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El hombre y el fuego
Hugo Bervejillo

bemenor@hotmail.com

¿Yerba?. No, no tengo. En realidad, no tengo nada. No traje nada porque fue todo tan de repente. Y no me preocupa, ¿sabe?: igual, aquí, estoy de paso. No, no es broma: me voy en cualquier momento.

No tengo nada que hacer, acá. Usted mismo puede ver que no me parezco al resto.

No, no: a lo sumo, unos meses; después, chau. Claro, yo sé que hay otros que dicen lo mismo: me consta. Que son inocentes, que nunca hicieron nada, que los Jueces se equivocaron. Ya sé. Adentro de un Penal, todos dicen lo mismo.

Pero yo sé lo que le digo. No me gusta confiar en nadie, ¿sabe?. Además, no conozco a ninguno, acá. Ustedes, parece que se conocen todos: se saludan conversan, vienen del mismo barrio, parece. Como si trabajaran juntos o algo así.

A usted lo veía siempre en el patio: serio, escuchando: y : mire: de repente yo preciso éso- es un arte saber escuchar-. Además justo hoy lo ponen aquí conmigo, qué casualidad. Y disculpe: ¿cómo es su nombre?. Bueno, no importa.

Ilustración de Hugo Bervejillo

Ah: ¿cómo le dicen? ¿Chatarra? .Ah, claro. Sí, está siempre tirado. Chatarra. Está bien. Usted vé, Chatarra, no tengo nada. Apenas algo de ropa y eso. Pero voy a tener, eh?. Ah, sí. ¿Si prepara el mate? Cómo no: claro, sí, sí: y le cuento. Haga, nomás.

Es otra cosa, ¿ve? Mañana, cuando salga, voy a alquilar una casita y voy a tener tranquilidad, ¿sabe?: tranquilidad. Y eso no se paga con nada. Ya tengo mi vida hecha. Yo sé que algunos me van a mirar torcido, pero qué mierda me importan los vecinos ni nadie. Quiero vivir solo, Chatarra: qué me importan los buenos ni los malos. Lo mío ya está hecho y ahora quiero descansar.

La gente no entiende: están siempre en lo mismo, y yo podría haber estado, también-: de la casa al laburo y del laburo a la casa: la familia, las preocupaciones, los gastos que no se terminan, las devaluaciones, buscar otro laburo para poder llegar a fin de mes.

Pero.- claro, usted ya sabe- aquella gente- :los vecinos, los amigos, los parientes, todos-, se hicieron pelota. Destrozados. Toda la vida yugando, ¿y ahora?: perdieron todo, lo vendieron. Lo tuvieron que vender, ¿se da cuenta?: porque la plata no alcanza para nada: gente que tuvo que empeñar hasta el mate y la bombilla para poder comer. Mire: yo conocí a un Subjefe de Sección, en el Banco, que terminó como portero de un cine. Y tenía casa en un balneario, con parrillero en el fondo, y un coche en la puerta, y una chiquilina en un departamento, para alegrarle la vida. ¿Se da cuenta?

Se salvaron unos pocos, nada más, que supieron morder lo que tenían y de repente hasta mejoraron su posición. ¿Cómo dice? Ah, sí, claro, a costa de los otros. Claro, cómo no. Algún precio hay que pagar: amigos, parientes.

Pero después se olvidan, ¿eh? Y hasta lo mangan a uno. Y otros tiran el reproche porque lo ven a uno saltar y sacar la cabeza, pero: ¿sabe qué pasa?: a ellos no les dan las piernas. Me van a esquivar para que no los salpique cuando yo vaya por la feria, me van a ignorar para no saludarme, pero cuando nadie los vea, me chupan las alpargatas, me abrazan, me babean.

Qué saben, ésos.

La gente es así, Chatarra: sueñan con lo que no pueden tener y no se animan a buscarlo. Faltan agallas. Están podridos.

Y sin embargo, antes no era así.

De botijas eran sanos- todos éramos sanos-, vivíamos, no nos preocupábamos: fútbol, muchachas, bailes. Yo largué el estudio, ¿vió?: no era para mí; y entré en la Academia para preparación bancaria.

Todos los demás de aquel entonces, se tiraron a escribanos, abogados, ingenieros. Otro era hijo de un diputado y estudiaba para político. Todos grandes, Chatarra. Yo, a gatas para banco. Y algunos llegaron, ¿eh? Cómo no. Hoy son gente acomodada, pero en la calle no me conocen. Hace tiempo que no me conocen. Basura, mire. Y sin embargo antes no nos medíamos en esas cosas, no había tanta diferencia, y eso que a ellos, los viejos les aguantaban el tren de vida.

Y yo- qué quiere que le diga-: mis viejos eran laburantes que llegaron al barrio por accidente después de buscar casa por todo el resto de Montevideo. Qué le va a hacer. Capaz que usted también conoce de eso.

Bueno: y un día entré en un Banco. El primer mes me lo pasé sentado para que no se dieran cuenta que tenía los fundillos del pantalón cosidos por mi vieja, con un remiendo que no se disimulaba con nada. Era ropa de mi viejo, gastada. Después, sí, me empilché. Pero la vergüenza de ese primer mes, se la regalo. Entonces decidí aprender todo: quería saber, hacer carrera. Y ¿sabe para qué? para no ser pobre nunca más. Mire: ni en mi casa paraba mucho tiempo, para no ver las baldosas partidas.

la casa vieja, con techos altos y la claraboya enorme y herrumbrada, sobre el patio de baldosas blancas y negras, que se llovía siempre; los baños y la cocina al fondo, a través de un pasaje techado y oscuro; después una escalera de madera que iba a la buhardilla misteriosa, y aquel patio y el olor a pichí de gato, viejo, y las macetas

Ni acordarme, quiero. Yo hacía mi vida: salía con amigos, me gustaba el boliche. Hicimos un grupo sensacional con la muchachada del laburo: teníamos un bulín que pagábamos entre todos: mire: cada historia. Pero yo seguía estudiando lo mío. Todo. Me gustaba aprender todo lo que tuviera que ver con lo que yo hacía. Cuántas veces, Chatarra, aprendí hasta lo inútil porque no me quedara algo por saber. ¿Y sabe para qué?: porque al que sabe hay que pagarle- siempre fue así-, y yo quería que me pagaran, ser un técnico,¿ se da cuenta?. Quería la fama: que uno pase y se diga que uno sabe todo lo que hay que saber. Eso quería. Pero el premio: ¿de qué me servía saber todo si no me lo pagaban?. Yo quería ascender, y tragaba información y era el más competente en lo mío, pero seguía en el mismo puesto. Era una inmundicia. Por esa época yo salía a agarrarme las manos con la hija menor de los Dolby, un barraquero, no sé si se acuerda: después se pegó un tiro, hará unos años. ¿Un faso?: sí, cómo no.

estaban sentados en el living cómodo y tibio, en un diván enorme y profundo.

Al lado de la lámpara de pie, llovidos de luz suave, entre tapizados de cuero y pisos y muebles de madera y adornos y cristales, daba una sensación que la dueña de casa llamaba confort, y la luz indirecta dejaba apenas en penumbra el tocadiscos costoso y reluciente que estaba junto al bargueño.

Por la puerta-ventana se podía ver el jardín abigarrado de plantas exóticas, y al fondo, el brillo claro del coche familiar, casi una limusina.

El hombre mayor se había repantigado y apoyaba los talones en la alfombra, mientras que el joven estaba sentado sobre el borde mismo del sofá:

-Mire, Dolby, yo quiero mirar ésto en serio. Adriana para mí es un tema serio. Yo tengo mis dificultades, vea: gano veinte mil pesos, pero voy a progresar, tengo fé. Quiero llegar y voy a llegar. No tengo nada, pero trabajando voy a llegar. Si ella me espera.

El hombre mayor se levantó con una sonrisa cachadora, pero también como con cansancio y tomó el vaso que había dejado pocos minutos antes en la mesa ratona; lo levantó, lo llevó a los labios y bebió un sorbo corto. Al pasar de vuelta al sofá, le palmeó el hombro al joven, se volvió a sentar y lo miró a los ojos.

-¿Vos con Adriana? Ni se te ocurra.

Y eso enfrió todo.

Igual me gustó aquella época de quererlo todo: me llevaba el mundo por delante.

Después, todo cambió. Cómo, no sé. No me explico, pero cambió. Hasta lo que uno conocía, cambió. Yo ya me había casado- hubiera visto a la chiquilina, Chatarra: un minún: una linda petisa, morocha, con ojos negros como granos de uva moscatel-, hacía poco. ¿Otro faso?: pero claro, agarre, Chatarra, y fume, carajo, sin cumplidos: no, no me falta, qué me va a faltar: no me ha faltado un solo día.

Le decía: me casé. Gran muchacha. Buenísima. Y después vinieron los gurises: una nena y un varón. Llorones, eh?. Ah, sí. La madre los crió así. Fíjese, Chatarra, carajo: el varón a los diez años no sabe dominar una pelota

aquel domingo, cuando la pelota rebasó por alto al defensa, él, que la esperaba desde hacía tiempo, desde chiquilín, cuando quería parecerse a Todos Aquellos, Los Grandes, que ganaban siempre todos los títulos, que burlaban defensas, que quedaban para la gloria en aquella fotos que él guardaba en cajas de cartón; él, que no llegó a ficharse porque era flojo cuando lo marcaban fuerte- y eso que gambeteaba lindo y apilaba giles-, a él nunca le llegó una pelota así, de alto, por arriba del defensa, sin marca cerca, y tanto que la esperó, tanto, y ahora que ya es un veterano, ahora llega; y la paró en el pecho el tiempo justo para no dormirla del todo, girando a la derecha para acomodar el cuerpo, y el rebote amortiguado se fue también a la derecha, apenas en caída, y él ya había adelantado la pierna izquierda, la de apoyo y la derecha bien atrás, y abrió los brazos, arqueando el cuerpo hacia el otro lado, y justo cuando la guinda caía, como dormida, la empalmó de voleo, y ya estaba adentro, envuelta en la red- el golerito apenas pudo mirarla- y él, que tal vez ensayó eso toda la vida, dormido y despierto, quedó justo en la posición en que quedaban los goleadores de las fotos que él guardaba en las cajas de cartón, cuando era chiquilín.

ni cabecear, Chatarra: una vergüenza. Pero mire: ¿una patada?: a llorarle a la abuela. Claro, yo no estaba mucho en casa. Llegaba tarde, cansado, malo. Ya estaba todo el mundo podrido, estaban todos locos. Y todo de golpe, ¿vió?.

Un día me llaman por teléfono a casa tan temprano, de madrugada, casi: una pesadilla:

dale che carajo despertate anoche se llevaron a Carlos me oís a Carlos cómo cuál el que labura al lado de tu escritorio pero estás dormido se lo llevaron anoche cómo quiénes pero: los quetedije qué mierda te pasa me escuchás: estaba metido en algo o es un garrón no sentiste nada qué habrá pasado, vos que lo conocés parece joda ché parece que estuvieron tres camionetas un montón de tipos sí todos armados se lo llevaron a los empujones de madrugada sí entraron pateando la puerta y despertaron a toda la cuadra la pobre mujer está hecha pelota no sabe nada dónde está ni por qué se lo llevaron le dieron vuelta la casa me escuchás por las dudas no salgas ni al boliche

y perdí el bulín, los amigos. Allanaron a la mayoría de los de la barra. Todo se terminó. Nadie tenía ganas de nada. La gente tenía miedo. Mire, Chatarra, quédese con la cajilla: total. Sí, viejo, mire, igual está por la mitad. Ah, el mate está riquísimo. Exquisito.

Yo antes tenía coche, ¿sabe?, y lo tuve que vender. No era gran cosa: un forcito. Pero era mío, me lo gané. Yo era un técnico, Chatarra, y los Jefes me consultaban. Y yo, que era un Auxiliar, me les sentaba es la esquina del escritorio y fumaba delante de ellos. Algunos hasta me tuteaban. ¿Sabe por qué, Chatarra?: respeto. Res-pe-to. Porque yo sabía más que ellos, que tenían coches grandes, coludos. ¿se da cuenta?. Con lo que yo les solucionaba, ascendían ellos y se hacían las comodidades de la casa, la fama, la posición. Pero era yo el que sabía. Y con sacrificio me había comprado un forcito. Mío. Y lo tuve que vender: una huelga grande

mire, muchacho, usted es muy capaz y lo sobran condiciones para lo que está haciendo; es una pena que pierda el trabajo por meterse en algo que no entiende porque usted ahí no lleva nada y en cambio lo llevan de la nariz a usted: ahí tiene a su Jefe de Sección vociferando afuera, en la tribuna, y no va a entrar ¿se da cuenta?, y va a ir para afuera, ése ya no vuelve, y no queda nadie para el cargo salvo usted,¿se da cuenta?: es un puesto de confianza; no haga tonterías y cuente conmigo: yo le firmo: quién le dice que dentro de unos años puede ser el Gerente más joven de la Empresa

y ascendí a Jefe pero quedé mal visto por los envidiosos. Nadie tenía mis condiciones para el cargo pero se fijaban si era amigo del viejo Tal o del jerarca Cual. Y –vea, Chatarra- pasó el tiempo y los ascensos no venían. Jefe, sí, pero nada más. Ahí quedé. Otros más jóvenes me igualaron en la jerarquía después que ya había pasado todo. Y todos hablaban de cómo había llegado yo, como si ellos hubieran ganado un concurso.

Ya no había compañerismo ni amistad, ¿vio?

Una mierda.

Pero yo sabía y ellos no. Giles. Fíjese que todavía están buscando a ver si entienden cómo lo hice, porque no se dieron cuenta, no lo vieron.

Giles. Más que giles.

Y yo también gil, porque hasta ese momento trabajaba y no me pagaban lo que yo valía: me exigían más que a los demás y yo cobraba como cualquiera. Me despreciaban¿ se da cuenta? Yo sabía más que un gerente pero me pagaban como a un bichicome.

Me quedé solo, Chatarra. Me sentía mal. Viejo. De todos mis compañeros de antes, ni hablar: Artigas, Suárez, el Chino. Algunos vendieron todo y se fueron del país. Peralta, el Mudo, el Conejo. Buscaron otros trabajos, otro horizonte. Melgarejo, Oribe, el gordo Zapiola. Una inmobiliaria, una florería, una fábrica de pastas, un quiosco. Ramitos, Burgueño. Un medio tanque para asar chorizos. Sánchez, el Pescado, el Indio, Orosmán. Un reparto de chacinados, ventas en general: los que no se habían ido del país vendían maníes en la calle

una madrugada fría recién amanecido en aquel garaje amplio con ruido de chapas y un motor de camión acelerado para que no se oyera nada pisadas de bota todavía en la penumbra buscando el nombre a los gritos el frío no deja dormir corta las manos lo agarran lo llevan por varios pasadizos varias puertas aquella rampa y lo que parece un salón y después por la escalera para arriba escalera abierta diez o quince escalones hasta la música a todo volumen en la radio apenas abren la puerta ruido de agua risas el aliento a alcohol los puñetazos en la cabeza, más risas como de borrachos el tacho de agua o lo que sea y la cabeza sumergida en el agua fría lo vuelven a sacar y lo vuelven a sumergir cada vez menos tiempo afuera y cada vez la música fuerte y las risas y otra y otra vez y la boca se le empieza a llenar de agua o de eso los pulmones duelen la puntada en el pecho, adentro lo levantan y lo meten de medio cuerpo adentro y lo sacan, más preguntas pero no sabe no sabe grita, dice no se dan cuenta que no sabe y ve luces del párpado para adentro, traga más agua sin control no respira no entra aire, eructa con gusto a mierda tiene como un anillo en la garganta y entonces algo falla se rompe ya no importa alivio las manos flojas, una nube y un frío lejano indoloro que viene de lejos

o no se supo más ellos. Mis amigos de la juventud estaban en otra: atendían sus escritorios, sus coches lujosos, sus familias selectas. Solo, Chatarra. Y disculpe que lo aburro, pero: yo qué sé: usted es callado, serio, y yo hace tiempo que hablo con nadie. No tengo con quién hablar. ¿Quiere que caliente más agua?. Sí, está lavado, pobre mate, pero a mí me da igual. Ayuda a conversar, me gusta. Mire que está rico, todavía. ¿Lo seguimos? O no: como guste. Le decía, Chatarra: me sentía del carajo.

Entonces la conocí. ¿Cómo le voy a contar?: primero me llegó la fama, porque yo conocía un montón de compañeros en la oficina que le tenían miedo, porque habían oído de ella como comehombres. Miedo, Chatarra. Estaba en la oficina por un traslado desde no sé qué sucursal del Interior hacía poco más de dos meses. Se comentaba que en la sucursal de donde venía, enganchó a un viejo Director- yo oía y me quería morir, Chatarra-: mire: se le colaba en el escritorio- ella sabía que al Viejo le gustaba- y se le sentaba enfrente y le cruzaba las piernas y se remangaba la pollera cortita y sacaba pecho o se abría el escote.

Cuando el Viejo se babeaba, lo agarraba para ella y lo masturbaba a conciencia. Pobre Viejo. Al mes- ya lo tenía medio enfermo de los nervios-:¿qué se le ocurrió?: lo besó en serio. Y- vea-: él no estaba preparado, nunca había tenido en la boca otra lengua que la de él, propia, y descubrió tanta cosa junta que le saltó el corazón.

Cuando la conocí- ¿vió?-, la miré a los ojos pero como sin darle importancia, y ella también me estaba mirado: y me di cuenta que me estaba diciendo no te da la nafta, botija, salvo que seas muy hombre.

Me midió,- ¿sabe, Chatarra?-: a ver si yo tenía sangre. Es de esas mujeres que llegan a todo lo que quieren en la vida. Al Viejo aquel le sacó lo que quiso en ropa y alhajas; quería buena vida y sabía bien cómo se consigue: haciendo laburar a otros.

Me miró-¿no?- y debe de haber pensado a ver qué pasa con éste. Yo la miraba como si no la mirara, pero fotografié, así, de cráneo, los ojos, la garganta, el cuerpo, Chatarra, y pensé: con ésta, hasta donde me dé el vuelo: a volar hasta que me caiga.

Entonces preparé y ejecuté una calesita con valores y la llevé a cenar a lo grande, como ella se merecía, bancándole todo lo que pidió. Y después. ¡Qué noche pasamos, Chatarra! ¡Usted viera!: enterrado en esas nalgas me sentí como con veinte años. Y disculpe si le cuento estas cosas pero si no, cómo me va a entender. La vida se vive una sola vez, usted sabe.

¡Qué mina, Chatarra!: era un fuego. Me erizaba los huesos, me quemaba. Y cuando no la veía, soñaba despierto: yo: con el arrastre que tenía. ¿Se da cuenta? : el mundo me quedaba chico. Y los turros de toda la Gerencia no se dieron cuenta: saqué y puse plata de otras cuentas, hice desaparecer todo eso y nadie se dio cuenta.

Entonces decidí echar el resto. Vámonos, le dije. A donde quieras, me contestó. ¿Qué era eso?: confianza, mi viejo: confianza: ella sabía que yo sabía. Ella, que basureaba galanes, que los exprimía, que los pisoteaba, y yo la tenía como un perro faldero. Claro: ella precisaba un hombre. Como yo. Nadie en todo el Banco me podía corregir un solo número porque el que dominaba todo era yo. Me sobraba, pobres giles. Aprendices.

Prenda otro faso, Chatarra, no haga cumplidos.

Por eso lo hice a la vista de todos, ¿vió?, y nadie se dió cuenta. Como Jefe, yo autorizaba la compra y venta de moneda extranjera: cifras multimillonarias. Y compraba también para mí, con la guita del Banco y de un montón de clientes que yo sabía que miraban las cuentas una vez por año. Compraba dólares, libras francos suizos, marcos, águilas mejicanas: hacía calesitas, descomponía las cifras para que no las reconocieran, y después compraba acciones de sociedades anónimas, que ningún Juez me puede sacar. Y nadie me descubría, nadie maliciaba: todos estaban conformes con lo que sabían y con lo que cobraban, con el puestito de mierda que tenían. Habían llegado a la meta. Se pasaban el día sumando con la maquinita las cifras que les pasaban otros y ellos, a su vez, las pasaban a otros; y cuando llegaba la hora, se iban, conformes.

Yo, no.

Yo pasaba cheques de un mes para otro, jugaba con los controles que pudieran ponerme, me adelantaba a lo quisieran hacer, les daba pistas falsas, pero ni eso descubrían. ¿Sabe una cosa, Chatarra?: le compré un auto. A ella. A la vista de todos. Y ella lo lució delante de todos. Y nada. Nada. Pobrecitos.

Hasta que un día, un viernes, me pasé la tarde jugando con cheques, entreverando buenos con fayutos, de mediatarde hasta el cierre: no sabe, Chatarra: me llené. Me llené. Un disparate. Iba poniendo todo en un portafolio, y llegó el momento en que hasta vergüenza me dió de todo lo que me llevaba. Me llevé casi todo. Reservé pasajes por teléfono- ella me estaba esperando-, salí y nos embarcamos para Buenos Aires.

Qué le voy a contar: güisqui importado, champán. Comida: la mejor. El mejor hotel. Un fin de semana como yo merecía- y ella me comía, Chatarra, yo me vaciaba en ella como en ninguna mujer, nunca, porque ninguna sabía lo que sabía ésta, y la lengua, la piel, los senos: un cuerpo que no es de este mundo- y morimos tantas veces, Chatarra-, y yo no me cansaba nunca, porque ¿sabe?: me hizo sentir como un Gerente.

Y después, a Chile

calor seco. Cielo brillante donde los ojos duelen al mirar la pista, que parece líquida contra el cielo. Pasto amarillo, desparejo hasta el infinito. Bajo el techo enorme del hall central del edificio, detrás de la pared-ventana, el ambiente fresco parece irreal. Hay gente que conversa, pero el murmullo se lo lleva la bóveda o los extractores de aire. Sonrisas, nervios, valijas de mano.

Dos perros jadean afuera, a la sombra de un camión.

El Gordo mira al cielo sintiendo el pulso en las sienes, en toda la cabeza. El sudor le corre por la espalda por debajo de la camisa empapada y le moja también el correaje de cuero que sostiene el estuche de la pistola negra que le abulta el sobaco. Se mira las manos, aguachentas, de uñas grises. Lo que toca, lo moja.

-Demora.

-Ajá.

El De Bigote no parece transpirar. Le preocupa no despeinarse y los pliegues de la camisa importada. Mientras cuida el perfil en el espejo retrovisor de un coche estacionado, aparece en el horizonte un punto brillante que se acerca. Un grupo de artesanos sentados en la calle exponen trabajos en metal y calabazas pintadas mientras el punto brillante se acerca más-,

-¡Viene!

Nervios, confusión, uniformes verdes y azules que corren a tomar posición, que se abren paso. El De Bigote tira el cigarrillo a medio fumar rumbo al ruido de las turbinas que están allí nomás y ensordecen a todos, ingrávidas en el aire, y los pastos parece que flamean. A alguien se le escapa un disparo y mata a un perro, lo desgarra, lo destroza. La mole toca la pista con pesadez, la gente corre temiendo lo inesperado, camionetas con sirenas entran a la pista a toda marcha. Zumbidos de intercomunicadores, órdenes, chillidos de neumáticos

El avión carreteó, se frenó, se detuvo; lo esperan, lo cercan, más órdenes, lo rodean. Todos los coches se detienen alrededor de la panza del avión, que tiene una enorme mancha de sombra, abajo.

Armas al sol, llevan la escalera hasta la puerta, que se abre, y entran varios soldados.

De repente, todo está quieto, como el sol, que está brillando en todos los reflejos. Todo es de metal, de repente. Entre colores que se desmerecen con una niebla ligera y lejana, el cielo deja ver montañas, a lo lejos. En la pared externa del edificio, una canilla gotea sobre el cantero de pasto formando una pequeña laguna, y el reflejo del sol se proyecta en ondas sobre la pared: las gotas caen espaciadas y sin ruido y el arcoiris flamea como un vestido de noche para después volver a una calma relativa. Por la puerta abierta del avión, aparece gente, algunos de lentes negros, algunos de gorra, y bajan la escalera, al aire y siguen caminando rápido,, flanqueados ahora por soldados, y él está en el medio, sin ella, sin valijas, sin sombrero. Gente bajo la escalera, curiosos, prensa. Fotos.

pero allí se terminó todo. Ya lo vé, amigo Chatarra. Devolví menos de la tercera parte de lo que me llevé, demostrando buena voluntad, pero igual me dieron como tres años por estafa y fraude calificado o algo así.

Y aquí estoy, en esta pocilga.

¿Cómo supieron?: mi mujer llamó para avisarme que era el cumpleaños de la madre. No me encontraron. A alguien le dió por preguntar, por puro chiste, por si me había escapado con la otra, al vapor de la carrera.

Algo así.

O habrán desconfiado, habrá aparecido alguna de las pistas que dejé, tal vez era cierto que en el Banco había alguien inteligente. No sé.

¿Ahora?. A vivir, o yo qué sé. Quiero tranquilidad. Capaz que me alquilo una casita y chau.

Pero fue grande, Chatarra. Grande. Señor para aquí, Señor para allá. Señor, Chatarra.

¿Ella?. No supe más, quedó en el avión, no sé.

Tal vez la interrogaron, pero debe haber sabido muy bien cómo resbalarse a la inocencia.

Ya no importa, ya viví. Y ahora que ya salí en todos los diarios, voy a seguir siendo un Señor para todos los giles que no se animaron a saltar, como yo.

¿La ropa y los cigarrillos? Y: en fija que los mandó mi mujer.

Yo le dije: es buenísima.

Hugo Bervejillo
bemenor@hotmail.com

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