olido ni amado, a los generales que las aseguraron con su empeño marcial- toda la tierra: sus frutos, sus productos, sus raíces, sus entrañas, pasadas y presentes y también las futuras; y no tan siquiera otorgarlas al presente, sino asegurarles a sus propietarios la pertenencia de las futuras raíces a sus descendientes, y de todas las nuevas vidas por venir, provinieran de donde fuere su naturaleza, siempre y cuando lo fueran dentro de los límites del terreno otorgado, vidas inimaginables al momento de la firma, pero ya condenadas a propiedad, ya aseguradas sus esencias y descendencias a otras voluntades codificadas por derecho consuetudinario-, si podía otorgarlas, como lo hizo, cómo no podría entregar por donación las lluvias, estando éstas sujetas a iguales contratos entre Ser Supremo y súbdito subalterno, o representante real.

¿O acaso la gracia divina, que lo señaló en la jefatura temporal de aquella grey en los Estados, le negaría una parte integrante y fundamental en la fecundación de la tierra y su posterior renovación y mantenimiento?. ¿Podía el Espíritu Supremo otorgarle la jurisdicción de su rebaño y negarle al mismo tiempo la administración de su propio esperma?

De hecho, eso no había acontecido ni podía acontecer, y precisamente ello fue la causa de tantos testamentos, por lograr plasmar y repartir su patrimonio a sus herederos, su pertenencia.

Y la titularidad de aquellas cesiones fue fuente de derecho indiscutible para las subsiguientes compraventas, todas sacralizadas ante Escribano Público que las halló prístinas e inmaculadas e impolutas de origen.

Por tanto, Señor, desde entonces, la lluvia me pertenece.

Mis antecesores han debido vivir en ignorancia de su heredad, y yo mismo he tomado nota de lo que la codicia puede despertar frente a tanta propiedad en manos todavía débiles por la carencia de fuentes doctrinarias sólidas.

Pero el Derecho me ampara y a él me acojo.

Puedo aportar a Usted los Tratados de Derecho pertinentes para que pueda convalidar mis asertos o inteligir lo verdadero de lo apodíctico que puedan invocar los que desde ya son mis deudores.

en este momento su tono y su expresión, en opinión secreta y silenciosa del Abogado, ya eran los de una persona a la que se le debía un Reino y que había asumido su pertenencia sin traumas y, lejos de querer imponerse, era soberbiamente condescendiente con los pobres seres que habían sido desheredados, con los que no habían tenido un don como el suyo ni la oportunidad de tenerlo: en fin, con la pobre ralea humana.

Y aún el origen y vaciló, el abogado, con una duda repentina, buscando una palabra que no fuera agresiva tangencial del legado, tan por fuera de la línea sucesoria oficial ¿no afectaría su dignidad?

-Señor dijo el hombre de gris levantándose de su asiento y acomodándose la ropa como podría haberlo hecho un Ministro: la Historia me ha dado Poder y a usted lo ha distinguido para ser el iniciador de una Nueva Era. Ese Poder significa dinero, que otorga todo lo demás. Los dos disfrutaremos de la Dignidad.

Saludó y se fue.

 

El Abogado permaneció sin moverse, en la misma posición que había adoptado cuando estaba escuchando, mirando por encima de los lentes sin atinar a aceptar la idea de acercarse al legajo.

Escuchó que al visitante lo despedía la secretaria, y anotó mentalmente que su próximo paso sería cambiarla por otras dos, más jóvenes, sin várices ni prejuicios.

Cuando se cerró la puerta y todo quedó en silencio, se sacó los lentes y sin moverse, apretó los párpados un momento y disfrutó la quietud por unos minutos.

Era la vieja quietud, la de antes de que se pusiera en juego el fuero que ponía a una persona en propiedad de la lluvia, con beneficios retroactivos a tres siglos antes, y desencadenara, tal vez, la locura y la batalla jurídica, sin paz ni silencio por espacio de quién sabe cuánto tiempo.

Sintió y olió la vieja y decrépita quietud que no disfrutaría nunca más.

Después carraspeó, extendió la mano en dirección a la carpeta sabiendo que allí estaría la riqueza futura e incalculable de un hombre- en buena medida la suya propia; y de paso comprendió que el dueño de toda la lluvia podía dejar caer la ceniza de sus cigarrillos donde quisiese-, y que maldeciría ese momento todo lo que le quedaba de vida.

Vaya con la distinción se dijo, tomando la carpeta.

Y la abrió.

Hugo Bervejillo
Puertas que dan al patio

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