La tentación
Hugo Bervejillo

-Cómo le voy a explicar- dijo López-: en realidad yo nunca la quise.

Agachó la cabeza y se restregó los párpados con la mano.

-Nunca la quise- repitió -. Nunca. Ella pasaba todos los días por el quiosco, y yo estaba aburrido. Nada más. Ella era una mujer común, que compraba cigarrillos, una de tantas que compraba cigarrillos como podía haber comprado chocolatines o pastillas de menta o una birome. A mí qué me importaba. Yo nunca la quise. Yo soy casado, usted sabe- y se inclinó hacia adelante, como buscando consenso-: mi mujer es Elvira- y qué petisa, ésa -: buena madre- tenemos dos gurises- y buena compañera, sin despreciar. Es de esas mujeres que uno puede estar seguro que nunca le va a fallar.

López jugaba de a ratos, distraído, con una mano, con un cenicero de metal barato.

-¿Los hijos?. Lindos, bien criados, sanos. Una familia preciosa. Ah, sí- y entonces levantó los ojos y apoyó la mano en el escritorio -: usted no sabe cómo los quiero. A la otra, no, nunca la quise, no teníamos nada. Nunca tuvimos nada. Nada. Usted me entiende. La conocía- ya le digo- de pasar, ella, todos los días a comprar cigarrillos, ¿se da cuenta?: "buenos días", "cuánto es", "hasta luego", "gracias". Nada más. Eso era todo.

López se rascó la nariz con el dorso de la mano y siguió mirando hacia abajo.

-Ella pasaba a la hora de la siesta, así. Todos los días o casi. Se vé que trabajaba en oficinas. Por la hora y porque iba arregladita. Porque bonita, no era- nadie le puede decir eso-. Pero quedaba simpática, ¿me entiende?.

-Sì, entiendo- dijo Gonçálvez -, claro.

-Yo también trabajé en oficinas. Cinco años, en un banco. Pero después dijeron que había que reducir personal y me despidieron. Y en todos lados pasaba lo mismo. No había laburo. Bueno: usted seguramente se acuerda. Entonces, con la guita del despido y la mano que me dió mi mujer, que vendió un terrenito que era de los padres, puse el quiosco. Sencillito, ¿vió?. No era gran cosa. Pero después le fuí agregando artículos. Cigarrillos, cuadernos, lápices, pastillas, relojes de bagayo, biyuterí, condones. Daba para vivir.

-Hábleme de ella- sugirió Gonçálvez-: me interesa más.

Tenía una forma suave de hablar, lenta, tersa. Como que no le interesaba demasiado. Pero lo miraba atentamente, a López. Lo miraba.

- Bueno, no podría decirle cómo fue que apareció. Era de esas mujeres que pueden pasar desapercibidas sin esfuerzo alguno, a no ser que algún detalle, algún día, las delate. Y entonces uno las vé y tiene vago, ahí, que han estado desde siempre o desde hace un rato, pero las vé así, como de repente. Es así. Bueno. Y un día vino con un perfume que no era de plaza, de los que yo no podría vender. Muy rico. Fuerte, sí, pero no agresivo. Muy particular. Personal, ¿me entiende?. Bueno. Y un escotecito llamativo que se le abría con la brisa y entonces se le podían ver las.

-Un escote- sintetizó Gonçálvez-.

-Sí. Y medio se inclinó para buscar la plata que llevaba en la cartera. Ahí fue que me dí cuenta que venía todos los días, pero yo nunca la había observado.

-Comprendo- carraspeó el otro-.

-Y yo estaba aburrido. Sobre todo a esa hora en que no viene nadie, pero que hay que tener abierto, por las dudas- y recién entonces levantó los ojos, López, como tomando fuerzas-. Y ahí tiene, ¿vé?: ella venía a esa hora a comprar cigarrillos. Recién bañadita, fresca, con aquel escotecito y sin nada abajo.

López quedó callado un buen rato, como buscando si tenía algo más que agregar. Le temblaba algo la mano.

-Hacía calor adentro del quiosco y a ella se le transparentaban los pezones con aquel vestidito. Y se sonreía. Como si no le importara o no se diera cuenta. Porque le gustaba que uno la mirara. Estas son así. Yo qué sé- y volvió a hacer otra pausa -. Bueno: y nos preguntamos los nombres, nos tuteamos, nos bromeamos. Y un día le pedí que trajera otra vez aquel vestidito del escote que se le abría con la brisa o con la mano.

López volvió a callar otra vez y miró por la ventana hacia fuera. Hacía calor, ahí. Se pasó otra vez el dorso de la mano por el mentón y constató que hacía bastante que no se afeitaba.

-Dicen que a los cuarenta uno se pone loco. Debe ser eso. Yo no quería tenerla, a la minita, ni de novia ni nada. Ni dejar mi casa por ella. Yo no la quería, nunca la quise. Mi casa es mi casa. Más le digo- y volvió a levantar la vista hacia Gonçálvez- :cuando ella no venía, yo ni me acordaba de ella. Pero cuando aparecía. Ah. Mire: era como si otra persona le hablara por mí. Otro tipo, más audaz, ¿no? Y le decía cosas y hacía que ella me contestara y me provocara y yo me ponía peor. Y después empecé a soñarla desnuda, y a mojar las sábanas. En cambio, despierto, ni me acordaba de ella.

-Vamos al grano- interrumpió Gonçálvez, removiéndose en el sillón, buscando acomodo -.

-Bueno, un día ella salió de licencia y por un mes no apareció por el quiosco. Fue una tranquilidad. Yo pasaba con mi familia, salimos al circo con los chiquilines. Fue un alivio. Un paraíso. Hasta de noche me iba mejor con mi mujer. Yo que sé: mejoró el quiosco, compré un tevecolor. Todo bien ¿vió? Y yo pensé: se me pasó .

-Pero volvió.

-Si. Volvió- y otra vez agachó la cabeza, López -. Terminó la licencia y se me apareció, por allá, por el quiosco. Con el vestido transparente y el escotecito. Y a las risas, todavía. Me dijo vos lo pediste y yo me enloquecí. No: no: ya estaba loco. Loquísimo. Ella se reía y yo quería desnudarla ahí mismo ¿se da cuenta?. no se me había pasado nada. Yo estaba hecho una fiera y a ella tanto le daba. Por eso, cuando cerré- dos horas antes -, nos fuimos a un hotelito. Ni me acuerdo lo que le dije después a la petisa, pobre, que se quedó cuidando a uno de los gurises que estaba en cama con paperas. Pero allá: por favor. Nos vaciamos, mire. Me nació hacerle cosas que ni con mi mujer las hice- cada cosa que: ni le cuento-, y todo porque era un capricho. Era fácil. Porque en realidad, no la quería. Qué la iba a querer. Y cuando volví a mi casa y me acosté en la cama calentita y la toqué a aquélla, suave y dormida, me dije qué estoy haciendo . Al lado de mi mujer, aquella otra no valía nada. Flaca, fea, común hasta la ordinariez. Qué hice . Y la pobre Elvira dormía a los saltos con el chiquito enfermo.

-Y después- volvió a preguntar suavemente Gonçálvez-.

-Ella ganó confianza. Venía al quiosco con gesto de complicidad, todos los días. Con familiaridad. Como si tuviéramos algo en común. Venía a llevarse cigarrillos. Me molestaba, eso. Pasaba, antes de ir al trabajo, pedía - siempre la misma marca- y amagaba como diciendo ¿me los vas a cobrar?, como si yo estuviera en deuda, como si nos perteneciéramos. Y francamente. Yo, no.

López apoyó la cabeza en la palma de la mano y el codo en el posabrazos del sillón. Tenía rodilleras en el pantalón, pero parecía no darse cuenta.

-Y yo no sabía nada de ella. Todavía no sé el nombre porque ya me lo olvidé o nunca lo supe. Nunca me importó. Pero seguimos saliendo, ¿vió? Ella venía y se insinuaba y uno, ¿no?: yo qué sé: no se va a estar negando cuando está todo servido. Porque estaba todo pronto, ahí. Y se portaba. Ah, sí, se portaba. Se vé que le faltaba de éso en la casa, porque era como si tuviera apetito permanente. Y además, ¿vió?: cada vez era menos difícil mentirle a la petisa. Uno se acostumbra.

Y volvió a hacer una pausa con cara de autocompasiòn.

-Pero un día dije se terminó . Porque se tenía que terminar. No va más . Mi mujer estaba en cama- se pescó una congestión por salir de noche a buscar remedios -, los gurises lloraban por todo, las cuentas del quiosco no cerraban. Había un montón de preocupaciones. Yo estaba tenso. Y ella pasa. A la hora de la siesta. Se inclinó para asomarse a la ventana y me dijo estoy en casa, sola, y me aburro. Yo eché el resto y le dije tá bien: pero es la última vez . Decidido.

-Ese fue el día.

-Si. Ella había faltado al trabajo y nos fuimos a la casa de ella. Vivía a dos cuadras. Una casita al fondo. De barrio, pero coqueta. Ella ya estaba pronta y se desnudó enseguida, y me pidió, ansiosa, desde la cama. Yo me demoraba algo. Con remordimientos, no sé. Pero estaba jugado a terminar todo allí.

-Sì, claro.

-Bueno: y fui. Ella estaba a las risas. Contenta. Entonces apareció el tipo. Yo no sabía que ella era casada, nunca me lo había dicho. El tipo abrió la puerta de una patada, puta, le dijo ,y sacó un revólver, pará, loco, le grité y le disparó a ella. Eran como cañonazos. Y ella cayó contra la pared arrastrada , le gritó el tipo salpicando todo de sangre, y gritaba largo, con voz ronca, como histérica. Entonces me tiró a mí a vos también, cornudo, me gritó y algo caliente casi me arranca el brazo. Ella volvió a gritar hijo de puta le gritó aplastada contra la pared y yo caí casi debajo de la cama y me arrastré y me arrollé, y me tapé con el acolchado. El la fue a rematar a ella. Aparecieron vecinos, pero él disparó igual. Estaba loco. Estoy seguro. Después oí que forcejearon todos y después el tipo estaba llorando, todo flojo, y ya lo habían desarmado. Es una puta de mierda decía. Y lloraba. Al rato llegó la policía y yo pensé en Elvira y los gurises y qué culpa tenía la petisa, carajo de que esta loca de mierda se encaprichara conmigo.

Gonçálvez miró distraído el brazo enyesado de López y después al techo, a toda la pieza vacía y se puso a hojear otra vez el expediente que tenía encima del escritorio.

-Usted y el Juez me entienden. Me pueden entender, ¿verdad?- se esperanzó López -. Pero cómo le explico a mi mujer.

Hugo Bervejillo
De "Un caballo en la ventana"

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