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Arequita
De "25 días de campo"
Manuel P. Bernárdez

 
 

Por mi fe digo, Arequita, que te tengo miedo. Al intentar tu descripción sin serio precedente científico; al contemplar tus espaldas gibosas, tus ancas deprimidas y tus narices decapitadas y escuetas; al pensar que tengo que presentarte a cierto número de personas respetables que te mirarán doctamente por encima de las gafas, y que, acaso debido a mi torpeza y poca maña en aliñarte, te hallarán distinto de lo que ellos se figuran; al meditar sobre éstas y otras cosas en que no quisiera pensar, se me pone el cuerpo como carne de gallina y tengo miedo: no lo puedo remediar.

El cerro de Arequita está situado dos leguas al norte del pueblo de Minas, entre los arroyos Santa Lucía y Campanero. De laderas cortadas a pique en la mayor parte de su contorno, tiene dos a manera de gargantas que lo hacen accesible, en las que una capa de tierra vegetal, bastante considerable, acarreada y esparcida por el arrastre de las aguas, alimenta una poca vegetación, estrujada a menudo por el desprendimiento de fragmentos de roca, y de continuo azotada por los vientos. Chirca, Cactus, Anacahuita, Tula y algunas gramíneas: tal es en su mayor parte el producto de la superficie vegetal, añadiendo tal cual planta de Marcela, que crece confundida con los arbustos mayores y variedad de mimosas o sensitivas.

En esta capa de tierra hay muchos peñascos desprendidos en grandes trozos desde la cima, y hechos pedazos al estrellarse contra obstáculos resistentes. Estos desprendimientos se explican fácilmente sabiendo que la roca, feldespática en su masa, tiene, entre otros componentes secundarios, grandes y dilatadas vetas de carbonato de cal, formando como soldaduras entre porciones irregulares de la peña. Luego, los agentes atmosféricos, ejerciendo su influjo emoliente sobre la cal, la deslíen, produciendo derrumbes que han alterado y siguen alterando la forma primitiva del cerro. Tal debe ser el origen de ciertas cavidades regulares que hay en él, y de otras separaciones y hendiduras que, en mi concepto, no explica satisfactoriamente ninguna otra conjetura.

El feldespato, que, como he dicho, forma la masa general del monte, es rojizo, con muchos granos de cuarzo y grandes nódulos calizos. En algunos sitios, sobre todo en las alturas, estos nódulos se han desleído dejando huecos más o menos redondeados que pueden servir de guarida a hombres, aunque son albergue habitual de cuervos.

El día de nuestra llegada al actual campamento, escalamos el monte, Benedetti y yo, con ánimo de anticiparnos a la columna, la cual debía hacer una excursión a la mañana siguiente. Dejando los caballos en las primeras estribaciones, subimos por una de las gargantas o abras, teniendo que descansar a menudo y enjugar el sudor que nos bañaba. A cada paso encontrábamos enormes monolitos que nos cerraban el paso, y habíamos de buscar otra senda o escalar la piedra con inaudito trabajo. La escabrosidad de la subida es tanta, que apenas se compensa, una vez en la cima, con el goce de la perspectiva.

Llegamos rendidos. Benedetti, con su incansable manía científica de huronear por todas partes y verlo y tocarlo todo, siguió andando y explorando sin dejarse vencer por el cansancio. Yo me senté en una piedra, a la sombra de otra, y dejé que se quemase solo. Sin moverme del sitio hice algunos disparos de escopeta a las aves de rapiña que volaban sobre nuestras cabezas, trazando grandes círculos y graznando inquietas. Si, como es probable, se creyeron seguras en sus agrestes dominios, es justificado su sobresalto al vernos trepar allí y saludarlas a tiros. Algunas águilas mezclaban sus silbidos al graznido desapacible y áspero de las aves negras, y cortaban velozmente el espacio sin mover las alas. Una que pasó a tiro recibió de lleno la carga de mi escopeta, y herida de muerte, fue volteando a caer sobre los arbustos espinosos que faldean las estribaciones del monte.

Atardecía. El sol, enorme y rojo proyectil de fuego, descendía velozmente, como si hubiese perdido la fuerza que lo lanzara al punto culminante de su trayectoria sideral. La altura barométrica iba descendiendo con el sol. Me levanté de mi asiento de piedra y me encaminé hacia donde caía el astro, deseoso de presenciar su hundimiento desde el extremo del cerro, cuya altura, desvanecida en sus costados por pendientes que parecen asaltarla atropellándose, se revela aquí, majestuosa y completa. La roca, cortada a tajos, sin pulidez, abrupta, presenta al nadir su frente, erizada de riscos y picachos. Sobre uno de éstos afirmé los pies, a costa de arriesgado salto. Miré y lo vi todo espléndido allá abajo. El paisaje, sacudiendo con vago esfuerzo el letargo pesado del bochorno, empezaba a agitarse soñoliento. La cinta de árboles que ceñía los pies de la montaña, trocaba su verde oscuro en negro indeciso, con transición gradual. El ganado se levantaba y, balando, se alejaba en pequeños grupos sueltos, buscando el reparo del boscaje que ornaba a trechos el arroyo, el cual recortaba a la derecha el panorama. Sobre el arroyo flotaba franja encendida de bruma levísima, y la bruma se acostaba sobre el agua, y el agua se adormía entre las piedras, y las piedras quebraban las últimas luces con sus puntas caprichosas, quebradas también. . . Allá a lo lejos, en la orilla del bosque, estaba ya tendido el campamento: las tiendas, alineadas, destacaban sus blancas siluetas en la indecisa luz crepuscular; aún se distinguían las formas humanas cruzándose desordenadamente por aquí y por allá... Un momento más y se escuchó un redoble. Me sorprendí: miré al cielo, tranquilo y lejano; miré a la tierra, silenciosa y distante.. . Sobrecogido, temblé ante la visión grandiosa de la Naturaleza en calma. Recuerdo que tuve frío. Los picos que erizaban la pendiente y se adelantaban en el vacío como acechando a la sombra, se me antojaban nevados. Después me cercioré de que la capa blanca que tenían era excremento de aves... Me asustó la idea de asistir sólo a la muerte de la luz y busqué con los ojos a mi acompañante. Allí estaba, cerca de mí, en un picacho vecino, recto el elevado cuerpo, avanzado el pie cual si la presencia del vacío le interrumpiera una empezada marcha, erguida la calva frente y los ojos perdidos en el horizonte inmenso donde se acostaba el sol... Las notas metálicas del clarín, repetidas por cien ecos, trajeron la oración hasta la altura. Cuando expiró el último acento de la melodía religiosa, el sol se escondió del todo, dejando reflejos de incendio en una legión de nubes que se adornaron con sus postreras luces. Bajamos el monte en silencio, como temiendo que aquellas piedras inertes despertasen de su sueño y se lanzasen a interceptarnos el paso... Nuestros caballos temblaban respirando ruidosamente y tendiendo las orejas con manifiesta inquietud. Montamos, descendimos a la llanura y, como sobrecogidos de miedo extraño, nos dimos a galopar presurosos, camino del campamento.

Murió el crepúsculo, y la sombra, después de tender sus velos en las espaldas del monte, avanzó sigilosamente y se echó sobre nosotros.

Después que acabara de escribir los detalles de la excursión de hoy, recuerdo que me he dejado uno. Voy en busca de una vela y vuelvo en seguida a reparar el olvido.

Una extensa veta caliza de varios metros de espesor, que unía al monte un gran pedazo de piedra, lo ha independizado al disolverse, y hoy levanta, solo y salvaje, su escabrosa talla. Inaccesible al pie, sólo sube el ala a su cabeza calva. Visto a distancia, semeja la silueta tosca de vetusto campanario. Sus flancos escuetos están magníficamente adornados por flotantes colgaduras de esas bromelias que llaman comúnmente clavel del aire. Por lo visto, el viejo esclavo del monte, manumitido ahora, entretiene su ocio eterno adornándose de flores.

Manuel P. Bernárdez
De "25 días de campo"

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