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A pedir de Broglia

(El pescador)
Hugo Bervejillo

bemenor@hotmail.com
 

 
 
 
 

El nombre no importa.

 

Ése fue un día en que pudo escaparse temprano de la oficina, y la mujer había ido a un cumpleaños infantil con los gurises, de manera que tardaría en volver.

 

Así que tomó la decisión de conocer  aquel boliche lejano, cerca de la costa y con aromas de mar y salitre, a tomar algunas copas, suavemente, y a su propia salud.

 

La noche caía lentamente, fresca y con estrellas brillantes y diáfanas, pero eso él no lo veía porque estaba mirando cómo jugaban a las bochas.

 

Sabía que allí no lo conocían, porque él era de otro barrio, y este bar quedaba a contramano de todas las rutas que conducían a su casa, de manera que solamente miraba, consciente, además, de que esa noche era como si fuera soltero.

 

Hacía tiempo que no se sentía soltero.

 

Era bueno. Era como saberse un puma al acecho, sobre la rama de un  árbol, esperando que pasara una presa. Con la sola diferencia que la presa,  tenía que pasar esa misma noche y no muy tarde porque él tenía que dejar de ser un puma al acecho a más tardar en tres horas.

 

Y ya hacía una hora que estaba allí.

 

Había tomado dos escoceses: el primero, con papas fritas, y el segundo, con majuga  recién sacada de la sartén, dorada y crocante: una exquisitez propia de los boliches de la costa.

 

Pero no había mujeres a la vista como no fueran dos o tres matronas sexagenarias, perfectamente a salvo de cualquier intento.

 

Lo demás del público eran hombres de diferentes edades, conversando, vasos de por medio, en grupos de dos, de tres, de cinco: a veces confidencias, a veces la descripción de una jugada de fútbol, otras veces, nostálgicos recuerdos del barrio y de las comidas de la barra de solteros.

 

Un parroquiano pasó al lado de la silla de él y la rozó con el zapato provocándole un sacudón sorpresivo. Levantó los ojos para ver y el parroquiano se disculpó tras lo cual le preguntó:

 

-Pero, ¿usted no es Alonso?

 

-No- contestó-, no. Me llamo Firpo.

 

-¡Qué parecido!. Bueno: disculpe, ¿eh?

 

-Está bien.

 

Por un rato se distrajo con unos bochazos y con toda la pantomima de los jugadores, que también gritaban, se hablaban, medían, se hacían bromas y calculaban cuántas copas tomarían a costa de los rivales.

 

Arriba, en la estantería, estaba ubicado un televisor mudo que a todo color transmitía un encuentro de fútbol entre dos equipos europeos, pero el único espectador era un viejo flaquísimo  de gorra grasienta, que tomaba vino tinto en un vaso grande y parecía estar allí desde la fundación de la cantina.

 

Cuando el hombre llamado Firpo volvió la cabeza al centro del boliche, aburrido y casi listo para pedir la cuenta de lo que había consumido, fue que vió entrar a la pareja.

 

El hombre estaba que daba lástima. Apenas podía caminar: con una mueca de ojos desorbitados por quién sabe qué imagen, agarrándose casi con desesperación del mostrador con una mano, y con la otra apoyada en la mujer que lo sostenía para que no cayera, parecía estar en el penúltimo grado de la intoxicación alcohólica.

 

Algunas cabezas apenas se dieron vuelta para ver aquella entrada,  otra vez el loco Broglia, qué barbaridad, no sé por qué lo dejan entrar  con el rabo del ojo, y después todos volvieron a lo suyo como si no lo hubieran visto nunca.

 

Avanzaron hasta unos pocos metros de Firpo, contra el mostrador y allí se estacionaron: ella se trepó a una butaca alta, sin respaldo y él quedó recostado al mostrador, anclado con los codos y apoyado en los talones, para evitar sorpresas, pero con una manifiesta inseguridad en las rodillas que hacía prever un resbalón.

La expresión de la cara del tipo era como de bronca o de indignación y la de ella, como de pedir a todos disculpas por el espectáculo.

El tipo al que llamaban Broglia respiraba agitadamente, ceñudo, y con dificultad se dió vuelta para pedir algo al cantinero.

 

Firpo no podía oír desde allí, pero le pareció que ella lo rezongaba suavemente, algo así como un  no tomés más, viejo, mirá cómo estás, que él, naturalmente, ignoró.

 

Ella miró cómo le servían  al tipo un vaso alto lleno de whisky con pomelo y a su vez pidió uno de refresco cola, y después paseó la mirada, calibrando a los parroquianos.

 

Firpo se dió cuenta rápidamente que la mujer lo había divisado- aunque no lo demostrara con los ojos- porque ella, que estaba de brazos cruzados y flojos, cambió de postura y arqueó la espalda, irguiendo los senos, como si se acariciara suavemente los riñones.

 

Como ofertando la mercadería.

 

Firpo miró rápidamente la hora. Todavía había tiempo.

 

Él también pidió otra copa y se acomodó en la silla, con la vista fija felinamente en la mujer, y ocasionalmente en el tipo que daba lástima.

 

Ella, después de algunas vacilaciones, encontró la mirada de él.

 

Él le hizo un gesto mudo que indicaba su sorpresa por la profundidad del estado de beodez del tipo que la acompañaba, y ella le contestó, también con un gesto, algo así como un  ah, sí, mire, yo no sé qué más hacer con él.

Pero después ella lo acarició en el pecho, tímidamente, como para hacer ver a los demás que ella lo cuidaba, al fin de cuentas, y tomó un poco de refresco tratando de hablarle o de hacerse entender con el tipo.

Pero el tipo no podía oírla. Ni a ella, ni al cantinero ni al Santo Padre.

 

Firpo aprovechó para estudiar clínicamente el físico de ella.

 

No era bonita, pero para una noche en que él podía volver tarde a casa, estaba bien. Estatura mediana, cuarentona, formas atractivas, limpia.

 

Buena presa.

 

Algo percibió ella porque se bajó del taburete donde estaba sentada, y él confirmó lo que había presentido, a más de la agradable sorpresa de una impresión general de los glúteos de ella enfundados con economía inmejorable en los pantalones livianos.

 

Firpo cambió de postura, y  vió cómo ella se dirigió- caminando como una reina de las pasarelas- al cuarto de servicio.

 

El tipo tenía los ojos casi enteramente cerrados y jadeaba suavemente, pero no olvidaba, cada tanto, agregar un sorbo más del preparado a lo que ya había ingerido.

 

De repente, notó que había tenido que empinar el codo para sorber el último resto del brebaje, y eso le hizo cambiar la expresión de la cara a algo parecido a la de un hombre afrentado más allá de lo que humanamente se pudiera tolerar.

 

Trabajosamente encaró el mostrador y sacó un grito indignado, golpeando el culo del vaso contra el mármol, tan enconado como si hubiera descubierto que era el cantinero el que se había tomado el contenido del vaso. Volvió a gritar algo que no se sabía qué era, más de animal que de ser racional y parlante, sin soltar el vaso y solamente se calmó cuando el cantinero inexpresivamente le volvió a servir, esta vez hasta el borde y con una sola piedra de hielo.

 

Ella volvió a al taburete y, sin apuro, volvió a encontrar la mirada de Firpo.

 

Él cerró brevemente los dos ojos indicando al tipo, como diciéndole a ella  tu acompañante está liquidado  y ella contestó levantando las cejas con un gesto ambiguo, como diciendo  sí, y ¿qué voy a hacer yo, ahora?.

 

Pero Firpo, enseguida le hizo un gesto con la mano que quería decir  dejá a ese cadáver y venite conmigo.

 

Ella vaciló como diciendo  no puedo: ¿y él?  y  miró a su compañero como se mira a un enfermo terminal.

 

Cuando volvió a mirar a Firpo éste le mostró las llaves del auto y le hizo un gesto como diciendo  dejálo morir ahí.

 

Ella vaciló un rato más pero después le dijo algo al tipo, acercando la cara, en un gesto que a Firpo le hizo acordar cuando los asistentes, en el rincón, tratan de hacerse entender con el boxeador, que ya no sabe dónde está ni quién le está pegando.

 

Después ella se dirigió hacia la puerta de la cantina, abrió y salió.

 

Firpo rápidamente hizo un gesto al cantinero, haciéndole notar que dejaba el saco y el llavero sobre la mesa, que salía un momento y siguió el camino de ella.

 

Ella lo estaba esperando pero haciendo como que no lo esperaba, o que la tomaba de sorpresa que él estuviera allí.

 

-Tengo el auto esperándonos aquí, muñeca. Con ese tipo vas a pasar una noche muy triste. Yo te prometo alegría: vámonos.

 

-Cómo dice- dijo ella, como si no supiera de qué le estaban hablando-: mi novio está un poco mal pero no es para tanto. Yo no sé por qué toma tanto. Antes no era así.

 

El le tomó una mano y acercó la cara a la de ella, rozándole el pelo. Y entonces le dijo con voz grave:

 

-No hables tanto. Voy a pagar y vuelvo. Esperame aquí, al lado de este coche.

 

-Pero yo no me puedo ir.

 

-Ya vuelvo- y rápidamente Firpo entró en la cantina, recogió el saco y las llaves, pagó con un billete grande  pero no tengo cambio, dijo el cantinero;  bueno, redondee, dijo Firpo, puteando por dentro, agarró los billetes casi sin mirarlos y salió a buscar a la mujer, casi seguro que ya se había marchado, a pesar de que el tipo todavía estaba allí, ahora echado sobre una mesa, durmiendo y roncando.

 

Cuando llegó al auto, la mujer no estaba. Firpo se detuvo, miró a todos lados y constatándose solo tuvo un gesto de impaciencia, pero lo pensó mejor y se dijo  mejor vuelvo a casa.

Cuando le dió encendido al auto, fue que la distinguió levantándose de entre dos autos  que estaban al lado del suyo.

-Ay, amor, pensé que te habías arrepentido- dijo ella, con una risa-.

 

-Pero- balbuceó él, realmente sorprendido-, pensé que te habías ido.

 

-Me escondí por si se asomaba él- y volvió a reírse con sonido agudo-. ¿Adónde vamos?.

 

Y él condujo el coche para sacarlo de aquel lugar buscando en la memoria el hotel más cercano y al mismo tiempo más alejado de su casa, para que no lo viera ningún conocido.

 

Rápidamente supo a cuál podría ir y también la ruta más directa y también se dijo íntimamente que, a pesar de lo que había tomado, estaba lúcido y ágil.

 

Lo que pasa es que estás joven, pibe  se dijo hasta con admiración y eso lo motivó y sacó la mano del volante y le acarició una rodilla a la mujer.

 

Ella hablaba del tipo y trataba de explicarle cuál era la relación que los unía, pero Firpo no quería escuchar y solamente la miraba de reojo adivinando en la penumbra la silueta del cuerpo de ella buscando adelantar el placer , sobándole lentamente los muslos.

 

Cuando llegaron a destino, él la llevó de la cintura hasta la pieza y todavía entonces calculaba que iba a tener que convencerla de callarse un rato, porque no la hallaba totalmente dispuesta.

 

Pero cuando él cerró la puerta, ella lo estaba esperando y lo besó en la boca largamente tomándole firmemente la cara con las manos. Tenía un suave aliento a pasta dentífrica mezclado con tabaco rubio.

 

El quiso desnudarla rápidamente, pero ella, sin dejar de besarlo, impuso un ritmo más lento, lo que catapultó el deseo de él de poseerla.

 

Al rato, él ya estaba desnudo pero ella, bruscamente se resistió a despojarse de la tanga, y se largó a hablar velozmente, como un torrente incontenible:

 

-No puedo, mi amor, no puedo hacerlo, mi novio me va a matar, es capaz de cualquier cosa, me siento una puta: quisiera irme lejos, con mis padres, a Melo, pero no tengo plata, si tuviera plata para el pasaje ya me iba de acá, pero no tengo nada y él no me da, y si supiera que estoy aquí contigo, me mata, ¿m´entendés?: me mata.

 

Y Firpo, como en una iluminación mística, entendió que la única manera de penetrar a esa mujer era encontrando el modo de hacerla callar y volviéndola aquiescente, por lo que, sin bajarse de la cama, buscó con la mano la billetera que tenía en el pantalón, sacó el fajo de billetes del vuelto del cantinero y se los dio a la mujer que inmediatamente cambió el tono de la voz:

 

-Ay, mi amor.

 

Y de allí en adelante, todo fue sobre rieles. Ella se quejó, jadeó y suspiró y él disfrutó aquel cuerpo todavía apetecible, hasta que tuvo el tino de mirar la hora y decidió que ya era hora de volver a casa.

 

Ella quería que él se la llevara, que se vieran al otro día, que él fuera a verla a Melo, que la llamara por teléfono. Quería un noviazgo y también insinuó que le gustaría tener un hijo de él, y pasear juntos por la Rambla, en verano.

 

Firpo, sin vacilar, le prometió el noviazgo, anotó el número que ella le dió de la casa de sus padres en Melo, y le dió, a cambio, con ternura, el número de teléfono de una fábrica de pastas lejana.

 

El la despidió con un beso y contempló, desde el auto, cómo ella se iba y se compadeció brevemente por el efecto que había causado en la mujer.

Estás hecho un pibe, se dijo, todavía podés dejar loca a una mujer en una sola noche.

Mientras manejaba de vuelta a su casa, haciendo un desvío para evitar que lo vieran llegar al barrio desde una dirección indiscreta, repasó mentalmente el rato de amor que había tenido y los besos apasionados de la mujer.

 

Bonita, bien formada, se autoensalzó: elegiste bien, pibe. Y ella quedó muerta contigo: en un ratito ya se había olvidado del novio. Ahora, se acabó: si te he visto, no me acuerdo.

Estacionó el coche en la vereda y entró en su casa.

María Ester, la esposa, ya había llegado y los gurises habían dejado ropa y algunos juguetes tirados. Estaban dormidos, cansados del cumpleaños. El fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua.

Todavía podés enloquecer a una mujer, se masajeó por dentro, pero ahora hay que ponerle distancia y no pasar ni cerca del boliche. Costó algún pesito, sí. Bastante. Pero la mataste, botija y se admiró en el reflejo del microondas con una sonrisa :¡ Asesino!

 

La mujer entró a la cantina y se dirigió a donde estaba el tipo.

Broglia estaba esperándola. Ya tenía servido otro whisky con pomelo y picaba algunos maníes y una aceitunas.

La miró sentarse. Ella tenía una sonrisa tibia y se había deslizado sobre la silla de madera, sin hacer ruido.

-¿Cómo te fue?- dijo el tipo, con una cierta agresividad-

Ella, muda y sin levantar la vista, sacó del bolsillo del tapado el rollo de billetes que le había dado Firpo y lo dejó sobre la mesa. El desplegó y contó los billetes.

-Con esto podía haber pagado cuatro mujeres como vos y en un hotel como la gente. ¿No te habrás quedado con algo, no?- y la miró con mirada fría-.

-No, papito - dijo ella, con un hilo de voz.

El sacó dos billetes y los levantó en una mano.

-¡Quintana!- gritó al cantinero- Cobrate de acá.

 

Dos horas después, ella se acostó y cerró los ojos y quiso soñar que algún día alguien se la llevara a Melo, de vuelta a casa, alguien que la quisiera, un marido como la gente, y no el atorrante éste, que lo único que sabe hacer en la vida es hacerse pasar por borracho y se fue adormeciendo, cansada. 

 

Hugo Bervejillo
bemenor@hotmail.com
 

 

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