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La herencia
Hugo Bervejillo

bemenor@hotmail.com
 

María Luisa murió ayer, suavemente, en esa forma honestamente privada que adoptan las personas que tienen algo que esconder.

Desde niño la vi caminar por el barrio, absorta en su mundo personal, siempre ajena, siempre seria. Nunca bajaba la vista, seguramente porque solo parecía interesarle el mundo de los mayores, y los niños no entrábamos en ese campo visual.

Un día descubrí que era hermosa. Y también, pero algo más tarde, que tenía una máscara de hermosura, exclusivamente, porque su trato era duro, seco, y la mirada y los gestos no se compadecían con aquella cara que hacía soñar a los adolescentes y cambiar de conversación a los vecinos. Tenía una belleza perfecta e inalcanzable, que hacía odiar al mundo.

Pero últimamente, ya en la cincuentena, aquellos rasgos se habían desdibujado, el vientre había avanzado y la sonrisa tenía un vestigio agrio.

Mi hermano me dijo Vamos, y fuimos, furtivamente, hasta la sala velatoria.

Mamá no llegó a enterarse, porque el hecho de ir a velarla era, socialmente, una acción de tipo delictivo, intolerable, e incompatible con la decencia. En la mesa familiar estaba prohibido nombrarla o referirse a ella, desde muchos años atrás. Muchos. Desde el momento en que se supo que era la amante del escribano Menéndez, que vivía en la parte económicamente solvente del barrio.

Entonces, aquello era un escándalo silencioso. Algo que se comentaba en voz baja y en sentido tangencial, algo que nadie se atrevía a pronunciar derechamente

Mientras viajábamos en el ómnibus- el sol de las tres de la tarde me hacía entrecerrar los ojos- le pregunté a mi hermano cosas que nunca me había preguntado a mí mismo:

Ilustración de Hugo Bervejillo

-¿En tantos años de amantes, la señora de Menéndez nunca sospechó nada? ¿No sabía? ¿Nunca supo? ¿Nadie en el barrio le dijo nada?

-Mirá- me dijo mi hermano, algo molesto-: no vamos a verla a ella. A mí no me importa mayormente la vida de ella. Pero está vinculada al Gordo, que es mi amigo. No nos vemos desde hace tres años, pero es mi amigo.

El Gordo Menéndez era el hijo del escribano. Nos llevaba cuatro o cinco años de edad pero había hecho una buena amistad con mi hermano, porque estudiaban materias parecidas en la Facultad: el Gordo estudiaba notariado, como el padre, y mi hermano, abogacía. Se prestaban libros, se comentaban anécdotas de profesores y hasta habían ido juntos al Estadio.

Ir juntos al Estadio – y gritar juntos, putear al juez, comerse un choripán, y todo eso-, es una forma más o menos definitiva de la amistad, que amerita ir a saludarlo, sobre todo cuando acaba de fallecer la amante del padre.

El sol de la tarde estaba tan fuerte que el interior de la casa velatoria aparecía como en penumbras.

Entre susurros y gente desconocida, encontramos al Gordo, que estaba presentándose a otros.

-Cesáreo Menéndez hijo. Soy el escribano de la familia.

A mí, que soy el hermano menor y que no era tan amigo del Gordo, me llamó la atención enterarme que se llamaba igual que el padre, y como el padre, era escribano. Pero me guardé el comentario.

No me pareció tan gordo ahora, y le habían aparecido algunas pocas canas

Cuando nos descubrió, lo saludamos, como todos, en susurros. Y enseguida- todos los otros formaron ruedas de conversación apartadas y nosotros quedamos como ajenos -, nos invitó a salir a un pequeño patio con jardín, que daba a los fondos.

Nos sentamos en un banco de madera y nos invitó con cigarrillos. De repente éramos cómplices en algo innombrable.

-No sabía que ya te habías recibido- le dijo mi hermano, buscando un tema que nos apartara del cuerpo en el cajón-.

-Lo que pasa es que falleció mi padre, ya hace tres años- nos dijo-. En realidad, yo quería estudiar para hacer la carrera de Diplomacia. Pero soy el hijo mayor.

Y aquí quedó un silencio grave, pesante.

En ese momento lo miré y vi que tenía los ojos rojos.

-Tuve que hacerme cargo de todo lo de papá, así que me olvidé del mundo por dos años para recibirme lo antes posible. Felizmente me quedó toda la clientela, y las deudas que sufrimos las pude pagar. Quedó todo a mi cargo: mi madre, la casa, mis dos hermanos. Y el tren de vida que mi padre nos había dado y que yo no podía negarle a mi madre. Como hijo mayor, tuve que afrontar todo. Todo.

Y otra vez el silencio.

-No te enojes- dije, por cortar aquel silencio-, pero, con María Luisa, ¿te llevabas bien?

Mi hermano me odió en un segundo y adiviné que me acusaría de falta de tacto. Los dos me miraron y yo sentí que me llameaba la cara en un incendio voraz e incontenible, pero el Gordo me palmeó la rodilla, amistosamente.

-Claro- dijo-. Era la amante de mi padre.

Pitó con morosidad y dejó que el humo se fuera lentamente, llevado por la pequeña brisa de esa hora. Lo miré, algo más aliviado y ahora noté que estaba mucho más delgado que antes, cuando nos encontrábamos en la esquina.

-Como les decía–de repente la voz era algo ronco y dolorido-, me hice cargo de todo.

Con la mirada absorta en el dibujo de las baldosas vi el papeleo de los escribanos, las largas horas estudiando carpetas, los estantes llenos de libros, la hojas escritas a mano, el imperativo de la elegancia; vi la imágenes que retenía del Gordo trepándose al ómnibus cargado de libros. Y me imaginé al Gordo volviendo a casa con el sobre con el dinero para pagar las cuentas, convertido en hombre tal vez demasiado pronto. Cuentas, obligaciones, saldando préstamos Con las ropas cada vez más oscuras, con la voz cada vez más disertante.

-De ella también.

No sé por qué quedé hipnotizado por una fila de hormigas que cruzaban de cantero a cantero por sobre el costado de las baldosas.

-Porque mi padre le pagaba las cuentas.

Sin mirarlo, me pareció entonces que dentro de él estaba el muchacho que hablaba con nosotros en la esquina, aquel se reía con los chistes y jugaba con nosotros en la red de volley ball en la playa, en las tardes de verano, y que estaba atrapado en un traje de metal, como una armadura, que era más grande que él y no lo dejaba salir.

Lo peor no son los papeles ni los contratos ni los pagarés- dijo-. Lo peor son los secretos. Lo que queda de un hombre cuando se va, lo que aparece en los bolsillos más pequeños, en los cajones más recónditos. Ella era parte de la vida de mi padre: una deuda adquirida. Una responsabilidad- aquí tosió suavemente y dejó estirarse una pausa-: tuve que pagarle algunas cuentas que debía, y seguir…

-Pero: ¿por qué?- y la mirada de me hermano me congeló, esta vez-.

-Soy el hijo mayor. El primogénito. Llevo el nombre de mi padre, y tuve que seguir la profesión de mi padre. Tengo que pagar las cuentas de mi padre.

-Gordo- aterciopeló la voz mi hermano-: esa mujer fue una aventura, un error de tu padre.

-Los errores de mi padre también. Es la ley. Mi padre me ordenó que la cuidara, fue su responsabilidad hasta que murió, y después fue la mía.

-Pero, ¿y ella? ¿Qué te dijo?

-Fui a verla al día siguiente del entierro de mi padre. Me estaba esperando con la cama tendida. Yo no quería: era una mujer mayor y había estado con mi padre. Era…no sé. Salí corriendo y volví a casa: estaba tan mal que mi madre me hizo contarle lo que había pasado. Hubiera querido tirarme de un sexto piso. Pero mi madre se puso de pie, muy seria, y me dijo: Sos el mayor. Son tus obligaciones. Yo no tengo por qué enterarme. Así que a la semana volví, y desde entonces me acosté con ella.

La fila de hormigas no parecía tener fin. Con el pie interrumpí la marcha por un rato, pero en pocos segundos se recompuso y entonces parecía imposible detenerlas.

-Bueno- dijo mi hermano y en la voz se le notaba la alegría de dar una buena noticia-: ahora se terminó.

-No-dijo el Gordo-. Tiene una hija que le crió una hermana. Es aquella morocha que está sentada allá. Veinte años. No quiere trabajar ni estudiar, y me trajo todas las cartas que le mandó la madre. Se instaló en lo de María Luisa, y ya me dijo que la casa es fría y no tiene ropa de invierno.

-No tenés obligación. No estás condenado.

-Claro que sí- - y suspiró y dejó ir el suspiro, con un cansancio infinito-: es lo que hubiera hecho mi padre.

Hugo Bervejillo
bemenor@hotmail.com
 

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