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Desde el río sopla un viento frío
Hugo Bervejillo

Para Daniel, mi hermano

(...) Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: Desde el río soplaba un viento  frío, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla.

Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes. (...)

Horacio Quiroga. Decálogo del perfecto cuentista.    

hubo una luz muy brillante y brusca, y un ruido seco e intolerable, violento; después, un crujido apagado, no de cosa herida u ofendida, sino de cosa que, de repente empieza a acomodarse para descansar; susurro de  líquidos en traslación, y un poco de olor a transpiración, fuerte.

eso fue todo

1

El Juez de Instrucción extendió la mano derecha hacia uno de los dos sobres que le habían llegado y que estaban encima de su escritorio.

Había dejado pasar unos minutos después de recibirlos en la puerta de su casa, agradecer brevemente al mensajero, cerrar la puerta y sentarse en el sillón ancho y cómodo, frente al escritorio que aromaba a papeles viejos y polvo.

Eligió con inspiración súbita el grande, de color garbanzo, y apartó el otro, blanco, no obstante ostentar arriba, a la izquierda, el sello del Poder Judicial.

Los dos decían, lacónicamente
                                                          Dr. Páez Beretervide
                                                           Presente.


Tomó el sobre elegido con las dos manos y experimentó un cierto alivio, como de hacerse de una cosa largamente deseada, como el mudo e implícito de una muchacha, una noche de verano, después de un largo asedio.

Todavía tenía en la boca el gusto y el perfume del café con leche que había desayunado media hora antes, en la cocina de su casa; en la cara, en cambio, sentía el fresco de la afeitada reciente. 

Afuera, el sol de la mañana hacía brotar reflejos furiosos en las gotas de rocío que flotaban en el pasto.

-Ahora, con ésto- y enfatizó con una suave agitación el sobre que tenía entre las manos- tal vez tengamos una pista más firme, algo incontestable, algo que no se contradiga con otra cosa. El nombre que esté en este papel - y no importa de quién se trate ni la importancia que tenga o se atribuya-, va a tener que explicar lo que hasta ahora no se pudo explicar. Se terminaron las conjeturas y las máscaras. 

Enfrente de él, del otro lado del escritorio y armando un cigarrillo de hebra rubia, estaba sentado un viejo con aspecto bohemio: canoso, despeinado, con barba de muchos días. Tenía en la mirada algo que sugería una suave interrogación, como de persona que gusta escuchar más que hablar, y de rato en vez, levantaba un algo la cabeza como aprobando o dando un reflejo de énfasis a lo que estaba escuchando. 

Tenía puesto un saco algo deforme y de solapas raídas, un pañuelo anudado al cuello, un short de tela fuerte y color impreciso, medias de náilon oscuras y zapatos negros de vestir, acordonados y opacos. 

Veinte años antes era un hombre que caminaba erguido, hablaba con acentos terminantes y vestía algo más elegantemente: por lo menos usaba pantalones limpios y lo distinguía un gacho gris oscuro con cinta negra, pero con la muerte de su esposa, fracasó en sus estudios de Derecho -su gran vocación-, y cayó en la bohemia.

Pocos en la ciudad sabían que había solventado los gastos de estudio de aquel hijo único, no tanto con su actividad comercial reconocida- consistente en un pequeño taller de arreglo y venta de bicicletas-, sino con la más lucrativa de proveer manijas y cruces metálicas de diferentes valores a las casas de pompas fúnebres, y que su fuente de aprovisionamiento era una pequeña gavilla de muchachones que las robaba de los cajones depositados en el cementerio.

En el apogeo de su actividad en estos menesteres llegó a entregar cajones completos y lustrados, con lo que la empresa adquirente llegó a venderlos dos y tres veces cada uno.

Pero ya habían pasado aquellos buenos tiempos.

-Veamos. Dígame. ¿Qué se supone que debería contener ese sobre?.

El viejo recién se estaba acomodando en su sillón favorito, tan descuidado como él, en un ángulo del cuarto donde la luz no hería sus pupilas, orladas de celeste por la edad y la bebida y desde donde hoy, de viejo, parecía degustar bucear en los vericuetos en que se metía el ser humano y que era posible entreleer en la prosa jurídica de los expedientes del Juez.

El Juez, por su parte, sabía, por haberlo leído en un documento de lejana memoria, que el nombre del viejo, el de la pila bautismal, era Doriseto, pero jamás habría tenido la osadía de llamarlo así: el trato entre ambos siempre había sido de Usted.

-Una prueba técnica, un peritaje de ésos que son inapelables- el Juez veía al viejo como un interlocutor privilegiado, sin tomar absolutamente en cuenta su aspecto y sí el hecho de que se trataba de su padre: alguien que, a pesar de su silencio, lo podía entender mejor que cualquiera de los demás habitantes de este mundo-. Como usted sabrá, el Derecho Penal recibe, para mejor apoyar su peso doctrinario, el aporte de la ciencia y la tecnología. Estos, precisamente, son los resultados de las pruebas de ADN sobre cabellos encontrados en la cama y pruebas dactiloscópicas efectuadas sobre el arma homicida en el caso del político fallecido hace cosa de veinte días. Sariani. Seguramente lo debe recordar porque lo comentamos una tarde de lluvia después que yo volví del bar del Correo.

-Sariani, claro que sí: Sariani. –la voz del viejo era muy suave: tanto, que no era posible saber si se trataba de las palabras emitidas por él o la interpretación que hacía de ellas el Juez-. Usted me habló de él, claro. Por supuesto. El político. Rebelde y obsecuente. Oí hablar de él desde que era un periodista joven. Entonces tenía una melena bárbara y era muy polémico.

-Bueno: es el caso que me tiene ocupado desde entonces y si yo no hubiera estado tan absorbido- hasta podríamos llamarlo deprimido, hundido, quebrantado-, por las vicisitudes de la investigación, lo habríamos comentado. Es un caso que en cualquier otro país del mundo habría resultado razonablemente fácil de resolver, pero en estas latitudes resulta inexplicablemente problemático.

El estudio del Juez estaba orientado de manera tal que el sol de la mañana podía entrar por el ventanal e inundar la pieza, dándole un tono de frescura a los dos armarios viejos –cuyo barniz se agrietaba en un tono ámbar oscuro- repletos de expedientes amarillentos atados con hilo sisal, y a los lomos amarronados de las colecciones de Memorias jurídicas de cuarenta años a la fecha, formados como soldados, que estaban en el estante superior. 

En el segundo estante de aquel armario, templo de Códigos, se destacaba, sin vinculación posible con tratadistas como Couture, Carnelutti o Bayardo, un busto de Beethoven, tan polvoriento como el resto.

Frente a la ventana, por entre el hueco de las cortinas, tenía su lugar una silla desvencijada, de paja trenzada, que sostenía algunos diarios viejos, y encima, al General Muelas, un gato gordo y atorrante, aristócrata de la bohemia, que dormitaba casi todo el día en ese su lugar.

Con la mano izquierda el Juez se calzó los lentes y suspiró antes de abrir el sobre de color garbanzo, que no lucía remitente ni, de ser oficial, el distintivo de la repartición de donde provenía, sino, apenas, en una esquina del lado del dorso, y a lápiz, clandestina y anónima, una jugada de quiniela.

El Juez había estado esperando ese sobre. 

Lo había esperado con ansias: con el ansia del jurista que debe y desea impartir justicia porque cree en ella con la fe de los mártires cristianos, y también con el ansia del niño que cree y espera que el mundo sea como le enseñaron que era, y que necesita la confirmación práctica, una señal divina de que todo es como dijeron los padres que debe ser, a pesar de las circunstancias y del barro humano, a pesar de todo. 

Y lo que contenía o debía contener ese sobre eran los análisis de laboratorio que darían las pistas definitivas del caso. 

Esperó todavía unos segundos más, disfrutando del suspenso, paladeando la sensación cálida de que en ese sobre estaba el premio a su convicción sólida y profunda, de lo inexorable de la Justicia, a la que se sentía atado desde su nacimiento, porque su padre había sido, desde siempre, un degustador aficionado de Leyes y Códigos. 

El viejo admiraba, en particular, el Derecho Romano- el examen de esa materia lo había aprobado, en su época, con tres Muybuenos- y era la única razón por la cual él, hoy Juez de Instrucción, llevara como nombre Usucapión.

Mentalmente se preparó para el gran momento de saber la verdad y enfrente, el viejo, esperaba, también, con tranquila expectativa.

De manera que, antes de abrirlo, el Juez sacó del cajón de arriba del escritorio la libreta grande, de apuntes, donde había asentado todas las observaciones acerca de este caso, una vieja lata que había sido de duraznos en almíbar, donde guardaba lápices y biromes como en racimo, y desde donde dispuso dos o tres en orden de preferencia.

Después preparó café y lo sirvió en dos vasos que disponía para ese rito consuetudinario y que guardaba en el armario de madera oscura, se lo alcanzó al viejo y se sirvió a sí mismo con humilde elegancia, lo azucaró y lo probó, se arrellanó en el sillón y enarboló el abrecartas, y así, casi seguro de haber llegado al fin del camino, empezó a recapitular, con la distancia del tiempo transcurrido, para transformar las dudas en certezas.

-Hoy le quedó un poco soso- se quejó suavemente el viejo-: pero, dígame: este Sariani que me dice, ¿fue aquel que apareció muerto? Digo. Me parece haberle oído eso. Pero yo creí que el asunto ya estaba resuelto.

-No. Verá- dijo el Juez, sin abrir el sobre, todavía, recostado en el sillón, disfrutando la situación y haciendo memoria, con una sonrisa de placer por ser consultado, tras haber superado un período de incertidumbres, y tener al fin casi dispuesta una respuesta a esa consulta-.

Durante la pausa, el General Muelas se desperezó, cambió de posición y volvió a quedar dormido.

2

A las once  y media de la noche de  veinte días antes, sonó el teléfono de la centralita del sanatorio.

Vagamente, se oían  en la penumbra adyacente conversaciones lejanas,  casi susurradas, adivinadas por los siseos, y los ecos recorrían los pasillos en ángulo, pintados de verde pálido e iluminados por luces indirectas, mortecinas; y  también quebraban la monotonía del silencio ruidos metálicos lejanos, de ocultos ascensores o de platos apilados a medida que se lavaban o de  bandejas de acero cayendo ocasionalmente una sobre otra.

De a ratos, pasos casi deslizados sobre el piso de linóleo.

Toses lejanas.

La señora de blanco que atendió el llamado  

ostensiblemente tenía la túnica, de dos cuerpos, sobre la ropa íntima: todo se transparentaba, pero inútilmente, porque  ella estaba sola y además, cansada- no había dormido en las últimas veinte horas, por atender su casa y dos trabajos : tal vez era cierto que el marido la había abandonado-, y toda esa otra historia que era la de su vida, solamente se podía adivinar en ciertas arrugas de la piel y tal vez en alguna rencorosa ronquera amarga que arrastraba a veces en ocasiones como ésta: la mujer que había en ella dormía a la sombra de la función que desempeñaba en ese momento;

y tal vez se tratara de una persona que solamente quería cumplir decentemente con su tarea

anotó mecánicamente la hora en que lo recibió y  apenas  después se fue enterando de los sucesos.

La trompetilla del auricular parecía emitir un susurro, y la cara, pétrea, de la señora orientaba a los ojos, que oscilaban, nerviosos, guiando a la mano que se movía rápidamente garrapateando letras y números.

Solamente cuando, con voz neutra, preguntó  si se sabía el nombre, parpadeó con sorpresa.

Repita, dijo, y escribió de una vez lo que ya había creído oír pero que por un momento se negó a aceptar, hasta que se lo repitieron, confirmando la certeza.  

cuando el Juez la interrogó- entonces, ella ya se había sacado la cofia blanca y tenía puesto un tapado claro; tampoco tenía los zapatos blancos: callada en su asiento, sentada en el borde delantero y con los pies recogidos y cruzados, tenía tanta jerarquía como un ama de casa, pero los ojos eran francos y directos y la expresión segura y sin vacilaciones-,  le preguntó si,  cuando le dijeron aquel nombre, ella sabía de quién se trataba, y ella le dijo que sí, que el nombre correspondía al de un político de renombre, a quien ella no conocía personalmente, pero podía decir que lo conocía de leer noticias relativas a él en los diarios o de escuchar los informativos de la radio o de la tevé. El Juez le preguntó entonces si ello obstó para que ella fuera más rápida o más lenta en el procedimiento de poner en marcha el dispositivo de enviar al médico de urgencia, y ella contestó que ni una ni otra posibilidad: ella atendía a todos los pacientes y todos los llamados con la misma velocidad: el nombre de esa persona no hacía vacilar su sentido de responsabilidad, o lo que es lo mismo, no le importaba quién fuese, pero es verdad que sabía de quién se trataba.

Recordó que quien llamó era una voz masculina, algo grave, y que aparentaba tranquilidad.

El Juez preguntó si ella recordaba de qué manera le definieron la situación, cualquiera fuese, y si podía reproducirla con la mayor fidelidad, y ella contestó que le dijeron se suicidó, así mismo, y lo recordaba talmente como se lo dijeron porque se había sentido impresionada, choqueada.

El Juez le preguntó si eso se debía a la noticia en sí o a la importancia que ella le atribuía al occiso, y ella contestó que esa impresión más bien se debió a la violencia del hecho en sí, que dejaba entrever- a ella le dejaba entrever o suponer o intuir- algo adyacente y maligno que ella no podía documentar, que adjudicaba a alguien- singular o plural- ajeno y distinto al político fallecido.

Resuma eso, había murmurado el Juez.

Yo creo, y lo creí desde que me dieron la noticia, dijo ella, que él no se mató, no se pudo haber matado, tal vez jamás quiso matarse: sencillamente yo no lo creo.

Ya van dijo después, cuando le confirmaron lo que ella ya sabía que había oído,  y colgó.

Vaciló todavía un segundo -en que repasó con los ojos todo lo que había estado escribiendo-, y entonces discó en el teléfono interno y dictó con rapidez y precisión un mensaje que fue leyendo ordenadamente del papel que había garrapateado. Después, escuchó brevemente lo que le dijeron del otro lado, mordiéndose el labio inferior, y recién después, finalizada su responsabilidad, puso todo el cuerpo en actividad: se levantó de la silla blanca de caño y repasó las alarmas  para cerciorarse que no hubieran llamados de los pacientes de sala, volvió a revisar los horarios del pastillerío de la noche y se aseguró que todo estaba donde tenía que estar.

Y entonces no supo qué hacer con las manos.  

no sé quién ni por qué, pero fue alguien, otro, y no él, y  no sé ni por qué se lo digo, pero fue la impresión que tuve, terminó diciendo, y después firmó la declaración y el Juez la despidió suavemente.

Después, en el silencio de la pieza, el Juez releyó lo atestiguado por la enfermera

¿qué la pudo haber inducido a sospechar o vislumbrar algo turbio, cuando la noticia, breve y sintética,  se la dieron por teléfono, y entonces no tuvo oportunidad de ver la cara ni los ojos del que se expresaba?: las mujeres suelen hacer alarde de un sexto sentido propio del sexo, pero no conozco que eso sea un elemento probatorio en ningún Juzgado Penal

y creyó entender elementos componentes, como vagos indicadores de algo que estaba más allá de las palabras y de la voluntad: mujer todavía joven, sola, con dos hijos y dos trabajos y tal vez muy poco descanso, tal vez sintió algo especial con la muerte violenta de un ejemplar masculino con indudable arraigo entre el sector femenino: una impresión especial más allá de las posibles fidelidades de tipo ideológico y más cerca de lo atávico maternal.

No es seguro, pero puede ser.

No sería imposible que sucediera.

Varios metros más afuera el médico apagó el cigarrillo al paso,  se calzó el saco -por encima de la túnica corta- y el estetoscopio, y agarró  la valija de metal  mientras hablaba rápidamente con el conductor de la camioneta, que encendió el motor antes de cerrar la puerta.

Apenas se subió el médico, la camioneta salió hacia el  pasillo en declive y de ahí, a la calle.

A media cuadra, unos bultos dormían agrupados en la vereda, entre trapos y cartones. Un poco más adelante, circulaba lentamente una camioneta toldada, con soldados oscuros de miradas oblicuas. 

cuando el médico debió declarar ante el Juez de Turno, le fue preguntado si consideraba en ese momento que se trataba de un caso habitual o tenía conciencia de que se trataba de algo especial, por la causa que fuese. Y él contestó que sí, que le pareció que no era un caso común y corriente, en función de que la telefonista, o quien hizo las veces de tal, lo puso al tanto de que la víctima era alguien que no era común y corriente, es decir que le dijo el nombre completo o como se lo habían dado a ella por teléfono, y que, de no mediar un error o una coincidencia, por la importancia de ese nombre, que era muy conocido, y todo el entorno político, en fin, eso lo puso en guardia de que podía ser que se tratara de algo que no cumplía con lo que habitualmente se llama un caso común.

El Juez, en otro momento de la misma declaración, le preguntó si, cuando se dirigía a la dirección que le dieron  se había hecho una composición de lugar,  y si tenía un prejuicio o una suposición del origen de aquello por lo que se le  llamaba; y él contestó que en el mismo momento, no recordaba habérselo planteado, pero que después, al volver al sanatorio, sí tenía vagamente una presunción de lo que pudo haber sucedido, pero se apuró a aclarar que no puso a nadie al tanto, en función de que se trataba de algo personal, que de cualquier manera era preciso confirmar con resultados de los análisis y los demás datos que él no conocía porque pertenecían a la órbita judicial, pero que, en cualquier caso, los mismos análisis hablarían por sí solos acerca de lo que verdaderamente habría sucedido, sin que sus presunciones o intuiciones- a partir de la firma del certificado de defunción y únicamente en referencia a esa circunstancia, él ya sería ajeno a lo que significaba el hecho en sí y sus derivaciones-, afectaran el desenlace.

Cuando llegaron a la dirección indicada, a favor de un tránsito escaso y de avenidas casi vacías,  el médico llamó con vigor a la puerta.

Cerca, sobre el cordón, ronroneaba el motor de la ambulancia, que tenía la puerta del conductor abierta, mientras éste estaba saliendo en busca de la camilla, en la parte posterior, por si fuera necesaria.

La calle estaba desierta, apenas iluminada por unas bombitas espaciadas.         

La vereda tenía una hilera de  plátanos,  cuyas copas se tragaban, en la altura, la luz de los focos,  que apenas llegaban en astillas a la penumbra de la vereda.

Dos coches estaban estacionados, no muy lejos, y encima, una luna redonda y fría se recortaba contra la ropa tendida  que se hamacaba a empujones suaves sobre una azotea cercana.

Aroma a salitre en el viento suave que venía del mar. Y silencio.

Alguien abrió la puerta y la cabeza y parte del cuerpo se asomaron por el espacio entreabierto, en sombras y  a  contraluz de la iluminación de adentro.

Ah: venga, pase, escuchó el médico que le decían, y él entró.  

Cuando el Juez sugirió que él, el médico,  había sido el primero en ingresar a la casa, y siguió leyendo en voz alta otros pasajes del expediente, él, el médico, le hizo notar al Juez que, cuando llegó a la dirección que le habían aportado, quien lo recibió fue un hombre  cuarentón, con un  bigote similar al que usan los militares, de hablar algo precipitado y nervioso.  No podía, el médico, aseverar que se tratara efectivamente de un militar, ya que vestía  ropa civil, lo que

le hizo suponer que era un familiar, y preguntado por el origen de esa impresión, el médico contestó que así le pareció porque tenía la apariencia de estar como de entrecasa.

Fue conducido hasta el dormitorio.

Mientras caminaba por el pasillo que conducía hasta allí, alcanzó a vislumbrar a una joven señora rubia- solamente pudo distinguir entonces una cabellera que caía por sobre unos hombros angostos de muchacha, por detrás de una espalda encorvada- que lloraba suavemente  abrazada a la mucama, a la que solamente se le distinguía el peinado de moño.

Nadie le había dicho que en esa casa había mucama,  ni él podía suponer que hubiera, ni ella tenía un uniforme distintivo, pero fue la impresión que tuvo con solo mirarla, y así le pareció: no  otra cosa que una doméstica de confianza

La mucama, -la señora del peinado de moño-, separó un momento la cabeza de entre el cabello de la muchacha, al paso del médico y  lo miró con ojos fríos.

El médico siguió caminando por el pasillo de listones de madera barnizada, y, a los costados, pequeños óleos encuadrados, con escenas marinas.

Dos puertas más al fondo, estaba, entreabierta,  la puerta del dormitorio.

En la cama estaba el hombre, y apenas divisar aquel cuerpo cincuentón, el médico tomó conciencia que  estaba sin vida.

La apariencia era de como si estuviera  perplejo, mirando hacia el cielorraso, con los lentes de armazón espesa puestos en su sitio,  con la boca abierta, la mandíbula fláccida.

Tenía puesto el  saco del piyama, que estaba descubriendo totalmente el pecho, como si hubiera tenido un ataque de calor,  y sobre la tetilla izquierda un agujero pequeño con los bordes de un rojo subido, y cerrado por un moco oscuro que ya hacía rato se coagulaba; el lado izquierdo del piyama estaba arrollado sobre el hombro y se adivinaba que también estaba  salpicado de algo.

No estaba exactamente acostado sino recostado en dos grandes almohadas, como si estuviera esperando a alguien para atenderlo desde allí para algún asunto importante.  Los brazos estaban uno a cada lado del cuerpo.

 

Cuando el Juez le preguntó acerca de ese panorama, el médico  dio su opinión: se trataba del agujero producido por el impacto del proyectil de  un arma de fuego de calibre no pequeño,  que además le había producido la muerte en forma casi instantánea.

El Juez le preguntó entonces  si conocía de armas de fuego y el médico contestó que no, que en Facultad de Medicina ese tipo de instrucción era nulo, pero que se le había hecho evidente que - descartando algo absolutamente fuera de lo común-, ese tipo de agujero había sido causado por un impacto de bala ocasionando un orificio de entrada  por donde él, el médico, hubiera podido introducir el dedo menor.

El Juez preguntó, entonces, si había visto el arma sobre la cama o donde fuera,  pero el médico  contestó que no, que sobre la cama no había ningún arma porque entonces él la habría visto, y que le extrañó, entonces, que no estuviera, pero que lo atribuyó a la presencia de lo que él supuso o confundió con un militar o un policía, y dio también en razonar que tal vez se estuviera haciendo un peritaje en el arma y que esa sería la razón por la que el arma no estaba allí donde debería ser ostensible que estuviera,  sobre la cama, o al costado, pero a la vista.

Por lo demás, él estaba allí para examinar un cuerpo- para esto se había preparado como estudiante- y no un arma, materia acerca de la cual no tenía el menor conocimiento.

Recuerda que miró sobre la mesita de luz, sobre la cómoda y toda el área cercana a la cama, claro que no con esa intención, sino la de apreciar el entorno de un hecho de sangre, pero no vio arma alguna.

Otra de las suposiciones que se le ocurrió en ese momento fue la del asesinato por un presunto ladrón: alguien que hubiese llevado con él, en la huída, el arma homicida.

El Juez le preguntó cómo había encontrado las ropas de cama, y el médico, después de consultar su libreta de apuntes, recordó que las ropas de cama estaban arrolladas, cubriendo el cuerpo desde el pecho hasta las rodillas.

Después de examinar el cuerpo y efectuar algunas pocas preguntas a la mucama, que en algún momento compareció silenciosamente, y extender el certificado de defunción, el médico se retiró. No se fijó especialmente en la hora pero podría ser que fueran las 23:50, o 24, y en su opinión, el deceso se habría producido entre una y seis horas antes. 

Cuando el Juez de Instrucción le preguntó sobre sus conclusiones, el médico, dejando en claro que se trataba apenas de un primer examen, determinó que, en su opinión el occiso fue herido con un proyectil sólido no deformable. Se trata, dijo,  de una herida limpia en la entrada y en la salida, lo que supone que el trayecto tisural tiene un diámetro acorde, sin deformación por resistencia opuesta al avance del proyectil. Orificio de entrada y salida están en una línea teórica apreciablemente recta, de escasa curvatura, lo que supone que no hubo rebote en planos resistentes, como huesos. En el orificio de salida existe efusión sanguínea por desplazamiento de fluidos.

Al momento de la herida, el occiso estaba en posición decúbito dorsal, semierguido, y no presenta evidencias de movimientos de defensa u oposición al disparo. Aparentemente no hay estallido de vísceras ni cavidades, ni presenta tatuaje ni quemadura, lo que permite suponer que el disparo no fue efectuado en contacto directo con la piel. Hubo oblicuidad lateral en el ángulo supuesto del cañón del arma con respecto al plano frontal y sagital del cuerpo, dijo,  y tengo la casi total certeza de que se trató de un único disparo. Existe la posibilidad de que el disparo haya sido efectuado a corta distancia, pero sobre la prenda de ropa, como por ejemplo el saco del piyama que el occiso tenía puesto. En este caso la quemadura o aureola de gases calientes debe estar impresa allí, así como, supuestamente, cualquier otra reveladora de más de un disparo.

(El Juez, silenciosamente, anotó en su libreta:  Uno: ¿a corta distancia?; Dos: ¿más de un disparo?; Tres: Reservar piyama para examinar aureola de gases. Prueba definitoria.)

Hasta donde pude examinar- no se trató, como es obvio, de un peritaje forense en regla-, hubo poca efusión de sangre, lo que hace suponer que no seccionó vasos mayores. Se trata de una herida en la región precordial a nivel del cuarto espacio intercostal, a unos cinco centímetros del esternón. El orificio de salida se encuentra en la región dorsal derecha, abajo del ángulo de la escápula, por lo que debe haber herida de vísceras torácicas, presunta causa del fallecimiento, presumiblemente en forma instantánea.

El Juez preguntó suavemente si era posible establecer un perfil de la persona que disparó, y encuadrarla en la circunstancia.

El médico levantó los ojos y contestó que no era posible probarlo pero debería tratarse de alguien conocido porque no había habido alarma corporal en la posición del occiso, sino descanso.

Después de una pausa, el Juez cambió de frente y le preguntó si en alguno de los dos autos que el médico percibió no muy lejos de la casa, esa noche, había notado gente dentro.

El médico vaciló, confuso, y después admitió que no pudo ni quiso fijarse, aunque se le hubiera ocurrido, porque lo llevaban hasta allí los motivos de su profesión.

El Juez asintió y lo acompañó hasta la puerta.

-¿Qué es posible pensar  de todo eso?- preguntó suavemente el Juez de Instrucción a su padre, después,  mientras lo veía sacar de debajo de la silla el vaso de vino, que a esa distancia todavía olía fresco y aromado profundamente a uva -. Yo creo que la muchacha del teléfono se dejó atrapar por el lado maternal de su corazón. O tal vez simplemente sea el costado femenino, y dentro de él un terreno especial, más específicamente el que no deja recapacitar. Algo parecido a lo que sucedería, me imagino, si tomo el testimonio a un hombre gélidamente soltero frente a la muerte violenta de una vedette porteña, o cualquier mujer bonita.

En cambio el médico, tal vez por su formación profesional, deja entrever, sin abalanzarse  a dar su opinión, que el aspecto científico dará la respuesta adecuada. Si no, ¿para qué están el laboratorio y el Juez?

El General Muelas, súbitamente acosado,  cambió de posición sobre sí mismo para lamerse el pecho, después volvió a otra posición más cómoda, suspiró con un ronquido largo y volvió a quedar amodorrado.

-Tengamos  paciencia- pareció sugerir el viejo depositando el vaso otra vez debajo de la silla, donde parecía estar seguro que se encontraba más fresco y agradable que en otro lado -. Todavía no están todos los elementos.

Y después,  entonces, sacó las hojillas y el paquete dorado de Cerrito y se dispuso a armar otro cigarrillo.  

El Juez se volvió a reclinar suavemente en el respaldo del sillón y, ante una mirada intencionada que le pareció entrever en las sombras, se preguntó silenciosamente por qué la declaración del médico le pareció más sólida y firme que la de la enfermera y por qué no entrevió o no quiso ver o no encontró hendidura alguna que le indujera a sospechar que también aquí podrían encontrarse elementos subjetivos que deformaran la percepción o enumeración de los hechos o que introdujeran una valoración propia.

El médico era joven, también, pero estaba casado; también tenía dos hijos y vivía de su profesión. No tenía, por tanto, aparentemente, razones para distorsionar hechos.

Y después, todavía, el Juez se preguntó por qué parecía tener más peso y menos motivaciones personales la opinión de un hombre casado que la de una mujer sin marido.

3

Poco después del llamado a la mutualista, sonó el teléfono en la Comisaría de la zona.

El agente que recibió la llamada llevaba apenas seis meses destacado allí, razón por la cual controlaba personalmente la disposición prolija de todos los elementos con que contaba para cumplir con su función.

Mientras se mantuvo todo silencioso él caminaba lentamente constatando cada cosa en su lugar, hasta el momento en que el timbre lo sobresaltó : entonces rápidamente tomó el tubo y lo levantó y enunció en forma clara y segura la designación de la Comisaría, su grado y su nombre.

Tomó nota mecánicamente de lo que le informaron hasta el momento en que le fue notificado el nombre de la persona y allí pidió un minuto de espera,  agarró el tubo con las dos manos, mirando a su alrededor- aunque sabía que no había nadie-, y después de unos segundos se rehizo y tomó el resto del mensaje.

Inmediatamente lo comunicó al Subcomisario, que estaba en su escritorio, que llamó de un grito a un subalterno, y enseguida se movilizó hasta la casa. 

(las avenidas, en la noche tienen una ajenidad que se acentúa cuando se las mira desde la ventana de un coche en movimiento y que convierte al observador en un extranjero: los niños que duermen en los quicios de las puertas, los ancianos que lo hacen en las puertas de los comercios cerrados, los hurgadores que caminan al paso de sus carros controlando todos los bultos de basura, la propia basura desparramada en las veredas, los papeles y las bolsas plásticas que arrastra el viento. Detrás del vidrio, las imágenes despiertan sensaciones distintas de las que generaría la luz del día. Pero la más aguda es la sensación de amenaza, oscura y silenciosa, de las camionetas verdes estacionadas en las sombras o en marcha lenta, sin rostros visibles, en las que, hasta los extranjeros más inadvertidos pueden adivinar la presencia de armas y la intención siempre alerta de usarlas, antes de desaparecer, anónimas, fuera de los mandamientos y los  reglamentos de los hombres y de los dioses, dejando el vacío de una presencia y el desconcierto de los que perciben la ausencia repentina, impotentes)

Cuando llegó, la casa tenía la puerta abierta y una luz amarillenta iluminaba el rellano; la mucama lo recibió en la mitad del corredor y solamente le indicó la dirección que debía seguir. No parecía haber más nadie allí: la casa estaba en silencio. 

Cuando el Juez lo interrogó, el Subcomisario recordó claramente que encontró en la cama a una persona del sexo masculino, a quien  recordaba haber visto en noticieros y fotos de diarios, y que reconoció como un político de nota, célebre en el bando opositor al gobierno, que se encontraba tendido en la cama, en posición decúbito dorsal, con la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda, con los ojos cerrados y la boca abierta como que estuviera roncando.

Tenía el saco del piyama abierto y un agujero de bala en el pecho, a  la altura de la tetilla  izquierda.

El Juez quiso saber cómo era el aspecto general de lo que encontró y el Subcomisario contestó que, en medio de una cama que presentaba un cierto desorden, había un cadáver;  el cuerpo presentaba una herida de bala, que él, el Subcomisario, conocía muy bien, que esa herida correspondía, sin dudarlo, a un proyectil de un arma calibre .38.

Quiso saber el Juez si el Comisario había visto el arma, y el

Comisario contestó que una vez constituido  en el lugar con su asistente, él procedió a buscar el arma y que no fue posible hallarla  en la cama ni en el piso ni sobre mueble alguno, por lo que supusieron que allí se habría producido un homicidio con posterior fuga del agresor, pero que, unas dos horas después, cuando se le permitió la entrada a dos o tres deudos, uno de ellos, un tal Romeo Traverso, señaló que, efectivamente, sobre la cobija  que cubría el cuerpo hasta la cintura,  había encontrado  un revólver, que resultó ser  marca COLT, calibre .38, Número 70898, niquelado, con cachas de madera. Se encontraba a la izquierda del cuerpo, cubierto por la frazada, con el caño apuntando hacia los pies, casi sobre el borde de la cama, y el Comisario no se explica por qué no fue visto hasta el momento.

El Juez le preguntó, entonces, su opinión acerca de lo ocurrido, pero el Comisario declinó esa opinión en función de que se trataba de una investigación en marcha y que  él, por  su formación profesional,  no podía aventurar teorías. Pero podía aseverar que, una vez efectuada  una inspección ocular buscando algún indicio que permitiera probar la posibilidad de un suicidio, examinando la herida producida,  no encontró el  tatuaje que habitualmente se produce en la piel ante la cercanía de los escapes del gas de la deflagración de la pólvora. No lo encontró en las inmediaciones  de la herida y tampoco en las manos de la víctima, a simple vista,  como tampoco otras señales de violencia.

Cuando tuvo una idea general de lo que tenía delante, se dirigió al Segundo para que buscara a alguien de la familia o de la casa.

El Segundo volvió al poco rato con la mucama,  y al interrogarla sobre si había alguien más en la casa, notificó al Comisario que la Señora estaba recostada.

El Comisario encendió un cigarrillo y le pidió a la mucama que avisara a la Señora que quería interrogarla acerca de lo ocurrido. Cuando aventuró alguna pregunta a la mucama acerca de las impresiones que ésta pudiera tener sobre lo mismo, la mucama solicitó que hablara primero con la Señora, y después lo haría ella. 

Cuando el Juez de instrucción le propuso aventurar una hipótesis de suicidio, el Subcomisario hizo una pausa de silencio absoluto.

Después explicó que, durante el interrogatorio a la viuda, ella le comentó que el occiso solía disparar y que lo hacía con la mano derecha. Había agregado, también, que lo hacía bien, que solía acertar varios blancos cada vez que se lo proponía. Pero el Comisario sabía que dos años antes, un sábado de noche, el ahora occiso fue interceptado por tres desconocidos en una esquina de penumbras y entonces extrajo de entre sus ropas un arma-  tal vez se tratara de ésta misma que hoy figura como prueba- y disparó a sus antagonistas hasta en cinco oportunidades, mientras aquellos corrían, sin hacer blanco en ninguna ocasión, cosa que corroboraron dos vecinas alertas tras las persianas.

Tomado esto como antecedente, el Comisario se propuso suponer un suicidio.

Lo usual era que el sujeto se disparara a la cabeza- en la sien derecha, en este caso- o más propiamente en la cavidad bucal, buscando perforar el paladar y hacer estallar la masa encefálica, por la presión del impacto de la bala.

Era, en realidad, poco frecuente que se lo hiciera sobre el corazón, o buscando esa cercanía. Pero dando como posible que el occiso tuviera ciertos conocimientos o alguna intuición de medicina, y dando como  cierto que se disparó de esa manera, pasó a analizarla.

El occiso era diestro, de acuerdo al testimonio de la esposa.

El proyectil entró de adelante hacia atrás, de izquierda a derecha, de arriba abajo, lo que significa  una cierta habilidad en el tiro con la mano izquierda- se trata de un revólver .38, que requiere cierta firmeza en la mano para que el disparo siga la trayectoria previamente elegida-,  o bien una cierta complicación, como ser la de disparar con la diestra, si éste es el caso, accionando el gatillo con el pulgar y sosteniendo el revólver con ambas manos. Desde el momento que las ropas de cama no fueron analizadas en su totalidad, es una posibilidad que se hubiera disparado sobre un almohadón, si su intención era la de no dejar marcas en su cuerpo: en ese caso, encontrado el almohadón, la solución estaría a la vista

Pero en una persona que toma esa resolución definitiva, el detalle de interponer un almohadón era francamente ridículo, muy distante de la psicología de un suicida .

Es necesario tener en cuenta que toda esa maniobra y su resolución estaría circunscripta en lo que aparentemente fue producto de un instante, una decisión súbita, aprovechando los escasos minutos que, según los resultado del interrogatorio posterior, podía demorar su esposa en cambiarse de ropa en el cuarto de baño y sin que ella, desde el trato previo, pudiese prever tal decisión como para impedirlo, en el rato que hablaron ambos antes de que ella decidiera ir a  cambiarse.

No lo conocía tanto, el Subcomisario, al occiso, como para presuponer que una persona adulta, que naturalmente cuida su vida privada, fuera, repentinamente, a exponer públicamente su muerte, en su propia casa y frente a su esposa, de esa manera tan promiscua.

Tratándose como se trataba de un político de profesión, no había, tampoco- y hasta donde él podía entender- motivación  evidente en esa área que hubiera precipitado una decisión tan radical, o circunstancia que le acarreara beneficio, o perjuicio que pudiera establecerse como causal.

Siempre que el verdadero motivo no estuviera en la sustancia de lo que habló con la esposa, y que el acto no fuera algo secretamente premeditado – en cuyo caso resultaría incomprensible que hubiera elegido ese lugar para matarse y no otro más alejado y discreto, para ahorrar molestias e incomodidades-, se trataría, adujo el Subcomisario, en resumen, de una reacción brusca y  extemporánea, que presupondría un fingimiento previo ante su esposa, una personalidad esquizoide y un pulso firme.

Pero era perfectamente posible.

Después de una pausa meditada, el Juez preguntó:¿ bajo qué circunstancias un hombre público, como era el caso, podría aceptar suicidarse en su casa, en presencia de su mujer, pero ocultando maliciosamente sus intenciones, cometiendo su propio homicidio pero fabricando industriosamente el equívoco que arroja la sospecha sobre otros y lo exime de responsabilidad?.

El Subcomisario contestó que tiene por cierto que la política es el arte del disimulo, y que es en ese terreno donde deberían buscarse las motivaciones, para percibir a quiénes mancharía ese homicidio y quiénes serían los beneficiados.

Tampoco hay que olvidarse, dijo en tono lento y significativo, que en este país todos se suicidan con la mano equivocada.

Después carraspeó y agregó, finalmente, que esa posibilidad- la de imaginar un suicidio- se la había ofrecido el Juez minutos antes y que en ese marco él la había analizado; que podía resultar, a priori, descabellada.

Pero- reiteró- era perfectamente posible.

El Juez quiso saber si había otra posibilidad, y cuál sería, y el Subcomisario contestó que era posible, también, y en mayor medida, un homicidio, en cuyo caso habría que buscar a alguien del entorno cercano.

(Más atrás de los lentes y de los propios ojos, el Juez se preguntaba qué es lo que hace que uno crea o descrea de una versión, qué palabras son como rocas para poder pisar sin remordimientos y cuáles resultan como camalotes, cuando a la vista tienen la misma consistencia.

Ahora la posibilidad de un suicidio no parecía algo desmesurado.

Y por qué el instinto dice que es más creíble y confiable la palabra de un Subcomisario -casado, divorciado y vuelto a casar, padre de tres hijos y habitante de una casa precaria a hora y media de viaje de la capital-,  que la de un médico y la de una enfermera)

Poco rato después, llegó la señora.

Era rubia, joven- tal vez 21 o 22 años-, y tenía las huellas de haber llorado, en el alrededor de los ojos y en la piel blanca de la cara.

Llegó caminando lentamente, como adormecida, tendió una mano hasta el posabrazos del sillón- en la otra mano apretaba el pañuelo- y no se sentó sino que se deslizó hasta una posición de descanso.

El Subcomisario notó que por debajo de un largo saco de salir asomaba el vestigio de seda de la ropa de dormir; en el cuello tenía un pañuelo  -como para cerrar el escote, que bien podría haber pertenecido a una italiana de las que venden en la feria y  que tal vez se la hubiera prestado la propia mucama-, pero tenía puesta  una sola caravana,  vestigios de pintura en los párpados aunque no en la boca, y exhalaba el perfume mentolado de la pasta de dientes. 

Cuando el Juez la interrogó, ella le dijo que, después de una cena ligera, su marido  se había acostado.

Mientras seguramente él leía algo en la cama, ella supervisó la limpieza de los platos y dio las últimas órdenes del día a la mucama.    

Después fue al dormitorio.

Allí estuvieron conversando un rato. Ella se había sentado en el borde de la cama, del lado de él y al lado de él- ella estaba  vestida de entrecasa y tenía por encima el salto de cama; él ya tenía puesto el piyama y todavía no se había sacado los lentes, de armazón gruesa, que usaba a toda hora-, y estuvieron conversando ligeramente de noticias mínimas del día, del cómotefue y el quéhicistedetarde y el meencontrécon.

Él estaba tranquilo y no dijo ni comentó nada de lo que se pudiera inferir que había tenido ningún incidente que le produjera tensión o alarma o depresión. Solamente cosas vagas, lugares comunes propios de una jornada monótona, nada de  trascendencia.

Después él le dijo que estaba algo cansado del trajín del día y le pidió a ella  que se cambiara para acostarse. Ella se levantó y fue hacia el cuarto de baño, vecino al dormitorio, que era el lugar donde ambos dejaban la ropa antes de acostarse.

Si uno atravesaba el marco de madera barnizada, al abrir la puerta-  un ventanuco con cristal esmerilado lo hacía perceptivo pero no confidente-, entrando y hacia la derecha, casi detrás de la puerta, del lado de la pileta,  tenía su lugar una silla de madera, de respaldo redondo, donde él había dejado su ropa colgada.

Ella usaba un perchero de madera, fijo a la pared, que estaba directamente detrás de la puerta, y a la altura de los ojos, ubicado de tal manera que cuando la puerta quedaba abierta de par en par, ocultaba el perchero.

Ella abrió la puerta del cuarto de baño, dijo,  recordando que en ese momento, en realidad, no sabía en qué había ocupado la tarde su marido, porque las respuestas de él  habían sido vagas y evasivas.

Ni siquiera sabía dónde había almorzado ni con quién ni a qué hora, porque a ella le había avisado alguien, que dijo llamar desde la oficina de él, que  no iba a ir a la casa  a almorzar.

Después, mucho más tarde, otra voz parecida o la misma, había avisado que él iba a llegar un poco más tarde a casa, a eso de las siete o siete y media de la tarde, y efectivamente, a esa hora había llegado él y solamente había comentado estuve muy ocupado.

Ella había terminado de ponerse su piyama, dijo, - habría demorado unos cinco o seis minutos-,  cuando oyó el tremendo estampido del lado del dormitorio, y recuerda que en ese momento pensó que de ninguna manera aquello podía ser que hubiera sonado en su casa, que debía ser algo ocurrido en alguna de las casas vecinas; que en su casa y menos en el dormitorio,  no podía haber nada que explotara con semejante ruido.

En el interín, mientras ella se cambiaba, no había oído nada, ningún ruido como de roce o movimiento o arrastre o cualquier otro.   

Ningún ruido.

Cuando el Juez le preguntó si había encontrado la carta, ella abrió los ojos sorprendida.

El Juez, dos segundos después, preguntó si ella había encontrado la carta que, por lo general dejan todos los suicidas explicitando los motivos por los que se toman, en esos casos, una decisión de semejante magnitud, y que, por lo general, está dirigida a un Juez, como era él, quien le estaba dirigiendo la palabra.

Ella, más tranquila, contestó que no, que no había visto ninguna carta en ningún lugar de la casa, con esas características.

El Subcomisario dejó pasar unos segundos, la miró atentamente y le preguntó las primeras formalidades, que ella contestó con voz quebrada.    

Tenía una forma elegantemente descuidada de acomodarse el pelo, con la mano, por detrás de la oreja: esto sucedía con frecuencia porque un  mechón- del mismo rubio pálido que toda la cabellera-, al poco rato de acomodado, volvía a abanicarle la cara en su caída. Entonces fue cuando comenzó a trascender algo así como un suave aroma, que era difícil precisar.

Después  él le preguntó por el arma, si ella la conocía, si pertenecía a su marido. Ella contestó que sí, que pertenecía a su marido, que no la usaba casi nunca, solamente en ocasiones, y tal vez ya haría un año que él la había usado por última vez, creía ella.

El Subcomisario quiso saber si él era un buen tirador, y ella contestó que le parecía que sí, que una vez, cuando eran novios, todavía, él disparó sobre unas latas, en un establecimiento de campo de unos tíos y que había tenido buenos aciertos.

En ese momento, y por el tiempo en que demoró en recordar, desapareció el rictus de dureza o preocupación que tenía en la cara y hasta pareció más joven, sonriendo al recordar, casi como si fuera otra muchacha.

Ahora ella tenía sobre las mejillas un ligero rubor, que realzaban a algunas venitas azules y al color fresco de los labios.

El Subcomisario hizo una pausa y le preguntó con qué mano tiraba él  y ella contestó que tiraba con la derecha y escribía con la derecha, pero tenía la costumbre de tratar de hacer cosas con las dos manos indistintamente, como ajustar tornillos, o peinarse.

El Subcomisario notó entonces que la mucama no estaba en el cuarto ni parecía que estuviese en la casa, porque no habían otros ruidos que lo que producían ellos dos conversando y el Segundo, carraspeando de tanto en tanto. Ahora el aroma suave se parecía a algún derivado alcohólico.

Y dónde guardaba el arma era la siguiente pregunta, y ella contestó que en la mesita de luz, del lado de la cama que habitualmente ocupaba él.

En cuanto a la razón por la cual un hombre como aquél hubiera comprado un arma, la respuesta de ella fue, lacónicamente, por cuestiones de política

Cuando el Juez de Instrucción la interrogó, quiso saber exactamente la hora de regreso del occiso, y ella contestó que a eso de las 20:30.

El Juez la miró entonces largamente, en silencio, y después preguntó por el carácter que había mostrado el marido en el correr del día. Ella contestó que, cuando se fue al trabajo estaba alegre y risueño, como de costumbre. Siempre pasaba así. Pero al regresar, al caer la tarde, volvía más preocupado, como evidenciando un malestar físico o moral, un estado de cierto malhumor que ella nunca podía saber, nunca consiguió saber, porque ella le preguntaba, trataba de sonsacar, para aliviar aquello, pero él siempre contestaba que no era nada, que no tenía nada, que no era de preocuparse.

Así, siempre.

El Juez le preguntó si consideraba que era en el  trabajo de él donde se producían aquellos cambios de carácter, y ella contestó que ella creía que sí, por las mismas características del trabajo de él.

El Juez quiso saber si ella sabía de qué se trataba el trabajo de él, pero ella contestó que no sabía, porque él nunca le contaba, nunca le explicaba.

Ella tenía la idea de que se trataba de algo complejo y difícil, aún para explicarlo, que exigía muchas energías de él, que tenía que ver con otros políticos, que lo llamaban por teléfono, a veces y muchas otras veces muy tarde en la noche, y que él contestaba siempre tenso y serio, siempre preocupado, con tono seco, a  veces muy enérgico, sobre todo en las últimas dos semanas. Una misma persona podía merecer por parte de él un comentario burlón, un aire condescendiente y una frase seca, despectiva, todo en el correr de un día.

El Juez, dentro suyo, buscaba en la imagen de ella algo que le había parecido conocido, algo que le sugería algo ya visto o entrevisto, familiar, y entonces la observaba atentamente.

Mientras tanto preguntó suavemente si el día del deceso él se había mostrado como todos los días, o si ella lo había encontrado más tenso o preocupado que de costumbre, y si había recibido alguna o algunas llamadas de ésas que ella percibía como depresivas o alarmantes para el marido.

Ella contestó que efectivamente, ese día había  vuelto más preocupado, con modos más secos: ella interpretaba que algo había ocurrido ese día en el trabajo de él, en la calle o en alguna otra parte, pero fuera de la casa, que fue lo determinante.

Ella contestaba mirando al suelo y rara vez levantaba algo el punto de mira, salvo una oportunidad en que llegó hasta la altura de la corbata del Juez, en la línea de las lapiceras del bolsillo superior, y contestaba con voz algo quebrada, en un punto intermedio entre el dolor y el aburrimiento.

En cuanto a la relación de ellos, que el Juez quiso delinear, ella contestó, con una cierta vacilación vinculada con la timidez, que lo normal en un matrimonio, teniendo en cuenta las características del caso, esto es, la diferencia de edades. Dicho esto se llamó a silencio, tapándose la cara con las manos a lo que siguió una serie de sollozos, que el Juez respetó por largos minutos, pasados los cuales y con tacto, averiguó que se llevaban moderadamente bien.

Cuando ella estuvo repuesta, el Juez preguntó las edades y supo entonces que él tenía 53 y ella 22, y que se habían casado dos años  antes.

A la pregunta de si tenía idea de qué es lo que hubiera podido decidir al extinto a tomar aquella actitud de autoeliminarse, ella contestó que no tenía la menor idea, que no pudo adivinarla antes, ni preverla ni sospecharla, entonces ni después, ningún mensaje, o papel o carta o hecho que pudiera orientarla a suponer o entrever algún motivo.  

(En el silencio que quedó flotando, el Juez o la memoria del Juez recompuso un rostro parecido al que tenía presente, pero con otras características: los ojos de la memoria develaron el parecido que lo inquietaba. Fugazmente apareció la imagen de la esposa del Juez con esa misma expresión: aquellos ojos bajos, aquel mechón rebelde que le abanicaba la mirada, aquel rostro blanco, tan blanco como éste, pero mucho más blanco, cuando él lo tomó entre sus manos aquella mañana de marzo cuando a ella la sacaron del mar, cuando ya no tenía ningún color, cuando ya no era ella sino su forma inerte, aquella forma que después guardaron en una caja de madera y bronce, una tarde de hace un  montón incalculable de años, pero incomprensiblemente muy cerca; tanto, que él podía, todavía, sentir en las palmas de las manos la piel húmeda y fría, la pequeña rugosidad de los párpados, la violenta serenidad de lo recién robado.)  

Por debajo del escritorio el Juez se apretó las manos hasta que sintió otra vez que estaba donde estaba y no donde creyó estar, como en un brusco sueño imposible.

El Juez carraspeó y le pidió entonces que le narrara lo que había sucedido esa noche.

Ella tomó aliento y contó lo que el Juez ya sabía globalmente  por el expediente que tenía a la vista,  pero él quiso saber de todo aquello, concretamente, si ella había movido el cuerpo.

Ella contestó que no, que el único que había movido el cuerpo- ella lo había visto manipular los brazos examinando la apariencia de las venas y también tratar de girarlo para tener una idea del aspecto de la espalda, supuesto del orificio de salida del disparo-, había sido el médico que llegó de la Mutualista.

Llevada por el Juez a precisar todo lo posible, ella aseguró  que, cuando salió del cuarto de baño tras el estampido, había encontrado el cuerpo acostado, volcado sobre el costado izquierdo y en dirección de norte a sur; el brazo derecho estaba descansando hacia atrás, sobre el edredón, con la mano casi a la altura de la cadera.       

Tenía la sensación que los lentes de su marido estaban doblados sobre la mesita de luz, sobre el libro cerrado.

Sin mirarla específicamente, el Juez preguntó si sabía qué era lo que leía su marido, como ser: de qué género era el libro, su título, su autor; y aún si el libro era propio o prestado. Pero ella no sabía nada de ésto: él siempre, a esa hora de acostarse, tenía algún libro a mano para hojear o leer.

¿Siempre el mismo libro?, preguntó él.

No sé, fue la respuesta. Puede ser.

Después de una pausa, el Juez le preguntó suavemente si ella fumaba, o si fumaba el difunto, pero ella denegó en ambos casos: él había dejado el vicio hacía ya unos quince años, y ella jamás había probado, ni quería hacerlo.

Con respecto a la almohada, el Juez quiso saber si ella la había tocado o cambiado de posición o si vio que otra persona la tocara o cambiara de  posición. Pero ella contestó que sí se había fijado y que la almohada estaba en su posición correcta, es decir, que estaba en su sitio. Ella no la había tocado e ignoraba si alguna de las personas la había tocado o movido de lugar.  

Después, cuando en el escritorio todavía refulgía el espacio físico donde estuvo ella, su perfume y su tibieza, el Juez debió dejar pasar varios minutos, después de los cuales intentó comprender por qué razón un hombre como Sariani se había casado con aquella muchacha, a la que, ni siquiera una experiencia tan violenta como la que había sufrido y que motivaba esta entrevista, podía transformar en una mujer. Resultaba tan obvio como irritante que aquello solamente podía tener una intención carnal. Ella no tenía la menor idea de quién era él, y seguramente él no sabía en qué pensaba ella y tal vez ni siquiera le importara otra cosa que encontrarla en los momentos designados para aquello para la cual la había traído a esa casa, con rango de esposa.

Si ella decía no saber nada, con solamente mirarla, era posible  entrever que nadie en este mundo podía saber si era cierto.  

También le dijo al Subcomisario que, en cuanto lo vio, como durmiendo y sangrando, se dió cuenta que estaba muerto y se desesperó de tal manera que tal vez hubiera habido algún detalle que ella entonces no vio ni pudo ver o percibir, y tal vez la visión o el recuerdo que ahora tenía estaba en algo deformado por la impresión de constatarlo muerto a él, a su marido, y tan de golpe, todo tan imprevisto.

Después de unos minutos el Subcomisario le preguntó suavemente si todos los días, para esperar al marido se pintaba los ojos y se ponía caravanas. Ella levantó la vista bruscamente, con la cara encendida, pero se rehizo, bajó los ojos, se pasó instintivamente una mano por la cara y susurró que solamente en ocasiones, cuando se encontraba con ánimo,  y también con la intención de agradarlo, o de distraerlo de sus preocupaciones.

El Subcomisario, sin perder de vista las tensas manos entrelazadas de la mujer, quiso saber cuántas personas habían entrado al dormitorio esa noche, hasta el momento, o por lo menos hasta el momento en que él, el Subcomisario, había llegado a la casa, si ella sabía o podría saber o recordar, pero ella no sabía: se sentía como en un sueño y con dolor de cabeza. Tal vez la mucama.

El General Muelas levantó sorpresivamente la cabeza, con un gesto de supremo disgusto por algo intangible que lo había despertado momentáneamente; después oteó alternativamente al Juez, que estaba soltando la taza fría en que bebió el café, y después al viejo, que se había inclinado levemente hacia delante, y también el vuelo fugaz de una mosca que apareció rondando su cabeza, y en un minuto desapareció en dirección a la sala. Después, no encontrando nada interesante ni atrayente en todo aquello, dejó caer la cabeza al costado, como fulminado, y volvió a quedar dormido.

Lejos, en la ajenidad de la noche, se escuchó un tableteo de ametralladora y los golpes secos de los estampidos de otras  armas, pero el General Muelas  ignoró todo, despectivamente.

El Subcomisario miró el perfil de la muchacha, los ojos celestes, la nariz pequeña y el cabello rubio  que caía, en ese desorden de la nocturnidad, del sueño robado, y adivinó la tibieza que se soterraba en el salto de cama sedoso y claro, y más abajo, todavía, en el piyama de seda; tuvo conciencia que aquella ya era una mujer sin marido, que era muy joven y estaba como desvalida, y sintió que tenía que salir de allí, así que tosió, aclaró la garganta, se dió vuelta para preguntarle casi sorpresivamente si Sariani había dejado alguna carta explicando su actitud- ella solamente negó con la cabeza, mirando al suelo-, y después pidió disculpas,  se puso de pie, le dió la espalda, caminó tres pasos, y pidió al segundo que trajera a la mucama.

La mujer, entonces, se levantó con un rumor de sedas, y desapareció, con algún saludo susurrado. Solamente quedó flotando en el aire una tenue fragancia, como la del whisky recién servido. 

Más adelante, el Juez le preguntó al Subcomisario por la persona que encontró el arma.

Si el Subcomisario había llegado pasada la hora 24 y recién permitieron el acceso a los deudos alrededor de las 2 de la madrugada, cómo era posible que no se hubiera encontrado el arma hasta entonces.

El Subcomisario hizo hincapié en el desorden de las ropas de cama,  que era el aspecto que tenían cuando él  había llegado: el edredón revuelto y arrugado, las sábanas arrolladas; y también el trabajo de los subalternos, y sobretodo, la llegada- en el interín-, de los de Homicidios, que hicieron lo suyo para poder sacar sus propias conclusiones.

Tal vez todos fueron removiendo todo, tal vez unos interferían en el trabajo de los demás.

No había que olvidar que el personal de la Comisaría tenía que elaborar su propio informe para justificar su presencia, y los encargados de la investigación futura eran los de Homicidios, y había, desde siempre algo que podría llamarse celo profesional, donde los especialistas se negaban a aceptar alguna información de los de la Comisaría.

Por si no quedaba claro, eran de oficinas distintas y cada una hacía su propio trabajo. Y todos, además, estaban urgidos por el propio Jefe de Policía, que a su vez, ya estaba siendo presionado por el Ministro, y éste, todavía, por el Presidente.

La persona que encontró el arma se llama Romeo Traverso, que no es familiar sino allegado a la familia, y vive a unas cuatro cuadras, en la calle Presidente Lecor No. 1816. Atiende un negocio de ferretería. Es una persona de carácter algo nervioso, usa lentes sin armazón y un bigote prolijo y espeso de corte militar.

Cuando fue citado, Traverso confirmó ser quien encontró el arma, en momentos en que trataba de acomodar las ropas de cama de su querido amigo Sariani, a quien le debía mucho por ser una persona distinguida, amable y abnegada. Era él, Traverso, quien le conseguía el vino casero y lo proveía de factura seca, como longaniza o salamín para los fines de semana, para el copetín, procedente de la chacra de un primo, en San José.

Lo hacía con gusto, para un amigo.

El Subcomisario volvió a mirar el cuerpo sobre la cama, donde trabajaban los hombres del peritaje.

Cuando se acercó, uno de los hombres, que no tenía uniforme, le sintetizó los principales detalles y le señaló con  el dedo la parte del informe donde decía que la bala estaba todavía alojada en el espesor del colchón. De todas maneras no había tatuaje de la pólvora caliente en la piel ni en la tela del piyama.

El perito, al llegar, había encontrado el revólver entre las piernas del occiso, sobre el cubrecama.

Pero lo sorprendente fue que, una vez movido el cuerpo, que estaba como durmiendo, en su posición razonable, se descubrió que la bala, en su  trayectoria,  había penetrado el colchón,  debajo de la almohada, hacia la derecha del cadáver, pero sin atravesar ni rozar la almohada ni la funda.

En ese momento llegó la mucama.

4

Pocas horas después del suceso, el diario de la mañana estampó un subtítulo lateral dubitativo: Habría Aparecido Muerto El Exdiputado Douglas Sariani. y la ampliación de la información apareció en un recuadro en la misma primera página, casi  en forma de rumor, donde se sugería que la muerte se habría producido por propia decisión de Sariani y haciendo expresa mención que todo ello se deriva de primeras versiones, que hay una investigación en curso y que, en la medida que se den a luz pública, se irán vertiendo al público.

El diario de la tarde tituló Dolor Por La Muerte De Sariani en forma importante y  por encima de Entrenaron Los Dos Grandes Con Miras Al Fin De Semana,  del anuncio de la suba de los combustibles la madrugada anterior y de la inminente suba de otros precios para las madrugadas subsiguientes; y la foto de ilustración fue la de la joven viuda, con la cabeza cubierta por un pañuelo, de lentes negros y con expresión de dolor, tapándose la boca con la mano, entre dos o tres personas también de lentes para sol y expresión facial anodina. Otras fotos mostraban a diversos políticos desfilando juntos, con expresión seria y lentes negros, en la puerta de la casa.    

En segunda página, tres columnas fueron desgranando la versión del suicidio a través de las informaciones obtenidas de diversas fuentes.

Los principales tópicos, con diversas redacciones se repitieron  una y otra vez para estirar la cobertura.

Por su parte el diario de la noche tituló Suicidio, e ilustró con varias fotos de coches policiales, del frente de la casa y del agente que lleva en su mano, en una bolsa de plástico la presunta arma homicida.

La información, además de las fuentes del ámbito policial, se completó con testimonios de vecinos y allegados, entrevistados en los alrededores de la casa, y una ronda de opiniones de varios diputados y senadores de todos los partidos políticos, que en general coincidieron en afirmar su desconocimiento de cualquier causa que hubiera conducido al difunto Sariani a quitarse la vida.

La mucama llegó caminando silenciosamente y sin expresión.

Simplemente llegó hasta donde estaba el Subcomisario y se detuvo allí, a la expectativa. El Subcomisario la invitó a sentarse, pero ella hizo como si no lo hubiera oído y quedó allí de pie.

El Subcomisario repitió la invitación en voz más audible, haciendo esta vez un gesto con la mano como si estuviera dirigiéndose a una persona de poca calidad auditiva o de facultades mentales menguadas, pero en esta ocasión, la mucama simplemente negó brevemente con la cabeza y volvió a quedar como esperando órdenes, con las manos tomadas lánguidamente sobre el vientre.

El Subcomisario, en su yo interno, se ofuscó porque no estaba acostumbrado a que se desacataran sus órdenes o pedidos y menos con esa terquedad, resopló, y dejó salir en sus preguntas el tono autoritario del que sospecha que le están ocultando la verdad.

Después de confirmar su identidad y demás datos filiatorios, la mucama declaró que, cuando se produjeron los sucesos, ya se había retirado a su habitación, después de la limpieza final de la cocina.

Cuando estaba preparando su cama para acostarse, después del baño en su propio cuarto de servicio, fue que oyó la detonación.

Se malvistió como pudo y acudió porque oyó el grito de la Señora o que a ella le pareció ser de la Señora, porque ella solamente oyó la detonación y después el grito, agudo, y no se detuvo a dilucidar de quién podría provenir, porque solamente la Señora tendría una voz así para gritar, y razonablemente, era la única mujer en la casa, fuera de ella misma.

Cuando llegó al dormitorio- la mucama sabía por los varios años desempeñados en aquella casa de dónde venía el grito- encontró al Señor acostado en la cama, con los lentes desacomodados, algo recostado hacia la izquierda y como mirando a la señora, que estaba sentada a su lado, con su propia mano derecha puesta sobre algo que le pareció una herida en el pecho, notando también que por la comisura de la boca le caía una gota de sangre. 

Cuando se acercó, buscando ayudar, vió al costado derecho del Señor, hacia la altura de las rodillas, un revólver, a medias cubierto por el edredón, que estaba desplazado hacia la derecha del señor, como si éste, desde su posición, hubiera sentido calor y no lo quisiera sobre sí.

La Señora, que estaba sentada sobre la cama pero al costado, como quien conversa con un enfermo, le dijo entonces  que se había tratado de un accidente, que el señor se había disparado y que no había nada que hacer.

Después algún momento, la Señora le dijo que se retirara, que ya le daría la lista de llamadas para hacer, a efectos de comunicar la noticia a familiares y allegados.

Ella, la mucama, por supuesto que acató.

En el dormitorio, ella recuerda que flotaba algo así como un aroma a tabaco y, tal vez, algo de alcohol.

No recuerda que hayan hablado con la Señora de nada determinado después de este acontecimiento.   

Cuando el Juez la interrogó, algunos días después, la mucama aportó que ella le había puesto  a la Señora un pañuelo de su propiedad porque veía que la bata de seda de la Señora la hacía aparecer despechugada. Respecto a la hora en que oyó la detonación, la mucama vaciló un algo y dijo ser alrededor de la hora 22, o  tal vez algo antes.

El Subcomisario miró toda la habitación despaciosamente y después preguntó si alguien había entrado a la casa a esa hora, a lo que la mucama contestó que ella no había oído nada, cosa que mortificó más al Subcomisario.

Sobre si había encontrado alguna carta, como la que escriben todos los suicidas, contestó que no, y eso que ella había mirado toda la pieza.

Preguntó entonces si habían cenado y  a qué hora, y la mucama contestó que a la hora de costumbre y que con los mismos modales con que siempre lo hacían, que no había nada que hiciera pensar en una discusión o cambio de palabras o algún otro motivo por el cual el Señor fuera a tomar aquella decisión.

El Subcomisario quiso saber si, llegado el caso alguien entrara a la casa, ella, la mucama, podría oírlo, cosa como ruido  de cerraduras de llaves, pasos por los pasillos, aún cuando fueran disimulados, o algo así, y ella contestó que normalmente ella, desde la cocina o en el trajinar de la casa sí podía oír, aún cuando no tocaran el timbre, pero que desde su habitación, que estaba más apartada y sobre el final del corredor, nunca había pasado por la situación de saber si podía oír o no. Que suponía que sí, que podría oír. Pero no había oído nada.

Y que después, cuando empezaron a llegar todos, con todo el ruido que hacían, aún cuando hablaran susurrando, que no era el caso, precisamente, ella tampoco podía oír nada claramente, como cuando la llamaba la Señora para algo en especial, y que tampoco la habían dejado hacer sus cosas, aunque fuera mínimamente,  como pasar una escoba, porque dejaron todo hecho un asco, como ése que parece que estuvo parado contra la pared y de espaldas, entre el armario del comedor y el cortinado de la sala, y que dejó toda la ceniza en el suelo, y el pucho también.

Volvió el Subcomisario a preguntarle sobre detalles del aspecto del occiso y anotó que la mucama  tenía idea que el arma tenía una orientación, sobre la cama, con el caño apuntando hacia la derecha del señor y hacia la esquina más lejana de la almohada, como si el señor mismo lo hubiera dejado así. 

Cuando la interrogó el Juez de Instrucción, la mucama dijo que la sorpresa la había espantado y que había tenido que hacerse repetir los nombres a los que debía llamar, cosa que nunca le había pasado.   

El Juez le preguntó si ella había acomodado la almohada o había rehecho la cama, o acomodado las frazadas o algo así, pero ella  contestó que la cama no tenía frazadas, sino sábanas y un edredón por encima, que era como dormían los Señores por esa época del año, ya que las temperaturas no eran como para frazadas, pero, reiterada la pregunta, ella dijo que no, que no hubiera podido, si fuera el caso,  porque había mucha gente allí en el dormitorio y que esas tareas se hacían- ella las hacía- cuando los señores no estaban, es decir, cuando no había nadie en la casa.

Además, la cama no se arreglaba sino que se cambiaba toda, es decir, se sacaba el edredón para ventilarlo y se sacaban las sábanas para lavarlas y se suplía con otras, limpias. El Juez especificó la pregunta: si ella había modificado algo, si había estirado o alisado el edredón, si había efectuado pliegues, si había dado vuelta algún pliegue de las sábanas, pero ella contestó, ya algo amoscada,  que no, que esas cosas no se hacían salvo para presentar la cama a los Señores, que después la cama se preparaba toda y no se arreglaba para mantener apariencias.

El Juez dio por terminado el interrogatorio.

Pero, súbitamente, antes de que ella se retirara, el Juez le preguntó si ella conocía a Romeo Traverso, el que encontró el arma. Ella contestó que sí, que lo conocía, que era un señor muy agobiante, un pesado, vamos. Que ella sabía que él había encontrado el arma y si nadie se lo hubiera dicho, ella lo habría sabido igual porque ese señor era la única persona que podía encontrar algo perdido- fuese lo que fuese-,  porque se pasaba revisando todo, curioseando y refistoleando. Insoportable, mire. Cuando ella vio que él, Traverso, había vuelto, creyó que, sumado a la pena, se iba a volver loca, porque su deber era atender a la Señora, y eso equivalía dejar a Traverso suelto por la casa.

Cuando el Juez le preguntó qué había querido decir con eso de que “cuando volvió Traverso”, ella contestó que, claro, si él ya había estado un rato antes, si incluso se adelantó a ella a abrir la puerta cuando llegó el médico.

Cuando ella se levantó para irse, vaciló y sugirió que todos le habían dado mucho trabajo, pero que nadie esa noche había mirado cómo había quedado la cocina, que ella había dejado impecable antes de retirarse a su cuarto.

Después,  ya a solas,  el Juez pareció entrever en las deposiciones de la mucama, una fuerte posibilidad de que hubiera sido aleccionada en cuanto a sugerir o dejar entrever algunas circunstancias pero no en cuanto a otras, con lo que se felicitó de haberle señalado que no podía abandonar el territorio mientras él, el Juez, no la hubiera interrogado más a fondo una vez más, con todas las preguntas que tendría que hacerle en cuanto tuviera otros elementos entre las manos y mejor relacionados.

El Subcomisario, entonces, liberó a la mucama del interrogatorio, revisó otra vez los apuntes que llevaba hechos y decidió que ya era hora de fumar algo afuera, al fresco de la noche.

Entonces fue que se cruzó con el Juez de Instrucción, que estaba entrando en ese momento a la casa.

5

Efectuados los saludos de rigor, el Subcomisario lo puso al tanto de lo que había averiguado y de ciertas precisiones que el Juez pidió como parte del trámite formulario.

Después el Juez pidió al Subcomisario que, si ya estaban finalizadas las pericias, retirara el personal a su mando a los efectos de ser él, el Juez, quien inspeccionara la casa y el lugar. El Subcomisario volvió a entrar, y a los veinte minutos, el personal comenzó a salir, despejando la casa.

El Juez sabía quién era Sariani y su carácter de hombre público, pero se exigió a sí mismo despojarse de la imagen del hombre vivo para ocuparse exclusivamente de la situación en su calidad de Juez y sólo en lo atinente a su calidad de persona calificada para la aplicación de las leyes.

Cuando todo estuvo pronto, entró en la casa, seguido del Secretario.

Ya informado por el Subcomisario, encontró el camino del dormitorio y entró en él, tratando de visualizar todo aquello que pudiera llevarlo a una percepción personal, ajena a preconceptos.

El cadáver- no pudo sustraerse a la impresión de que él lo consideraba algo más joven, tal vez por las fotos de los diarios: lo sorprendieron las canas que encontró, y las arrugas en el rostro- estaba boca arriba, con los brazos cruzados sobre el vientre, los codos descansando a los costados del cuerpo. El edredón que cubría la cama estaba a la altura de la cintura del occiso, casi como las figuras que el Juez recordaba haber visto en su viaje a Europa en las tumbas de algunos reyes.

Ahora no parecía un suicida sino que tenía la dignidad de un monarca en reposo. Alguien lo había peinado con los dedos: esto empezó a molestar al Juez.

El arma estaba a la derecha del cuerpo, a la altura de la mano y con el caño vuelto hacia la derecha, y la empuñadura hacia el occiso (días más tarde, ésto le hizo recordar que nunca, en veinte años de carrera, se había encontrado con un arma tan inquieta).

El edredón y las sábanas estaban alisadas con la evidente intención de hacer una imagen prolija, una “presentación” del cuerpo como para un cumpleaños.

El Juez rodeó la cama y se concentró en el muerto.

Tenía los ojos cerrados, como si durmiera, y la boca cerrada. No había, en la comisura de los labios, señal alguna de sangre, ni signos de violencia. 

Por qué- se preguntó-.

Ahí radicaba la mayor parte del misterio.

Alguien se había apropiado de la vida de este hombre con una finalidad concreta y lo suficientemente importante como para que valiera la pena el riesgo de hacerlo. Poco importa si por cuenta propia o por cuenta de terceros. Pero una víscera oculta se empeñaba en palpitarle al Juez que los riesgos se habían minimizado a una proporción minuto a minuto más pequeña.

Ya no era posible discernir la posición en que quedó el cuerpo ni la de la ropa de cama ni la fisonomía del occiso.

El Juez recordó la luz de sol en ocaso que entraba por los enormes y viejos ventanales del aula de clase cuando el profesor (hasta la voz cascada y grave le pareció oír, como si no hubiese pasado el tiempo desde aquella tarde) hablaba de la máscara de la muerte que queda en los cadáveres, ya fueran suicidas o víctimas de homicidio, que decían a la mirada del conocedor acerca de la circunstancia última tanto como si los hubieran fotografiado.

El último pánico, un segundo inútil de rebeldía, la resignación frente a lo inevitable.

Eso, en lo que quedaba de Sariani, era, ya,  francamente inexplorable.

Pensó en La Mujer: ¿celos de alguien? ¿Alguien tan loco como para querer robarle la mujer a una personalidad política tan notoria? Eso solamente podía determinarlo el transcurso del tiempo.    

¿Una traición de ella? No. Nada en ella inducía a suponer esa perfidia, pero además aquel fugaz parecido con la que fue la esposa del Juez, la atraía, también, a la imagen intachable que el Juez tenía de aquella y también a la santidad de que confería aquella lejana muerte repentina. Y el Juez volvió a oler el salitre en el aire y el fresco de la ola llegando a sus rodillas y las reminiscencias de aquella desesperación, aquella tarde, y las manos que trataban de apartarlo de ella.

Pero aquella no era ésta: el parecido era cercano pero no identificatorio: ésta estaba sensualmente viva, y plenamente vigente ese misterio que la envolvía como un tapado de pieles, que mostraba únicamente su pena y su perfumado desaliño, pero- todos los interesados en develar el homicidio eran hombres- también las fronteras que se autoimponían los que deseaban íntimamente ampararla de la sospecha de culpabilidad aunque fuese en ínfimo grado.

Robo, no. No había faltado nada, nadie había detectado la ausencia de nada de lo valioso que pudiera haber en la casa.

Quedaba- como un lago helado de aguas espesas- la política.

No había evidencia de que hubiera sufrido algún tipo de emoción en el instante previo a la defunción.

El Juez había visto, congeladas, máscaras de última sorpresa en homicidios y también en suicidios, como si la víctima se hubiera asombrado de la traición de un conocido o familiar, de la  violencia del disparo o quizá de su propia audacia en tirar del gatillo.

Éste, en cambio estaba como durmiendo después de algún pequeño disgusto, por lo tanto cabría suponer que, en caso de que fuera un homicidio, el asesino no lo sorprendió, o todo fue muy rápido; pero no podía imaginarse esa imagen casi plácida en un suicida que sabe que en el siguiente instante deberá presionar el gatillo para producir su propia defunción, a costa de un estampido y un dolor agudo. 

es la propia mano la que dispara, y aún el organismo más indolente sabe que el artefacto liberará su carga y que ésta, conscientemente dirigida sobre una parte sensible, producirá un dolor violento que no necesariamente será el último: la pesadilla del suicida es que el dolor se extienda en el tiempo sin producir la muerte inmediata deseada, prolongando, además del sufrimiento consiguiente, el sentimiento de culpa por haber sido autoinfligido y en una dirección errónea.

Es bastante posible que la musculatura del vientre se contraiga, obra del inevitable sentido de conservación de querer proteger hasta último momento el organismo expuesto, dejando así, al forense, un indicio importante. O que se contraigan, agarrotándose, los músculos de las manos o de los antebrazos, y aún los maxilares.

Pero por mano propia o ajena, el ahora occiso tenía que saber que de la boca del arma sobrevendría un dolor.

El edredón había sido alisado: esto estaba claro en las esquinas, donde todavía pervivían algunas pequeñas arrugas. La sábana, al otro costado,  sobresalía bajo el edredón, cayendo  al costado de la cama,  con un ángulo desfallecido en el suelo.

Al costado de la cama, del lado en que hubiera puesto los pies el occiso si es que hubiera podido levantarse, había una pequeña alfombra fuera de ángulo y algo alejada de su posición normal. El Juez se alejó cuatro pasos y apenas consiguió avizorar que las pantuflas habían sido impulsadas casi hasta el medio de la cama.

El cuerpo estaba frío.

Al costado izquierdo de la cama, del lado del cuerpo, había una mesita de luz, encima de la cual estaban, prolijamente doblados los lentes del occiso, descansando- supuso el Juez-, del frenesí de movimiento que habían tenido durante la noche.

La mesita tenía dos cajones. El de arriba estaba vacío y el de abajo, sobresalía como si hubieran descuidado cerrarlo del todo, pero también éste estaba vacío.

En ese costado de la cama, el piso de madera registraba huellas de muchas suelas de zapato, superpuestas: parecía que allí había tenido lugar un baile de aniversario. En las hendijas de la madera, entre listón y listón, había un residuo blanco o grisáceo, intermitente, de ceniza barrida.

El Juez sacó su libreta de apuntes y fue  anotando – en realidad, se dictó, como si fuera su propio secretario, en un tono como de secreto- las anomalías que iba encontrando, junto a los detalles que consideraba de cierta entidad.

Volvió a dar vuelta a la cama y se dirigió al arma.

La tomó y la abrió, la depositó otra vez sobre la cama y después se fue dictando las observaciones:

revólver marca Colt, tipo de caño largo, calibre .38, niquelado, cachas negras, número de serie 70898: el tambor tiene cuatro cartuchos aparentemente vivos, un alvéolo vacío y una cápsula vacía.

No había a la vista existencia de ningún papel o carta  de donde pudiera inferirse si había sido intención del occiso quitarse la vida y por qué, por lo que, en cualquier caso debía suponerse una decisión repentina.

¿De qué hablaron ella y él antes de que ella se fuera a cambiar?

¿Qué cosa cambió tan radicalmente para él en esos pocos minutos?

¿Quién pudo haber entrado, y en qué momento, después de esconderse dónde, para cobrar qué clase de cuenta?

Se retiró unos pasos y buscó con la mirada en el marco de la puerta de acceso al dormitorio, y allí una mirada atenta distinguió huellas dactilares tenues, pero que un perito haría tan claras como una puesta de sol en una playa de Rocha

El Juez guardó silencio, sin soltar la libreta y la lapicera, y se dirigió al cuarto de baño, contiguo al dormitorio.

Todas las piezas de servicio estaban como para una exposición.

En el medio de la pieza había una silla donde se encontraba la ropa que había pertenecido al occiso.

Arriba, estaba el pantalón, desprolijamente doblado sobre el respaldo de la silla  y con los bolsillos vueltos hacia fuera, vacíos. Inmediatamente abajo, la camisa, con la corbata encima y abajo el saco con un pañuelo como única pertenencia, arrugado y guardado aparentemente en forma apresurada.

En el piso, a un metro aproximado de la silla y junto al bidet, apareció una moneda de ínfimo valor.

El Juez encendió la luz y se inclinó para observar a trasluz: más huellas de suelas de zapatos que habían caminado en todas direcciones. Miró más detenidamente y pudo diferenciar las huellas de las suelas lisas de las otras listadas transversales, y las listadas en ángulo. 

A esas se sumaban otras más difíciles de distinguir, que tal vez pertenecían a unos championes muy gastados y ese alguien, además arrastraba un poco el pie derecho. El arrastre había dejado trazas minúsculas de algo como un barro oscuro y fino en las partes claras de las baldosas.

Sobre el resumidero del duchero, tres puchos de cigarrillo negro, aplastados, y otro debajo de la pileta.

La mirada recorrió prolijamente los detalles: detrás de la cortina que ocultaba parcialmente el duchero, una palangana que sustentaba a otra más chica y,  dentro, ropa íntima del hombre que ya no existía, calcetines, todo oscuro en su agua.

El Juez volvió al dormitorio, encendió la luz de la veladora y miró el piso a trasluz: huellas de suelas lisas, otras listadas transversales y otras listadas en ángulo.

Se irguió, anotó en la libreta, y después examinó más detenidamente el cuerpo del occiso.

Tenía los ojos cerrados, la cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda, la boca cerrada y algo torcida y no había rastro de sangre en las comisuras.    

Las cejas- ahora lo notaba- indicaban una pequeña última perplejidad antes del supremo instante.

El Juez miró a la pequeña mesa de luz donde solamente figuraban la veladora y los lentes del occiso, cuidadosamente doblados. Más abajo de los cajones, en el suelo, casi debajo de la cama, encontró un pequeño papel doblado en cuatro, que resultó ser la boleta de compra de una billetera, y que databa de cuatro años antes.

El saco de piyama, abierto, dejaba ver el pecho, con su escaso vello blanco. La parte derecha del piyama ocultaba la tetilla, pero la izquierda estaba corrida, dejando ver la herida. El Juez se acercó y observó todo el aspecto que presentaba y notó que el lado izquierdo del piyama estaba doblado, como si hubieran despejado la visión de la herida.

Tomó el piyama por la solapa y tiró de allí, para extenderlo y se dio cuenta que estaba agujereada y con huellas de sangre, por lo que estimó que, cuando se produjo el disparo, tenía el pecho cubierto. El agujero estaba apenas encima del monograma con las iniciales del muerto.

-Pintos- apenas levantó la voz el Juez, llamando al secretario, que estaba conversando en susurros con uno de los policías que custodiaban la puerta del dormitorio-.

-Doctor- acudió el secretario-. 

-¿Qué hay de las huellas dactiloscópicas del arma?.

-Me informaron que las sacaron antes de su llegada, doctor, y las muestras  ya están en camino para ser analizadas

- Bien. Después que hagan la pericia técnica, pídales que me remitan una copia, que quiero disponer alguna prueba por mi cuenta. 

-Sí, doctor- y envolvió el arma en una funda de almohada y la depositó en su valija-.

Cuando el Juez volvió a interrogar a Romeo Traverso, éste dijo que efectivamente él había estado antes, no sabía exactamente a qué hora. Que si, que él le abrió la puerta al médico: sí, claro, si él era como de la familia, sí.

Cuando el Juez le preguntó cómo fue que él tomó conocimientos del suceso, es decir a qué hora, Traverso contestó que él supo porque a él lo llamó por teléfono Sapiola. El Juez quiso saber si él, Traverso, había sido el primero en llegar a la casa, antes del médico, pero Traverso dijo que no, que Sapiola lo estaba llamando desde la propia casa de Sariani.

Serían las 22:15 o las 22:30: él ya se estaba por acostar.  

-Entonces,¿ quién carajo entró primero a la casa?- se preguntó bruscamente el Juez, y eso sobresaltó al General Muelas otra vez, que tuvo un cierto viso de pánico en sus ojos amarillos-: entre la Señora sorprendida y el médico, está Traverso, y ahora otro más, y después los asistentes del Comisario y los parientes, y los vecinos y tal vez, después,  los treinta y un Senadores y los noventa y nueve diputados.

Después, siguió un silencio que aprovechó el General para volver a sus asuntos.

El Juez deambuló, meditando, y los pasos lo llevaron hasta el lugar donde la mucama le sugirió  que hallaría las huellas de una persona de pie, al lado de las cortinas. Allí se detuvo, de frente, constatando la marca en la alfombra que dejó la huella de dos pies.

Alguien entró -o ya estaba en la casa- y esperó allí el tiempo suficiente como para impresionar la alfombra. ¿Qué fue lo que esperó?.¿Qué se acostaran todos? ¿Qué finalizaran los rumores de conversaciones? ¿Que la señora rubia entrara al cuarto de servicio? Si fuera así: ¿ lo mató con un arma propia? En ese caso, ¿dónde estaba la que guardaba Sariani en el cajón de la mesita de luz? Tal vez no fue así y mató a Sariani con su propia arma; en ese caso debió de entrar a la casa en otro momento anterior a la llegada de su víctima en el día del crimen. ¿El mismo día? ¿Cómo no lo vieron la empleada ni la señora?

Era necesario preparar un nuevo cuestionario para ambas damas, a la brevedad.

La huella no permitía entrever que se tratara de una persona de gran peso por lo que pudiera no ser descartable la posibilidad de una presencia femenina.

El diseño no permitía establecer con claridad el tamaño del zapato: solamente se podía entrever que esa persona tenía propensión a descansar más en los talones que en el pie entero.

Demoró, todavía unos cuantos minutos más, abismado, buscando una idea.

El Juez, después, llamó a la mucama.

Esta compareció tan silenciosamente como parecía hacerlo siempre.

-¿Señor?

-¿Tenía el occiso algún escritorio donde guardara papeles? ¿Un escritorio personal?

-Sí, señor. Venga por acá.

En la sala que estaba  casi enfrente al recibidor, preparada casi como una oficina céntrica, estaba el escritorio del que fuera un político de nota. 

Grande, de roble, con una cubierta como de persiana que se deslizaba sobre carriles para abrirlo y  cerrarlo, y tres cajones a la derecha, que se trababan a partir de la cerradura del primer cajón de arriba.

  El Juez lo admiró brevemente. Después preguntó:

-¿Tiene usted las llaves?

-No precisa- comenzó a decir la mucama, pero se detuvo-.

El Juez comprobó que la cerradura, gastada y negra de herrumbre,  permitía la apertura mediante un tirón brusco y enérgico.

Miró silenciosamente a la mucama pero ésta parecía convertida en alguna especie de mineral.

Desplegó la cubierta y comprobó el desorden de papeles que había dentro, y extendió las manos como si fuera a tomar algún papel de los que se veían para intuir dónde temería la mucama que hubiera más peligro que él detectara algo.

Miró a la mucama, pero ésta permaneció inexpresiva, como antes.

El Juez volvió la mirada a los papeles del escritorio: miró y abrió cartas membretadas de abogados, diputados y exdiputados, senadores y exsenadores, un expresidente, tarjetas de visita, invitaciones a actos públicos, a inauguraciones, postales, almanaques viejos, lapiceras secas.   

Pero lo que detectó el Juez fue que varios de aquellos papeles, tenían huellas de zapatos, previsiblemente las mismas del cuarto de baño, y  varios otros presentaban arrugas.

La mayoría de todo aquello tenía el aspecto de  haber sido metido apresuradamente en el escritorio; hasta una tarjeta de visita había quedado  rasgada y apretada en la cerradura del cierre.

El Juez se detuvo a mirar esta tarjeta sin tocarla.     

Le pidió a la mucama que  fuera a buscar una bolsa de papel. Cuando ésta se fue de la pieza, el Juez tomó aquella tarjeta y la miró atentamente.

Decía  Banco Internacional del Comercio. Suc. Centro.  Caja personal No.0007367846. La introdujo en el bolsillo del saco que llevaba puesto y esperó a que volviera la mucama.

Cuando ésta le dio la bolsa, el Juez seleccionó varios de los papeles con huellas de zapatos y los guardó, después se retiró dos pasos y observó el piso a la vista del escritorio. Abajo, casi oculto por el volumen de los cajones, había un sobre  largo, de papel celeste.

Cuando la mucama se lo alcanzó, con un cierto rubor, el Juez notó que se trataba de un sobre que había sido usado para guardar algo voluminoso, tal vez una mayor cantidad de papeles que los que el sobre podía contener sin deformarse, por un espacio prolongado de tiempo, por lo que había quedado efectivamente deformado. Pero estaba vacío.

6

El segundo día, el diario de la mañana reunió toda la información disponible y confeccionó un extenso artículo, pero en la página editorial, a partir de indicios conjeturales, insinuó la posibilidad de una conjura política contra el sistema de ideas dominante, cuyos miembros se mueven entre sombras y no tienen cara ni nombre ni familia. Todo ello sin abandonar definitivamente la tesis del suicidio que aprobaba la policía.

El diario de la tarde, a la información que proporcionaba el de la mañana, sumó varios reportajes, primordialmente a dos conocidos abogados que aportaron sus conocimientos con relación a los procesos jurídicos y sus características en los casos de suicidio y las posibilidades que ofrecían los tratadistas en los temas referidos a la herencia desde el Medioevo a la fecha.

Pero lo realmente destacado  estaba en los reportajes a vecinos de la zona  que aportaban indicios y abrían un enorme abanico de sospechas, ya que una señora, distante cuatro puertas de la del occiso, decía haberse asomado un rato antes a tirar la basura y entonces pudo percibir dos automóviles oscuros y hasta seis personas, bajarse de ellos, algunos con ametralladoras y cuidándose de ser reconocidos, penetrar en la casa del señor que ahora es muerto.

Otra vecina, que se había asomado a sacar afuera el perro, distinguió con claridad una  camioneta con matrícula extraña para ella de la que bajaron tres personas y con evidente nerviosismo golpearon en la puerta de la casa del político. Esta última vecina había podido distinguir a un señor alto de bigote espeso que hablaba con voz grave y potente como si fuera un sargento de caballería, y  que parecía ser un hombre importante para los otros dos.     

Llevaba una gorra gris, de visera.

Otro vecino aportaba que si había visto o no, no lo podía decir, ni quería,  porque lo que se podía decir no lo podía expresar, y lo único que afirmaba, entonces, eran los clavos en el cajón.

En un último artículo, sin firma, el diario afirmaba la tesis del robo por parte de ladrones desapercibidos de la importancia de la persona que vivía allí, tratando de explicar el desorden que la policía había admitido encontrar en la casa.

El diario de la noche, por su parte, resumía la información de los  otros dos diarios del día y agregaba a su vez la tesis del suicidio empujado o inducido por personas del conocimiento y la familiaridad del occiso, tal vez hasta de su propio partido político como forma de dar solución a un montón de sucesos anteriores, y a problemas de aplicación de leyes fundamentales, que exigían rápida definición y donde la figura del occiso era un obstáculo insalvable. La trayectoria del muerto, con su conducta, hacía imposible una honorable salida política, a más de algún otro suceso que se estaba investigando, y que el cronista no ignoraba y que haría que la explicación satisficiera todas las incógnitas, pero sobre eso todavía no podría explayarse hasta que todo estuviera satisfactoriamente resuelto.

Y no había que descartar una sombra velada, que recorría los pasillos del Parlamento y que era la mención insistente a una señora de grandes lentes para sol, y vestido azul que muchos habían entrevisto en el asiento trasero de un coche de moda, que recogía invariablemente a Sariani una o dos veces por semana y en quien todos suponían un importantísimo soporte financiero del político. En pocas horas, ya era La Dama de Azul.

La tesis de la amante despechada circulaba con fuerza y hasta un semanario sensacionalista publicó una crónica roja con dibujos sombríos.

El día siguiente amaneció con la versión de que el misterio de la muerte de Sariani obedecía a su lugar preponderante en el orden de jerarquías de los patrocinadores de ex jerarcas nazis de paso y resguardo por el país.

Se llegó a asegurar que Sariani mismo habría tomado clases de tortura e interrogatorio del propio Martín Bormann, pero en  alguna radio otro comentarista cambió el sentido de la información sosteniendo, por el contrario, que poseía documentos en el sentido que Sariani había sido un demócrata ejemplar y que precisamente, figuraba en una lista de sostenedores clandestinos de Los Que No Olvidan, debido a un lejano ascendiente judío.

El diario de la tarde aportó otra versión que hablaba de una deuda de juego,  ya que alguien muy informado sabía que Sariani debía una suma considerable de dinero de las carreras de caballos.

El diario de la noche tenía su propia versión acerca de un ajuste de cuentas entre matones vinculados al contrabando ya que Sariani había estado años atrás como Subgerente en el Puerto y a favor de su cargo, habría mejicaneado un importante contrabando a  gente que no olvida ni perdona. Tal vez Sariani lideraba una organización de ese tipo, que, se descontaba, desencadenaría una guerra total por el control de las operaciones y que vengaría aquella muerte ahogando a los adversarios en un mar de sangre.  

La última versión fue la del diario de la noche sobre la supuesta vinculación de Sariani con hampones argentinos y la tesis de una defección del occiso, quitando respaldo a uno de ellos capturado en Punta del Este mientras portaba un quilo de cocaína pura, mezclado con otros asuntos propios de la banda como secuestros con extorsión, en los que Sariani habría maniobrado para que su nombre no apareciera vinculado. A este respecto el cronista, recordó que un año antes, después de una furiosa balacera en el Cerro, entre malvivientes- en lo que se denomina habitualmente “un ajuste de cuentas”-,  el único sobreviviente y por no más de dos horas, ya que murió en la operación por despojarlo de siete balas que tenía en el abdomen, alcanzó a balbucear que responsable de todo aquello había sido un tal “Soriano”.

El Juez dispuso, después, ubicar al nombrado Sapiola.

Este se presentó formalmente.

Dijo llamarse Hércules Sapiola y estar casado con una prima del fallecido y admirado amigo Sariani. Tito, como le decían en la familia. Él estaba casado con Tona, prima carnal por parte de madre, y además ostentaba también su condición de correligionario político de Tito: él había fundado el club barrial que promovía la senaturía de Tito, que estaba en la otra cuadra de la parroquia: era de la lista oficialista y se llamaba “Brega, honestidad y complacencia – 100 años más de Gobierno”.

Preguntado por sus actividades laborales, Sapiola contestó que él trabajaba con el Estudio jurídico de Sariani.

El Juez quiso precisar su pregunta: si trabajaba “en” o “con” el estudio de Sariani.

Sapiola alzó un algo las cejas y en un tono más bajo de voz eligió que la relación era “con” el estudio, y dio por finalizado el tema.

El Juez, paciente, quiso saber qué tareas hacía con el estudio, y Sapiola, carraspeó y amplió su especificación a “transporte de cheques, notificaciones, facturas, cobros a deudores, compras de timbres y sellados, impresión a morosos, representación en negocios, comisionista de contratos, en cotizaciones, alquileres, divorcios y negocios con el exterior”.

Tareas indescifrables, anotó el Juez.

Preguntado acerca del insuceso, dijo que apenas se enteró, concurrió a saludar a la prima de Tona - su propia prima, por el afecto que le tenía-,  que estaba hecha un trapo, fíjese, y encontró a Tito, y lo vio y quedó destrozado, porque mire que Tito era un tipo tan sano, tan lleno de vida.

Llevado a algo más de precisión, dijo que Tito estaba volcado hacia el costado izquierdo, con el brazo de ese lado algo estirado hacia la mesa de luz, como tratando de alcanzar los lentes, que estaban doblados ahí encima. No vio que hubiera ningún libro, pero él sabe que el Tito jamás leía antes de dormir.

No vio ningún arma ni se le pasó por la cabeza que hubiera, porque no parecía que nadie le hubiera disparado. La cama estaba tan prolija que él pensó en principio que a Tito le había dado un infarto.

Sobre a qué hora llegó, Sapiola estimó que serían las 22 o 22:10, o algo así: él recién llegaba a su casa después de la reunión en el Club cuando recibió el llamado con la noticia. Su mujer, la Tona, todavía no se había acostado, pero, con la noticia, él vio que era mejor dejarla acostada y con un sedante.

El Juez quiso confirmación de que él, Sapiola, había sido el primero en llegar a la casa tras la muerte de Sariani,  pero Sapiola dijo que de ninguna manera, que cuando él llegó, le había abierto la puerta el doctor Rodríguez Scarpani.

Antes de liberar a la mucama, el Juez se interesó por la rutina de la casa, especialmente por el fin y el principio de cada día a lo que la mucama contestó, añadiendo que la única diferencia entre los señores era que el señor se cepillaba los dientes de noche y la señora de mañana, invariablemente, antes de desayunar.

-Propongo un brindis- dijo el Juez de Instrucción, y sacó de atrás del Código de Comercio una botella de grappa con arazá, la depositó encima del escritorio y después lavó en un cuartito mínimo los mismos vasos donde habían tomado el café-.

-Acepto- pareció desprenderse del movimiento de cabeza del padre del Juez.

El General Muelas se arqueó tensando todo el cuerpo, bostezó mostrando los colmillos,  después se estiró hasta la ventana abierta y se deslizó hacia fuera movido por alguna urgencia, dejando en el aire, en flotación, varios pelos grises.

-Por la justicia- pareció invitar la cabeza cana del viejo, levantando el vaso servido-.

-Prosit- levantó su vaso el Juez-.

Y libaron.  

7

Cuando el Juez terminó su examen- ya había guardado todo tipo de evidencias, incluido un dije de esos que algunos hombres llevan unido por una cadenita a la malla del reloj, encontrado a medio metro de la puerta principal, en el suelo, casi debajo de la caja de contadores-, saludó y se retiró.

Al día siguiente, temprano en su escritorio, envió las evidencias que poseía  junto con  cartas urgiendo respuestas a los laboratorios, y, mientras esperaba noticias, se dedicó a armar el rompecabezas, constatando que la explicación estaba en otra área, más nebulosa,  donde era particularmente difícil extraer datos o conclusiones.

Cuando llegó Rodríguez Scarpani al escritorio del Juez, lo primero que hizo éste al entrar fue notificar al Juez que disponía de poco tiempo, dadas sus múltiples ocupaciones, vinculadas todas con la política.

En el lapso de la media hora en que se desarrolló la entrevista, fueron seis las llamadas que recibió el Juez de parte de altos políticos a los que no conocía más que por fotos de la prensa, que le recomendaban un esmerado cuidado y atención con Rodríguez Scarpani, y recordándole que se trataba de un hombre muy ocupado.

Todos menos uno expresaron  su sorpresa por la aparición del hombre, de este amigazo, en la indagatoria, y por unanimidad dijeron sus deseos de no saberlo implicado.

En el tiempo restante, y de acuerdo a sus dichos, resultó  tener como oficio el itinerar entre políticos, ministros y militares, entre industriales y ganaderos, entre Montevideo y Punta del Este, en su calidad de secretario permanente de dos o tres organizaciones, de nombre vacío e intrascendente.

Preguntado acerca de cómo cumplía tantas funciones solamente con la memoria, ya que no tenía portafolios ni nada parecido, contestó que la agenda la tenía su secretario, que lo estaba esperando en el auto.

Sobre el cómo llegó a la casa, Scarpani contestó que tenía que verse en quince minutos con el general que regenteaba la División de Ejército IV, que, además, se encontraba atrasado por un problema mecánico de su auto, cosa que le acaeció en cuanto lo encendió para salir a la primera de las entrevistas que tenía para ese día,  en las primeras horas de la mañana.   

Y debía hacer mención que menos de una hora después tenía que reunirse con el Subsecretario de Industria y Minería.

Además, dijo haber pasado por la casa de Sariani, la noche del suicidio, notificado del insuceso por la mucama.

Él era allegado a la familia desde tiempo atrás, ya que habían trabajado juntos con Sariani en asuntos de mutuo beneficio. Aseguró que eran muy amigos, aunque destacó que el occiso era un tipo bárbaro pero muy loco.

El Juez quiso saber por qué parecía seguro de que había sido un suicidio, a lo que Rodríguez Scarpani contestó que a él no le cabían dudas porque  conocía a Sariani, y sabía que un día u otro tomaría una decisión así, había que esperarlo; se trataba de una persona que tomaba resoluciones inesperadas, cambiaba de idea de un momento a otro, era muy pasional.

Ni siquiera consideraba la idea de un homicidio. Eso es un disparate, precisó.

Preguntado acerca de la hora en que llegó, dijo no recordarla con seguridad: él se encontraba en un bar de Pocitos cuando llamó a su propia casa, por noticias, y le comunicaron la muerte de Sariani.

Entonces salió del bar, tomó un taxi, y recuerda que perdió, todavía, varios minutos  preciosos buscando en dos o tres cuadras el número de la puerta de la casa de Sariani, porque estaba sin la agenda.

Desde allí, después de presentar sus condolencias a la joven viuda, fue que llamó a Sapiola.

El Juez quiso saber cuánto tiempo hacía que era amigo de la familia, y ese tiempo resultó ser de unos tres o cuatro años.

El Juez preguntó acerca de la frecuencia con que se veían y si se visitaban a menudo y Scarpani contestó que,  efectivamente, cada dos o tres meses, se visitaban mutuamente.

Cuando el Juez le precisó que con todo ese tiempo de familiaridad debió haber sabido encontrar la casa con toda certeza, y también que Sariani llevaba solamente dos de casado, Rodríguez Scarpani contestó que él tenía amistades que respondían por él, como el Ministro Economía, el de Defensa Nacional y el Presidente de la Suprema Corte de Justicia.

Preguntado  acerca de si fue la primera persona en ingresar a la  casa, contestó que a él le abrieron la puerta, y  quien lo recibió fue un hombre con uniforme policial, y no un policía común, si es que el hombre tenía puesto entonces el uniforme que le correspondía: tal vez Comisario o Subcomisario, o algo así.

Preguntado sobre si conocía el grado de un policía con sólo ver el uniforme, contestó que no, que nunca había sabido diferenciar los grados por las jinetas, los distintivos o como quiera que se llamaran los adminículos que los distinguían en su grado, que más bien se trataba de una suposición suya, de Rodríguez Scarpani, porque había percibido algo- no sabía exactamente qué-, en el uniforme,  que le sugería que no era un policía común, raso. Y contribuía a eso que no tenía gorra, lo que lo hizo suponer que era algo así como un familiar, y preguntado por el origen de esa impresión, Scarpani contestó que así le pareció porque tenía como soltura de maneras: poco empaque autoritario, casi como si estuviera en su propia casa.  

El Juez manipuló el sobre, sin decidirse a abrirlo. Extendió la mirada a través de la ventana y le resultó un placer momentáneo repasar, a la distancia, los techos, las cuerdas de ropa curvadas por el viento con sábanas y camisas y toallas, y arriba los verdes movedizos de  las copas de los árboles- él adivinaba que hasta el infinito-, y arriba, el azul profundo de un cielo ingenuo, ajeno a  las maldades de los hombres, lejano y eterno. Entonces le pareció que empezaba a entender a los místicos.

El padre levantó lentamente una mano- todavía las manos de él tenían, a la distancia, un aroma indeleble a metales, a azufre y abrasivos líquidos, y las uñas negras y los nudillos cuarteados-, y se acomodó una guedeja de pelo que le caía sobre la frente.

El General Muelas roncaba suavemente con la cabeza colgando.

El Juez consultó a Rodríguez Scarpani acerca del arma. Éste la había distinguido perfectamente sobre la mesita de luz del lado de Sariani, a quien encontró pálido, boca arriba y con el edredón a la altura del pecho, con los brazos  por encima de la frazada, que estaba toda hecha un relajo, como toda la cama,  sin herida ninguna a la vista, y con los pies juntos y al descubierto.

Cuando el Juez lo confrontó con la  versión de la mucama, que habló de la cama recién hecha, Scarpani comentó acremente que a esa señora no se  le podía  creer nada, porque era una víbora enredadora y atorranta, y, por si faltaba algo, era la amante de Sapiola.

8

Temprano, al día siguiente el Juez se comunicó telefónicamente con el laboratorio, donde le informaron que hasta 48 horas después no podían darle información sobre las pruebas numeradas EP5, EP8 y EP 17, es decir, el colchón, la almohada y el saco del piyama, en virtud de que la Oficina de custodia estaba cerrada con llave.

La explicación- el interlocutor tuvo a bien mostrar cierta piedad por el desconocimiento y la tremenda ingenuidad, rayanos en lo criminal, que ostentaba el Juez - era que esa tarde y la siguiente, habían sendos partidos en el Estadio Centenario-  los equipos uruguayos que compiten, que son dos, juegan como locatarios, ¿me entiende?; y es un torneo internacional, por la Copa Libertadores; se trata de algo importante, ¿aprecia? – y el personal completo de Laboratorios repartía su afición entre los dos equipos.

Si el Laboratorio contaba más o menos con la mitad del personal, los que quedaban no daban abasto con todo el trabajo.

Prueba de ello- era el argumento definitivo- era que el propio Parlamento -nada menos que El Palacio de las Leyes-, ya estaba paralizado, en sistema de cuarto intermedio, hasta el día siguiente al segundo encuentro.

Dos horas después, antes de que el Juez se sirviera una grappa, el informativo de la tarde- entre entrevistas a los jugadores que entrenaban, suposiciones de estrategias y versiones de pases,  y un repaso a todos los delitos y accidentes ocurrido en el país, también notificó que en una ciudad brasileña de la frontera, había sido encontrada- golpeada, degollada, y con manos y pies atados con alambre-, una mujer que resultó ser ciudadana uruguaya, de nombre Edelvecia Mascarenhas, que no estaba registrada en ningún hotel ni vivienda, probablemente por asuntos vinculados al contrabando o bien a una clínica abortiva. Foto de cédula mediante, que ocupó por unos segundos toda la pantalla de la tevé, el Juez reconoció casi sin sorpresa a la mucama de la casa de Sariani.

Entonces, como un luz brillante, irrumpió en su mente las palabras de la mucama advirtiendo sobre lo que debería poder encontrarse en la cocina y que nadie, ni siquiera él, había investigado. Y tan rápidamente, lo asoció con el aliento mentolado de la Señora la noche del crimen: la mucama le había recalcado que la Señora se cepillaba siempre de mañana.

Era una advertencia clara- ahora lo entendía-, de que la Señora quizás había bebido algo en la cocina, algo que había llamado la atención del Subcomisario, que contenía alcohol, y que ocultó con pasta dentífrica, como si fuera un botija que pretende esconder que estuvo fumando.

Recalcado soy yo, que no atendí, pensó, con tranquila desesperación.

Lentamente, entonces, rompió la citación que había escrito para interrogar detenidamente a la mucama, se bañó, se vistió y volvió a la casa de Sariani, para aprovechar el tiempo, pero la casa estaba cerrada.

Se presentó en la Comisaría, y se hizo abrir la puerta, pero todo estaba como si se tratara de una casa para alquilar o vender: paredes desnudas, ningún mueble, ningún cuadro. Ni siquiera polvo en el suelo. Todo concienzudamente barrido.

Preguntó al agente por la Señora y éste le comentó que  el día anterior había viajado a Estados Unidos, a reponerse en casa de un familiar.

La siguiente pregunta fue al Oficial de servicio por la dirección donde ubicarla y la respuesta fue  no sabemos .

Tomó aire en los pulmones y sin permitirse un segundo de ofuscación fue hasta la sucursal Centro del Banco Internacional del Comercio. Se identificó como Juez de Instrucción y solicitó la apertura ante sus ojos de la cuenta No. 0007367846. Lo hicieron pasar a un subsuelo y el propio Gerente encontró y abrió la caja personal de Sariani.

Estaba vacía.

El Juez preguntó, casi sin voz, cuándo había tenido lugar el último movimiento aquella caja, a lo que el Gerente contestó que el día anterior.

El Juez miró fijamente al rostro imperturbable del Gerente y preguntó entonces quién había hecho el movimiento. El Gerente susurró una orden a un subordinado y al poco rato éste apareció con el recibo correspondiente.

La firma podía entenderse como D. Awkerrrsted.

El Juez preguntó qué significaba aquello.

El Gerente, con impecable sonrisa, contestó que se trataba de la firma del interesado.

El Juez, masticando las palabras, notificó a su interlocutor que el interesado había fallecido diez días atrás, y dejó que esas palabras obraran en el intelecto del burócrata.

Pero éste, imperturbable y sonriente, le comunicó, también con intención, que la persona que hizo el retiro total de la caja en el día y hora indicados estaba debidamente autorizado. Y antes de que el Juez volviera a preguntar algo, agregó que, para el Banco que él representaba, todo el trámite estaba satisfactoriamente finalizado y que lamentablemente no le estaba permitido ofrecer más información. Sonrió más ampliamente y lo acompañó hasta la puerta.

Entonces  el Juez volvió a su casa y llamó al Subcomisario, pero éste se encontraba en viaje al exterior, ya que había sido designado para hacer un curso de especialización en Italia.

Llamó a Sapiola, pero estaba de vacaciones en Miami.

El número de Rodríguez Scarpani estaba fuera de servicio.

Entonces colgó el teléfono, respiró hondo, se restregó los párpados, dejó que volviera la visión normal, se aflojó el nudo de la corbata y caminó hasta el bar de la esquina: allí se sentó en una mesa contra la ventana, pidió una grappa con jerezano, doble, y  la fue paladeando mientras organizaba los pensamientos.

Pintos, el secretario, llegó veinte minutos después: se sentó enfrente, pidió una gaseosa y lo acompañó en silencio, hablando suave y de temas intrascendentes.

Dos días y varias horas después, cuando los integrantes del laboratorio se reintegraron y tuvieron tiempo de analizar las muestras, recibieron la llamada del Juez, para interiorizarse, antes de que le mandaran el informe por escrito.

El dictamen fue que las almohadas no tenían tatuajes de pólvora incandescente o desgarradura alguna producida por el roce de un proyectil caliente. En todo caso fueron colocadas allí después del momento del disparo.

Uno de los almohadones tenía el depósito de sangre emanado del orificio de salida de la bala: allí fue donde quedó apoyado el cuerpo.

El colchón que contenía la bala estaba en el depósito, pero no pudo ser analizado porque fue trasladado por error a otro local desde donde se proveyó, junto con otros, a socorrer las víctimas  de una zona inundada en Salto.  A la vuelta de esa misión humanitaria- la bala seguiría estando allí-, sería prolijamente estudiado en concomitancia con el Departamento de Balística.

Padre, Padre- se quejó internamente el Juez- ¿por qué me abandonaste?

La prensa había distraído el tema en los días previos a los encuentros por la Libertadores, para analizar pormenorizadamente las posibilidades de cada equipo a partir de la historia de ambos, sus formaciones, el estado anímico-atlético, la influencia sicosomática de la competencia en cada jugador, el grado de adhesión de la parcialidad, los esquemas técnico-tácticos, las posibles variantes, los rumores desde vestuarios, la historia de  cada uno en su participación en la Copa, y el análisis minuto a minuto del ritmo de venta de entradas en cada ventanilla.

Cuando se apagaron los ecos de los partidos, los tres diarios se refirieron unánimemente al asunto como El Caso Del Suicidio.

Ese día el diario de la mañana publicó un editorial firmado por el Director, donde enfáticamente opinaba que ya estaba dicha la última palabra sobre el caso Sariani, ya que todas las evidencias señalaban el caso como suicidio. Y dándolo por hecho dedicó el resto del extenso artículo a alabar las virtudes del extinto, bien que censurando la autoeliminación.

El diario de la tarde publicó largas entrevistas a los principales caudillos políticos, quienes señalaron su más completa convicción sobre el suicidio,  añadiendo que otra posibilidad entraría fácilmente en la lógica de los débiles mentales.

El diario de la noche, tituló su última página Adiós a un gran hombre,  analizando ese hecho consumado a través de los más diversos especialistas y una entrevista especial con el Nuncio Apostólico que aceptaba la tesis, bien que censurando la actitud desde el punto de vista religioso, aunque es del caso mencionar que suavizaba la culpa en ése caso especial por tratarse de alguien bien visto por toda la sociedad.

De entonces en adelante, el tema Sariani desapareció de los asuntos de interés para la prensa.

Antes de una semana el tema ya estaba olvidado

El Juez de Instrucción pidió telefónicamente al Depósito los análisis del  saco del piyama que había pertenecido a Sariani con carácter de urgente, y después de cuatro horas, le contestaron que, en realidad, el saco se había extraviado.

El día anterior se había producido un foco ígneo en el galpón que quedaba a los fondos del Depósito, y- ya que no estaba donde debería estar, porque la caja estaba vacía-, era  más que probable que lo hubieran alojado allí, donde había más espacio.

Y como no se encontró, lamentablemente se le dio oficialmente por extraviado.

El Juez colgó y llamó inmediatamente al Director del Departamento y lo puso al  tanto de la situación, pero el Director le contestó que él no podía estar en todas partes al mismo tiempo.

El Juez, entonces, volvió a su escritorio, hizo sentar a Pintos a su frente y dictó cartas a las principales autoridades del país, notificando puntualmente todas las circunstancias por las que había atravesado la investigación, y los resultados de los peritajes, o lo que había obtenido de ellos, y la ausencia de los restantes.

Después cerró el escritorio y se fue a pescar.

Allí, lejos, contra la costa, con los pantalones a la rodilla y en alpargatas, en camisilla y sin preocuparse de  la afeitada, sintió la placidez del aire marino, y después recordó con agrado el tacto agresivo de las rocas, el placer punzante al encarnar, el roce de la tansa en los dedos, el olor a yodo, la calma de la espera y el ritmo de la superficie del agua, el siseo del agua contra las rocas, la emoción del pique, el parpadeo luminoso del pez recién cobrado, la sensación en las yemas  del cuerpo escamado, el olor a mar en todo el cuerpo, la paz con que durmió esa noche.

9

Entonces, después, en su escritorio, con la imagen de su padre tomando vino fresco y aromático, expectante, una semana después, fue que abrió el sobre color garbanzo-

El peritaje dactiloscópico determinaba que efectivamente en la empuñadura del arma homicida se encontraron huellas papilares, que pertenecían a una sola persona.

Examinada y confrontadas en el Registro Dactiloscópico Nacional, se determinó que las huellas pertenecían al Doctor Usucapión Páez Beretervide, Juez de Instrucción en la causa.

Ninguna otra huella.

Tampoco en las paredes ni en ningún otro objeto.

Tampoco huellas de suelas de zapatos, ni rastros de ceniza.

A esa oficina no había llegado ningún dije de malla de reloj.

La segunda hoja, más grande, era el peritaje del arma.

Después de analizar las condiciones técnicas, se llegaba a la conclusión de que, debido a una anomalía, el percutor estaba inhibido de tocar la cápsula de la bala que estuviera en su alvéolo, en posición de disparo.

Tal vez había sido limado, tal vez se había quebrado debido a algún golpe: no era posible determinarlo.

Pero esa arma no podía matar a nadie. Estaba inutilizada. No podía disparar.

También se dejaba expresa constancia que presentaba óxido en el sistema de apertura, y que al quebrarla para abrirla para carga o descarga, era necesario presionar el mecanismo de estrella para volverlo a su posición normal, a efectos de volver a cerrarla. 

¿quebrarla? ¿mecanismo de estrella? ¿el revólver se quebraba para abrirlo?: él recordaba nítidamente haber soltado la traba y haberlo volcado hacia la izquierda para liberar el tambor. Si se quebraba para abrirlo, lo que hablaba de un mecanismo primitivo, era porque habían examinado un revólver cuarenta años más viejo que el que estaba en la cama de Sariani.

El Juez leyó aquello una y otra vez, como los niños cuando repiten una canción de maldad morbosa.

El tercer papel era la fotocopia de un papel más grande, y se centraba en una parte, la esencial.

Se trataba del resultado final de la autopsia.

Los médicos actuantes determinaban, en acta solemne, que de acuerdo al estado morfológico, al color y al grado de rigor en que encontraron el corazón del occiso, sumado  a la disección de venas y arterias adyacentes, y al estudio de músculos y fluidos, era posible establecer, que, a pesar de la presentación de la herida descripta a fojas etcéteraetcétera, y las características de la misma, el occiso había encontrado la muerte antes de que la bala hiciera la invasión del organismo, debido a un infarto fulminante, tal vez producido por la impresión de estar al borde de una situación límite, sumado alguna descompensación en los índices de hipertensión arterial

La bala había ingresado, entonces, a un cuerpo ya sin vida.

Sobre el borde inferior de este papel, alguien, el conocido del Juez que había enviado el sobre, había garrapateado a lápiz su propio aporte, confianzudo: “Doctor: se salvó de ser homicida “.

El Juez dejó caer el sobre encima del escritorio, la mirada fija en un punto indeterminado.

Las imágenes, conclusiones y cuestionamientos se disparaban en su magín a velocidad de vértigo. La pieza misma pareció querer desplazarse, hasta que, bloqueando voluntariamente aquel torrente de cosas que ya lo agredían,  sacó del segundo cajón de la derecha, abajo, del escritorio, la botella de grappa con arazá- la que solía pernoctar atrás del Código de Comercio-,  y se sirvió por dos veces en el mismo vaso: el primero lo tomó de un sorbo largo, y el segundo más lento, a sorbos más medidos, hasta que sintió, en lo interno de la cabeza, los enviones violentos de la sangre, como si golpearan con un paraguas contra un latón.

Y entonces, mientras repasaba a ritmo más lento, constataba que tenía los labios adormecidos y que le renacía un algo la fe.

Se sacó los lentes, entrevió el otro sobre que le había llegado, el blanco, volvió a ponerse los lentes, y sonrió.

Después, lo abrió.

Dentro, había un papel membretado, donde se le comunicaba que a partir de la fecha de notificación, el caso Sariani pasaba a manos del Juez Hildebrando Agosto, a efectos de que el doctor Páez pudiera gozar de la licencia solicitada.

Pensar que hace cuatro años que no pido licencia, rememoró.

Había caído el sol.

El horizonte era una sinfonía concertante de rojos, ocres, naranjas, celestes y azules y hasta los vidrios de las casas de enfrente se sumaban a la convocatoria.

El Juez se sirvió otra grappa. Levantó el vaso con la mano izquierda y con el brazo derecho, de revés, barrió todos los papeles y carpetas de encima del escritorio. La silueta del padre, enfrente de él, brindó silenciosamente con el vaso de vino y por un rato dejó que su hijo, el Juez, se desangrara por dentro.

La luz se fue yendo despacio entre trémolos de grillos.

Entonces el padre se levantó del asiento, abrió la puerta, con el vaso siempre sujeto, y salió.

Unos minutos después, por la misma puerta fueron llegando otros, tan suaves y silenciosos como el que se había ido, que se fueron acercando al escritorio del Juez.

Eran muchos, cada vez más, de diferentes edades,  algunos más claros y otros de tono sepia, quiénes más jóvenes y quiénes otros más viejos, hombres y mujeres; y todos, absolutamente todos, tenían un papel amarillo en una mano.

A medida que iban llegando se iban instalando enfrente al Juez como si se tratara de una reunión importante, ocupando todo el lugar disponible, aún a los costados del escritorio y así fueron permaneciendo en el más absoluto silencio.

Algunos evidenciaban ser de reciente data, pero otros parecían tener más de cien años así.

Todos tenían los ojos helados.

El que estaba más adelante, casi enfrente al Juez, escritorio por medio,  ostentaba claramente cuatro balazos en el pecho; el que estaba al lado disponía solamente de medio cráneo, y  el del otro lado no podía cerrarse con las manos el agujero que tenía en el vientre; otros, que tenían las manos atadas a la espalda, conservaban la soga alrededor del cuello; otros, descoyuntados, no podían dejar de exhibir en la cara  el boquete que les había quedado  del tiro de gracia en la nuca.

Otros tenían los pies hundidos en cubos de cemento.

Otros, eran poco más que cenizas en el aire.

El Juez los miró, ya, entonces, serenamente.

Todos los papeles amarillos tenían el mismo texto:

”Paro cardio-respiratorio”.

Dos días después, por la noche, el General Muelas volvió a atravesar la ventana buscando evacuar urgencias y se detuvo sobre el muro el tiempo suficiente para distinguir a las cuatro personas que bajaron silenciosamente de una camioneta frente al domicilio del Juez.

Los ojos amarillos vislumbraron las figuras y los bultos, pero aspiró el aire fresco y el aroma a pasto y descendió a aliviarse.

Después, cuando volvió, se detuvo en la ventana, desagradado por el olor agresivo que impregnaba el ambiente de la pieza, por lo que se arrolló en el alféizar y se adormiló un buen rato, aunque con sueño intranquilo.

Horas después, despertó, constató que ya todo estaba respirable y silencioso, y entró, se deslizó al piso y, pasando por encima del bulto que estaba en el piso, acortó camino hasta su silla.

Entonces se enroscó, suspiró y volvió a quedar dormido.

Hugo Bervejillo

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